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martes, 16 de agosto de 2016

Los Presley y los Faulkner


Así como Penélope, durante siete meses, tal vez más, deshaciendo a la mañana lo tejido la víspera, y sin adentrarme más allá del punto y aparte que cierra el primer párrafo, así leía yo por la noche el arranque de una novela y trataba de olvidarlo durante el día. En solo quince líneas encontraba el antídoto y el veneno. Su lectura me aliviaba el empacho de ruido y de mala literatura y, al tiempo, me paralizaba. La novela era "El villorrio"; su autor, William Faulkner; y mi intento, inútil. Han pasado diez años de aquello y puedo recordar la descripción del "Recodo del Francés" como si la hubiera leído anoche: "Sus ruinas -el cascarón desvencijado de una quinta monumental, con cuadras y corrales vacilantes, jardines, terrazas y paseos invadidos por la hierba- se denominaba aún el Viejo Francés a pesar de que su delimitación original, ahora existía únicamente en viejos papeles amarillentos, guardados en las oficinas de la Cancillería del tribunal de Jefferson".
     Hay algo hipnótico en la prosa de Faulkner que está por encima de su asunto y que resulta más complicado de explicar que de sentir. En mi caso fue peligroso y, cuando al fin pude leerla sin añadir más trastornos a los míos, mantuvo su poder adictivo. Hubo un tiempo, incluso, cuando leí sus "Relatos", publicados en Anagrama, en que al final de cada uno de ellos me bebía una copita de burbon, en lo que era al mismo tiempo una celebración y una ofrenda.
     En "Entropías", una novela inédita de Javier Fullaondo, leí que entre dos desconocidos cualquiera de Nueva York no había más de cinco personas. Es decir, Fulano conoce a uno que conoce a otro que lo mismo, hasta llegar a Mengano en una cadena que no supera los cinco eslabones. A veces he fantaseado con estas relaciones, también hacia el pasado, descubriendo conexiones inverosímiles.
  
Rowan Oak
  La tarde en que llegué a Oxford, Tennessee, en el verano del 2004, mientras buscaba Rowan Oak, la casa en la que vivió Faulkner desde 1930, me recreaba por la calle pensando que cualquier anciano con el que me cruzaba podía valerme de único eslabón hasta él. Pero no es de esa cadena de la que quiero hablar ahora, sino de la que descubrí en aquel viaje en busca de los escenarios de la última parte de mi novela -la que lleva el título de este blog y tiene como protagonista a un imitador de Elvis- entre aquel escritor y el Rey.
     Había tomado unas cuantas notas para trenzar la relación: que Oxford está a 45 millas de Tupelo, casi a medio camino entre éste y Memphis; que los dos fueron malos estudiantes; que cuando medraron se compraron sendas mansiones de antiguas plantaciones de algodón; que ambos frecuentaban el Hotel Peabody, en Memphis; que el mismo exceso que sufrió Elvis por la comida lo padeció Faulkner por el alcohol; la fidelidad que siempre mantuvieron a sus raíces sureñas... Luego ahondé en sus genealogías y me encontré con que tanto el origen en América de los Presley como el de los Faulkner se remonta a emigrantes escoceses de principios del XIX. Pero pronto empezaron las divergencias. Un bisabuelo de Faulkner, conocido como el Viejo Coronel, fue un héroe de la Guerra de Secesión que se forró con el contrabando y luego con el ferrocarril y la banca, de modo que aseguró un buen pasar a su descendencia. Los antepasados de Elvis, en cambio, no tuvieron una participación tan lustrosa y, si bien la fidelidad a la causa queda demostrada de sobra con el nombre del abuelo materno: Robert Lee Smith, destaca por lo contrario un tatarabuelo paterno, desertor reincidente. En cualquier caso, la guerra no les sentó bien ni a los Presley ni a los Smith (la familia de su madre), y hasta que en la década de los treinta del siglo pasado se produjeron los movimientos migratorios hacia la ciudad, el oficio más frecuente de los miembros de ambas ramas familiares fue el de aparcero. Por ejemplo, el del padre de Gladys (la madre de Elvis), quien para ampliar los beneficios de una pobre explotación agraria que apenas daba para el mantenimiento de su prole tuvo que echar mano de la destilación clandestina de whisqui. O la misma Gladis, quien ya en Tupelo, trabajadora en una fábrica de ropa, tenía que ir a cosechar el algodón con su Elvis, de apenas un par de años, sujeto con un pañuelo a la espalda. Eran los blancos pobres o, como despectivamente se les denominaba, los "rednecks", un término que une a la expresión anterior un origen -del Sur- y un fuerte sentimiento de desprecio que aún está presente en buena parte de la sociedad estadounidense,  incluso en los estados sureños. Y es justo el mundo de esos parias el que ocupa algunas de las mejores novelas de Faulkner. La Addie Bundren de "Mientras agonizo" o Lena Grove, la protagonista de "Luz de agosto" parecen sacadas del árbol genealógico de Elvis. La literatura del escritor de Oxford les honró y les santificó ya para siempre, pero tales honores nunca alcanzaron a las personas cuyos dramas inspiraron aquellas historias, ni tampoco a sus descendientes. Cuando Elvis descollaba tuvo que lidiar contra la indignidad de quienes pretendían insultarlo llamándole paleto del sur, "nuca roja", porque eran incapaces de aceptar el protagonismo que un ritmo procedente de los negros empezaba a tener en la música de todos los americanos. Los blancos cultos y ricos veían como muy peligrosa aquella irrupción explosiva nacida de la pobreza y de la negritud del Sur. En este sentido, no me parece ninguna casualidad que la Universidad de Misisipi se denomine "Ole Miss", que es el femenino de "Ole Massa", el término con el que los esclavos negros se referían al dueño de la plantación.       

miércoles, 14 de marzo de 2012

El sabor de la memoria

     Elvis tenía a una cocinera a su servicio disponible las veinticuatro horas por si a media noche se despertaba con hambre y se le antojaba un sándwich de mantequilla de cacahuete, plátano frito, picadillo de ternera, salsa de ostras y ketchup. Si en vez de haber sido un hijo de jornaleros pobres, hubiera nacido en Francia en el seno de una familia acomodada, hubiera tenido suficiente con una taza de té y una magdalena, pero como en su memoria llevaba labrado un rastro de pobreza y desarraigo, los tufos grasos que emanaban de aquellos alimentos eran el perfume de una promesa de satisfacción. Pero tanto este sándwich como aquella magdalena valieron por sendos viajes desde el paladar a la infancia, uno a Tupelo, otro a Illiers.
     En los últimos nueve años de su vida Marcel Proust vivió enclaustrado en su apartamento del Boulevard Haussmann, haciendo gala de unas manías y costumbres de las cuales algunas podrían considerarse modelo de las de Elvis si este, en lugar de dedicarse a leer joyas como "La doctrina secreta", "El libro tibetano de los muertos" o "Vida y enseñanzas de los maestros del lejano oriente", hubiera recalado  en alguno de los tomos de "En busca del tiempo perdido" y de ahí se le hubiera despertado el interés por las circunstancias de su autor. No es el caso, claro, por lo que, descartada la causa, queda la coincidencia.
     Proust tenía a una sirvienta disponible las veinticuatro horas por si a media noche se le antojaba enviarla al Ritz a por una cervecita para celebrar la culminación de algún párrafo o por si tenía que mandarla al Weber o al Larve -dos de los mejores restaurantes de aquel París- a por una cena con que obsequiar a algún amigo, a quien no acompañaba, porque a esas horas él desayunaba su café con curasán. Escribía por la noche y dormía por el día, y tanto para lo uno como para lo otro tomaba pastillas: veronal para dormir, cafeína para levantarse. Una vez llegó a casa por la mañana Gide para anunciarle que había ganado el premio Goncourt. Celeste Albaret -su sirvienta- le dijo que el señor no recibía, pero aquel insistió tanto, que al final se atrevió a avisarle.
          -Señor, ¿está usted durmiendo?
           -Por supuesto.
          -Es el señor Gide, que dice que ha ganado usted el premio Goncourt.
          -¿Y por eso me molesta? Dígale usted que venga si quiere a partir de las nueve de la noche.    
     Hace ya algunos años me invitaron a dar una charla a los alumnos de un taller literario carísimo. ¿Sobre qué? -pregunté. "Da igual, háblales de lo que quieras, de Shakespeare, de Salgari, de Machado... Si quieres les puedes leer un cuento. ¿Conoces alguno bueno de pescadores? Uno de nuestros mejores alumnos fue campeón de pesca deportiva". En fin, se ve que se encontraron con un hueco en horario de siesta y como no tenían a nadie a mano me llamaron a mí. No estoy seguro de si lo que esperaban es que los acabara de dormir con un runrún de sermón literario o es que de verdad tenían confianza en mi capacidad para influir literariamente en aquellas criaturas. Casi que me inclino por lo primero, sobre todo por la merienda literaria que habían programado para después. En el porche de la masía, en unos veladores vestidos con manteles de hilo y decorados con centros florales de crisantemos sobre un lecho de ramitas de espino albar, nos sirvieron el té magníficamente en unas tazas de porcelana que en dibujo y colores imitaban aquellas escenas campestres de las de Sèvres de finales del XIX. "Nunca caballero fue de damas tan bien servido" parafraseó el romance el maestro de ceremonias, buscando acaso mi sonrisa de complicidad, mientras una camarera con mandil de puntilla y cofia nos ofrecía una bandeja de plata con magdalenas de mantequilla recién horneadas. Pero en aquel momento yo no estaba para cumplidos, pues mi sorpresa por el evento me había paralizado en la cara una mueca de tonto que, no obstante, aquel tomó por un reconocimiento a sus audacia. En lo particular el sabor a magdalena mojada en té no promueve en mí ninguna introspección, ya que ni uno ni otra han formado nunca parte de mi dieta, así que aquella merienda, aparte de recordarme unas páginas de Proust en "Por el camino de Swann", no activó ninguna conexión neuronal por vía gustativa entre aquel momento y otros pretéritos, y me da que entre la mayoría de los participantes tampoco, aunque quizás de lo que se trataba era de facilitar una experiencia gastronómica placentera a la que pudieran remitirse otras posteriores. En cualquier caso la merienda no sería una finalidad, sino el punto de partida para un ejercicio de escritura, lo cual nos plantea la disyuntiva de considerar al reponsable del taller como un mitómano o como un idiota. 
     Cabe también una tercera posibilidad -la de que fuera un sádico-, aunque para ello hay que presuponerle el conocimiento consciente de la fidelidad con la que el cerebro,  asociando momentos con el sentido del gusto, nos sitúa en un bucle temporal del que a veces resulta difícil salir y que puede ser paralizante. Tanto el sándwich de Elvis como la magdalena de Proust estaban envenenadas de melancolía. Por eso este cambió el té por café y la magdalena por los curasanes. Además, para impedir el asalto a traición  de sensaciones olfativas prohibió que se cocinara en casa. Su genio y su salud no hubieran podido ya con más recuerdos.   

sábado, 21 de enero de 2012

Elvis y Balzac

   

   Sí, lo sé, uno lee el título, sonríe y se pregunta qué tiene que ver uno con el otro más allá de la talla de sus cinturas y de su notable contribución al progreso de la industria cosmética de peluquería. Pero la relación entre ambos es tan intensa que, una vez leído este artículo, el nombre de Elvis irá unido al de Balzac como el de Robin a Batman o el del Martini a la aceituna.
     Quien esto suscribe ha tenido el privilegio de viajar por el Misisipi, de Vicksburg a Natchez, a bordo de "The Word", un vapor de rueda a popa convertido en un templo flotante desde donde el reverendo Ervert Felton Dorsey, de la Iglesia Presleyteriana, predica la lección de cristianismo que está grabada a fuego en la vida del Rey y en tinta en "Antología de la Biblia con anexo titulado la lección de Elvis" (a 20 dólares el ejemplar), algunas de cuyas migajas se pueden encontrar en mi novela "Zapatos de ante azul" y en las páginas de este blog, en las que también se han descubierto otras parejas extrañas, tales como las de Elvis con Stalin, con Che Guevara, con Kafka o con Faulkner. Aquí se ha hablado de metamorfosis, transmigraciones, avatares, transtornos esquizoides y de cierta teoría del doble -fenómenos reales o literarios que difuminan los contornos del individuo y carcoman su identidad, abriendo galerías por donde una imaginación errática como la mía descubre relaciones improbables. Sin embargo, el caso de Elvis y Jesucristo, del que nos habla el reverendo Dorsey, es bien distinto, pues la causa de esa asociación, tan provechosa en lo moral como fecunda en lo literario, es -en palabras de ese paladín de la elvisología- "un favor divino transmitido en el lenguaje de los ángeles", es decir una revelación mientras oía un himno protestante cantado por el Rey. Amazing Grace, how sweet the sound, / That saved a wretch like me./ I once was lost but now am found,/ Was blind, but now I see.  Este hito de la historia de la religión tuvo lugar en Memphis, muy cerca del gran río, al inicio de Beale Street, donde se levanta una estatua del Rey, guitarra en ristre, en arriesgada posición rockera. Allí, una tarde canicular de mediados de agosto, el reverendo Dorsey, cuando aún no era reverendo, sino solo un comercial de una empresa de pulimentadores para suelos de linóleo, escuchó el himno en la radio de su furgoneta. Entonces recibió la revelación, y todo cambió. Se bajó de su vehículo y allí mismo, en medio de la calle, se puso a predicar como un Moisés.  
     Ciento sesenta años antes, una mañana de 1828, un joven que aún no había llegado a la treintena y que acababa de arruinarse por sus negocios editoriales se pasea triste por los bulevares de París y se detiene en medio de la Place Vendôme, ante la columna sobre la que se erige la estatua de Napoleón. Está obnubilado y como ausente; no sabe ni cómo ni por qué ha llegado hasta allí, pero al cabo de unos minutos los músculos de su cara se tensan, la sangre ruboriza sus mejillas y sus pupilas se dilatan. Entonces aprieta el puño, lo levanta y dirigiéndose a Napoleón exclama: "¡Algún día, pronto, conquistaré el mundo!". Ese joven era Balzac, que salvo en el adverbio no andaba muy equivocado.
     Con un talento singular tanto para el análisis como para el detalle, Zweig, en las últimas páginas de su biografía -"Balzac, la novela de una vida"-, nos pone una silla en el cuarto de la casa de la Rue Fortunée para que acompañemos a Víctor Hugo en su visita al moribundo y, unas líneas más abajo, nos lleva al cementerio de Père Lachaise a su entierro, donde el mismo Hugo fue el encargado de poner la pompa y la solemnidad con su elogio fúnebre. "No es la noche, es la luz. No es la nada, es la eternidad. No es el fin, es el principio. ¿No es verdad, vosotros que me estáis escuchando? Féretros como este son una prueba de la inmortalidad". Evoca ahí Zweig otro entierro, el del protagonista homónimo de su novela "Papá Goriot". Es la misma ciudad, el mismo cementerio y el mismo ambiente de soledad y tragedia el que antecede al óbito. Hay incluso unas palabras, una declaración nada fúnebre que nos remite a aquellas que pronunció Balzac ante la estatua de Napoleón. Eugenio Rastignac, que es en cierta medida un desdoblamiento literario suyo, tras echar una última lágrima sobre la tumba de Goriot, se vuelve hacia la ciudad, que se extiende ante él. "Sus ojos posáronse casi ávidamente entre la columna de la plaza Vendôme  y la cúpula de los Inválidos[...] y pronunció estas grandiosas palabras: -¡Ahora nos las veremos!".
     En busca de la correspondencia de la estatua de Napoleón y de las declaraciones de Balzac y Rastignac en la vida de Elvis he evocado estos días mis paseos por Tupelo y Memphis y he emborronado unas cuartillas con similitudes muy jugosas entre el escritor y el cantante, pero al cabo todas son pruebas circunstanciales que no prueban nada. Pensando en esto me he detenido esta tarde en el casinet de Quart, frente a una escultura de Miquel Navarro, que es lo más parecido que tenemos por aquí a la columna de la Place Vendôme, y  he pedido un café, pero no se me ha ocurrido ninguna frase solemne que decirle a la escultura y a la posteridad: se ve que hay que tener un muerto a mano para eso o igual es que ya se me ha pasado la edad. En fin, he saboreado mi café, he encestado una canasta de tres puntos con aquellas cuartillas y me he quedado con la sensación un tanto lamentable de que la clave de la relación entre Elvis y Balzac no está en sus vidas, sino en la mía.   

domingo, 24 de abril de 2011

TUPELO

     "Tupelo fue fundada tres veces. La primera por unos indios chickasaw quienes, dejando atrás tierras más hostiles, se instalaron en estas colinas del noreste de Tennessee. La segunda, en 1880, cuando el triunfo de su propuesta para el trazado de la línea férrea de San Luis a San Francisco convirtió la ciudad en un enclave ferroviario que, en medio de una vasta zona conocida como el Cotton Belt, propició su rápida industrialización. Fruto de ello Tupelo alcanzó en las siguientes décadas un desarrollo que le mereció los apelativos de “la primera ciudad del noreste del Misisipi” y the city beautiful.
         
     Fuera de esa prosperidad y de esa belleza quedaban los suburbios del este y los barrios de los negros. En uno de los primeros Vernon Presley y su hermano Vester construyeron la cabaña donde el 8 de enero de 1935 el nacimiento de Elvis marcó la tercera fundación.
      Esa humilde casa es hoy el sancta sanctorum de un parque temático dedicado al Rey del rock and roll que incluye una tienda de regalos, la Elvis Presley Memorial Chapel, una capilla construida gracias a las donaciones de los fans, un muro de granito en el que se leen anécdotas protagonizadas por el niño Elvis y sus amiguetes en Tupelo, una estatua en bronce de Elvis a los trece años, un museo donde se repasa su vida y que alberga una buena colección de su vestuario, y un amplio espacio ajardinado para solaz de los numerosos visitantes que vienen cada año al parque.
      Muchos de ellos aprovechan la celebración del aniversario de la muerte del Rey para peregrinar hasta aquí y cumplir con un deseo que tiene algo de religioso: la intuición de que hay algo trascendente en la vida de Elvis.
       En las primeras páginas del comentario a la vida de E.P. que figura al final de su Antología de la Biblia, el reverendo Ervert Felton Dorsey desarrolla la idea de esa trascendencia comenzando con un repaso a los prodigios naturales que anunciaron el nacimiento del ilustre tupelita y con una comparación del pesebre de Belén con esta cabaña de dos habitaciones y dos bombillas. Pero muy pocos de los seguidores del Rey que esta mañana se alinean en la cola que hay que guardar para tener acceso a ella deben de haber leído esas páginas del reverendo capitán. Su convencimiento religioso no viene de los libros sino de su intuición: para ellos el sentimiento que les despierta una canción de Elvis es muchísimo más elocuente y fecundo que cualquier analogía, porque su influencia se extiende, como en el caso de un santo, a cualquier circunstancia que tuviera que ver con su vida, ya sea un lugar como el que hoy nos congrega aquí, o una pertenencia, como esos pequeños retales de su ropa que venden en la tienda de regalos.
        La actitud con que esperan su entrada en la casa es muy reveladora de la devoción que le profesan. Ahí tenemos a los veteranos que alardean de su presencia, como si la visita a esta cabaña fuera lo mismo que atravesar el cabo de Hornos; a los que llegan aquí por primera vez y sus nervios les despiertan una locuacidad incontrolable, a este Elvis puertorriqueño con pinta de mariachi, por ejemplo; a los que soportan la espera, los consejos de los primeros o las historias de los segundos en silencio, como si fueran penalidades necesarias; y a los turistas que pasaban por allí y se han dicho bla bla bla…, y todo lo fotografían y todo lo graban en sus cámaras y, fascinados por la concentración de replicantes del Rey, se les acercan, les saludan y les piden permiso para fotografiarse con ellos o, peor todavía, les saludan con mucha educación, sacan su móvil del bolso o de su mariconera y les dicen que hoy es el cumpleaños de su madre, que no ha podido venir, la pobre, y que le haría mucha ilusión si le cantaran algo.
      [...] Es una capilla pequeña, luminosa y moderna que no tiene nada que ver con los estilos predominantes en la arquitectura religiosa de la zona: el pastelito neogótico y el garaje pelado. Construida gracias a las aportaciones de devotos de Elvis de todo el mundo, guarda para éstos un significado especial difícil de precisar, que va desde la consideración para algunos como algo parecido a una capilla católica dedicada a la advocación de un santo, a las tres estrellas con que es calificada en la “Guía Thompson & Fowler de Capillas con Encanto”: un lugar privilegiado donde celebrar una boda al más puro estilo Elvis que compite en gracia y clase con las mejores de Las Vegas” (sic).
        Pero más allá del culto y la ceremonia, esta construcción es un lugar de meditación donde, con más sosiego que ante la tumba de Elvis y de sus padres en los jardines de Graceland, los asistentes dejan libres sus mentes al recuerdo del Rey, por lo general ya bastante alterados con la previa y preceptiva visita a la cabaña. Con todo, para que esa meditación no resulte demasiado errática, los artífices de la capilla diseñaron una vidriera que, como ejemplo maravilloso de ese mezcladillo trascendental que tanto gustaba al Rey, representa en sus líneas y colores una especie de mandala tibetano, sólo que sus motivos, más occidentales, apuntan a un sincretismo de los frescos de la Capilla Sixtina con los de Las 4 Rosas. Ahí están, enmarañados en un dédalo de líneas y colorines, el brazo que sale del cielo hacia los mortales como diciendo vosotros sois unos pobres desgraciados, miserables, pero no os preocupéis, porque yo os doy mi aliento, os toco así y ya está. Ahí figuran también dos anillos entrelazados, el símbolo de la alianza entre los dos contrayentes que tienen la fortuna de sellar su unión en esta joya tres estrellas de la Guía Thompson & Fowler. Pero también, la alianza entre Elvis, que tenía la costumbre de regalar anillos en sus conciertos, y sus fans, que compran ahora réplicas de plata con las iniciales TCB (Take Care of Business) y el logo del rayo zigzagueante por diez dólares.
            En fin, en esta capilla, en un ambiente de admiración y recogimiento donde los temas del Rey, cantados en silencio o en forma de bisbiseos, ronroneos, sordos murmullos a lo sumo, se acompasan misteriosamente en una especie de om colectivo, se instalan Elvis, Angelito y Cheguevara, cada cual a lo suyo, a  sus recuerdos y a sus canciones en sordina, que, ya digo, conforman de consuno una oración, un rosario interminable, como si dijéramos, con sus misterios y todo, cuyos oficiantes van renovándose, poco a poco, a medida que unos salen y otros entran.
      En el fondo, tal vez esa espiritualidad no sea muy distinta a la que respiró Elvis cuando con poco más de dos años Vernon y Gladis le llevaban a los oficios dominicales del Templo de la Asamblea de Dios, donde un tío abuelo materno suyo, Gains, era predicador. Estaba en East Tupelo, en la calle Adams, en una modesta casa de madera construida por el propio Gains que fue escenario de una anécdota profética recogida en un capítulo del Génesis. Se habla allí de un niño que se escabullía de los brazos de su madre, recorría el pasillo central y se subía a la tarima donde el coro cantaba los himnos. El niño no hablaba todavía ni entendía tampoco lo que decían las letras, pero permanecía junto a los coristas, de pie, mirándolos y siguiendo el ritmo de las canciones con entonados balbuceos. Muchos años después, algunos temas que contribuyeron a reforzar la fama de Elvis llevaban la impronta de aquellos recuerdos: Amazing Grace, Let Us Pray, Peace in the Valley, He…  Todos ellos impregnados de Biblia y soul, pero con ese matiz vitalista y sensual del que el niño Elvis se empapó no sólo en el interior del templo de la calle Adams, sino en todo el East Tupelo."
     ("Zapatos de ante azul -la veranovela de un imitador del Rey-; III Parte, capítulo 5)

martes, 8 de marzo de 2011

Los señores de los anillos (y 3)

Los anillos de Elvis

     Desde aquel anillo que Odín ofreció a la pira funeraria de su hijo Bálder, a los de C.S Lewis y J. R. Tolkien -seguidores adelantados del islandés Snorri Sturlson-, pasando por la alianza nazi de obcecación y locura, llegamos al final de esta serie con el último señor de los anillos, Elvis Aaron Presley. 
    Era el año de 1958. El año anterior había rodado "Jailhouse Rock" y la canción que da título a la película se colocó en el número uno de todas las listas,  a la que siguieron "King Creole" y "Teddy Bear". Elvis se había convertido en el cantante más rentable de los Estados Unidos, pero tanto éxito no podía sentar bien. Desde el sector más reaccionario de la sociedad norteamericana, el psicoanalista Leonard Wilstein le acusaba -cito a Wallace y Davis en su biografía del Rey- "de provocar una histeria colectiva, de incitar a la violencia y de promocionar los más bajos instintos primitivos [...], causando con la letra de sus canciones la excitación sexual de las personas y la autosugestión, mientras que con el micrófono simula un acto sexual patológico". A la perspicacia de tan ilustre discípulo de Freud se unió con éxito el reverendo Charles Howard Graff, adalid de una campaña en contra del Elvis y por la higiene moral de la juventud americana, quien predica en sus sermones la conveniencia de escuchar canciones italianas, religiosas y cortarse el pelo.
     En aquel momento en el que Elvis ocupaba con frecuencia las portadas de los periódicos una noticia empezaba a avanzar subrepticiamente por las páginas de la sección de Internacional: los americanos habían colocado sus primeras bases en Vietnam. Lo cual a cualquier representante de artistas interesaba tanto como las migraciones de los arenques; pero no así al coronel Parker, quien haciendo gala una vez más de un talento extraordinario para los dólares supo ver la ocasión, llamó a su pupilo, le dio un par de consejos, se fumó un puro y organizó el espectáculo para que toda la prensa del país sacara a Elvis con el pelo a lo cepillo y vestido de recluta. No era para menos: desde el corte de pelo que sufrió Sansón a manos de Dalila la historia no había ofrecido un sacrificio capilar semejante. 
    Aquella imagen de un Elvis pelado, con uniforme y petate supuso para miles de padres de quiceañeras y demás un consuelo profundo y el mejor de los somníferos. Como muy bien podría haber escrito Leonard Wilstein, el rapado del flequillo significaba la castración simbólica del cetro real. Además, en cumplimiento de una cláusula secreta en contra de los perdedores de la guerra, se lo enviaban a los alemanes: ya todos podían dormir tranquilos.
     En Alemania Elvis no dio mucha guerra. No salía a las cervecerías, prefería la comida de la cantina a las salchichas autóctonas y el ketchup al chucrut. En el tiempo en que estuvo allí apenas aprendió unas pocas frases de alemán y, si exceptuamos algunos agobios con la prensa y las anfetaminas, en general su vida transcurrió tan rutinaria como la de cualquier otro. Con todo hay recogida en los anales de la elvisología una anécdota por donde la experiencia castrense deriva hacia lo literario. Ocurrió una tarde de finales de verano en la que Elvis se daba a la molicie sobre el colchón de su litera, cuando un pajarillo se posó en el alféizar de una ventana y empezó a cantar. Sobre la identidad del ave no se ponen de acuerdo los que saben de esto: hay quien habla de un herrerillo y quien de un sinsonte. De cualquier modo, la anécdota como tal es una porquería. Lo que importa de este episodio no es el hecho en sí, sino la interpretación que hizo Elvis: en ese canto, de donde cualquier otra persona de genio embotado como aquí un servidor y acaso tú que me lees sólo hubiéramos sacado un  pío, pío, el Rey oyó la voz de Cristo. No consta en los anales el contenido de ese mensaje, pero me interesa más este raro don lingüístico para entender a los pájaros y las nubes que lo que pudieran decirle, porque ése es el mérito por el que Elvis ingresa en el club de los señores de los anillos. Veamos: Odín mantenía charlas muy jugosas con sus cuervos; Lewis y Tolkien recibieron en sueños la inspiración de Hugin y Munin; del mismo modo que Sauron creó la "lengua negra" para los orcos, Tolkien inventó el élfico, para dar mayor consistencia filológica a su mundo mítico; y Karl Maria Wiligut, el rasputín de Himmler y diseñador del anillo de la calavera de las SS,  se proclamaba único conocedor de un antiquísimo idioma secreto de los germanos.
    Sobre cómo llegó Elvis a desarrollar la costumbre de regalar anillos al público en sus conciertos y del establecimiento del anillo del TCB como signo de pertenenecia a su guardia de corps, la "Mafia de Menfis", hay dos teorías. Una habla de un regalo que recibió Elvis de una sexagenaria en Friedberg -el anillo de la calavera que había pertenecido a su hijo-, y abunda en la similitud entre el rayo zigzagueante del anillo del TCB y la runa sieg del emblema de la orden negra. La otra, en cambio, acude a la fascinación de Elvis por un personaje de cómic, el Capitán Márvel -luego rebautizado Shazam por cuestiones de derechos de propiedad sobre el nombre-. Ambas son apócrifas y, desde el punto de vista literario, muy sugerentes. Quizás en algún artículo de estos hable más despacio de ellas.      

jueves, 6 de enero de 2011

El Kalevala, Walter Benjamin (y Elvis)

El Kalevala, Walter Benjamin (y Elvis)

Existe la superstición entre algunos pueblos primitivos de que la captura de su imagen implica una afrenta contra sus almas, bien como pérdida, como lesión o como merma. Y lo mismo consideran respecto a sus voces: su reproducción por medios técnicos les priva de una parte de ellos mismos, por lo cual les debilita como personas y como pueblo. Durante el verano de 1936, la Ahnenerbe -el instituto de las SS para la investigación de asuntos relativos a los ancestros arios- organizó una expedición a la Carelia finlandesa, una región de ricas tradiciones folclóricas donde se había constatado la vigencia de antiguos ritos chamánicos, con el fin de estudiar la pervivencia oral del "Kalevala", el monumento literario finlandés recopilado por Elías Lönnrot en el siglo XIX. La misión, dirigida por Yrjö  von Grönhagen, un antropólogo aficionado de veintiséis años de edad al que Himmler había puesto al mando, dio con un rapsoda ciego quien les recitó a la manera tradicional -esto es, cogido de las manos de otra persona que le acompañaba en un balanceo rítmico propiciatorio de un estado de trance interpretativo- cerca de tres mil versos de la vieja epopeya. Animados por este logro y con el ánimo de estudiar todo aquello que fuera susceptible de ser calificado como testimonio del saber ancestral de los arios -en especial si se alejaba ostensiblemente de la tradición judeocristiana-, se desplazaron a una aldea remota en la que habitaba una anciana de la que se decía que practicaba la hechicería y que gozaba del don de la clarividencia. Se ganaron su confianza y entonces grabaron algunos de sus conjuros, pero cuando ella se dio cuenta de lo que habían hecho se sintió muy abatida, porque, según dijo, no sólo le habían robado sus palabras, sino su capacidad de hacer magia con ellas.
     Esta historia, documentada en el excelente estudio de Heather Pringle, "El plan maestro -arqueología fantástica al servicio del régimen nazi-" (Edit. Debate, 2007) encierra una circunstancias que subraya su condición ejemplar: aquellas grabaciones fueron las primeras que se realizaron mediante un sistema que, cuando más tarde se comercializó, constituyó un paso decisivo en la reproducción de archivos sonoros. Fue, ya digo, en el año 1936, el mismo en el que el filósofo alemán Walter Benjamin publicó La obra de arte en la era de su reproducción técnica, donde habla de la pérdida del "aura" que conlleva tal reproducción. Benjamin, que murió tres años más tarde en Port Bou, cuando trataba de huir de los nazis, no llegó a comprobar hasta qué punto el tiempo le daría la razón. La reproducción máxima ha ido de la mano de la máxima banalización, creando así iconos vacíos donde uno pone lo que quiere -por lo general, deseos, prejuicios o ignorancia-. Entre éstos, dos de los más representativos de la segunda mitad del siglo XX son los de Elvis y Cheguevara -sobre cuya misteriosa relación ya he escrito aquí-, que unen en sí mismos la doble naturaleza de producto y de marca.
     En el ámbito de lo personal, nuestra marca sería el nombre propio, este "Ricardo Signes", por ejemplo, que ni siquiera es solo mío, como descubrí en un comentario de mi tocayo americano al artículo titulado Subgénero zombi. Se trata de otra forma de banalización frente a la que aún ofrecemos algo de resistencia. Leí hace tiempo en la "Enciclopedia del lenguaje", de David Crystal, sobre la costumbre de los naturales de un pueblo africano de tener cada individuo un nombre distinto para cada uno de los ámbitos sociales a los que pertenece, y de darlo a conocer solo a los miembros de cada ámbito. No tan lejos, aunque despojado de todo ritual (a excepción del bautismo) estaría nuestro uso de diminutivos familiares, hipocorísticos y apodos.
     Hay un momento en el Kalevala en el que Joukahainen, un mago inexperto lapón desafía al héroe, Väinö, quien le responde antes de hundirlo hasta el cuello en la tundra con sus sortilegio: "Dime, esqueje torcido de brujo, ¿qué conoces tú de las primeras palabras que nombraron las cosas?". Quizás el hecho de poner un nombre a un hijo o el de buscar un apelativo íntimo para la persona amada guarden algo de la magia de aquellas palabras por las que pregunta Väinö.       


jueves, 16 de diciembre de 2010

De Kafka a Elvis (3)


 LAS METAMORFOSIS DE ELVIS

        Imaginemos por un momento (no más de tres minutos) que lo de la transmigración de las almas sea cierto, que nuestra existencia aquí fuera consecuencia de una vida previa y, a la vez, causa de otra posterior. Sumemos a eso que los viajes del alma no solo transcurren entre cercanías, sino que a menudo son de tan largo recorrido, que saltan la barrera de la propia especie, de modo que cualquier hijo de vecino puede promocionar a lirón careto, buitre leonado, herrerillo copetudo o anguila. No estoy seguro de si estos avatares deben considerarse como transmigraciones progresivas o regresivas, pero la de un viajante de comercio llamado Gregorio Samsa en pariente de los coleópteros tiene toda la pinta de ser muy de las segundas, por lo que es forzoso suponer una vida muy rica en iniquidades y chapuzas por parte del viajante. O sea, que Kafka nos habría dejado en "La metamorfosis" una fábula hinduista y un ejemplo magnífico de humor judío.
     Por este camino, retrocediendo unos 1800 años en la historia de la literatura, pasamos del Escarabajo-Gregorio al Asno-Lucio, protagonista de "El asno de oro", de Apuleyo, novela que ocupa un lugar preeminente en la genealogía de toda metamorfosis, en la que al tal Lucio -viajante de comercio, como Gregorio- le da por seguir un curso acelerado de magia y, en vez de en búho, que es lo que pretendía, se convierte en un asno, conservando su capacidad de raciocinio intacta a excepción del habla -lo mismo que Gregorio- y, aunque así no puede volar, le saca partido a una característica fisiológica de los equinos (una característica de casi medio metro), lo cual nos lo separa del todo del coleóptero agonías de Kafka.
     Del escarabajo al asno busco ahora el avatar de Elvis y voy a parar a su propio nombre, entre cuyas letras descubro la palabra "lives" -vive- y me digo "vas bien, chaval". Pero al pronto se me disipa el entusiasmo y me veo de nuevo en el principio. Ya sabíamos que el Rey vive, la cuestión es ¿dónde? Me tienta la posibilidad de resolver sus metamorfosis con unas cuantas digresiones acerca de sus muchos cambios en vida: camionero, estrella rebelde, chico formalito en el ejército, pelvis alocada, camisas hawayanas, bañadores de windsurf, flotadores superpuestos..., y aunque me veo con soltura para escribir un buen rato sobre el tema, prefiero no salirme de la senda de los avatares que me marcan el escarabajo y el asno, conque que vuelvo otra vez al principio y, como no salgo del laberinto, acudo a instruirme a mis amigos del Círculo Entomológico.
     Después de muchos paseos y tertulias me entero con cierta decepción de que el alma del Rey, lejos de habitar los cuerpos de un tigre, un león o un coyote -todos tan propios de la condición hegemónica de aquél-, ausente asimismo del mal menor que supondría su instalación o inquilinato en un elefante, un jabalí o un tapir, encuentra su avatar en un poblador de charcas, un humilde anfibio del orden de los anuros llamado "sapo partero". Sí, amigos, ya sé que suena poco heroico: comparto con ustedes el chasco, sobre todo porque los argumentos, aunque ayuden a entenderlo no mejoran el efecto. Veamos: el interfecto, llamado también Alytes obstetricans, es un sapo muy simpático que vive la sexta parte de lo que sus colegas comunes y que se caracteriza por lo que los especialistas llaman "fonotaxis positiva", un rasgo compartido con otros bufónidos africanos y que consiste en un cortejo con una serie de cantos mediante los que el macho atrae a las hembras y las hace olvidarse de lo asqueroso de su aspecto. Lo malo está en que lo cansino del canto atrae a veces a depredadores de sapos y entonces se acaba ahí la canción.
     Quizás algunos devotos del Rey lean con escepticismo lo del avatar en sapo. En atención a ellos concluyo con estas palabras para reconfortarlos: si la vida media de un sapo partero es de cinco años (frente a los treinta del sapo común), esto quiere decir que desde que se murió Elvis su alma ha podido transmigrar a seis sapos y medio, y, dado que no tiene sentido repetir el avatar, cabe pensar que andará por otros territorios del reino animal (o vegetal, quién sabe). ¿Dónde? Volvemos otra vez al principio. En cualquier caso, me gustaría dejar sentado que el descubrimiento de este avatar no es mérito exclusivo mío. El folclore ya habla de la relación entre los príncipes y las ranas -parientes respectivos de los reyes y de los sapos- y si uno se entretiene en internet con los resultados de la búsqueda conjunta de los términos "frog" y "Elvis" entenderá lo popular de esa asociación.



jueves, 2 de diciembre de 2010

De Kafka a Elvis (2)

METAMORFOSIS
Viñetas de Peter Kuper. Editorial Astiberri.
       De todos los inicios de novelas no conozco uno más aterrador que el de "La metamorfosis" de Kafka": "Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana, tras agitados sueños, se halló en su cama convertido en un monstruoso insecto". Podría haberse levantado con ojeras, con un grano en la nariz, con jaqueca o, incluso, con un ataque de ciática que no le dejara apoyar apenas la pierna izquierda. Pero no, en vez de esas pequeñas tragedias, el hombre amanece hecho un coleóptero, una cucaracha o pariente cercano, que esto no lo aclara Kafka, quien parece complacerse al dejarnos en suspenso sobre la identidad entomológica del tal Gregorio, oiga. Yo no sé a ustedes, pero a mí me fastidia que me escamotee esa información y que a renglón seguido se demore en un detalle ornamental sin importancia. Por supuesto, no cabe pensar aquí en un descuido, por lo que hay que aceptar que el contraste entre la omisión de lo trascendente y el detallito descriptivo -un marco de una fotografía recortada de un periódico en la que se ve a una señora vestida con abrigo de pieles- está perpretado con premeditación. Lo cual, en esa posición privilegiada del primer párrafo, adquiere el rango de una declaración de principios o, mejor, de una declaración de hostilidades.  
      ¿Contra quién? Bueno, el surtido es tan amplio, que dejo barra libre: contra el régimen laboral de los viajantes de comercio a principios del siglo XX en el Imperio Austro-húngaro; contra los oficinistas de compañías de seguros -es decir, contra él mismo-; contra ti, lector, y contra mí, que llevamos una vida arrastrada de insecto, a ratos abeja obrera, a ratos zángano, pero sin poder alzar el vuelo...  Y fíjense ahí cuánto se ha preocupado Kafka de anular de raíz esa esperanza que habría prometido la capacidad de vuelo de los coleópteros: a falta de la pericia manual requerida para despasar las fallebas y abrir la ventana, Gregorio Samsa rompe los cristales con un fuerte golpe de sus élitros, se encarama de un salto en el alféizar y echa a volar. Adiós pensión, adiós trabajo y adiós familia. Nada parece más lógico..., pero Kafka no quiere huidas, sino enfrentamiento. Igual que un niño malo que corta las alas a una mosca y la obliga a corretear por el pupitre, hasta que se aburre de su capricho, así Kafka y así Gregorio-Insecto Samsa.
     Uno de mis amigos del Círculo Entomológico (una gente divertidísima) me hablaba de "La paz", de Aristófanes, a propósito de las connotaciones literarias de los coleópteros; en ella un campesino cría un escarabajo gigante para que le lleve volando al Olimpo a tomarse un cortadito con ambrosía en compañía de los dioses, a ver si se animan a apaciguar Atenas. En contraste con él, Gregorio viaja al techo de su habitación, no apacigua nada y su enfrentamiento no depende de su voluntad, sino de su diferencia . Yo no sé si Kafka leyó esa comedia; me da que sí, pero lo que está fuera de duda es su conocimiento de "Las metamorfosis" de Ovidio, de la que la suya resulta una imagen en negativo. Así, frente a la causa de las transformaciones mitológicas, que es siempre la ofensa contra los dioses, en la de Gregorio no hay más culpa que la propia existencia. Y mientras que allí son aquéllos -Júpiter, Juno, Venus, Peneo...- los agentes de las metamorfosis, por las páginas de Kafka no hay ni rastro de divinidad. Se trata de un castigo sin culpa ni juez. Que la pena final sea la muerte convierte en trágica la historia, pero no la hace más terrorífica: se veía venir y, a la postre todos somos un poco bichos y acabamos muriéndonos. El terror que sobrecoge al leer "Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana..." es la violencia del paso del tiempo, saber que apenas la víspera era un hombre joven.        







(nota: próximo artículo: "La metamorfosis de Elvis")

martes, 9 de noviembre de 2010

Kafka /Elvis

              KAFKA/ELVIS



Hiperhíbrido de Pablo Gallo

       Los dibujos de Pablo Gallo que ilustran este artículo son alucinaciones gráficas que unen con elegancia dos de mis pasiones literarias: Kafka y Elvis. ¿Elvis, una pasión literaria? Ya lo creo, pero no por lo que escribió, sino por    lo que de él he escrito. Y aún podría añadir "musical", forzando un poco el encaje, porque, aunque no he podido escuchar las canciones con que Kafka celebraba el momento de la ducha, los que saben de esto hablan de la musicalidad inaudita de su prosa. Por desgracia mi oído y mi alemán de turista me excusan de seguir por ahí desentrañando absurdos, pero ya conocen los asiduos de estos Zapatos que, antes que disuadirme, mis incapacidades y contradicciones me alientan, de modo que así voy, de disparate en disparate, buscando la luz, ...aunque sea la de una bombilla de 45 voltios del cuartucho de una pensión en cuya cama patalea bocarriba un coleóptero de setenta kilos que se llama  Gregorio. Pues bien, a lo que íbamos: la clave de estos "hiperhíbridos", su tuétano filosófico, se encierra en esta pregunta: ¿Qué tema elegiría Kafka-Elvis en un karaoke? La cuestión no admite dudas para cualquier adelantado de la elvisología que se haya leído la obra completa de Kafka, que deben de ser miles: Love me tender, y no por la necesidad de afecto de los escritores enamorados e inseguros que cultivan el género epistolar, ni tampoco por la extravagante llamada de atención de un oficinista aburrido que se metamorfosea en insecto, a ver si así le hacen un poco más de caso, el pobre. No, amigos, no  va por ahí el tema. Love me tender es la canción que un Elvis vaquero, herido grave de un balazo, canta al final de la película del mismo título (1956), porque aunque esté agonizando tiene fuelle de sobra, que para eso es el Rey. Y es justo aquí donde Elvis y Kafka se dan la mano, en esa falta absoluta de solemnidad con que sus personajes se abocan a la muerte.

     En "La condena", "El castillo", "El proceso" o "La metamorfosis" sus protagonistas, agobiados por el rigor de la ley, corretean en busca de salida como insectos huyendo de la rociada exterminadora de Fogo o Cucal.

Hiperhíbrido de Pablo Gallo

     A punto de morir en "Love me tender", a Elvis le da por cantar una de amor. La escena debería ser trágica, pero no llega ni a melodramática. Lo trascendente se esfuma como en una película de humor.
     Kafka, con recursos muy diversos, llega a ese despojamiento. Lo que pasa es que se le ve venir de lejos, y esto despierta el mismo sentimiento con el que el espectador de una tragedia griega asiste a la consumación del destino del héroe.
     Esto, que por lo general no tiene gracia, ha influido en la imagen de tío agonías que tiene F.K., cuando la verdad es que fue un hombre muy de su tiempo, pendiente de los usos de la moda y practicante conspicuo de las tertulias de café, del que quienes le frecuentaban destacan su generosidad, su modestia y su talento. Pesa sobre K., además, una interpretación de sus obras que no atiende a las circunstancias históricas en las que fueron escritas, de modo que la ley, la policía, las costumbres, los usos burocráticos que sufren Josef K, Gregorio Samsa, Gregorio Bendemann o K no son los de un Imperio Austrohúngaro en descomposición, sino la Ley, la Policía, etcétera, en mayúsculas, lo cual es una generalización excesiva que sofoca  parte del humor subversivo que a veces destilan sus páginas.
     Para comprender esto último lo mejor es fijarse en la obra de otro escritor checo genial, Haroslav Hasek, nacido en el mismo año que Kafka, 1883, muerto un año antes -1923- de tuberculosis, igual que aquél, y autor de una de las novelas más divertidas de toda la historia de la literatura, "Las aventuras del buen soldado Svej", en  cuyo primer capítulo se narra el arresto de un tabernero por no haber  impedido que una mosca se cagara en un retrato del Emperador. Pues bien, la misma actitud de la mosca es la de Kafka.
       O sea, que "Love me tender". Y enhorabuena por esos dibujos, Pablo.


    

jueves, 28 de octubre de 2010

Conspiranoia

CONSPIRANOIA
1.(Rollete introductorio y prescindible). 
Cuando Orson Welles, el 30 de octubre de 1938, empezó a retransmitir desde un estudio de la CBS su adaptación de la novela de su tocayo (sin la segunda "e"), H.G., La guerra de los mundos, inauguró en los medios de comunicación de masas un género que crece y se propaga con una eficacia y virulencia propias de los hongos alienígenas. 71 años después las descripciones de los marcianos, de sus naves o de su artillería nos parecen más propias de Barrio Sésamo, pero lo cierto es que el pánico despertado en unos oyentes no acostumbrados al tratamiento de una ficción con técnicas de reportaje fue mucho mayor que el causado tres años después por el ataque japonés a Pearl Harbour.  
     El procedimiento no era nuevo. Allá por el 1540 un escritor con mucho más talento que vanidad ya lo utilizó con la historia de un mozo de ciego que a fuerza de hostias va medrando hasta que encuentra piso. Yo no sé si a raíz de aquello los lazarillos de la ruta de Salamanca a Toledo lo pasaron peor; o si a la Inquisición le dio por molestar a arciprestes amancebados. Pero tanto en el caso del programa de Welles como en la novela que digo los lectores y los escuchantes asociaron a la historia el carácter de verdad propios de los modos con el que ésta se representaba: el relato autobiográfico y el reportaje en directo.  
     La principal consecuencia literaria de aquello ya se sabe que fue la creación de la novela moderna. En cambio, las consecuencias mediáticas de lo otro son tan abundantes y feraces que desaniman a uno de ponerse serio. Quizás lo más llamativo de esa invención espectacular de la realidad haya sido el descrédito de lo real que ha conllevado. De lo cual han derivado dos actitudes complementarias: por un lado, una tendencia paranoide a denunciar conspiraciones; por otro, un escepticismo hipertrofiado. Es decir, o se busca la mano negra que hay detrás o se niega lo que se tiene delante. Así, por ejemplo, Bill Gates es el anticristo (en dura competencia local con Zapatero), el hombre nunca ha pisado la luna o Elvis no está muerto. De estos ejemplos el que más me interesa es el último, el cual, sobrepasando la categoría de clásico, se ha convertido en un género narrativo. Yo lo he llamado la "conspiranoia presleriana" y, como prometía ayer, aquí va mi pequeña aportación.  

2. (Revelación al mundo de la verdadera historia de Elvis Presley que pone en vergüenza versiones mendaces, señaladamente las que divulgan la especie de que está vivo, para lo cual sobra con el testimonio gráfico que acompaña el artículo).
Nota: Elvis no es nazi, que conste. Lo que pasa es que perdió una apuesta con Hitler, que tampoco está muerto (aunque -para qué negarlo-, sí bastante desmejorado).     
      Pues a lo que íbamos: Elvis vive con Hitler, Kennedy y el Yeti, en compañía de doce multimillonarios dados por muertos, en una ciudad subterránea en las afueras de los Alpes tiroleses. Pertenecen a "La Constelación de Orión", un grupo de dieciséis personas, atendidas por otras doscientas, que tienen como tapadera una fábrica de caramelos para la garganta, que oculta una de las entradas a la ciudad. Un sueldo más que generoso y un pacto de silencio, unido a que el origen de todo el personal de servicios es el mismo pueblo tirolés, garantizan el secreto, aunque, como suele ocurrir en otros campos como la ciencia, la literatura o el arte, es el sentido común el que impide que la gente lo descubra. De modo que puede decirse que es el disparate de su existencia la mejor garantía de su clandestinidad [...] Censured     
     -¿Y a qué se dedican? -me pregunta por encima del hombro un lector inteligente.
     - Parchís, karaoke, ver la tele, desestabilizar mercados...
     -¿Pruebas de la existencia de Orión?
     - Infinitas.
     -Su origen.
     -La primera prueba documental es un acta de acusación por nigromancia contra Jacme de Monfort, un alquimista valenciano de finales del siglo XIII. Actualemente esa acta se encuentra en la Biblioteca Vaticana: inconsultable.
     -Temas transversales.
     -Templarios, cátaros, nazis...
     -¿Y los ovnis?
     -También.
     -¿Podrían los ovnis ser el medio de locomoción utilizado por los miembros de Orión?
     -Afirmativo.
     -¿Con quién congenia más Elvis, con Hitler o con el Yeti?
     -Con el segundo.
     -Censured
     -Censured

jueves, 3 de junio de 2010

Elvis y sus dobles

ELVIS Y SUS DOBLES

     Elvis nació una noche de tormenta en una cabaña de dos habitaciones y una bombilla, unos minutos después de que lo hiciera su gemelo muerto, a quien enterraron en una caja de zapatos con un lacito rojo: ausencia que a lo largo de su vida le iba a doler como a veces duele un miembro amputado.
     En esa cabaña humilde a la que habían llegado los Presley huyendo de la miseria sólo había un espejo pequeño, colgado en la pared, frente al cual Vernon se afeitaba y en el que el niño Elvis tardó en ver su reflejo. Nunca tuvieron allí un armario de lunas (tampoco de los otros) ante cuyas puertas su madre le advirtiera del peligro de contemplarse más tiempo del debido. Quizás por esto y por aquello , cuando empezó a girar el negocio del disco, y se compró la casa de una antigua plantación –Graceland-, él, que había acompañado a su madre como un fardo sujeto a su espalda con un pañuelo, mientras aquélla recolectaba el algodón canturreando tonadas de faenas, se daba a sí mismo y a su familia una versión arquitectónica del sueño americano en la que instaló todos los espejos del mundo a razón de televisor por habitación, a excepción de la habitación de la tele, en la que puso tres. Y fue aquí precisamente donde se inició su metamorfosis. Frente a los tres televisores encendidos a la vez y sintonizados a sendas cadenas principales, las horas, los cheeseburgers y los emparedados de mantequilla de cacahuete, bacón  y plátano fueron llevándose la tabla de surf de Elvis y reventando uno a uno todos los elásticos de sus bañadores hawaianos. A cambio , él mató algunos televisores a tiros, tanto en casa como en algunos hoteles, en un gesto que adelantaba con una rotundidad nada metafórica la invención del mando a distancia. Amor, odio, calorías,  disparos y dinero: en esto se resume su experiencia televisiva. Desde la primera aparición en  pantalla, en 1956, en la NBC, en la que un periodista a quien no vale la pena recordar intentó presentarle  como a un palurdo, a su reaparición triunfal en el "Come Back Special" de la CBS en el 1968, la televisión le pagó con dólares la merienda caníbal que se estaba dando a costa de una imagen que había crecido tanto, que se salía de plano. Entonces a Elvis ya no le valía con disparar a la pantalla, así que se murió, y en aquel momento triste del óbito su imagen se independizó de su cuerpo como una sombra rebelde multiplicada en cada fragmento de las pantallas rotas. Una legión de imitadores se alzó por todo el mundo empeñada en dar la razón a Borges cuando decía aquello de que nadie acaba de morirse hasta que no muere la última persona que le recuerda, y a partir de ahí la pasión se desbordó sobre los límites de lo racional y empezó a fertilizar un territorio vastísimo, entre la imaginación y el deseo, que no ha dejado de dar sus frutos. Entre éstos dejo por ahora los artísticos y me detengo en dos de las ramas más vistosas: los avistamientos y las especulaciones. De las primeras doy una dirección por si el lector tiene la suerte de encontrarse al Rey por ahí y quiere testimoniar su experiencia: www.deadelvis.com/sighting/seedead.html Hay muchas más, y en algunas de ellas incluso te cobran por dejar tu testimonio. Otras personalidades que cuentan con páginas de avistamientos son Lady Di y la madre Teresa de Calcuta, pero Elvis se prodiga más, al punto que algunas declaraciones de testigos apuntan a que entre sus superpoderes figura el de la ubicuidad.
     Respecto a las especulaciones, me quedo con las de una tal Belkis Kuza Malé, que ha escrito "Elvis, la tumba sin sosiego o la verdadera historia de John Burrows", donde demuestra con una batería muy potente de argumentos que Elvis no murió la noche del 16 de agosto de 1977, y que lo que ocurrió es que, como estaba tan harto de los conciertos -171 contratos por año-, negoció un cambio de identidad con un tipo al que había conocido en un hospital. Este señor, veterano de la guerra de Vietnam,  padecía de un cáncer terminal de huesos y se le parecía un montón, así que aquella noche quien murió fue éste, y Elvis organizó el cambiazo. Luego se operó la nariz, se divorció de la mujer del veterano y, como lo hizo todo tan bien, no pudo echar mano a la fortuna que se había reservado para esa segunda vida. Lo mejor de la historia es que, cuando se quedó sin fondos y tuvo que volver a los escenarios para vivir,  se hizo pasar por uno de sus imitadores y recorrió el país, de concierto en concierto,  por hoteles y locales de segunda categoría.
     Menos interesantes que la que cuenta la señora Belkis son las historias que aparecen en internet y en revistas estadounidenses de las de venta en gasolineras con descubrimientos sobre la vida secreta de Elvis. Algunos titulares que he leído son bastante divertidos: "Descubierta una isla de Elvis en el Pacífico", "Elvis fue abducido por marcianos de un planeta de la órbita de Alfa Centauro" o "La conexión alien Elvis-Roswell". Yo mismo tengo una aportación a este género. La he titulado "Elvis y Hitler" y la daré a conocer al mundo en mi artículo de la semana que viene. 
            

lunes, 24 de mayo de 2010

Geografía mítica: los arandas y los Elvis



Los arandas, los Elvis y el chapapote

      Comparezco ante la pantalla en blanco con el sabor del café aún en la boca y la imagen en la retina del vómito de petróleo en el Golfo de Méjico. Luego me enredo con algunos borradores, me paseo por la habitación, los desecho todos y me acuerdo de unas páginas que escribí hace ya tiempo:
      “He leído en algún sitio un articulito sobre la cosmogonía de unos aborígenes del centro de Australia que me viene aquí al pelo para abundar en estos asuntos. Resulta que para los arandas, ¿o arandis?, que es como se llaman estos señores que digo, al principio la tierra era toda un  desierto que como una enorme manta cubría a un grupete de dioses que dormían la mar de a gusto. Pero va y un día se despiertan y salen a estirar las piernas, y como son dioses, en vez de pasear y morirse de sed, se dedican a crear los montes, los valles, los ríos y demás. Luego les entra el sueño, pero antes de acostarse de nuevo debajo de su manta despiertan a los hombres, es decir, a los arandas, y les enseñan un montón de cosas. Estos, agradecidos y nada desmemoriados, consideran sagrados los lugares del desierto por donde salieron y por donde se fueron los dioses. Además, y acaso con un punto de nostalgia por la época en que ellos eran unos durmientes, descubren en cualquier rincón vínculos íntimos con aquel momento primero de la creación, en un árbol, por ejemplo, o en una roca con determinada forma, y los veneran. Y en torno a esa roca o a ese árbol bailan y se cuentan historias antiguas, y sobre la superficie de la piedra o de la corteza dibujan sus pinturas, que al igual que las danzas o las historias son rituales vinculatorios con los que conforman una íntima geografía sentimental.
            Más cercanos que esos arandas, los Elvis tienen también una geografía y viven sus ritos […]. Yo mismo he peregrinado, he visto y he escrito sobre los santos lugares de la elvisología, entre los cuales la cabaña natalicia de Tupelo y Graceland son el alfa y el omega que enmarcan tantos otros, humildes, suntuosos, multitudinarios, desiertos..., dignificados hasta el mito por un pedazo de vida que ha quedado atado a ellos o, en el caso de los que Elvis no conoció, por la acumulación de fervor de los que allí se reúnen, como la iglesia que hay junto a la cabaña tupelita.  Es una capilla pequeña, luminosa y moderna que no tiene nada que ver con los estilos predominantes en la arquitectura religiosa de la zona: el pastelito neogótico y el garaje pelado. Construida gracias a las aportaciones de devotos de Elvis de todo el mundo, guarda para éstos un significado especial difícil de precisar, que va desde la consideración para algunos como algo parecido a una capilla católica dedicada a la advocación de un santo, a las tres estrellas con que es calificada en la “Guía Thompson & Fowler de Capillas con Encanto”: un lugar privilegiado donde celebrar una boda al más puro estilo Elvis que compite en gracia y clase con las mejores de Las Vegas” (sic). Pero más allá del culto y la ceremonia, esta construcción es un lugar de meditación donde, con más sosiego que ante la tumba de Elvis y de sus padres en los jardines de Graceland, los asistentes dejan libres sus mentes al recuerdo del Rey, por lo general ya bastante alterados con la previa y preceptiva visita a la cabaña. Con todo, para que esa meditación no resulte demasiado errática, los artífices de la capilla diseñaron una vidriera que, como ejemplo maravilloso de ese mezcladillo trascendental que tanto gustaba al Rey, representa en sus líneas y colores una especie de mandala tibetano, sólo que sus motivos, más occidentales, apuntan a un sincretismo de los frescos de la Capilla Sixtina con los de Las 4 Rosas. Ahí están, enmarañados en un dédalo de líneas y colorines, el brazo que sale del cielo hacia los mortales como diciendo vosotros sois unos pobres desgraciados, miserables, pero no os preocupéis, porque yo os doy mi aliento, os toco así y ya está. Ahí figuran también dos anillos entrelazados, el símbolo de la alianza entre los dos contrayentes que tienen la fortuna de sellar su unión en esta joya tres estrellas de la Guía Thompson & Fowler. Pero también, la alianza entre Elvis, que tenía la costumbre de regalar anillos en sus conciertos, y sus fans, que compran ahora réplicas de plata con las iniciales TCB (Take Care of Business) y el logo del rayo zigzagueante por diez dólares.
            En fin, en esta capilla, en un ambiente de admiración y recogimiento donde los temas del Rey, cantados en silencio o en forma de bisbiseos, ronroneos, sordos murmullos a lo sumo, se acompasan misteriosamente en una especie de om colectivo, se instalan sus devotos, cada cual a lo suyo, a  sus recuerdos y a sus canciones en sordina, que, ya digo, conforman de consuno una oración, un rosario interminable, como si dijéramos, con sus misterios y todo, cuyos oficiantes van renovándose, poco a poco, a medida que unos salen y otros entran”.  (Zapatos de ante azul. Tercera Parte, cap. 5)
             Desde fuera de esa afición, el lector -ni lo uno ni lo otro- concederá con generosidad la etiqueta de "extravagante" a las actitudes de los protagonistas. Nada de peso que objetar, sólo dos sentimientos personales: de envidia, mientras releo lo de arriba, y de rabia cuando evoco la noticia del Telediario que da pie a este artículo. 

lunes, 17 de mayo de 2010


LA OPCIÓN ELVIS

Yo no sé si ustedes se cansan o no de ser ustedes, tan previsibles, tan siempre lo mismo, pululando la mayor parte de su tiempo en un radio de menos de quince kilómetros, reincidentes en sus infelicidades e incluso en sus despropósitos: sé que algunos visitan estas páginas una semana sí y otra también, lo cual es un buen indicador de su desesperación y aburrimiento. Por mi parte, les he de decir que cuando llego a las ocho y veinte de la tarde me entra un cansancio muy grande ser Ricardo Signes y me propongo hacer cosas que nunca haría un tipo como yo. Entonces tengo unas broncas de padre y señor mío con mi otro yo -ese desdoblamiento esquizoide que les presenté la semana pasada- y a veces, en la pelotera, es tanta la distancia entre ambos, que acabamos tratándonos de usted –qué se le va a hacer. Él tira hacia adentro y yo hacia fuera. O sea, que la mayoría de las ocasiones no puedo escaparme muy lejos. Por eso, para huir de la atracción gravitatoria de mi propia identidad, me pongo a pensar con el otro lado y a escribir con la zurda, y así me salen algunos de estos artículos como me salen. Con muy buena voluntad me recomiendan como tratamiento que me pertreche de un refresco y de un cubo de palomitas y que me vaya al cine. Por unos seis euros puedo tener como todo quisque mi ración de sustitución compensatoria: si uno no es capaz de embutirse un mono de licra, ponerse un antifaz, colgarse una capa y salir por la noche a repartir hostias a los malos, por lo menos se lo ve hacer a otro, se identifica con él y se olvida tranquilamente de sí mismo sin molestar al prójimo.
      Que conste que lo he intentado. El problema es que me suelo identificar con el personaje que no sólo sabe que no tiene superpoderes, sino que sufre esa carencia e intenta paliarla con la ciencia y la tecnología. Lo que pasa es que, en contra de lo que se dice en la escuela, ese es el papel del malo, así que lejos de aliviarme durante dos horas de un conflicto, lo agravo, introduciendo en la refriega la moral y la salud, y encima con un toque trágico, porque sé que al final siempre pierdo.
      Más radical es la “opción Elvis”, que, si bien se mira, tiene mucho de don Quijote en su preferencia del disparate sobre el hastío. Y yo, amigos, ahora que el vigilante de mi identidad ronca en mi sillón, atrapado por un documental de coleópteros, puedo decir que elijo lo primero, aunque no siempre lo ponga en práctica. Hace tres meses, apenas iniciado este blog, sí. Fue un viernes, acababa de redactar un artículo sobre el culto al Rey y, para desperezarme, salí por Valencia a pasear un rato. Andaba yo despreocupado, callejeando sin rumbo, cuando al rato me vi delante de un escaparate de una tienda de disfraces, cara a cara con un maniquí de un clon de Elvis vestido con un formidable “jumpsuit” modelo “Viva Las Vegas” a 50 euros el fin de semana. Consulté el reloj: las ocho y veinte. También se alquilaba un tupé y se vendían patillas postizas y unas gafas panorámicas. El traje me venía bastante holgado, talla única XXL, pero la dependienta lo solucionó con una faja y un cojín. De los complementos sólo me llevé las gafas y una bufanda de color azul metálico. Apagué el móvil y apenas salí de la tienda sentí esa especie de comunión con el Rey que deben de sentir todos sus “impersonators”, pero en mi caso era algo más complejo, porque revivía con una energía insospechada sensaciones que yo mismo había imaginado para el personaje de mi novela y, como si de pronto hubiera pasado al otro lado del espejo, protagonizaba con una fidelidad extraordinaria unas de mis páginas:

      “Ahí va Elvis, con ese traje blanco de dos piezas, pantalón acampanado y chaquetilla abierta, de solapas que le arrancan desde casi el ombligo y cuello hasta las orejas, sazonado todo con remaches metálicos que, desde las costuras de las perneras a las de las mangas dan al conjunto un toque alegre y hortera, a lo Viva las Vegas, insoportablemente feliz para algunos transeúntes que se cruzan con él, sonríen y piensan qué gilipollas. Pero él a lo suyo. Su prestancia física y la potencia de su silbido concitan sobre él las miradas. El se da cuenta y se alegra, y esta alegría, al cabo de unos minutos, convierte el silbido en tarareo, y el tarareo en franca explosión canora. Like a river flows/ Surely to the sea,/ Darling, so it goes/ Some things are meant to be. Entonces muchos de los que van por la calle no van, se quedan, y otros hasta le siguen mientras dura la canción y se rascan el bolsillo para tener listas unas monedas por si Elvis pasa la gorra después de su interpretación. Pero no la pasa, cuando acaba continúa caminando en silencio un buen trecho y vuelve después a la carga: silbido, nananá, nananá y, a capella: Wise men say/ only fools rush in/ but I can´t help/ falling in love with you. Y luego, bis. Y más bis”.
     Me pasé todo el fin de semana con el traje de Elvis, recorrí la línea 5 del metro, del puerto al aeropuerto, unas quince veces, caminé por Valencia más que un cartero, visité algunos de mis bares favoritos, me reí con amigos y desconocidos y soporté con alegría risas y burlas. Cuando llegué a casa después de devolver el traje, telefoneé a Marcos Elvis, que es manchego, camionero de profesión y el mejor "impersonator" de Elvis de España. Me dio mucha envidia, porque sus fines de semana evasivos duran ya un montón de años. La próxima vez que le vea le voy a pedir que me deje acompañarle en el camión. Hablaremos del Rey y lo contaré aquí todo después.