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domingo, 1 de enero de 2023

La Isla Misteriosa: pedagogía del náufrago


 "Ellos sabían y el hombre que sabe triunfa allí donde otros vegetarían y perecerían inevitablemente" escribe Verne en el capítulo XIX de La isla misteriosa (1874) y ofrece al lector el epítome de esta novela y el de todo el proyecto literario que emprendió de la mano de su editor, Pierre-Jules Hetzel. De acuerdo con el modelo establecido por Daniel Defoe en Robinson Crusoe para el género narrativo de las novelas de náufragos, el enfrentamiento de los personajes con un medio hostil pone a prueba su conocimiento como recurso fundamental de supervivencia. A este respecto La isla misteriosa representa el apoteosis del náufrago inteligente, con todas las interpretaciones metafóricas que se quiera dar al término "náufrago": homo viator, peregrino, hijo de vecino, prójimo...; y lo mismo de ese pequeño espacio acotado que es la isla, porque, en definitiva, el náufrago literario es el hombre solo ante el abismo de la existencia, a la que se enfrenta a pecho descubierto armado de su conocimiento. Laten ahí la utopía ilustrada y el socialismo, interpretados por Verne (y por Hetzel) como un proyecto pedagógico que, de la mano de una narración novelesca, alcanza la categoría de campaña global y urgente de alfabetización científica. A su lado, las reformas ministeriales de educación (LOE, LOMCE, LOMLOE...) palidecen como panfletos liliputienses. En este punto me pregunto si los artífices de estas reformas habían leído a Verne. Me da que no, y es una lástima, no tanto por lo que se perdieron, sino por lo que nuestros alumnos han perdido. Pero volvamos a La isla misteriosa. Respecto al modelo robinsoniano aporta algunas variaciones interesantes. En primer lugar, en consonancia con la modernidad tecnológica de las novelas de Verne, el viaje previo no es marítimo sino aerostático. En segundo, el protagonismo es colectivo, puesto que una vez establecidos los parámetros que determinan el aislamiento (insularidad del territorio, ausencia de otros habitantes y remotas posibilidades de abandono), el objetivo que se plantea va más allá de la supervivencia (resuelta en unas pocas páginas); ya no se trata de montarse una cabaña de estilo vagamente provenzal donde esperar unos cuantos lustros el acontecimiento que ponga fin a su confinamiento. Si Robinson Crusoe se consagró como santo patrón de los amantes del bricolaje, de los montadores de muebles de IKEA y de los usuarios de la moda del Coronel Tapioca al demostrar a los lectores la gracia con la que resolvía los principales problemas tecnológicos del neolítico, los cinco náufragos de La Isla Misteriosa, partiendo de una situación de desventaja, se marcan como meta la reconstrucción del bienestar de una sociedad ya plenamente industrial, con su telégrafo, su ascensor hidráulico, su minería, su metalurgia... 

 


Ni los héroes imaginarios de Daniel Defoe o de Wyss, ni tampoco un Selkirk o un Raynal, náufragos en Juan Fernández y en el archipiélago de las Auckland respectivamente, estuvieron nunca en una indigencia tan absoluta. O bien se surtían de los abundantes recursos de su barco embarrancado, fueran estos granos, animales, herramientas o municiones, o bien llegaba a la costa algún derrelicto que les permitía subvenir a las primeras necesidades de la vida. No se encontraban, de entrada, absolutamente desarmados frente a la naturaleza. Pero en este caso, ni un instrumento cualquiera, ni un utensilio. ¡Partiendo de nada tendrían que llegar a todo!

(pág. 95 y 96. Capítulo VI. Traducción de Teresa Clavel. Penguin clásicos. Barcelona, 2016) 

 

 

 

 

 

Hoy, casi siglo y medio después de su publicación por entregas en el Magazin d'Education et Récréation, esta confianza en el progreso basado en la alianza entre la ciencia y la tecnología nos resulta doblemente ingenua, pues no solo se contempla como el motor de cambio que debe conducir a la felicidad, sino que además, por la nobleza de ese fin, se eleva a regla moral. La dinamita, el acero o la electricidad, más que innovaciones tecnológicas incorporadas a la sociedad, se convierten en principios de filosofía moral, pues en ellos se concreta el afán de superación, el sentido del deber y la búsqueda de la felicidad. En cierto modo toda la novela es el relato de esa utopía, por lo que basta con abrirla al azar por cualquier página para encontrar, igual que aquellos puritanos en la Biblia, inspiración edificante sobre las virtudes del progreso. 
Ocurre, sin embargo, que esa confianza asociada a la proliferación de ejemplos ("situaciones de aprendizaje" se les llama hoy en la jerga de la neolengua pedagógica) aturden al lector, que no sabe si reírse o si marcharse corriendo a matricularse en el Politécnico. 
Veamos una muestra de esa concatenación de problemas y soluciones tan característica de la novela:
¿Que el refugio que habían encontrado el primer día para pasar la noche no reúne garantías y puede quedar anegado por las mareas? No pasa nada. Se busca otro. Es que no hay refugios naturales a la vista. Sin problemas: la morfología del terreno revela la formación de grutas con respiraderos que dan al acantilado. Ya, pero el acceso a esas grutas tendría que ser a través del lago. Pues se crea un desagüe para bajar medio metro el nivel del agua, de modo que se pueda entrar a la gruta sin mojarse uno los zapatos. Pero es que el lecho rocoso del lago es de granito. Para eso están los explosivos. No hay. Pues se fabrican. ¿Cómo? Nada más fácil si se encuentra entre los náufragos el ingeniero Cyrus Smith, "un microcosmos, una combinación de toda la ciencia y toda la inteligencia humanas" (página 126). Tomen nota:
 
1º. Se recolectan a cielo abierto varias toneladas de piritas.
2º. Se monta una pila de leña sobre la que se dispone una capa de esquisto piritoso que se recubre con piritas del tamaño de una nuez.
3º. A continuación se enciende la hoguera y se deja que arda a fuego lento durante diez días por lo menos para que el sulfuro de hierro se convierta en sulfato de hierro.
4º. Mientras se produce esa reacción química el náufrago hará muy bien en fabricar vajillas refractarias de arcilla plástica a fin de destilar el sulfato de hierro resultante.
5º. Una vez finalizado el tercer paso, el resultado es una mezcla de sulfato de hierro, sulfato de alúmina, sílice, residuos de carbón y ceniza. Se remueve todo con cuidado, se deja reposar y se destila. De esta operación se obtienen los cristales de sulfato de hierro, de los cuales ahora hay que extraer el ácido sulfúrico. Para ello se requiere un instrumental muy sofisticado que incluye ciertos adminículos de platino de los cuales no suele haber suministro en las islas desiertas. Por suerte Cyrus Smith está en todo y conoce un procedimiento alternativo tradicional de Bohemia que consiste en...
6º... calcinar los cristales de FeSO4, cuyos vapores una vez condensados nos dan el ácido sulfúrico.
7º Dejamos aparte el ácido sulfúrico y pasamos a separar la grasa de un dugongo que previamente se habrá pescado y deshuesado. Para ello se requiere un poco de sosa, que como todo el mundo sabe es una sustancia fácil de conseguir con la combustión de algunas plantas marinas como las barrillas, las ficoideas y otras fucáceas. A continuación se aplica la sosa a la grasa del dugongo, lo cual nos permite la obtención de jabón (muy recomendable para los náufragos) y de glicerina.
8º. Retomamos el ácido sulfúrico, se le añade un poco de salitre, y de esa combinación resulta el ácido nítrico.
9º. Por último se mezcla el ácido nítrico con la glicerina y ya tenemos la nitroglicerina. Ahora ya puede usted volar lechos rocosos de granito. 
 
Como se deduce fácilmente de lo expuesto, el correlato estilístico de la confianza en el progreso es la proliferación de datos (geológicos, químicos, botánicos, zoológicos, matemáticos, astronómicos, náuticos...), enmarcados en auténticas lecciones, coronadas a menudo por el encomio de la superdotación intelectual y tecnológica de los protagonistas. Poco lugar queda entonces para lo misterioso, para ese adjetivo que preside el título de la novela, por ejemplo, de resonancias románticas, cuyo uso obedece a un recurso narrativo para excitar la imaginación de los lectores, pues se trata simplemente de la dilación de la explicación racional de un problema que en un primer momento parece irresoluble o fantástico. En realidad, después de leídas las casi setecientas páginas de la novela solo dos misterios permanecen desvelados: ¿cómo consigue el perro de Cyrus subir y bajar a la casa de la roca por una escalerilla de mano? y ¿cómo convierten a un orangután en pinche de cocina y excelente camarero?
 
 
 
 Jup the orangutan, illustration for The Mysterious Island, adventure novel by Jules Verne (1828-1905), engraving after a drawing by Jules-Descartes Ferat (born 1829), published by Paolo Carrara, 1902, Milan.

 

Con el paso del tiempo los editores de sus obras han ido adaptándolas al gusto de las nuevas generaciones de lectores mediante el procedimiento de la poda de datos y, en general, de su componente didáctico, de modo que Verne ha dejado de ser para muchos aquel escritor enciclopédico de estilo digresivo, precursor de la wikipedia y del hipertexto, para convertirse en un narrador vigoroso de una velocidad contagiada de su mundo arriesgado y futurista.  

Sin embargo hay un personaje que me parece que enlaza muy bien esas dos lecturas. Me refiero a Ayrton, contramaestre del Britannie, cabecilla de un motín, convertido en pirata, conocido entonces como Ben Joyce, capturado y abandonado a su suerte en un islote del Pacífico en el paralelo 37. Uno tendería a pensar que este náufrago pirata es un homenaje a Stevenson a través de la analogía con aquel Ben Gunn de La Isla del Tesoro, con quien comparte nombre, condición, destino y deseo de redención. Pero resulta que la novela de Verne es nueve años anterior, de modos que los términos del tributo se invierten. Y no sorprende la atención que le dedicó el escritor escocés, porque ese Ayrton es un personaje magnífico, dotado de una complejidad psicológica de la que carecen los otros, de los que le separa una ejemplaridad inversa, tanto en el terreno moral como en el técnico, pues toda su historia es un argumento de cómo sin el socorro de la ciencia y de la técnica el hombre expulsado del paraíso de la civilización se desliza hacia su condición animal camino de la locura.

 



 

sábado, 2 de enero de 2021

Julio Verne: el viaje perpetuo

 "Las aventuras del capitán Hatteras"


Acabo de leer "Las aventuras del capitán  Hatteras", de Julio Verne, pertrechado de un forro polar y mitones. Son las 23 horas y 55 minutos del domingo 27 de diciembre de 2020. Arrecia el viento del Noroeste. Mi situación es la siguiente: latitud 39° 28' 12'' Norte. Longitud 0° 22' 35'' Oeste. Hace cuatro días que inicié la penosa lectura de un ejemplar de la editorial Busma de páginas amarillentas mal entintadas. Al principio lo achaqué a la antigüedad y baratura de la edición; luego comprendí la genialidad tipográfica: las gafas se empañaban y yo forzaba la vista, adivinando las letras en medio de la bruma o de la tormenta. ¿Sabían que a 31° bajo cero el aliento se condensa y se convierte en nieve? Yo tampoco. Lo cuenta Verne en el capítulo XXIV de la primera parte. O sea, que uno dice "nieve" y el mismo hálito que da sonido a la palabra se corporiza en aquello que nombra. Pero dice "pan", dice "café", "fuego" o "tocino" y todo acaba en nieve. Es algo asombroso y frustrante que define no solo esta novela, sino quizás todo un género (y aquí  figurarían otras novelas de Verne, de Salgari, de Stevenson, también algunos de sus relatos, otros de Jack London y, por supuesto, la obra  maestra de  Melville, "Moby Dick"). Como aquel oxímoron de Alejo Carpentier, "lo real maravilloso", que sirvió de etiqueta para casi medio siglo de literatura hispanoamericana, este, menos afortunado -"lo asombroso frustrante"- precisa en forma de contradicción la esencia de la novela de Verne y de otras de su cuerda, solo que aquí la ubicación geográfica de la trama no se concreta en un continente y, sobre todo, el reparto de los dos términos es desigual. El asombro se lo lleva el lector y la frustración, los protagonistas.  
 
La disposición al asombro deriva de algo que comparten los niños con los exploradores,  los científicos y los artistas: la idea del mundo como un territorio por descubrir. Uno contempla el "Forward" fondeado durante las primeras páginas en en el puerto de Liverpool: un bergantín de 170 toneladas, máquina de vapor de 120 caballos, extraordinario velamen en la arboladura y su proa reforzada con un tajamar de acero, y no puede menos que enrolarse para un viaje incierto. A fin de cuentas eso es la literatura.  Lo otro,  como decía Gide, es un trayecto en autobús.     
 
A ninguno de aquellos cinco hombres se le ocurrió la idea de formular la menor objeción,  de hacer oír la voz de la prudencia. A todos ellos los dominaba el vértigo del peligro, a todos los acosaba la sed de lo ignoto, y por eso avanzaban, ciegos no, mas sí cegados, sin advertir la espantosa rapidez de su marcha, no tan violenta ciertamente como su impaciencia. (página 256)   
 
Es la lucha del capitán  Hatteras y de lo que queda de su tripulación contra una  tormenta polar, a bordo de una chalupa, azotados por las olas y por ráfagas de viento en un mar plagado de escollos y de rocas de hielo. Pero es también la descripción metafórica de la lectura de esos mismos acontecimientos y de todos los otros desde que el lector se embarca en las postrimerías del capítulo IV en el "Forward" y -otra vez convirtiendo en realidad una palabra- sigue adelante, siempre adelante. 
 
El asombro al que nos lleva Verne conserva aún el entusiasmo de un apostolado científico que en la segunda mitad del XIX ofrecía alternativas didácticas a una educación cautiva de instituciones religiosas. En aquel contexto, las máquinas,  las expediciones, la observación de fenómenos meteorológicos,  la descripción geológica de un paisaje, las explicaciones zoológicas que adoban sus páginas y, de modo particular, la resolución a través  de la aplicación de conocimientos de física,  de química o de biología de atolladeros en los que se ven envueltos los personajes convertían la lectura de sus novelas en una experiencia lúdica y formativa que guiaba a los lectores hacia la modernidad. 
 
En ese sentido la novela está sembrada de expresiones de asombro vinculadas a esos factores de conocimiento,  los cuales desmienten con solvencia supersticiones y temores arraigados no solo en la mentalidad de los marineros del "Forward", sino en la de muchos lectores de aquella época. 
 
De un estado de pánico pasaron sin transición a otro de maravilla, de asombro, producido por el sorprendente fenómeno,  que no tardó  en esfumarse. (página  55) 
 
Para los que no están habituados la persistencia del día es objeto de eterno asombro e incluso de fatiga [...] El doctor experimentaba verdaderos dolores, sin lograr acostumbrarse a aquella luz perpetua, que adquiría mayor potencia de irritación de resultas de la reflexión de los rayos solares sobre las llanuras  de hielo. (página  43) 
 
Entre tantos asombros y maravillas tantas avanzaba tranquilamente la chalupa. (página 250) 
 
Al mediodía admiraron los navegantes por vez primera un soberbio fenómeno solar: una aureola de parhelio doble. (página 81) 
 
 
 
 
De mayor calado que la fascinación causada por el fenómeno atmosférico, el invento mecánico, la explicación científica o el descubrimiento geográfico resulta la lectura por parte de Verne de "El origen de las especies", de Darwin, publicado en 1859, cinco años antes de "Aventuras del capitán Hatteras", novela que desarrolla la lucha de unos hombres por adaptarse a un entorno hostil que pone a prueba su capacidad de supervivencia. De hecho, se trata de una sucesión continua de adversidades que los personajes van salvando a costa de una pérdida progresiva de ventajas propias del mundo civilizado: pérdida de combustible, de confianza, de víveres, de salud, del propio barco, de vidas y, finalmente, de pérdida de la razón. Es tal la gradación de obstáculos a los que somete a la tripulación del "Forward", que si uno no atendiera a sus propósitos didácticos, imputaría a Verne cargos de sadismo. Pero mientras que en la escuela tradicional permanecía vigorosa la alianza pedagógica entre la sangre y las letras, en las novelas de la serie Viajes extraordinarios el pacto resultaba mucho más ventajoso (y, por ende, mucho más didáctico), ya que la sangre (y la frustración) la ponen los personajes, y la lección se la lleva el lector. 
 
Cuando en los albores del siglo XX Shakleton buscaba voluntarios para el "Endurance" publicó unos carteles en los que ofrecía salarios bajos, mucho frío, posibilidades de regreso inciertas y honor y gloria en caso de éxito. Desde el primero al último de los tripulantes sabían adónde iban y a qué se exponían.


 
 
 
Todo lo contrario ocurre con los marineros del "Forward", quienes, extraordinariamente pagados, desconocen no solo su destino sino la identidad de su capitán, que solo se les revela cuando han llegado a un punto en el que no es factible el retorno, próximos a los 74º de latitud, al filo del capítulo XII. A partir de ahí la navegación se complica: hielo, frío, mucho frío, escorbuto, un motín, hambre, fatigas extremas, osos polares al acecho, la muerte... y, de fondo, una disputa nacionalista por el honor del descubrimiento. Verne, que compartía con su editor, Hertzel, la ilusión por el socialismo utópico, tal como lo concebía Saint-Simon, presenta aquella disputa como un disparate, anteponiendo así la fraternidad al nacionalismo y ofreciendo a sus lectores una lección de orden moral que implicaba objeciones a la idea de la selección natural aplicada al género humano
 
Hoy, siglo y medio después de su publicación, estas lecciones quedan en un segundo o tercer plano, mientras que lo que persiste con la misma fuerza de entonces es la capacidad de su prosa para recrear un mundo y ofrecer al lector un rinconcito a bordo de un bergantín, una chalupa o un trineo para recorrerlo (pero, eso sí, antes abríguense al menos con unos mitones y una rebequita).