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domingo, 3 de julio de 2022

Viaje fin de curso

 

Nota previa necesaria: cualquier tentación de establecer relaciones entre este escrito y el viaje reciente que un servidor y mi compañera de Economía realizamos con nuestros alumnos a la Selva Negra correrá de cuenta de la malicia del lector. Este escrito no es más que el fruto de una mala siesta. Las coincidencias que pueda haber son solo circunstanciales.

 



1. De la naturaleza del autobús

Un autobús cargado de alumnos de 4 ESO en viaje fin de curso es una fuerza incontrolable de la naturaleza. Hay en él tensiones de carácter expansivo que desafían el sentido común y dejan en pobre lugar a aquellos que por inconsciencia o temeridad deciden acompañarlos. Por ejemplo: un observador experimentado habrá caído en la cuenta de que en el autobús los asientos se disponen en dos filas de un par de asientos separadas por un pasillo, lo que determina que la posición del viajero sea estática y sedente. Las leyes de la física y las del tráfico así lo sentencian. No obstante, los alumnos de ESO, por lo general dotados de una visión muy laxa para todo lo relativo a leyes o normas, sean de gramática, de física o de normativa municipal sobre uso de petardos, prefieren el escorzo, de manera que es casi imposible ver a todo el pasaje sentado y con los cinturones de seguridad abrochados. Esto último es una cuestión delicada, porque a pesar de la relación lógica que alguien no avisado puede establecer a primera vista entre "cinturón", "seguridad" y "abrochado", para ellos son tres enunciados inconexos. De esa laxitud interpretativa se derivan graves problemas de salud, de los cuales las afecciones en las cuerdas vocales de los profesores y de los guías son las más irrelevantes. Lo peor se lo lleva el conductor del autobús. ¿Sabíais que les hacen descuento en el psiquiatra? Los pobres están acostumbrados al imperativo moral kantiano y llevan muy mal el sometimiento de la razón a los vaivenes de las voluntades adolescentes. Es por eso que paran cada dos horas en las áreas de servicio. Están obligados: tienen que fumarse media cajetilla de tabaco en cada parada, tomarse un ansiolítico y, para combatir los efectos sedantes de este, han de beberse un café bien cargado y una Coca-Cola. Solo así pueden eludir pulsiones homicidas. Se comprende entonces que pongan en todos los viajes "Hombres de honor", una película fascista destinada a ensalzar el cuerpo de marines estadounidense, en la que básicamente se habla de señores que mandan mucho y de otros señores más jóvenes que obedecen siempre. Otra película que no falla en este tipo de viajes es "La milla verde", sobre un funcionario de prisiones muy buena gente que tiene problemas de próstata y que trabaja en una sección de una cárcel donde destinan a los condenados a morir en la silla eléctrica. Hay por ahí otro funcionario muy malo y un preso negro enorme que tiene poderes y le cura al carcelero bueno lo de la próstata, con lo cual la señora de este se pone muy contenta. Un sencillo análisis actancial nos deja bien claro de parte de quién está el conductor y en qué tipo de silla le gustaría ver sentados a los ocupantes de su autobús. Pero todo esto no pasa de ser un mero desahogo, porque los alumnos, tras los cinco minutos iniciales, prestan la misma atención a la película que al profesor cuando introduce algún comentario cultural relativo a algún castillo o a algún accidente geográfico que se avizora desde la ventanilla. "Profe, que estamos de vacaciones": es la manifestación de un ocio militante que rechaza cualquier estímulo que pueda implicar un aprendizaje que no se refiera a un truco de tik tok o del videojuego que se llevan entre manos. Para ellos la idea romántica del viaje simplemente no existe. Se trata de un desplazamiento de un punto A a otro B, pasando por unos puntos intermedios que son las áreas de servicio. Daría igual que estuviéramos durante 980 kilómetros dando vueltas por la V-30 y parando en los centros comerciales de Bonaire y de Gran Turia si al final de ese recorrido estuviera la ciudad francesa de Grenoble, que es el destino de nuestra primera etapa.

 



2. De las áreas de servicio

Son las herederas de las antiguas fondas, de las ventas y de las casas de postas, espacios de restauración ricos en evocaciones literarias: Lazarillo, don Quijote, don Juan, John Silver el Largo... Es verdad que si uno deja sueltos a los ocupantes de un autobús de estudiantes de la ESO en viaje fin de curso en cualquier lugar, inmediatamente ese lugar pierde las connotaciones poéticas que pueda tener y se convierte en algo prosaico, abarrotado y ruidoso de donde uno está deseando marcharse. Quizás por eso uno de los sitios donde menos desentonan es justamente las áreas de servicio. Allí entran en estampida, porque nuestros alumnos siempre están meándose, bajan a a los aseos, se alivian, suben corriendo y, si la pausa es superior a los quince minutos, se lanzan a la búsqueda de un enchufe para conectar el cargador del móvil (siempre se están quedando sin batería). Su otra precaución es proveerse de alimentos, porque los intervalos entre el desayuno y la comida o entre está y la cena son para ellos una travesía del desierto que han de recorrer con sus bolsas de patatas fritas, sus paquetes de galletas y sus pastillas de chocolate. Una vez satisfechas estas necesidades (y recuerdo que cada dos horas se produce una parada y se repiten las mismas escenas), entonces se dispersan por la sección de compras. Apenas llevamos dos paradas, estamos al lado de Barcelona y muchos de ellos empiezan a comprar recuerdos para sus familiares. ¿Recuerdos de qué? Da igual. Antes los viajeros volvían a casa con un montón de historias que contar. Ahora eso se ha perdido. Los testimonios del viaje ya no son relatos orales sino fotografías que se cuelgan al instante en Instagram y objetos que se compran, y si son tópicos y recargados, mejor. Lo que interesa es que el objeto en cuestión proclame que el comprador ha estado allí y se ha acordado de uno. Un llavero, una navaja, un botellín de cerveza, unos calcetines de lana, un imán para la nevera, un peluche, la tocineta envasada al vacío, galletitas de mantequilla, mermeladas, patés: son objetos en los que se materializa el afecto y cuya oferta se repite obsesivamente cada dos horas en todas las áreas de servicio, creando esa sensación de que el autobús se desplaza pero uno siempre llega al mismo sitio.

 



3. De la ubicación, naturaleza y etimología de la Selva Negra.

Como cualquier profesor de ESO sabe, la lógica de los alumnos es una atribución intelectual sometida a infinitas variables. Algunos de los que no aciertan con la relación de causa efecto entre las expresiones "cinturón (abrochado)" y "seguridad" son capaces de ubicar la Selva Negra en el África subsahariana solo por las connotaciones evidentes del topónimo. Así ocurrió en la primera reunión que mantuvimos con el representante de la agencia con motivo del viaje que organizamos hace unos años. Este malentendido vino acompañado de cierto desencanto, porque no es lo mismo ir de viaje a un territorio incógnito poblado en la imaginación por guerreros masais, pigmeos, gorilas y leones, que ir a otro donde el mayor riesgo es que te muerda un dedo una ardilla cuando le das un cacahuete. Por eso conviene deshacer el equivoco desde el principio: la Selva Negra es una región al suroeste de Alemania, fronteriza con Francia y Suiza, que se extiende hacia el norte a lo largo de unos 160 km., con una anchura variable de unos 30 a 60 km. Su nombre no se debe al color de la piel de sus habitantes, sino a lo frondoso de su vegetación, especialmente la de su zona no visitable, la que se observa a ambos lados de la carretera que la recorre. Se puede afirmar entonces que la mejor manera de apreciar la negrura de ese bosque es desde lejos, sin entrar en él, porque cuando uno llega a Triberg, por ejemplo, que es uno de sus enclaves más famosos, lo primero que has de hacer es pasar por taquilla y pagar una entrada que te da acceso por unos caminos despejados a un territorio vegetal exuberante, sí, pero donde la selva se ha convertido más que en un bosque civilizado en un jardín botánico. Pensar que por aquí una vez estuvieron los hermanos Grimm y que estos bosques alimentaron la imaginación que llevó al papel a personajes como Hansel, Gretel, Blancanieves, los siete enanitos, la princesa malvada, el gato con botas, el enano saltarín y tantos otros exige hoy un esfuerzo mental sobresaliente. Acompañados por sesenta alumnos resultan mucho más próximas las evocaciones a las hordas de Arminio y a la batalla del bosque de Teutoburgo contra los romanos; y eso a pesar de las numerosas tiendas para turistas surtidas de relojes de cuco, navajas multiusos y tocineta envasada al vacío que, quieras o no, aportan cierta pátina de modernidad igualitaria al paisaje urbano de estos pueblecitos.

 

O sea, que esto no es la Selva Negra


4. De algunas impresiones de viaje recogidas en el diario escrito para mis compañeras de departamento.

¿Cómo era eso de la competencia de relacionarse con el entorno? Yo creo que es un eufemismo de "¿Es gilipollas el alumno? ¿Sí? ¿No? ¿Cuánto?" Espero que esto que os cuento no salga de aquí, porque podría implicar un cambio en los informes individualizados de los alumnos de 4 ESO en lo relativo a esa competencia. Lo digo porque varios alumnos están tocados de la garganta porque no saben que el aire acondicionado de las habitaciones se puede apagar (y que incluso se puede regular la temperatura). Esta noche se nos ha puesto bastante mal un alumno y lo hemos tenido que llevar en taxi al hospital. El guía de la agencia se ha hecho cargo y se ha pasado allí casi toda la noche. Al parecer todo ha sido por el aire acondicionado.

Otro ejemplo de sagacidad: en el desayuno me viene una y me dice que han perdido la llave de la habitación dentro de la habitación. Voy a recepción, le explico el caso a la señora, me dan una llave de repuesto, se la doy a las alumnas y les digo que luego tienen que devolver las dos llaves. Total, que cuando dejan la habitación dicen que no encuentran la llave. Subimos Rosa y yo a buscarla. Nada. Se lo digo a la recepcionista y me responde que tendrán que pagar la llave. Subo al autobús, se lo explico a las chicas. Preguntan: ¿Cuánto hay que pagar? Les digo al tuntún 60€. Unos segundos de reflexión y aparece misteriosamente la llave en el bolsillo de una de ellas. Demasiado dinero para un llavero de recuerdo deben de haber pensado.

Ahora vamos camino de las cataratas del Rin. Es un paisaje sobrecogedor. A mí me parece que es la mejor lección que se puede dar sobre lo que es el Romanticismo en arte y en literatura, porque uno contempla esa naturaleza y los sentimientos de pasión, belleza y pequeñez humana afloran a borbotones. Pero, alto ahí amigas. Estamos hablando de alumnos de ESO, sobre todo, y estos forman parte de una especie muy particular. Puede darse el caso de que un alumno vea esas cataratas y piense que es un lugar ideal para refrescarse con un ducha, y se le ocurra tirarse del barco. No me fío un pelo. Debería estar contento de volver ahí, pero estoy acojonado. Me encomiendo a San Gotardo, que es un santo que tiene mucho mano por esta zona.




5. De lo mismo

Buenos días, compañeras:

Ojalá el COVID sea ligero para las que lo habéis pillado, y más ojalá aún que no os haya puesto las manos encima y que no lo haga. Ya sé que Violeta y Natalia estáis afectadas. Iba a decir que rezo a San Gotardo, que lo tengo por aquí enterrado, para que os ilumine y proteja, pero no me fío mucho de que mi recomendación sea efectiva. Es verdad que ayer no se nos ahogó nadie en las cataratas, pero fue a cambio de una penitencia medieval que yo no quisiera ni para el inventor de los ámbitos y las competencias (bueno, sin exagerar, igual sí).

Primera penitencia:

Una jornada en Suiza: ocho horas sin datos en el móvil. El riesgo de tenerlo conectado son 60€. Lo decimos varias veces para que les dé tiempo a descifrar el mensaje y así lo vayan entendiendo. Media hora más tarde:"¿Podemos poner los datos?" Esta pregunta se va a repetir alrededor de sesenta veces, pero como se ve que no querían que nos aburriéramos intercalaban cada pocos kilómetros esta otra: "¿Falta mucho?". Yo miraba al conductor, que lo tenía justo delante, y pedía a San Gotardo y a Santa Úlfila que le dieran paciencia, y he de reconocer que estos benditos santos locales cumplieron, aunque con su poquito de suspense, porque la carretera estaba en obras, nos desviaron por otra, tuvimos que dar un rodeo por carretas secundarias con el consiguiente intento de motín (¿Falta mucho? ...Pues tú habías dicho que llegaríamos a las once, etcétera). Y a todo esto, venga curva. "Profe, que Noelia se marea", y yo: por favor, si os mareáis vomitad hacia el lado del compañero, que empapa mejor; si no, la papilla corre pasillo abajo y pone el autobús perdido. El conductor, que se cuida el autobús como un sacristán una reliquia, de pensar en que le iban a vomitar en el autobús cogía el volante como si quisiera estrangularlo y echaba miraditas a la ruta que le marcaba el móvil. "¿Cuánto falta?". Creo que no he estado nunca tan cerca de un asesinato.



 

Segunda penitencia:

Me salto lo de la llegada a las cataratas, la estampida hacia los servicios y la segunda estampida hacia las tiendas de recuerdos, donde los chavales se abastecen de peluches, vacas de madera, chocolate, galletas... Voy directamente a la comida en una terracita junto al lago Constanza. Les habíamos dado tiempo libre durante dos horas y les habíamos dado recomendaciones sobre sitios económicos para comer, pero yo creo que el sol les había afectado mucho y la gran mayoría decidieron ir a comer al mismo sitio que los profes, los guías y el conductor: un local donde se sirven las típicas salchichas alemanas, el codillo y ensaladas al gusto. Me pido el codillo por consejo del conductor y de la guía. He boxeado con tíos de más de cien kilos que me han lastimado menos que ese codillo: una bola de carne asada del tamaño de una pelota de waterpolo que más que codillo era un codazo en la boca del estómago. Estaba bastante bien asado, con la piel churruscadita, la grasita dorada, y la carne, como era tan abundante, se ofrecía en diversas modalidades (tierna, tirante, correosa, pedernal...). Lo malo es que sus aromas atraían las moscas a enjambres, unas moscas alemanas, gordas, lustrosas, que pensaban cuando tratabas de espantarlas con la mano que las estabas saludando. Se ve que el calor y los ”¿Podemos encender el móvil? y los ¿Falta mucho?" me habían anulado la sensatez, así que me comí el codillo enterito. Luego vino el combate cuerpo a cuerpo no solo con aquella bola, sino con el pensamiento de que aquel ejército de moscas había adobado la carne con infinidad de huevos de ascáridos que ahora estarían eclosionando en algún rincón de mi intestino.


 Como veis, la penitencia era importante, y para remarcarla ahí estaban los intercambios nocturnos de huéspedes en las habitaciones con las consiguientes risitas, carreritas, portazos, etcétera, etcétera. Total, que sobre las dos y media pude pensar en dormirme. Qué bonita es la inconsciencia de la juventud. A mi favor puedo decir que no interpreté ninguna vez el papel de profesor en pijama en el pasillo riñendo a los alumnos y amenazando con avisar a los padres.

Hoy estamos de camino de la selva negra y mi pensamiento está en la ardillas y en las pobres bestias del bosque.


6. De lo mismo.


 

Buenos días, compañeras:

Día 6 del viaje. Vamos de vuelta. Hemos dormido (poco) en el autobús. Los ánimos decaen entre el pasaje. Hace siete horas que no hace falta que los guías o un servidor reclamemos silencio a los alumnos. San Gotardo nos ha concedido la gracia de la afonía, pero de una manera aviesa, porque este deseo cumplido nos ha llegado envenenado como un ¡jódete! bíblico. El caso es que había empezado muy bien el día, la gente estaba contenta, ha sido puntual en el desayuno y en la salida. Primero hemos visitado Riquewihr, un pueblo alsaciano precioso, donde se rodó "La bella y la bestia". Nada que reseñar ahí salvo que han pillado a un alumno robando un imán para la nevera ( los que han optado con un mayor sentido práctico por robar navajas han tenido más suerte: igual esto sube la nota en la competencia del sentido de la iniciativa y espíritu emprendedor). Hemos seguido hacia Estrasburgo, donde todo hacía presagiar una jornada apacible. Hemos comido en un restaurante típico junto al canal, hemos visitado la catedral, subido a su magnífica torre, que fue durante siglos el edificio más alto del mundo, hemos tenido tiempo libre y hemos callejeando y disfrutado a gusto de sus terrazas y cervezas. En el punto de encuentro para la cena se nos ha empezado a torcer la cosa: a una alumna le había bajado mucho la tensión y no podía ni andar. Hemos llamado a su madre, nos ha autorizado a que le diéramos un Ibuprofeno (porque la niña padecía dolores de regla fortísimos) y me la he llevado cargada al caballito hasta el restaurante. Era una especie de cava muy parecida a los refugios de la guerra que hay en Valencia. El menú estaba protagonizado en exclusiva por la típica tarte flambée, que es una especie de pizza con nata, cebolla y panceta en su versión más habitual, que admite pequeñas variaciones, como que te quitan la panceta y te ponen champiñones. Pues bien, iban sacando tartes una tras otra como si el mundo se acabara. Y de postre, más tartes flambées pero dulces. Si tenemos en cuenta que anoche cenamos pizza, la víspera comimos pizza, y la antevíspera cenamos tarte flambée, no os extrañará que me sienta como la galleta de jengibre, ese muñequito con forma de hombrecillo tan gracioso atropellado por un camión. Pero aunque nuestros estómagos empezaban a resentirse, lo malo estaba por venir. De acuerdo con la previsión meteorológica, a las diez empezó a llover con fuerza. Menos mal que en el autobús la guía les había insistido mucho en que cogieran una chaquetita, rebeca o sudadera para después de la cena, porque ya nos había pasado que a pesar del calor del día por la noche refrescaba y los alumnos, sobre todo las alumnas, iban muy ligeros de ropa y luego tenían frío, lo cual unido a lo del aire acondicionado, ya se sabe. Y menos mal también que yo, antes de salir del autobús les había dado el parte del tiempo con la recomendación de que cogieran chubasquero, porque las previsiones de lluvia eran del 90%. Lógicamente la mayoría de los alumnos no cogieron ni ropa de abrigo ni chubasquero, porque como entonces hacía tanto calor... O sea, que después de un paseo de veinte minutos para llegar adonde habíamos quedado con el autobús, llegaron empapados. La hora acordada era las 23.15, pero el autobús aún no había llegado. Nos refugiamos bajo un techado ocupado por indigentes. Algunas alumnas empezaron a ponerse nerviosas, otras tiritaban de frío. Paciencia, que no tardará en llegar. Se hacen las 23.30: nada. Qué raro. Tranquis, que estará aquí enseguida. Las 23.45. Nada. Intento de motín. Querían linchar al conductor. Las 24h, nada. Los guías estaban nerviosísimos. El conductor no contestaba el teléfono. Llaman a la empresa. No saben nada. Al hotel: tampoco saben nada. Las 0.15. Empiezan las tosecitas, las tiritonas, una alumna sufre un ataque de ansiedad. 0.30. Seguimos sin noticias. 0.45. La guía ya tiene plan B: han contactado con un hotel para pasar la noche (120€ por persona. El seguro de la agencia se hará cargo, espera). El conductor es un hombre muy meticuloso y puntual. Nunca había pasado esto. Algo le ha ocurrido. Las conjeturas son de todo tipo. Triunfa la del alcoholismo, aunque yo solo le he visto beber café y Coca-Cola. La guía está a punto de echarse a llorar. Yo voy por ahí calmando ánimos. Algunos para combatir el frío se ponen a hacer flexiones y sentadillas. La guía empieza a comerse su cigarrillo de vapear. La 1,15: empiezan las alucinaciones. Algunos alumnos confunden el tren con el autobús. La 1.20: Por fin. Llega el autobús. La policía lo había detenido, se lo había llevado a un retén y lo había registrado de arriba a bajo. Creo que encontró sustancias tóxicas peligrosísimas: calcetines sudados, bragas y calzoncillos que a todas luces incumplían la normativa más laxa de cualquier país en materia de cuidado medioambiental y prevención del cambio climático. Pero como ya se sabe que si por algo son conocidos los policías franceses es por su simpatía y amabilidad, dejaron marchar al autobús como si no hubiera pasado nada. No hay que tener en cuenta a tan insigne cuerpo policial ese contratiempo: cualquiera confunde un autobús de alumnos de la ESO con un vehículo de transporte secreto de terroristas.

Lo que queda espero que no ofrezca motivo de relato.

Un abrazo muy fuerte.

sábado, 2 de enero de 2021

Julio Verne: el viaje perpetuo

 "Las aventuras del capitán Hatteras"


Acabo de leer "Las aventuras del capitán  Hatteras", de Julio Verne, pertrechado de un forro polar y mitones. Son las 23 horas y 55 minutos del domingo 27 de diciembre de 2020. Arrecia el viento del Noroeste. Mi situación es la siguiente: latitud 39° 28' 12'' Norte. Longitud 0° 22' 35'' Oeste. Hace cuatro días que inicié la penosa lectura de un ejemplar de la editorial Busma de páginas amarillentas mal entintadas. Al principio lo achaqué a la antigüedad y baratura de la edición; luego comprendí la genialidad tipográfica: las gafas se empañaban y yo forzaba la vista, adivinando las letras en medio de la bruma o de la tormenta. ¿Sabían que a 31° bajo cero el aliento se condensa y se convierte en nieve? Yo tampoco. Lo cuenta Verne en el capítulo XXIV de la primera parte. O sea, que uno dice "nieve" y el mismo hálito que da sonido a la palabra se corporiza en aquello que nombra. Pero dice "pan", dice "café", "fuego" o "tocino" y todo acaba en nieve. Es algo asombroso y frustrante que define no solo esta novela, sino quizás todo un género (y aquí  figurarían otras novelas de Verne, de Salgari, de Stevenson, también algunos de sus relatos, otros de Jack London y, por supuesto, la obra  maestra de  Melville, "Moby Dick"). Como aquel oxímoron de Alejo Carpentier, "lo real maravilloso", que sirvió de etiqueta para casi medio siglo de literatura hispanoamericana, este, menos afortunado -"lo asombroso frustrante"- precisa en forma de contradicción la esencia de la novela de Verne y de otras de su cuerda, solo que aquí la ubicación geográfica de la trama no se concreta en un continente y, sobre todo, el reparto de los dos términos es desigual. El asombro se lo lleva el lector y la frustración, los protagonistas.  
 
La disposición al asombro deriva de algo que comparten los niños con los exploradores,  los científicos y los artistas: la idea del mundo como un territorio por descubrir. Uno contempla el "Forward" fondeado durante las primeras páginas en en el puerto de Liverpool: un bergantín de 170 toneladas, máquina de vapor de 120 caballos, extraordinario velamen en la arboladura y su proa reforzada con un tajamar de acero, y no puede menos que enrolarse para un viaje incierto. A fin de cuentas eso es la literatura.  Lo otro,  como decía Gide, es un trayecto en autobús.     
 
A ninguno de aquellos cinco hombres se le ocurrió la idea de formular la menor objeción,  de hacer oír la voz de la prudencia. A todos ellos los dominaba el vértigo del peligro, a todos los acosaba la sed de lo ignoto, y por eso avanzaban, ciegos no, mas sí cegados, sin advertir la espantosa rapidez de su marcha, no tan violenta ciertamente como su impaciencia. (página 256)   
 
Es la lucha del capitán  Hatteras y de lo que queda de su tripulación contra una  tormenta polar, a bordo de una chalupa, azotados por las olas y por ráfagas de viento en un mar plagado de escollos y de rocas de hielo. Pero es también la descripción metafórica de la lectura de esos mismos acontecimientos y de todos los otros desde que el lector se embarca en las postrimerías del capítulo IV en el "Forward" y -otra vez convirtiendo en realidad una palabra- sigue adelante, siempre adelante. 
 
El asombro al que nos lleva Verne conserva aún el entusiasmo de un apostolado científico que en la segunda mitad del XIX ofrecía alternativas didácticas a una educación cautiva de instituciones religiosas. En aquel contexto, las máquinas,  las expediciones, la observación de fenómenos meteorológicos,  la descripción geológica de un paisaje, las explicaciones zoológicas que adoban sus páginas y, de modo particular, la resolución a través  de la aplicación de conocimientos de física,  de química o de biología de atolladeros en los que se ven envueltos los personajes convertían la lectura de sus novelas en una experiencia lúdica y formativa que guiaba a los lectores hacia la modernidad. 
 
En ese sentido la novela está sembrada de expresiones de asombro vinculadas a esos factores de conocimiento,  los cuales desmienten con solvencia supersticiones y temores arraigados no solo en la mentalidad de los marineros del "Forward", sino en la de muchos lectores de aquella época. 
 
De un estado de pánico pasaron sin transición a otro de maravilla, de asombro, producido por el sorprendente fenómeno,  que no tardó  en esfumarse. (página  55) 
 
Para los que no están habituados la persistencia del día es objeto de eterno asombro e incluso de fatiga [...] El doctor experimentaba verdaderos dolores, sin lograr acostumbrarse a aquella luz perpetua, que adquiría mayor potencia de irritación de resultas de la reflexión de los rayos solares sobre las llanuras  de hielo. (página  43) 
 
Entre tantos asombros y maravillas tantas avanzaba tranquilamente la chalupa. (página 250) 
 
Al mediodía admiraron los navegantes por vez primera un soberbio fenómeno solar: una aureola de parhelio doble. (página 81) 
 
 
 
 
De mayor calado que la fascinación causada por el fenómeno atmosférico, el invento mecánico, la explicación científica o el descubrimiento geográfico resulta la lectura por parte de Verne de "El origen de las especies", de Darwin, publicado en 1859, cinco años antes de "Aventuras del capitán Hatteras", novela que desarrolla la lucha de unos hombres por adaptarse a un entorno hostil que pone a prueba su capacidad de supervivencia. De hecho, se trata de una sucesión continua de adversidades que los personajes van salvando a costa de una pérdida progresiva de ventajas propias del mundo civilizado: pérdida de combustible, de confianza, de víveres, de salud, del propio barco, de vidas y, finalmente, de pérdida de la razón. Es tal la gradación de obstáculos a los que somete a la tripulación del "Forward", que si uno no atendiera a sus propósitos didácticos, imputaría a Verne cargos de sadismo. Pero mientras que en la escuela tradicional permanecía vigorosa la alianza pedagógica entre la sangre y las letras, en las novelas de la serie Viajes extraordinarios el pacto resultaba mucho más ventajoso (y, por ende, mucho más didáctico), ya que la sangre (y la frustración) la ponen los personajes, y la lección se la lleva el lector. 
 
Cuando en los albores del siglo XX Shakleton buscaba voluntarios para el "Endurance" publicó unos carteles en los que ofrecía salarios bajos, mucho frío, posibilidades de regreso inciertas y honor y gloria en caso de éxito. Desde el primero al último de los tripulantes sabían adónde iban y a qué se exponían.


 
 
 
Todo lo contrario ocurre con los marineros del "Forward", quienes, extraordinariamente pagados, desconocen no solo su destino sino la identidad de su capitán, que solo se les revela cuando han llegado a un punto en el que no es factible el retorno, próximos a los 74º de latitud, al filo del capítulo XII. A partir de ahí la navegación se complica: hielo, frío, mucho frío, escorbuto, un motín, hambre, fatigas extremas, osos polares al acecho, la muerte... y, de fondo, una disputa nacionalista por el honor del descubrimiento. Verne, que compartía con su editor, Hertzel, la ilusión por el socialismo utópico, tal como lo concebía Saint-Simon, presenta aquella disputa como un disparate, anteponiendo así la fraternidad al nacionalismo y ofreciendo a sus lectores una lección de orden moral que implicaba objeciones a la idea de la selección natural aplicada al género humano
 
Hoy, siglo y medio después de su publicación, estas lecciones quedan en un segundo o tercer plano, mientras que lo que persiste con la misma fuerza de entonces es la capacidad de su prosa para recrear un mundo y ofrecer al lector un rinconcito a bordo de un bergantín, una chalupa o un trineo para recorrerlo (pero, eso sí, antes abríguense al menos con unos mitones y una rebequita).




 







sábado, 13 de julio de 2019

La subida a "El obispo leproso"

Acabo de leer "El obispo leproso", de Gabriel Miró, como quien asciende un ocho mil, y por eso lo cuento: yo soy aquel que leyó esa novela, y aquí estoy, delante de trescientas páginas de argumento esquivo y difuso, ambientada a finales del XIX en Oleza (Orihuela), un pueblo agrícola, católico y sentimental que se descompone como la piel y la carne de su obispo, entre bochornos de verano, vahos de cera  y olores de sotana sudada. A veces hay un recreo de jardín cerrado, un huerto ameno en el claustro de un viejo palacete; y mujeres tristes, al otro lado de los cristales, contemplan una palmera, malvarrosas y azaleas, hasta que el revoloteo de tórtolas o gorriones se lleva sus ensoñaciones a otra parte, lejos, en una fuga necesaria que no llega a producirse. Desprenden estas páginas aromas de bergamota, de mermelada casera en alacenas bajo llave y de lencería encerrada en el ropero con saquitos de lavanda; y, todo junto, el olor de la cera, el de las sotanas, el de las flores... se arrebuja en los párrafos, en un ambiente irrespirable. El lector pasa la página como si abriera una ventana, con la esperanza de que se airee, pero todo se engolfa, avanza la corrupción de la piel y aparece un tufo de reliquias y formol.  
Ya desde el principio de la novela se aprecia una oposición entre el espacio de la religión -sólido, jerárquico y con recovecos oscuros- y el de la naturaleza, distante, insinuado y sometido. Me viene al recuerdo "A.M.D.G.", de Ramón Pérez de Ayala, por lo que tienen ambas de novela de formación y de crítica a los jesuitas, si bien en esta todo es explícito y contundente, con el vigor militante de las novelas anticlericales del XIX, mientras que en la de Miró transcurre más despacio, en un segundo plano, con la naturalidad de la costumbre. Es el suyo un anticlericalismo esteticista que recuerda al de Valle-Inclán en las sonatas, pero de una fuerza callada, inexorable, que empuja a sus víctimas -a los escolares, pero aún más a las mujeres- al aburrimiento y a la tristeza.

En los ruedos de mecedoras y en torno de las mesas de billar se celebraba cada noticia de las jácaras y libertades de los bárbaros. El síndico Cortina elevó los brazos y se torció desperezándose. Como él era todo Oleza: un bostezo. El anterior obispo, andaluz y jinete, debió morir de murria. No había más pasatiempos que los aprobados por la comunidad de "Jesús" y por la comunidad del penitenciario. Procesiones de Semana Santa; juntas de las cofradías; coloquios de señoras con señoras, de hombres con hombres; tertulias de archivos; comedias de Navidad en el "De profundis" de "Jesús". Allí, el público, de familias de alumnos, había de sentarse con separación de sexos, como en las primitivas basílicas, y bajo la vigilancia de un Hermano, que se deslizaba por el pasillo central como el inspector de una brigada extraordinaria. Entre los socios del Casino había antiguos colegiales que representaron "El martirio de San Hermenegildo" y "La vida es sueño", con loas al colegio y sin "papeles de mujer". 
 ("El obispo leproso". Edit. Cátedra. Edición de Manuel Ruiz-Funes, pág. 197 y 198) 

Todo en Oleza invita a cerrar el libro y a echar a correr. Pero uno se queda en ese mundo aborrecible, suburbio del círculo quinto del infierno, porque, igual que ante las escenas de Dante, sobre lo desgraciado del tema se impone lo sublime de su relato. Es una sensación evidente la que experimenta el lector de estar lidiando con una obra mayor de la literatura. Concurren ahí algunas de las presencias más señaladas de la novela del XIX: descripciones realistas, los conflictos de Orbajosa, introspección psicológica, arrastrar de sotanas, chocolate de Soconusco, destellos acharolados de botas carlistas y el tren, que llega a Oleza como una amenaza de modernidad. En su prosa abigarrada y detallista, de continuas descripciones y enumeraciones los objetos intercambian sus cualidades con las de los personajes en un trasiego poético que alcanza a menudo la brillantez estética de los versos de Rubén Darío:

María Fulgencia estaba más descolorida, y sus cabellos negros, más frondosos, la dejaban en una umbría de ahogo apasionado, una umbría de mármol con hiedra, en el olvido de un huerto.
(página 167)

Hay una concepción musical en la prosa de Gabriel Miró: el ritmo del fraseo, la disposición de los tonemas, el juego de contrastes con el timbre de las vocales, las cadencias repetitivas, a veces lentas como letanías susurradas por una beata en el banco de una iglesia; a veces alegres como estribillos de canciones infantiles escuchadas en la calle. Con frecuencia son los adjetivos los que marcan el contraste, reforzados semánticamente por una relación de sinestesia respecto al sustantivo. Y de fondo, durante toda la novela, el rumor de las aguas del Segral y el tañido de las campanas de Oleza: la fuerza instintiva de lo natural y el orden y compás de la religión.
El mérito de esa prosa se ha convertido en un tópico que, a mi entender, dificulta el reconocimiento de otro mérito literario mayor: su personal tratamiento del tiempo en la novela, que por hondura y originalidad merecería situar esta obra en la misma balda de la Historia de la Literatura donde alardean de estudios y reconocimiento "La montaña mágica" y "En busca del tiempo perdido". Pero las mallas del canon de nuestra literatura son muy anchas y muy viejas, y estos gozos que propone Miró requieren demasiado esfuerzo para vencer prejuicios e ignorancia.

viernes, 17 de agosto de 2018

Berlín para principiantes

1. El peso de las columnas

 El viajero que llega a Berlín debe estar prevenido de que el diseño de la ciudad responde en gran medida a un complejo y a un deseo orientados ambos a dejar al ciudadano acojonado y con la boca abierta. Es una fisonomía que en su estampa turística más reconocible resulta  desmedida, ciclópea, imperial, de sello neoclásico, llena de ínfulas arquitectónicas, debidas, sobre todo, a Federico el Grande. Digo "complejo" por una comparación con Viena, que, como ciudad imperial, le sacaba una ventaja hiriente en todo; y digo "deseo" como voluntad, desde el siglo XVIII,  de expresar en edificios, plazas y avenidas la grandeza primero  del rey primero y del káiser después. O, lo que venía a ser lo mismo, la grandeza de Prusia primero, y la grandeza del imperio alemán, después. Y, como se sabe, aquella fue una grandeza muy seria. En consecuencia, uno se pasea por Unter den Linden, la gran avenida berlinesa y su eje de abcisas, como quien dice, y se siente sobrecogido por dos sentimientos de naturaleza contradictoria: el impulso de invadir Checoslovaquia o cualquier otro vecino que se ponga a tiro, y el convencimiento de que si uno no fuera tan poca cosa y encima extranjero le detenían seguro. Descartado lo primero por falta de ganas y munición, sigues andando, vas cogiendo confianza y  hasta dejas de marcar el paso de la oca y caminas incluso despacio, con ese punto de satisfacción infantil que dan las cosas prohibidas o clandestinas, porque por mucha gente que veas andando o en bici a tu alrededor, esa es una avenida hecha para desfiles militares victoriosos, y si es en tanque, mejor. Y tú, con zapatillas de loneta y bermudas, que agotaste las prórrogas al servicio militar y luego te hiciste objetor, de marcial solo tienes el recuerdo de la prosa de César en la "Guerra de las Galias". Conque allí vas, feliz, casi, y perplejo, mucho, como un liliputiense, preguntándote por la escala de aquellos que construyeron aquellas columnas, frisos y cúpulas: la catedral, la fachada del Altes Museum, el Museo de Historia de Alemania, la Universidad von Humboldt, la Bebelplatz..., una arquitectura mayestática levantada para súbditos. Quizás por eso los berlineses,reivindicando su condición de ciudadanos y huyendo de esa monumentalidad grandilocuente, han creado espacios amables, sencillos y libres en los patios de vecinos, y los han llenado de cafeterías y terrazas: es el revés de aquella estampa imperial y, seguramente, una imagen mucho más justa de la ciudad como estado de ánimo. 

2. La historia por los suelos

  Más pronto que tarde sorprenden al viajero unas placas de metal que recuerdan en el suelo a víctimas y testimonios de la barbarie nazi. Apenas inicias tu paseo por Unter den Linden, viniendo desde Alexander Platz, tu atención, golpeada por la inmensidad de la cúpula de la catedral protestante y por las imponentes fachadas de aquellos edificios, cuando a la izquierda, el contraste de un enorme espacio vacío entre los suntuosos edificios de la ópera, de la catedral de Santa Eduvigis y de la antigua biblioteca real te absorbe como un embudo. Entonces te ves en la necesidad de pagar el peaje de tu condición de turista con unas cuantas fotografías, pero te falta perspectiva para sacar en el mismo plano la fachada completa de cualquiera de las dos moles. Hasta la plaza se te resiste. Solo alcanzas a sacar vistas que por su naturaleza fragmentaria resultan insatisfactorias, porque lo único que importa allí es el volumen. Más culto no podría ser el emplazamiento, entre una ópera y una antigua biblioteca (ahora universidad), pero desde allí dentro el vértigo del espacio hace sentirse a uno como ante un paredón. Aquellos mármoles, amigos, no le inspiran a uno estudio, sino obediencia. Entretanto, y sin que tu voluntad haya tenido algo que ver en ello, tus pasos te han llevado al centro de la plaza, donde descubres a tus pies aquellas palabras proféticas de Heine sobre la quema de libros y de las personas. Allí mismo, el 10 de mayo de 1933 los nazis levantaron una pira con la literatura, la filosofía y la ciencia.


En las aceras de otras calles, en otros barrios, no lejos de allí, algunos adoquines de bronce encastrados en las piedras son partes del camino que recuerdan la identidad de muchos judíos asesinados. Es una reivindicación del nombre frente al número. Esos adoquines dorados son como hitos en el suelo del bosque urbano; la luz del sol se refleja en ellos y devuelve destellos de memoria: "Aquí vivió Jakob Honig, nacido en 1881. Víctima de la Polenaktion de 1938. Destino desconocido" en una acera de la Rosenthaler Strasse.  "Aquí vivió David Guter, nacido en1871. Deportado el 2 de febrero de 1943. Asesinado en Theresienstadt el 11 de abril de 1943". "Aquí vivió Friedrich Hirsch, nacido en 1915. Fue deportado en 1942 a Auschwitz, donde fue asesinado el 22 de diciembre de 1942". Y junto a este recordatorio, el de su madre y su hermano, los tres en la Gips Strasse número 9. Entonces levantas la cabeza y ves la fachada de esos edificios y piensas que alguna de esas ventanas era la de la habitación de esas personas.
   


Es un gesto motivado por una curiosidad imprecisa, cuyo resultado trasciende el conocimiento visual de esa fachada, porque de pronto esos nombres encerrados en las placas de metal se levantan como gorriones hacia las cornisas de los balcones o a los alféizares de ventanas donde una vez  aquellas personas se asomaron felices; y al hacerlo reclaman en mi imaginación y en mi memoria aquel instante de su vida. Karla Rosenthal, Gisela Niegho y la familia Schwarz en la Neue Schonhauser Strasse; la familia Salinger en la Rosenthaler Strasse; la familia Marcuse, en la Gips Strasse; Jakob y Felli Bergoffen, en la Sophien Strasse; la familia Kramer, en la August Strasse 27... Y tantos otros, especialmente en esas calles del Mitte, cerca de la Sinagoga Nueva, un edificio de mediados del siglo XIX  de imprecisas influencias orientales (y parte de esa imprecisión estriba en que su orientalidad está inspirada en gran medida en la Alhambra de Granada). En su tiempo fue la mayor y más lujosa sinagoga de Alemania, pero víctima de asaltos y de un incendio perpetrados por los nazis la "noche de los cristales rotos", de las bombas de los aliados en la guerra y de la política urbanística de la RDA, hoy apenas es un vestigio cuya restauración parcial armoniza la ruina con la memoria. Queda su cúpula dorada. En la guerra los nazis obligaron a ocultar su brillo con una gruesa capa de pintura negra dentro de las medidas generales de oscurecimiento y ocultación en previsión de ataques de la aviación enemiga. Pero en el cielo de Berlín su brillo es hoy una referencia, como lo es el brillo de las placas en sus calles.  

3. Cicatrices de hormigón


Un poco más hacia el norte, saliendo ya de la parte más turística del mapa, Berlín descubre otra fisonomía más de barrio, sin prosopopeya arquitectónica alguna. Hay bares, cafeterías, restaurantes baratos de comida turca o vietnamita, comercios, academias de idiomas, tiendas de alquiler de bicicletas, terrazas, galerías de arte, librerías, supermercados, gente tumbada a la bartola en los jardines... Pero sigues un poco más y parece que esa vida se va apagando. Los edificios son más uniformes, las calles más tranquilas, hay menos tráfico. Se diría que uno ha cruzado una frontera borrosa en la ciudad, y sin transición pasas del bullicio a un silencio de domingo por la tarde. Caminas un poco más y llegas a una ancha avenida, la Bernauer Strasse, donde te asalta esa vaga sensación de las cosas que terminan. Allí la metáfora del telón de acero se convertía en un muro de hormigón armado. Su trazado era el de esa misma calle. Una placa metálica en el suelo lo recuerda; luego una serie de listones metálicos clavados en la acera, y un poco más allá, hacia el oeste, el mismo muro, una torre de vigilancia, un jardincillo, que antes fue cementerio y luego, desafectado y convertido en lo que las autoridades de la RDA llamaron "franja de intervención" o "franja de control": la zona anexa al muro donde la presencia de cualquier persona no autorizada podía implicar su muerte a manos de los vigilantes.    

Hay otras partes de la ciudad donde se conservan paños del muro: en la Niederkichnerstrasse, frente a lo que hoy es la exposición de la Topografía del Terror, situada sobre el solar donde se levantaba el siniestro edificio del cuartel general de la Gestapo. Y el más conocido, el de la Mühlenstrasse, junto al río Spree, hacia el este, cerca del puente Oberbraum. Son 1.3 kilómetros de muro convertidos en galería de arte (bastaría comparar las imágenes de un lado con el gris sucio del otro para que uno decidiera de qué lado del muro le hubiera gustado vivir). Ahí brilla el cuadro de Dimitri Vrubel, "El beso de la muerte", recuerdo satírico de aquel famoso morreo entre Breznev y Honecker de 1979, que concita la peregrinación de los turistas en busca de la foto. 
La consecuencia de la conversión de la metáfora del telón en piedra es que uno puede hacerse una foto junto a ella y, por muy poco dinero, puede llevarse unos gramos de historia a casa. En todas las tiendas de recuerdos venden postales de imágenes del muro con una capsulita de plástico que contiene una porción ínfima de cascote original. En algunas incluso los venden a peso, a tanto el gramo, y hay cascotes que llegan a valer 20.000 euros.
Pero a pesar del esplendor icónico de muchas de las imágenes que adornan el muro en Mühlenstrasse, el tramo de la Bernauer Strasse refleja mucho mejor la herida que supuso la separación de la ciudad. Junto al jardín, siguiendo ahora hacia el este, se mantiene el espacio trágico de la "franja de control", pero no a costa del cementerio y de la iglesia, sino de fincas de vecinos que fueron derrocadas para ganar esa tierra de nadie donde se disparaba al fugitivo. De nuevo la historia sale al paso del viajero: unas placas redondas que indican lacónicamente el lugar y fecha por donde huyó tal persona, tal familia o marcan el trazado de un túnel. Pero si el viajero levanta la vista, ya no se encuentra ventanas. Aquellas que daban al muro fueron cubiertas con alambre de espinos, luego fueron cegadas con ladrillos, y finalmente fueron derruidos los edificios que las albergaban. En consecuencia, la vista alcanza a los otros edificios, cuyas paredes medianeras quedaron al descubierto, pintadas ahora con imágenes que homenajean a los primeros berlineses que huyeron.     




 4. El cielo sobre Berlín
Si un ángel triste quisiera jubilarse de la eternidad y bajar a vivir como hombre en las calles de Berlín, tendría muchas alturas desde donde hacerlo. La más ostentosa sería la Torre de Comunicaciones, que con sus 368 metros no es solo el edificio más alto de la ciudad, sino uno de los más feos. Además tendría el inconveniente de que no podría pasar inadvertido, porque siempre hay gente a cualquier hora por la Alexander Platz. Luego estarían los rascacielos de la Postdamer Platz, pero son demasiado modernos y teñirían de financiero una hazaña tan romántica. Una alternativa son las cúpulas, entre las que destacan la de la catedral protestante, la de la sinagoga nueva y la de cristal que hizo Foster para el Bundestag. Por emplazamiento me quedaría con la catedral, y por vistas, con la de Foster. En ella habita Sísifo en forma de limpiador de cristales, a turnos de ocho horas -espero-, con quien podría echarse un pitillo y su poco de charla sobre el tiempo. Y luego, una vez en tierra, se tiene el Tiergarten a mano, por donde siempre es apetecible pasear, y si aún no se dispone de alojamiento, oye, un banco al resguardo de un roble frondoso puede valer. Otra alternativa muy interesante es la antigua estación de rádar del ejército estadounidense en el Teufelsberg (la montaña del diablo), que despierta, además, connotaciones muy sustanciosas. Sin embargo, cuando en 1987 Wim Wenders tuvo que elegir emplazamiento para su ángel cesante en "El cielo sobre Berlín" se inclinó por la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche (iglesia en recuerdo del emperador Guillermo), una especie de tarta nupcial construida a finales del siglo XIX en estilo neorrománico y de escaso valor arquitectónico cuya presencia como ruina es mucho mejor que el merengue original. De hecho los mismos vecinos, años antes de la guerra, ya abogaron por demolerla, pero entonces el recuerdo del Káiser aún pesaba algo en la política municipal. Queda ahora esa ruina, convertida en símbolo e icono (o, si se prefiere, en marca), por tanto ya mucho más valiosa por lo que representa -denuncia de la guerra, imagen de la ciudad- que por lo que es.       




5. Otros muros y otros cielos
Llego a Berlín en busca de un Berlín que ya no existe, en un ejercicio de documentación para una novela gráfica que escribo desde hace años. Ando por sus calles tras las huellas de un detective de la Kripo (la policía criminal) represaliado por un asunto relacionado con la arianización de bienes del pueblo (es decir, con el robo de posesiones de los judíos). Aquello fue en enero de 1940, un invierno durísimo que dejó en las calles pilas de nieve de más de un metro de altura. Ahora apenas ya nieva aquí. Llevo un par de mapas en mi mochila, uno actual, y otro del Berlín de la guerra en cuyo reverso hay otro del de la RDA. Me siento yo mismo como un detective o como un arqueólogo, solo que los estratos están todos al mismo nivel. Cumplo con la visita a los puntos de rigor marcados en el primero, busco unos y dejo que otros me encuentren. Recorro la Wilhelmstrasse, por ejemplo, la última gran avenida perpendicular hacia el sur de Unter den Linden y la mayor concentración de edificios oficiales durante la época del nazismo. Allí estaba el Palacio Presidencial, el Ministerio de Agricultura y Alimentación, el de Asuntos Exteriores, la cancillería del Reich, el Ministerio de Propaganda, la Cancillería de Hitler, el Ministerio de Aviación, el cuartel general de las SS... Y de todo aquello apenas queda nada. Uno se pasea por allí y parece un barrio nuevo de las afueras de cualquier ciudad. De hecho, la mayor parte de sus edificios están hechos con bloques prefabricados. Entre ellos llama la atención una enorme construcción de tipo administrativo, líneas rectas, corte sobrio y fachada de losas de mármol. Es el Ministerio Federal de Finanzas, que antes fue "la Casa de los Ministerios" en la RDA, y en los bajos de cuyo extremo oriental luce un mural cerámico que representa el paraíso comunista.

       
Y un detalle de tanta felicidad:


Ese fue uno de los pocos edificios que en esa zona de Berlín quedó indemne tras la guerra. Fue construido a instancias de Göring, y albergó el Ministerio de Aviación. Antes del mural de la arcadia socialista lucía este relieve marcial:





Con todo, la imagen más llamativa de la Wilhelmstrasse nos la ofrece otro relieve y otro perfil:  




Es el monumento en homenaje a Georg Elser, el autor del atentado que a punto estuvo de costarle la vida a Hitler en una cervecería de Múnich el 8 de noviembre de 1939. Su perfil se recorta en el cielo de Berlín, con el globo publicitario de Die Welt al fondo como testigo. Entonces sigo la dirección de su mirada y me encuentro con este edificio anodino:



Es uno de esos que digo, construido en los años de la RDA a base de bloques prefabricados. No hay en él nada ostentoso ni llamativo. De hecho casi todos los de la zona son así. Entonces, ¿por qué mira Elser hacia ahí? Precisamente porque en el solar que hoy ocupa se levantaba la Cancillería de Hitler, su residencia desde que empezó la guerra. Las bombas la dejaron arrasada; luego, durante años, quedó el espacio abandonado, hasta que finalmente se construyeron esas fincas. De alguna manera esto constituía un caso más de "damnatio memoriae" arquitectónico, es decir, un intento de borrar las huellas de un pasado incómodo y vergonzante. Pero la mirada de Elser, como aquellas placas de metal en las calles, devuelven la memoria como un acto de justicia poética.    





domingo, 18 de junio de 2017

"Kanikosen el pesquero", de Takiji Kobayashi




  En las novelas ambientadas en barcos suele haber una épica de la lucha contra la naturaleza: tormentas, huracanes, vórtices, corrientes, el paso del cabo de Hornos, bajíos, escollos, arrecifes, hambre, sed, escorbuto, desesperación, monstruos marinos, vías de agua en la sentina, ratas en la bodega y coscojo en las galletas, un capitán alcohólico, un contramaestre sádico, rumores de motín en el sollado, el calor de los trópicos y las placas de hielo que se ciernen sobre el casco y hacen crujir las cuadernas. Es el ancho mar de la literatura, donde se cruzan pentecónteras, balandras, galeones, bergantines, goletas y fragatas con buques de acero movidos por motores a gasoil. Allí Jasón saluda a lo lejos a Ahab mientras Nemo sigue la estela de Ulises.
     En mi carta de navegación de la novela de Kobayashi he escrito el nombre de algunos puertos, ensenadas, islotes, corrientes, estrechos, canales y demás, que me ayudan a trazar la derrota del  Kanikosen por el vasto mar literario. Por ejemplo, la gran corriente de Hugo, el faro de "Los trabajadores de la mar", Puerto Baroja, el archipiélago Melville, Isla Stevenson, los fiordos de "El gran sol", el atolón de Zola, punta London...  Ya se sabe: el palimpsesto continuo.
     Con cada una de las novelas y autores citados mantiene un diálogo Kobayashi, un autor japonés, nacido en 1903, y asesinado por la policía imperial treinta años más tarde. La edición de Ático de los libros -traducción de Jordi Juste y Shizuko Ono- incluye al final una nota del editor estadounidense de la edición inglesa de la que entresaco las siguientes líneas:
    
 Takiji Kobayashi ya había sido encarcelado varias veces, aunque hace un año consiguió escapar de una redada policial en su casa. Colaboraba clandestinamente con el Partido Comunista cuando hacia la una del mediodía del 21 de febrero de 1933 fue arrestado mientras caminaba por la calle. Cinco horas después había muerto a causa de las torturas que se le habían infligido. En el momento de su arresto forcejeó con la policía durante media hora y casi logró escapar. Finalmente fue arrastrado a la comisaría y se le aplicó el tercer grado, a pesar de lo cual no confesó nada ni divulgó ningún nombre. Su voluntad de acero le permitió resistir la tortura hasta que cayó inconsciente y la muerte lo rescató de aquel infierno. La policía llevó el cadáver a u hospital, donde consiguió un falso certificado de defunción en el que el médico declaró que era un paciente habitual y que padecía una enfermedad cardíaca que le había provocado la muerte.  (pág. 150) 
     Es interesante constatar cómo todas esas circunstancias que convergen en el asesinato de Kobayashi lo hacen igualmente en la trama de su novela: alienación, enmascaramiento del patriotismo, rebelión, muerte y denuncia, de modo que el heroísmo del autor se convierte por la vía literaria en un modelo de actuación social que va más allá del contexto que lo inspiró. Ahí radica la fuerza poética de esta novela, una fuerza perturbadora que hace sentir al lector como miembro de ese pesquero, pero no porque la ambientación resulte tan vívida que le arrastre a un buque factoría japonés de los años treinta, sino al revés: porque aún queda tanto de aquella deshumanización, que se diría que nada de lo que se nos cuenta nos es ajeno.      

viñeta del cómic de Go Fujio sobre la novela de Kobayashi
       
    "Vamos hacia el infierno". Esta es la oración que abre "Kanikosen el pesquero", su mascarón de proa, como quien dice, el grito de Flegias o el aviso fatal de un coro trágico. Surca un pesquero japonés el mar de Ojotsk adentrándose en aguas territoriales rusas próximas a la península de Kamchatka. A bordo, una tripulación de parias condenada por la miseria y el engaño a la captura y conserva del cangrejo: vagabundos, campesinos, estudiantes, temporeros, desesperados curtidos en diversas formas de esclavitud. Estamos a principios de la década de los años 30, Japón ha invadido Manchuria y ha abandonado la Sociedad de Naciones. El colonialismo es su propia receta para salir de la crisis. En consecuencia, aparte del sake, los cigarrillos y unas raciones magras de rancho, el combustible con el que se alienta a los trabajadores del mar es el honor patriótico:
      "Algunos ya lo saben, pero tengo que deciros que el cometido de este barco factoría de cangrejos no debe verse como una empresa cuyo único objetivo sea ganar dinero. Se trata de un problema internacional de gran importancia. Nosotros, los ciudadanos del Imperio japonés, ¿somos más capaces que los ruskis o no lo somos? Es una lucha de hombre a hombre. Por lo tanto, si..., solo si..., aunque es imposible que eso suceda, si perdemos, los japones que tenemos cojones tendremos que hacernos el haraquiri y dejarnos caer al mar de Kamchatka". (pág. 21)
       Y para que a nadie se le olviden o enfríen esos ardores, el pesquero es custodiado por buques de la armada imperial nipona. Y si aun así a alguien se le olvida, peor para él, por ejemplo al capitán, que tiene la ocurrencia de desviar el rumbo para socorrer a otro pesquero japonés que se está yendo a pique.

      "-¿Así que capitán? -dijo el patrón en tono insultante mientras le impedía pasar con los brazos extendidos de la do a lado-. ¿Y de quién te crees tú que es este barco? La compañía lo ha fletado y ha pagado por él. Los únicos que tenemos algo que decir somos el señor Suda, de la empresa, y yo. A ti te llaman capitán y te crees muy importante, pero no vales más que un trozo de papel higiénico. ¿Te has enterado? Si nos metemos en cosas así, perderemos una semana. ¿Estás de guasa, o qué? ¡Pierde un solo día y verás! Y además, el Chichibu Maru tiene un seguro tan elevado que duele. Si se hunde ese viejo cascarón, aun saldremos ganando." (pág. 32)
 
        Esa lógica del patrón, que es la lógica de la conservera y, con mayor o menor habilidad en el disimulo, la del neoliberalismo, es la que conduce al Kanikosen a lo largo de toda la novela por las aguas heladas del mar de Ojotsk a la caza del cangrejo, un monstruo marino de menor abolengo literario y espectacularidad que el cachalote blanco, pero alentador de semejantes ambición y ruina. En el capítulo 99 de "Moby Dick" el capitán Ahab clava en el mástil una onza de oro como recompensa para aquel que divise la ballena blanca. Aquí la moneda se sustituye por la arenga: el oro por la palabra en un trueque que no ennoblece la segunda, sino, al contrario, la envilece dándole la categoría de la cáscara de un huevo huero. Es un contraste entre la retórica de la dominación y sus consecuencias entre los más desfavorecidos que aumenta la carga política de la novela, pero no tanto como para encallar entre los panfletos. Le ocurre al Kanikosen lo que al Pequod de Melville, que por la gracia de su escritura van más allá del contexto concreto en el que fueron botados y, así, surcan el mar de la literatura con la fuerza eterna de los símbolos.