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domingo, 8 de enero de 2017

El jardín de Bomarzo


En el hígado de la antigua Etruria, próxima a los montes Ciminos y en pleno valle del Tíber, coronando una mole de toba volcánica, la villa de Bomarzo se asoma a los campos que domina desde el farallón de la muralla del palacio de los Orsini como un buque varado en la historia. En su interior un príncipe renacentista, el último de una estirpe de condottieri, albergó un sueño de inmortalidad y trascendencia. Desde antiguo, la roca calcárea sobre la que la villa y el palacio se sustentan propició la excavación de galerías subterráneas que unían alcobas con gabinetes secretos, y estos con pasadizos tortuosos que se adentraban en el bosque. Pier Franceso Orsini, duque de Bomarzo, descubrió en el capítulo III de la novela de Mujica Láinez el hilo que le condujo al soto donde convertiría en piedra aquel sueño. 


Por fin desembocamos, siempre en la densa oscuridad, en una zona donde la galería avanzaba horizontalmente, y comprendimos que habíamos cubierto la distancia que media entre la planta superior del castillo y las terrazas del jardín de mi abuela, y que probablemente ahora estábamos debajo de ese jardín. Allí pudimos incorporarnos y, luego de seguir en línea recta un buen espacio más, nos detuvimos en lo que parecía el término del asombroso pasadizo: una caverna redonda en la que se filtraba una leve claridad, indicándonos que, como el resto de la excavación, había sido tallada en la roca viva, y que no evidenciaba ningún rastro que permitiera individualizar la época en que quienes me precedieron en el dominio de Bomarzo realizaron una obra tan ardua. Nos acercamos al lugar por el cual se insinuaba la luz y advertimos que, subiéndome yo en hombros de Silvio, conseguiríamos alcanzarlo. Así lo hicimos y me hallé frente a un matorral tupido que cerraba la salida. Sus zarzas me arañaron y tuve que ganar mi paso a cuchilladas. Silvio se asió de mi diestra y trepó también. Unos segundos más tarde cruzamos la espesura y nos echamos, jadeantes, en la hierba. Nos hallábamos en pleno bosque. Las telarañas hundidas en nuestro pelo y los rasguños que nos tajeaban las caras nos habían convertido en dos ancianos grises. El crepúsculo incendiaba las malezas y las peñas con flavo resplandor. El sitio vibraba, como bajo la acción de un hechizo. Las salpicaduras leonadas y violetas que el ocaso distribuía sobre las rocas, las metamorfoseaba en felinos y en gigantes, como si la naturaleza ensayara, premonitoria, lo que ese paraje sería alguna vez por obra mía.
     No es ese el único momento en que Mujica Láinez prefigura la creación del jardín de Bomarzo. Cuarenta páginas antes no es la impresión causada en su protagonista por una naturaleza indómita, sino más bien lo contrario, la doma de esa naturaleza, representada ahora por las rocas volcánicas, las que suscitan el anhelo.
Una mañana, junto al arco donde más tarde hice grabar las sentencias contradictorias sobre la Vida y la Muerte, observé que unos artesanos, aprovechando el reposo, labraban unas piedras —el blando peperino volcánico local—, dándoles toscas formas fantásticas que traían a la mente la tradición etrusca de ese suelo. Dichas figuras me hicieron evocar el sueño de las estatuas colosales que me había suspendido de maravilla en el oratorio de los Reyes Magos y, cuando recorrí las abruptas plataformas que se escalonaban en el valle, más allá del jardín italiano de mi abuela, tuve por primera vez la idea, vaga, difusa, de lo hermoso que sería transformar las rocas que en su fragosidad emergen, en inmensas esculturas [...]
     Y sin embargo, no resultan contradictorias esas evocaciones, pues es justo la oposición entre naturaleza y artificio la que subyace y ostenta explícitamente el jardín de Bomarzo, más allá de su significado como representación, que es el meollo de tantas interpretaciones. En lo primero, además de las ilusiones perceptivas de la luz sobre las piedras, del ejemplo de los canteros y del recuerdo de las estatuas de los Reyes Magos a las que alude Mujica en su novela, el duque de Orsini contaba con el antecedente del arte topiario, es decir, la jardinería escultórica, muy en boga en el siglo XVI, que manifestaba una notable preferencia por las formas de animales y de seres mitológicos, que poblaban los jardines de nobles y cardenales con figuras tan llamativas y rotundas como efímeras; duraderas tanto como el presupuesto para su mantenimiento. Y, sin embargo, predilectas por sus mecenas en cuanto que expresaban metonímicamente el triunfo del arte sobre la naturaleza, y, metafóricamente, el del príncipe sobre el mundo.
      Con todo, a un hombre como Pier Francesco Orsini, marcado de por vida con el estigma de una deformación, ostensible sobre su espalda, la monstruosidad vegetal de los topiarios, efímera como una primavera, no pudo inspirar las figuras de su jardín, sino por contraste. "Jardín de los monstruos", "jardín de las maravillas", "jardín hermético" "sacro bosco": de todas estas maneras se ha llamado, subrayando con cada denominación uno de sus aspectos; sucesivamente, su causa, su efecto, su sentido y su trascendencia, de manera que todas complementan lo que ninguna por sí sola abarca. La más explícita es paradójicamente la que más oculta, porque el devenir semántico de la palabra "monstruo" la ha despojado de su sentido religioso como manifestación de una voluntad divina. A diferencia de lo que ocurre hoy, en el siglo XVI la trascendencia simbólica de los monstruos era algo evidente para un bachiller, lo mismo que los mitos en los que muchos de aquellos se originaron, motivo por el cual resultaban menos herméticos de lo que puedan parecernos hoy. No por ello se desproveía el jardín de su misterio, sino que no se cifraba este en cada figura aislada, sino en la distribución del conjunto, que de ninguna manera era entendido como un bestiario escultural.
    
Una circunstancia histórica se suma a lo anterior en la explicación de la ocultación del sentido, y es la coincidencia en fechas entre la concepción del proyecto de su jardín y la aparición en Venecia del "Index Librorum Prohibitorum" en marzo de 1551, como medida coercitiva del Concilio de Trento hacia todo aquello que se saliera de la ortodoxia. Y en este sentido el Duque Orsini, alquimista, aficionado a la astrología, seguidor de las doctrinas de Epicuro y relacionado con el ambiente reformista de Viterbo, tenía en lo ideológico bastante que ocultar, amén de ciertas costumbres y pecadillos tampoco muy acordes con la doctrina católica, pero sobre los cuales era más fácil hacer la vista gorda. 
     En definitiva, el jardín de Bomarzo, ideado por Vicino Orsini y materializado por los arquitectos Pirro Ligorio y Jacopo Vignola a lo largo de casi treinta años, se estructura en forma de triángulo isósceles sobre una ligera pendiente al noroeste del palacio, entre campos de cultivo, su poco de bosque y un arroyo que lo cruza por el lado de noreste, muy cerca de la entrada original, donde dos esfinges anuncian el ingreso en un territorio mistérico con sendas inscripciones en sus basamentos que apelan a la fascinación y al significado.

CHI CON CIGLIA INARCATE
ET LABRA STRETTE
NON VA PER QUESTO LOCO
MANCO AMMIRA
LE FAMOSE DEL MONDO
MOLI SETTE


TV CH'ENTRI QVA PON MENTE
PARTE A PARTE
ET DIMMI POI SE TANTE
MARAVIGLIE
SIEN FATTE PER INGANNO
O PVR PER ARTE

Desde las esfinges arranca un itinerario sinuoso que, tras pasar junto a siete columnas con capiteles en forma de cabezas humanas -probablemente representaciones de Hermes, el numen titular de las encrucijadas y los umbrales-, el pequeño escenario de un teatro, una exedra, una casa inclinada, estatuas de divinidades, monstruos mitológicos y tumbas etruscas, culmina en el vértice del triángulo, presidido por un templete dedicado a la memoria de la esposa de Vicino, Giulia Farnese.   
Quizás fuera esta relación tan obvia entre el monumento y la vida de Vicino lo que llevara a Mujica Láinez a convertir el simbolismo de las figuras en alusión cifrada a determinados momentos de la vida de su narrador y protagonista, en cuya boca pone las siguientes palabras:  

No mencioné, como es natural, la idea de que esos gigantescos monstruos simbolizarían episodios de mi existencia. Les dije, en cambio, que siglos atrás, cuando era mayor la grandeza cesárea de Roma, en los jardines del teatro de Pompeyo que fue luego palacio de los Orsini, había una colección de fictae ferae, de simulacros de quimeras y animales feroces, de mármol, y que lo que yo deseaba era dotar a Bomarzo de algo semejante, utilizando para ello las propias rocas en sus emplazamientos. (capítulo X)
Esa vinculación resulta evidente en el templo y muy lógica en una escultura como la de su criado Abul sobre el elefante Anonne, pero no lo es tanto para el resto. Miguel Ángel Anibarro, en La construcción del jardín clásico, va más allá y, partiendo de templo dedicado a Giulia Farnese, afirma lo siguiente:


 [...] igual que este, otros componentes del bosque pudieron tener significados personales, ligados a episodios bélicos, sentimentales o amicales de la vida de su propietario. Quizás el recinto pueda ser interpretado como una necrópolis simbólica de la familia Orsini, que hundiría sus raíces en la historia: así lo sugieren las alusiones etruscas y romanas a través de los restos pretendidamente arqueológicos o de las construcciones actuales. algunos tal vez referidos a las ruinas de la villa Adriana. Estos ponen en conexión el bosque con las antiguas civilizaciones establecidas en la región; a su vez, la idea de arboleda sagrada lo vincula literariamente con la descripción de Roma en La Eneida de Virgilio, o con la de la Arcadia, en el libro de Sannazaro. Pero no hay todavía una interpretación global del significado de Bomarzo.  (pág. 233)

En el otro extremo, Antonio Rocca, en  Sacro bosco -il giardino ermetico di Bomarzo- (Viterbo, 2014), defiende con rigor la tesis de que Pier Francesco Orsini se basó en una obra de Giulio Camillo Delminio publicada en 1550, L'idea del teatro, un libro esotérico que pretendía revelar en clave simbólica la verdad del mundo y del cosmos. La obra de Delminio tuvo una gran acogida, y pronto hubo construcciones arquitectónicas y pinturas que incorporaron su iconografía. Pero de todas ellas la más ambiciosa fue el proyecto de Bomarzo, que "voleva tradurre in petra l'intero teatro". 

     La explicación y la crítica a la obra de Rocca rebasa con mucho este paseo, pero tal vez vuelva a ella en otro artículo. De momento, lo dejamos aquí, con una cita de la novela de Mujica Láinez que enlaza mi lectura con mi propio viaje a Bomarzo.

         [...] fue el recuerdo de mis paseos por la vieja Roma y de mis idas a Bomarzo, pues unos y otras me ayudaron a explorar y descubrir lo mejor de mí mismo: la capacidad de disfrutar de la hermosura y de hallarla donde para los demás se encubría.