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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Más desvaríos arios

Más desvaríos arios

   La palabra "ario" aparece por primera vez en el diccionario de la Real Academia en la edición del año 1884, donde se la define así: Se dice del individuo de una raza o pueblo primitivo que habitó en el centro de Asia en época muy remota, y del cual, según opinión casi general de los etnógrafos y filólogos, proceden todos los pueblos jaféticos o indoeuropeos. Este término -indoeuropeo- surgió en el ámbito lingüístico de los estudios comparativos de las lenguas para designar a aquellas cuyas semejanzas gramaticales, léxicas y fonológicas hacían suponer un origen lingüístico común. El carácter toponímico del compuesto se explicaba en el primer lexema por procedencia atribuida al pueblo original que emprendió las migraciones que ocasionaron la posterior fragmentación lingüística. Y en el segundo lexema -y un tanto etnocéntricamente-, por el destino final de aquellas migraciones. En cuanto a lo de "jafético", en un primer momento fue utilizado como sinónimo de "indoeuropeo", lo cual subrayaba, en tanto que denominación derivada de Jafet (hijo de Noé, como Sem, que dio nombre a las lenguas semíticas), la oposición de fondo respecto a la idea de que el hebreo fue la lengua primigenia. Más tarde ese mismo apelativo se utilizó para designar a las lenguas kartvelianas, las cuales constituyen un grupo lingüístico diferente tanto de las lenguas indoeuropeas como de las semíticas.

     Durante cien años la Academia mantuvo aquella definición, hasta que en la edición vigésima, correspondiente al año 1984, se produce una importante innovación: se introduce una etimología -cuestionada por algunos autores- que hace derivar el término del sánscrito "arya", que significa "noble". La paternidad de esa interpretación corresponde a Friedrich Schlegel en 1819, quien -como explica perfectamente Rosa Sala Rose en su "Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo" (Acantilado, 2003)- asoció la raíz "ario" con el alemán "Ehre" (honor) y el griego "aristós" (el más noble). De las consecuencias ideológicas de esa etimología ya me ocupé en el artículo anterior de esta serie, por lo que remito allí al lector interesado, pero, sobre todo, al diccionario de Rosa Sala.
     El objetivo de este nuevo artículo nace de la sorpresa y hasta del sonrojo que me produce el descubrimiento de la definición de ese mismo término en las ediciones de la Real Academia de 1992 y en la de 2001, que, siendo las últimas, culminan con el disparate las imprecisiones mantenidas durante 129 años. Ya en la primera definición quedó clara la dificultad para precisar el término tanto geográfica como cronológicamente, pero en descargo de su inexactitud estaba el hecho de que en 1884 no se sabía mucho más al respecto. En cambio, 41 años más tarde el conocimiento sobre aquel pueblo escurridizo había cambiado tanto, que aquella doble afirmación sobre "el centro de Asia" y la "época muy remota" eran del todo insuficientes. En lo geográfico las teorías más consistentes apuntaban a un desplazamiento desde los valles del Indo a los del Volga; y en lo histórico, se hablaba del segundo milenio antes de Cristo. Sin embargo, en la edición del año 1925 la Academia mantuvo la definición, con lo cual convertía aquella imprecisión primera en testimonio de desconocimiento. La de 1984 obviaba el problema de los orígenes y ofrecía una información correcta, aunque muy incompleta: "Dícese del individuo o estirpe noble en las lenguas antiguas de India e Irán"; y en segunda acepción, "Se usa también con el valor de indoeuropeo, pueblo o lengua", que da cuenta de una identificación discutible, al asimilar una parte con el todo. Además, por un lado se incorpora una etimología y, por otra parte, se suprime acertadamente lo de la vinculación de las lenguas jaféticas con los arios.
     El problema más grave se presenta con la segunda acepción de la edición de 1992. La primera mantiene la de 1984, pero la segunda disparata así: "Dícese del individuo perteneciente a un pueblo de estirpe nórdica, formado por los descendientes de los antiguos indoeuropeos, que los nazis tenían por superior y oponían a los judíos." La cual no es solo errónea y mucho peor que la de 1884, sino que contraviene la opinión generalizada de lingüistas e historiadores y viene a refrendar con la autoridad de tan emérita institución como la Real Academia la interpretación que del origen de los arios tenían los nazis. Pero como todo puede empeorar, la edición de 2001 promociona la segunda acepción de 1992 a primera.
     Una comparación con lo que dicen de "ario" otros diccionarios de lenguas culturalmente próximas a la nuestra no deja en buen lugar al de la Academia. De todos lo que he consultado destaca por su precisión y claridad la definición que ofrece el Oxford English Dictionary, aunque ninguno como el de Rosa Sala ofrece con tanta autoridad una explicación tan completa que contradiga de manera inapelable el grave error de la RAE:

       Un importante punto de inflexión en la historia del mito fue el desplazamiento del supuesto lugar de origen de los arios: si hasta 1870 se consideraba que la patria primigenia de la raza aria era sin lugar a dudas el ámbito indoiranio, en la década de los ochenta, alentados por el vehemente nacionalismo de los años de fundación del Segundo Reich alemán, algunos autores como Karl Penka ("Orígenes ariacae", 1883) empezaron a sugerir que, en realidad, el origen del hombre ario debía ubicarse en el norte de Europa, y que no habría emigrado al continente asiático hasta mucho tiempo después [...]. A pesar de todo, algunos estudiosos más o menos afines al Tercer Reich, trataron de continuar con la tradición científica de los estudios indoeuropeos y siguieron apegados a la idea del origen asiático, aunque su actitud les valió el ataque frontal de algunos etnólogos nazis que, como Wilhelm Emil Mühlmann, los acusó de minar la idea nórdica y difundir la idea contraria al nacionalsocialismo.
     Que el diccionario de la Academia necesita urgentemente una revisión que haga creíble su lema está fuera de toda duda. La semana pasada aparecía en la prensa como muestra de anquilosamiento casposo la tercera acepción de la palabra "gozar": Conocer carnalmente a una mujer. No obstante, y para tranquilidad de sus lectores, se añadía el propósito manifestado por los académicos de corregir los desatinos sexistas en la próxima edición. Ojalá que esa voluntad profiláctica alcance también para enmendar la entrada tan desafortunada de "ario".
     Hay muchas razones que hacen especialmente doloroso el desafuero académico: históricas, morales, filosóficas, personales... A todas ellas podemos sumar una de índole ideológica y literaria que no es tan conocida como debiera y que aporta brillantemente una interpretación antagónica de la que hicieron los nazis de la relación entre el elemento cultural indoeuropeo y el semítico. Me refiero a la opinión de Ángel Ganivet en su tesis doctoral Importancia de la lengua sánscrita, defendida en 1889 y editada recientemente con un cuidado exquisito por Francisco García Marcos en la colección de "Clásicos recuperados" de la Universidad de Almería; y, sobre todo, en Ideárium español. En la primera de estas obras se subraya la importancia que tuvieron los estudios sobre el sánscrito en el desarrollo de la lingüística. Del atraso de la filología española en este punto da cuenta la observación de Francisco García Marcos sobre el hecho de que la tesis de Ganivet tuvo que ser imprimida en Bonn al carecer las imprentas españolas de tipos para aquella lengua. La relevancia de este hecho rebasa lo anecdótico, pues el estudio del sánscrito estuvo íntimamente ligado a los avances de la gramática comparativa, que en el XIX era la vanguardia de la lingüística. Por eso, quizás, la deficiente definición de "ario" supone un baldón mayor en lo profesional para los responsables del Diccionario. Se diría que con ello involuntariamente no solo dan crédito a aquellos nazis aprendices de filólogos, sino a los que piensan que la mayor aportación del sánscrito a las lenguas occidentales son las palabras "viagra" -tigre en sánscrito- y "gurú" (maestro), las cuales, por cierto, se refieren a carencias de distinto orden.
     Por último, como testimonio de lo apuntado arriba sobre lo ario y lo semítico, copio del Ideárium español la siguiente cita:  
     ¿Cómo se explica que siendo en general los pueblos pobladores de Europa de una raza común, los griegos hayan sido y sean aún los dictadores espirituales de todos los demás grupos arios o indoeuropeos? La razón es clara: mientras los demás pueblos quedaban incomunicados en sus nuevos territorios, los griegos seguían en contacto con Asia y recibían de las razas semíticas los gérmenes de su cultura. Los indoeuropeos tienen cualidades admirables, pero carecen de una esencial para la vida: el fuego ideal que engendra las creaciones originales; son valientes, enérgicos, tenaces, organizadores y dominadores; pero no crean con espontaneidad [...] En general, puede establecerse como ley histórica que, dondequiera que la raza indoeuropea se pone en contacto con la semítica, surge un nuevo y vigoroso renacimiento ideal.            
        
    

lunes, 7 de octubre de 2013

La lengua de los nazis (4)

                           Delirios arios

     En su magnifíco estudio sobre la jerga nazi, Victor Klemperer advertía de la toxicidad de algunas expresiones inicuas cuya repetición incesante conseguía que fueran aceptadas por el hablante con la misma naturalidad con que uno acepta palabras como "lluvia", "agosto" o "berenjena". Hoy se diría que cualquiera que haya pasado por el instituto con un mínimo de aprovechamiento es capaz de percibir el tufo rancio y peligroso que desprenden locuciones como "espacio vital", "judaísmo internacional", 
"superioridad racial"... y ponerse en guardia ante cualquiera que se atreva a esgrimirlas como argumentos. Sin embargo, hay algunas de estas expresiones que, burlando el sentido común y la lección de la historia, se han filtrado en el léxico ordinario al modo en que aquellos nazis, después del 45, huyeron de Alemania y, bajo identidad falsa, llevaron una vida discreta, camuflados entre sus vecinos. De aquellas la de más enjundia, la Adolf Eichmann de las palabras con una vida secreta nazi activa es "ario".
     Rosa Sala Rose, en su Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (El Acantilado, 2013), que ya se ha convertido en una herramienta imprescindible para quien quiera adentrarse en el estudio de ese movimiento, ofrece con rigor y brillantez la genealogía ideológica de esa palabra, "ario", -según ella, sin lugar a dudas el núcleo seminal que estructura la práctica totalidad de la cosmovisión nazi-. Para ello se remonta al comparativismo lingüístico del XVIII y a la indofilia que supuso el descubrimiento de las relaciones entre el sánscrito y otras lenguas europeas. De ahí pasa a Schlegel, quien en pleno Romanticismo dio el paso desafortunado de lo lingüístico a lo antropológico y racial, y, adelantándose en más de treinta años al Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de Gobineau, habló de una raza superior oriunda del norte de la India, a la que denominó "aria", que en su deriva triunfal por la prehistoria se habría extendido hasta la península escandinava. Lo cual, por otra parte, es cosa de agradecer, porque si se le ocurre detener la migración en el Llobregat o en el Bidasoa, ya se pueden imaginar la que hubiéramos tenido aquí a cuenta de unos pómulos prominentes o de una mandíbula más o menos cuadrada.
      No menos jugoso que su origen intelectual, e íntimamente unido a él, es el estudio de sus etimologías, propuestas a menudo como confirmación de ideas previas o prejuicios de sus autores, de las que Rosa Sala ofrece un repaso interesantísimo del que subrayo la asociación primera de Schlegel de la raíz "ari" con el griego "aristós" -el más noble- y el alemán "Ehre" -honor-, que abona ya la mixtificación, y la del indólogo Paul Thieme, en las antípodas del anterior, que identifica "arya" con extranjero, pues -cito textualmente- este "habría sido el modo en que los habitantes autóctonos del valle del Indo habrían llamado a los invasores indoeuropeos.
     Los siguientes hitos en la conversión de lo ario en el combustible ideológico del nazismo vienen representados por un discípulo de Schlegel, Christian Lassen, quien por vía de un error filológico vinculó a los germánicos con los arios, a quienes definió por su superioridad física sobre otros pueblos, por su piel blanca y por su naturaleza creativa. A lo que hubiera podido añadir sin menoscabo de su estupidez que un marcado rasgo de su cultura gastronómica era su preferencia por la cerveza y las salchichas.
     De la asociación de Lassen al cambio de origen geográfico de los ario-germánicos solo había que dar un empujoncito, pues resultaba un tanto enfadoso remontar la cuna de aquella casta de vencedores a territorios tan lejanos como el valle del Indo, conque, nada, se invirtió el orden de la migración y asunto resuelto: la patria de los germánicos fue el norte de Europa, desde donde se desplazaron a otros lares, como, por ejemplo, el noroeste de la India, donde los llamaron "arios".
     Inherente a la formación del mito fue una voluntad de oponer a los judíos un pueblo victorioso con un origen distinto y unas características "superiores", lo cual determinará a finales del XIX, con las aportaciones delirantes de gente como Rudolf Virchow, Houston Stewart Chamberlain o Jörg Lanz von Liebenfels, la elaboración de ese pisto criminal con que se sustentó el nazismo.
     El primero de ellos fue un médico que alentado por el auge de la frenología llevó el mito de lo ario al terreno de las mediciones craneales y del estudio de los rasgos faciales. El segundo, un inglés apasionado por lo germánico que superó los obstáculos que el empirismo pudiera oponer a la nobleza de espíritu -ejem-, anteponiendo la voluntad a los datos: "Aunque llegará a demostrarse que en el pasado nunca existió una raza aria, nosotros querríamos que en el futuro hubiera uno." Y el tercero, un antiguo monje cisterciense que, tomando la palabra al anterior, fundó el "Templo del orden nuevo", al que solo podían acceder hombres rubios de ojos azules que debían casarse con mujeres rubias de ojos azules para engendrar niños rubios con ojos azules, y editó la revista Ostrara. El joven Hitler devoró en Viena todos sus artículos, que luego le suministarían buena partde de las ideas que desarrollaría en Mein Kampf. 
Tolkien, brillante ante el despropósito
     En realidad, tanto Hitler como Rosenberg  aportaron ideológicamente bien poco al mito de lo ario. Ambos avivaron la hoguera, pero fue con leña talada por otros.
     Por último, termino con dos argumentos más que evidencian la estupidez y la iniquidad del mito. El primero es de J.R.R. Tolkien, y lo tomo del ensayo de Heather Pringle El plan maestro. Arqueología fantástica al servicio del régimen nazi (Debate, 2007). Se refiere a la respuesta del escritor cuando una editorial alemana se interesó por su origen ario como condición previa para publicar El hobbit: "Lamento no acabar de comprender qué entienden ustedes por ario. Yo no soy de extracción aria, es decir, indoirania; por lo que yo sé, ninguno de mis antepasados habló indostaní, persa, caló ni ningún otro dialecto relacionado. Pero si debo entender que me están preguntando si soy de origen judío, no puedo sino lamentar el hecho de que aparentemente no tengo ningún antepasado de tan agraciado pueblo."
     Y el segundo es una aclaración mía de un término muy usado en Alemania a partir del año 33, "arianización", que deja clara la esencia criminal y antijudía del mito. Generalmente se aplicaba a las propiedades inmobiliarias, pero también se podía extender a otros bienes muebles. Una casa merecía la categoría de "arianizada" cuando por vía de la extorsión, del robo o del asesinato se desahuciaba a sus legítimos propietarios judíos y se la concedía a algún organismo oficial o a algún nazi  prominente. El gesto arrogante del soldado nazi en el recibidor de la casa arrojando al suelo de un manotazo el candelabro de siete brazos, la menorá, y colocando en su lugar un busto de Hitler resume bien lo que significa el mito ario.      

miércoles, 9 de enero de 2013

KLINGON

Cuando allá por los setenta la serie de televisión "La conquista del espacio" (Star Trek en el original) sumergía a los niños españoles en una de sus primeras experiencias interestelares, el colmo de la sofisticación tecnológica eran unos gráficos pintados a mano y unas puertas sin goznes ni picaportes que se abrían sin tocarlas al paso de los tripulantes de la nave Enterprise. Junto a ello, el corte de pelo del señor Spock, sus cejas, en asombro permanente, y, sobre todo, unas orejas generosas acabadas en ángulo agudo representaban más aún que los testimonios ofrecidos en los programas del doctor Jiménez del Oso, que las líneas de Nazca o que las suposiciones de von Däniken un argumento de peso sobre la existencia de los extraterrestres. Hoy, sin embargo -ya los ven ustedes en la foto de aquí al lado-, en vez de astronautas parecen tres dependientes de una peluquería de moda, lo cual, por otra parte, no quita para que su estilo mantenga toda su vigencia, como se puede apreciar en esta                            

fotografía del álbum familiar de Obama. Y es que a lo largo de medio siglo los tripulantes de la Enterprise, en vez de acabar en el asilo o crionizados entre los fondos de cualquier filmoteca, se han conservado frescos gracias a las adaptaciones, readaptaciones, secuelas y precuelas que les han mantenido en órbita sin descanso, como los marinos de un "Holandés errante" intergaláctico.   
   Estos datos dan cuenta de la extensión del fenómeno: ocho series televisivas bajo el título genérico de Star Trek, desde el año 1966 al 2007. Y doce largometrajes, desde el 79 hasta el anunciado para este 2013. A lo largo de ese tiempo los criterios de verosimilitud cinematográficos han cambiado muchísimo. El mundo ya no es en blanco y negro; los modelos informáticos de recreación escenográfica han sustituido al cartón piedra y a los dibujos; se ha desarrollado el 3D; los sistemas de reproducción sonora han dejado al primitivo sensorround a la altura de una trompetilla;  e incluso se hicieron experimentos para reproducir algunas sensaciones olorosas de los protagonistas (con resultados un tanto penosos). Lógicamente los distintos capítulos de las diversas series y las doce películas estrenadas se han ido beneficiando con puntualidad de los avances técnicos, de manera que forman en conjunto un corpus suficiente para explicar la historia tecnológica del cine en los últimos cincuenta años -lo cual equivale casi a la mitad de su existencia-. Todo un vértigo cuyo horizonte apunta a la carta de sueños que imaginó Philip K. Dick en su relato "We Can Remember It For You Wholesale", sobre el que se basó "Desafío total", de Paul Verhoeven (1990). Seguramente recordarán a Schwarzenegger con unos cuantos electrodos en la cabeza y metido en un casco como los que ponían a las señoras cuando les hacían la permanente: este era el pequeño engorro por el que había de pasar quien quisiera unas vacaciones virtuales gracias a un implante de memoria. Una receta compleja en la que una ambientación cuidadísima  necesariamente acompaña y sustenta a la hipertrofia perceptiva.
     Es en ese punto de la documentación donde la creación por parte de Mark Okrand de un idioma, el klingon, para los habitantes del planeta Kronos -o Qo´noS-, situado en el Cuadrante Beta del universo Star Trek, supone un hito en el que la lingüística y la documentación hiperrealista se dan la mano. Hasta entonces -y fijamos el adverbio en la película Star Trek III: en busca de Spook (1984) - los klingon hablaban inglés, como siempre lo había hecho cualquier hijo de marcianos. Okrand podía haber optado por cualquiera de las dos opciones que le ofrecía la tradición. Por un lado, la de asignar a los klingon una variante infantiloide del inglés, al estilo de la de los indios de las películas de vaqueros. Por otro, el swahili macarrónico y bunga bunga de algunas escenas de las películas de Tarzán. Pero ambas resultaban insuficientes, de modo que inventó una lengua con la misma soltura con la que los maquilladores diseñan unas cuantas circunvalaciones sobre el hueso frontal protuberante del cráneo de los klingon.  
el doctor Zamenhof
     Cien años antes, el médico y políglota Lázaro Zamenhof, cuando albergó la idea de vencer la maldición de Babel, buscó inspiración en diversos idiomas para construir una lengua lo más sencilla posible, el esperanto.  Okrand, en cambio, atendiendo a la fisonomía y al origen de los klingon, creó una lengua  compleja, alejándola todo lo que pudo del inglés. 
     A Zamenhof le movió la utopía. A Okrand, un cheque de la Paramount. Así, mientras hoy el esperanto es una lengua en retroceso, el klingon cada vez tiene más estudiantes. Recientemente se ha abierto una academia de este idioma en Alemania (en Saarbrücken); los manuales de su gramática ya están al alcance de cualquiera y ya hay una traducción de "Hamlet" y versiones de canciones de Elvis en klingon.   
      

sábado, 22 de diciembre de 2012

El grito de Tarzán

  Tarzán es el pilar de una ficción que cautivó a los niños de mi generación desde las pantallas de los cines de reestreno con programa doble, formándonos una imagen mítica de África  que aún se sostiene en el rincón infantil de la memoria con tanto vigor como los carteles de ese continente que podrían adornar las paredes de cualquier tienda de "El coronel Tapioca". Ya hablamos en mi artículo anterior de que esa ficción, en su versión cinematográfica, se constituía sobre un enorme simulacro: las orejas de los elefantes eran postizas, los colmillos de las hembras eran palos pintados, los cocodrilos con los que luchaba eran de goma, los gabonis del fondo eran chicanos maquillados y el swuahili que utilizaban era de pega. La mona Chita ni siquiera era una mona, sino un mono que acabó alcoholizado de tanto trago que le metían para que se luciera en sus intervenciones. Y sin embargo, la emoción al ver aquellas películas fue uno de los grandes regalos de mi infancia. En cambio, la lectura de la novela de Burroughs llegó mucho más tarde, cuando ya no podía volver a aquel escenario mítico más que con la memoria y, mermada ya mi capacidad para emocionarme con aquellas páginas, la dificultad para identificar a ese Tarzán con el de mis películas era tanta como la que tenía yo para identificarme con el niño de nueve años que fui. Eran otras, muy distintas, las asociaciones que que se me amontonaban: "Paul et Virginie", de Bernardin de Saint-Pierre, "Atalá" y "René", de Chateaubriand, "El libro de la selva", de Kiplin..., en las que, de un modo u otro se desarrolla el mito del buen salvaje de Rousseau, que es el sustento ideológico de la novela de Burroughs. En aquellas, igual que en esta, se contrastan las virtudes de quien ha sido criado en armonía con la naturaleza frente a la corrupción e hipocresía que implica la vida en sociedad.  En este sentido Tarzán como personaje es una representación perfecta de ese mito, el revés de la imagen de Robinsón Crusoe, quien llega a la isla como náufrago y, al poco, se monta tan ricamente un apartotel. Tarzán, en cambio, desterrado de la selva en la ciudad, rodeado de todo lo que podría desear el personaje de Defoe, fracasa, lo cual en cierto modo le opone también a Prometeo, pues su opción es un retorno a los orígenes previos al progreso.
        El gran acierto de Burroughs, lo que le llevó al éxito popular de su novela y a convertir en una serie lo que en principio iba a ser una obra única fue extremar las oposiciones que ya estaban presentes en las obras de Chateaubriand y Saint-Pierre, tanto en el marco como en sus protagonistas. Por un lado, la selva africana, plagada de peligros de toda clase, era en gran medida la puesta en escena de los temores ancestrales que el blanco ha visto en el mundo de los negros. Por otro, en su héroe se combinaba la estirpe aristocrática del hijo de un militar con  una buena formación como primate de manos de la familia de gorilas que le acogió. Se daban así la mano el hombre y el mono en un gesto que en el año 1812, cuando apareció la novela, evocaba con más energía que hoy la teoría de Darwin.

    
 Como primer atributo de Tarzán, su grito, que es el germen del lenguaje, anuncia a las criaturas de la selva una identidad distinta que no es capaz de precisar hasta que se encuentra con otros humanos. Entonces sus habilidades lingüísticas se desarrollan de un modo vertiginoso y logra aprender inglés y, más tarde, francés. Pero en su experiencia con ellos, sobre todo cuando el entorno es la ciudad, descubre que el lenguaje sirve más para ocultar que para decir. De ahí que el grito se convierta a su regreso a la selva en la expresión liberadora del retorno a los orígenes.  
       Los últimos años de su vida Johny Weismüller, quien fue en el cine la encarnación más popular del personaje de Burroughs, los pasó ingresado en una residencia de atención psiquiátrica, ya muy consumido físicamente y convencido de que él era en realidad Tarzán. A veces se fugaba de su habitación o de las salas comunes y salía al jardín, se encaramaba con dificultad a un arbusto y soltaba allí una versión afónica del grito que le había hecho famoso. Muchos han presentado este gesto como demostración de senilidad y demencia, pero yo prefiero verlo como un último rescoldo de nostalgia.                 

viernes, 7 de diciembre de 2012

' Ngawa, timba!

¿Se acuerdan de mis problemas con Kafka que me llevaron a la consulta del psicoanalista? Lo conté aquí hace unos meses. Pues bien, han empeorado, y eso que para evitar los ataques no solo cada vez escribo menos, sino que hasta me he pasado a los dibujos, lo cual tiene su mérito, pues no tengo ningún talento. Pensaba yo que al cambiar el formato de novela por el de cómic dejaría de sentir la mirada de Kafka taladrándome el colodrillo mientras escribo, pero como ya me he acostumbrado a escribir en el metro y en los bares, pues ahora en vez de soportar la mirada de K., solo he de aguantar la del pasajero de al lado, la de una señora que prefiere agarrarse a la barra y mirarme desde arriba, la de un solitario que lleva un buen rato con una taza vacía de café en una mesa vecina y las de gentes así, que no conozco de nada y que me dedican sin pudor su atención o su desprecio. Hasta ahí podía soportarlo sin muchos trastornos, pero el otro día, llegando a la parada de Ángel Guimerá, veo en el cristal de la ventanilla de delante el careto de Kafka. Al principio pensé que era el reflejo de algún anuncio, pero no, amigos, ya estaba ahí otra vez mi fantasma, recordándome ahora que él también dibujaba. Seguramente usted estará pensando que estoy desequilibrado: nada más cierto. Yo también lo pensaría si leyera esas líneas, pero el caso es que mi psicoanalista quiere definitivamente arruinar mi reputación y me obliga a esto, como a una especie de exorcismo. El caso es que yo le digo que no he abandonado del todo la escritura, que en este blog voy publicando cada dos semanas más o menos mis artículos; tan pronto hablo de mi pasión por Siberia como de Balzac, del coronel Parker, de las raíces de los Faulkner y los Presley o de la relación íntima entre Elvis y Proust. Ahora mismo estaba en medio de la escritura de uno sobre Zola, pero él -mi psicoanalista- me ha dicho que lo deje de momento, que eso no vale y que me dedique a escribir sobre mí si es que quiero mandar definitivamente al guano a mi fantasma de guardia. ¿Y de qué quiere que le escriba? -le digo-, no voy a hablar de mi trabajo, que eso me deprime. Pues hábleme de su ocio -me dice-, cuénteme, por ejemplo, su última salida nocturna. 



     A mí no me apetece nada hablar de esto, pero como no tengo energías para enredarme en una discusión, acabo accediendo y aquí va el relato del evento, que no tiene ningún interés, pero al menos es breve.
     Habíamos quedamos unos amigos en una pizzería de Benimaclet. Compañía excelente, comida estupenda, vino del bueno, conversación inteligente... Hablamos del frío, del dolor de muelas, de la familia, de varios amigos comunes y de si en swuahili elefante se dice timba o timor. Yo defendí lo primero, porque me acuerdo de cuando era niño y miraba fascinado las películas de Tarzán, cuando llegaban al territorio de los gabonis y, a la vista del macizo Mutia, un porteador, poseído de un miedo insuperable, abandonaba su carga y exclamaba ¡yuyu! ¡yuyu! Y luego, tras otro lance en el camino, Tarzán gritaba a su elefante ¡Timba, ngawa!, ordenándole que reculara. Pero como A. se inclinaba por la otra versión -"tímor" (o algo aparecido)-, nos apostamos una botella de un buen ribera del Duero para la próxima cena. Para mí que a él le da igual ganar que perder; es una persona demasiado generosa. Lo que pasa es que como sabe que yo a veces soy tan impetuoso como irreflexivo, capaz de jugármela a comer huevos crudos con Paul Newman, pues quiere que beba un poco más de la cuenta a ver si hay suerte y me da esa alergia que a veces me da y me pone la cara así como entre la del pez globo y la del hombre elefante. Y, oye, pues no les voy a quitar yo la ilusión, claro, después de haberles hablado tanto de mi metamorfosis de cuello para arriba. O sea, que de aquí a nada nos juntamos de nuevo y ya les cuento. Esta vez no pudo ser, y eso que bebí tres copas de vino y un licorcito de limón. No es mucho, aunque a veces menos ha sido suficiente para que apareciera el monstruo. Lo único que se me deformó algo fueron los labios, que los traía ya quemados del frío y de un poco de fiebre, y a medida que me iba acercando a casa me ardían más, y yo ya me imaginaba que los tenía como los de un gaboni. El caso es que al enfilar por una avenida que yo me sé, adivino a lo lejos el coche de la policía municipal, apostado en la rotonda para castigarme otra vez con el control rutinario de alcoholemia y documentación. Entonces, yo, ´ngawa, timba, ngawa! Y los muy gabonis ven la maniobra y, como estaban aburridos, salen a la carga. Breve recorrido por el polígono, apago luces, aparco entre otros coches, y salgo paseando hacia casa. La policía pasa luego por mi lado, disminuye la velocidad, me miran, se fijan en mis morros cuando les miro y me dejan estar. Media hora más tarde llego a casa, me acuesto y sueño con gacelas, lechuzas,  gabonis y elefantes.                    
     A la mañana siguiente enciendo el ordenador y me llevo una sorpresa que aún me tiene aturdido. Al parecer, los elefantes que intervienen en algunas películas de Tarzán no eran africanos, sino asiáticos, que están más acostumbrados a horarios y convenios. Por lo que se ve, sus orejas no eran más que enormes postizos de cartompiedra. Esta es la prueba:



     Mi mundo se derrumba. No solo son las orejas, sino los colmillos, que en las hembras son dos palos pintados. Ni siquiera estoy ya seguro de "timba" y "ngawa", dos pilares sobre los que se asentaba mi infancia,  que no son palabras del swuahili, sino de la jerga cinematográfica tarzanesca. Hasta es posible, que los gabonis no fueran más que blancos maquillados.