Mostrando entradas con la etiqueta James Joyce. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta James Joyce. Mostrar todas las entradas

miércoles, 15 de junio de 2016

Bloomsday 2016

       


 Es casi ya una tradición que los Bloomsday saque de su cajón este artículo y lo airee con una apostilla nueva que añade poco a aquello que escribí, como un aperitivo antes de la cerveza y los riñones, una etiqueta con la fecha de este año que hoy les brindo en forma de un recuerdo adolescente de cuando estudiaba COU. El profesor había estado hablando de la renovación literaria en la primera mitad del siglo XX, y, claro, tuvo que hablar de Joyce y del "Ulises", y habló. Distante, aburrido, quizás algo impreciso, pero seguro de que la ignorancia de sus alumnos no merecía más. Podría habernos contado las vicisitudes migratorias de los arenques y no nos hubiéramos extrañado mucho. Solo que  un compañero de ordinario taciturno levantó la mano, y no fue para pedir permiso para ir al váter. Estuvo explicando no sé qué acerca del monólogo final de Molly Bloom, contradijo al profesor y le planteó una pregunta muy concreta sobre el argumento. "¿Pero usted se ha leído la novela?" -le soltó después de los titubeos de aquel. No quería ridiculizarlo; fue más bien una expresión decepcionada. Hoy pienso que en mi lectura del "Ulises", años más tarde, cuando yo ya estaba en el otro lado del aula, el eco de aquella pregunta pesó más que todas las recomendaciones. Salud.   
 
Hoy es 16 de junio de 2014, Bloomsday. Y casi se me pasa: es que ando ahora tan liado con los exámenes, que, oye, no tengo tiempo para nada, ¡con lo que me gusta a mí celebrar este día! Cerveza, riñones y más cerveza: un antídoto cojonudo contra la pedantería literaria, según una receta de J.J. Hace dos años publiqué lo que sigue en este blog. Al releerlo ahora ni me huele a naftalina ni me da ningún déjà vu, conque aquí se lo dejo de nuevo, acogiéndome a esa máxima de André Gide: "Ya está todo dicho, pero como nadie hace caso, hay que repetirlo una y otra vez".    

Me gusta esta foto de Joyce porque parece un alumno de Hogwarts, ese internado donde Harry Potter estudiaba defensa contra las artes oscuras, encantamientos y cosas por el estilo. Es una foto pintada, claro está. Fíjense en la gorra, en el mechón pelirrojo, en su chaqueta verde -"verdemoco", por utilizar un color de su propia paleta-, la boca cerrada a cal y canto, coronada por un felpudo que reivindica su estrenada juventud y subrayada por un pegote piloso, como un hito que limita la extensión de su barbilla. La cabeza parece desproporcionada en relación a su cuerpo, que se ofrece en ligero escorzo, mientras que la mirada, torcida, apunta al objetivo y no se sabe dónde. Hoy un estudiante así no duraba ni dos recreos, pero en la Irlanda de finales del XIX, amigos, esa era la estampa de un vivales. No se dejen engañar por la redondez intelectual de sus gafas. Igual que en Harry Potter sirven, sobre todo, para ocultarse tras una imagen apacible. Ese tío sabe mucho, en efecto, pero es un conocimiento avieso, como su corbata, que rehúye con descaro su conveniente verticalidad apuntando  hacia otro lado. Casi todo en él apunta hacia otro lado: su mirada, su cuerpo, su corbata y su literatura, desviados con el vigor de un esqueje torcido que ni siquiera los jesuitas pudieron enderezar (si es que ellos mismos no lo alimentaron: "Porque tienes esa condenada vena jesuita, solo que inyectada al revés" le espeta Buck Mulligan a Stephen Dedalus).
     Los estadounidenses, herederos de sus ancestros puritanos del talento olfativo para detectar el tufo de lo pecaminoso, quisieron abortar su fruto prohibiendo la publicación por entregas de "Ulises" al alcanzar esta el capítulo XIII -Nausica-, donde se entrecruzan las novelitas del corazón con la exhibición morbosa de medias y bragas. Voces cursis y miradas calenturientas: demasiado retorcido para la gente como Dios manda de principios de los veinte. Pero ya se sabe que lo prohibido despierta la curiosidad y así no solo se extendió la fama de la novela, sino que se dio pábulo a una serie inagotable de discursos, entre los que brillan algunas de las estupideces máximas de la historia de la literatura. Joyce no fue ajeno a esos disparates, sino que él mismo los alentó al trenzar una red tupidísima de referencias intertextuales como carnaza exquisita para eruditos. Uno de sus condimentos esenciales es la relación con la obra de Homero. Pero, ¿qué tienen que ver las aventuras de Ulises, desde Troya hasta Ítaca, acuciado por los dioses y los elementos, con el deambular de Leopoldo Bloom, un hombre mediocre en una ciudad gris durante un solo día? Este es un quid pro quo con el que Joyce se regocijaba. "Ulises" se inicia con una parodia de la misa frente al mar. Legiones de críticos han escrito sus homilías, que al mismo tiempo son cartas de navegación, es decir, de lectura. Pero Ulises no es un turista necesitado de guías de viaje. El mar es la novela; Ulises, el lector, y la lectura su odisea.
 
 
     Hoy es 16 de junio, el mismo día en que tiene lugar la singladura de Leopoldo Bloom por Dublín. Ya nadie puede escandalizarse por la falta de pudor en la expresión del deseo de sus personajes, y Joyce goza de tanto predicamento en su Irlanda como el duende verde o U2. Desde hace años se celebra tal día como hoy el "Bloomsday", una especie de feria temática sobre el "Ulises". La gente desayuna té con riñones de cordero, sale a la calle, se pone sombreritos de paja, visita escenarios de la novela; algunos incluso asisten a conferencias y mesas redondas; otros a la representación de actrices que ponen cuerpo y voz a las confesiones picantonas de Molly Bloom. Se bebe cerveza negra fresca y se come puré de patatas con salsa de hígado.
     Este año como novedad hay un concurso de fotografía y una exposición de arte relacionado con Joyce. Apasionante, ya ven. En el fondo, en estas mitomanías habita una admiración un tanto santurrona que, unida al orgullo nacionalista, constituyó un objetivo recurrente de la mordacidad literaria de Joyce. Yo creo que si él hubiera sabido que sus acólitos celebrarían con un plato de riñones o de hígado su devoción, le habría hecho comer a Bloom las vísceras crudas, adobadas si acaso con guindillas de mi pueblo. Igualmente, si hubiera podido participar en la comisión encargada de organizar el festejo, en vez de tanto fasto seriote seguro que hubiera propuesto la recreación de algunas efemérides felices de la novela, como, por ejemplo, la exoneración subsiguiente al desayuno de Bloom, que incluye la limpieza del trasero con hojas de una obra ganadora de un concurso literario (se admiten ensayos) o la exhibición de perros rapsodas, a imitación de aquel "famoso y centenario perrolobo setter rojo irlandés antes conocido por el sobriquet de Garryowen", que recitaba poemas parecidos a los de los antiguos bardos irlandeses que era un primor.
     Y ahora, amigos, sintiéndolo mucho he de dejarles, que si no el riñoncito se me va a churruscar.

lunes, 16 de junio de 2014

Bloomsday


Hoy es 16 de junio de 2014, Bloomsday. Y casi se me pasa: es que ando ahora tan liado con los exámenes, que, oye, no tengo tiempo para nada, ¡con lo que me gusta a mí celebrar este día! Cerveza, riñones y más cerveza: un antídoto cojonudo contra la pedantería literaria, según una receta de J.J. Hace dos años publiqué lo que sigue en este blog. Al releerlo ahora ni me huele a naftalina ni me da ningún déjà vu, conque aquí se lo dejo de nuevo, acogiéndome a esa máxima de André Gide: "Ya está todo dicho, pero como nadie hace caso, hay que repetirlo una y otra vez".    

Me gusta esta foto de Joyce porque parece un alumno de Hogwarts, ese internado donde Harry Potter estudiaba defensa contra las artes oscuras, encantamientos y cosas por el estilo. Es una foto pintada, claro está. Fíjense en la gorra, en el mechón pelirrojo, en su chaqueta verde -"verdemoco", por utilizar un color de su propia paleta-, la boca cerrada a cal y canto, coronada por un felpudo que reivindica su estrenada juventud y subrayada por un pegote piloso, como un hito que limita la extensión de su barbilla. La cabeza parece desproporcionada en relación a su cuerpo, que se ofrece en ligero escorzo, mientras que la mirada, torcida, apunta al objetivo y no se sabe dónde. Hoy un estudiante así no duraba ni dos recreos, pero en la Irlanda de finales del XIX, amigos, esa era la estampa de un vivales. No se dejen engañar por la redondez intelectual de sus gafas. Igual que en Harry Potter sirven, sobre todo, para ocultarse tras una imagen apacible. Ese tío sabe mucho, en efecto, pero es un conocimiento avieso, como su corbata, que rehúye con descaro su conveniente verticalidad apuntando  hacia otro lado. Casi todo en él apunta hacia otro lado: su mirada, su cuerpo, su corbata y su literatura, desviados con el vigor de un esqueje torcido que ni siquiera los jesuitas pudieron enderezar (si es que ellos mismos no lo alimentaron: "Porque tienes esa condenada vena jesuita, solo que inyectada al revés" le espeta Buck Mulligan a Stephen Dedalus).
     Los estadounidenses, herederos de sus ancestros puritanos del talento olfativo para detectar el tufo de lo pecaminoso, quisieron abortar su fruto prohibiendo la publicación por entregas de "Ulises" al alcanzar esta el capítulo XIII -Nausica-, donde se entrecruzan las novelitas del corazón con la exhibición morbosa de medias y bragas. Voces cursis y miradas calenturientas: demasiado retorcido para la gente como Dios manda de principios de los veinte. Pero ya se sabe que lo prohibido despierta la curiosidad y así no solo se extendió la fama de la novela, sino que se dio pábulo a una serie inagotable de discursos, entre los que brillan algunas de las estupideces máximas de la historia de la literatura. Joyce no fue ajeno a esos disparates, sino que él mismo los alentó al trenzar una red tupidísima de referencias intertextuales como carnaza exquisita para eruditos. Uno de sus condimentos esenciales es la relación con la obra de Homero. Pero, ¿qué tienen que ver las aventuras de Ulises, desde Troya hasta Ítaca, acuciado por los dioses y los elementos, con el deambular de Leopoldo Bloom, un hombre mediocre en una ciudad gris durante un solo día? Este es un quid pro quo con el que Joyce se regocijaba. "Ulises" se inicia con una parodia de la misa frente al mar. Legiones de críticos han escrito sus homilías, que al mismo tiempo son cartas de navegación, es decir, de lectura. Pero Ulises no es un turista necesitado de guías de viaje. El mar es la novela; Ulises, el lector, y la lectura su odisea.
     Hoy es 16 de junio, el mismo día en que tiene lugar la singladura de Leopoldo Bloom por Dublín. Ya nadie puede escandalizarse por la falta de pudor en la expresión del deseo de sus personajes, y Joyce goza de tanto predicamento en su Irlanda como el duende verde o U2. Desde hace años se celebra tal día como hoy el "Bloomsday", una especie de feria temática sobre el "Ulises". La gente desayuna té con riñones de cordero, sale a la calle, se pone sombreritos de paja, visita escenarios de la novela; algunos incluso asisten a conferencias y mesas redondas; otros a la representación de actrices que ponen cuerpo y voz a las confesiones picantonas de Molly Bloom. Se bebe cerveza negra fresca y se come puré de patatas con salsa de hígado.
     Este año como novedad hay un concurso de fotografía y una exposición de arte relacionado con Joyce. Apasionante, ya ven. En el fondo, en estas mitomanías habita una admiración un tanto santurrona que, unida al orgullo nacionalista, constituyó un objetivo recurrente de la mordacidad literaria de Joyce. Yo creo que si él hubiera sabido que sus acólitos celebrarían con un plato de riñones o de hígado su devoción, le habría hecho comer a Bloom las vísceras crudas, adobadas si acaso con guindillas de mi pueblo. Igualmente, si hubiera podido participar en la comisión encargada de organizar el festejo, en vez de tanto fasto seriote seguro que hubiera propuesto la recreación de algunas efemérides felices de la novela, como, por ejemplo, la exoneración subsiguiente al desayuno de Bloom, que incluye la limpieza del trasero con hojas de una obra ganadora de un concurso literario (se admiten ensayos) o la exhibición de perros rapsodas, a imitación de aquel "famoso y centenario perrolobo setter rojo irlandés antes conocido por el sobriquet de Garryowen", que recitaba poemas parecidos a los de los antiguos bardos irlandeses que era un primor.
     Y ahora, amigos, sintiéndolo mucho he de dejarles, que si no el riñoncito se me va a churruscar.
            

lunes, 18 de junio de 2012

BLOOMSDAY

     Me gusta esta foto de Joyce porque parece un alumno de Hogwarts, ese internado donde Harry Potter estudiaba defensa contra las artes oscuras, encantamientos y cosas por el estilo. Es una foto pintada, claro está. Fíjense en la gorra, en el mechón pelirrojo, en su chaqueta verde -"verdemoco", por utilizar un color de su propia paleta-, la boca cerrada a cal y canto, coronada por un felpudo que reivindica su estrenada juventud y subrayada por un pegote piloso, como un hito que limita la extensión de su barbilla. La cabeza parece desproporcionada en relación a su cuerpo, que se ofrece en ligero escorzo, mientras que la mirada, torcida, apunta al objetivo y no se sabe dónde. Hoy un estudiante así no duraba ni dos recreos, pero en la Irlanda de finales del XIX, amigos, esa era la estampa de un vivales. No se dejen engañar por la redondez intelectual de sus gafas. Igual que en Harry Potter sirven, sobre todo, para ocultarse tras una imagen apacible. Ese tío sabe mucho, en efecto, pero es un conocimiento avieso, como su corbata, que rehúye con descaro su conveniente verticalidad apuntando  hacia otro lado. Casi todo en él apunta hacia otro lado: su mirada, su cuerpo, su corbata y su literatura, desviados con el vigor de un esqueje torcido que ni siquiera los jesuitas pudieron enderezar (si es que ellos mismos no lo alimentaron: "Porque tienes esa condenada vena jesuita, solo que inyectada al revés" le espeta Buck Mulligan a Stephen Dedalus).
     Los estadounidenses, herederos de sus ancestros puritanos del talento olfativo para detectar el tufo de lo pecaminoso, quisieron abortar su fruto prohibiendo la publicación por entregas de "Ulises" al alcanzar esta el capítulo XIII -Nausica-, donde se entrecruzan las novelitas del corazón con la exhibición morbosa de medias y bragas. Voces cursis y miradas calenturientas: demasiado retorcido para la gente como Dios manda de principios de los veinte. Pero ya se sabe que lo prohibido despierta la curiosidad y así no solo se extendió la fama de la novela, sino que se dio pábulo a una serie inagotable de discursos, entre los que brillan algunas de las estupideces máximas de la historia de la literatura. Joyce no fue ajeno a esos disparates, sino que él mismo los alentó al trenzar una red tupidísima de referencias intertextuales como carnaza exquisita para eruditos. Uno de sus condimentos esenciales es la relación con la obra de Homero. Pero, ¿qué tienen que ver las aventuras de Ulises, desde Troya hasta Ítaca, acuciado por los dioses y los elementos, con el deambular de Leopoldo Bloom, un hombre mediocre en una ciudad gris durante un solo día? Este es un quid pro quo con el que Joyce se regocijaba. "Ulises" se inicia con una parodia de la misa frente al mar. Legiones de críticos han escrito sus homilías, que al mismo tiempo son cartas de navegación, es decir, de lectura. Pero Ulises no es un turista necesitado de guías de viaje. El mar es la novela; Ulises, el lector, y la lectura su odisea.
     Hoy es 16 de junio, el mismo día en que tiene lugar la singladura de Leopoldo Bloom por Dublín. Ya nadie puede escandalizarse por la falta de pudor en la expresión del deseo de sus personajes, y Joyce goza de tanto predicamento en su Irlanda como el duende verde o U2. Desde hace años se celebra tal día como hoy el "Bloomsday", una especie de feria temática sobre el "Ulises". La gente desayuna té con riñones de cordero, sale a la calle, se pone sombreritos de paja, visita escenarios de la novela; algunos incluso asisten a conferencias y mesas redondas; otros a la representación de actrices que ponen cuerpo y voz a las confesiones picantonas de Molly Bloom. Se bebe cerveza negra fresca y se come puré de patatas con salsa de hígado. 
     Este año como novedad hay un concurso de fotografía y una exposición de arte relacionado con Joyce. Apasionante, ya ven. En el fondo, en estas mitomanías habita una admiración un tanto santurrona que, unida al orgullo nacionalista, constituyó un objetivo recurrente de la mordacidad literaria de Joyce. Yo creo que si él hubiera sabido que sus acólitos celebrarían con un plato de riñones o de hígado su devoción, le habría hecho comer a Bloom las vísceras crudas, adobadas si acaso con guindillas de mi pueblo. Igualmente, si hubiera podido participar en la comisión encargada de organizar el festejo, en vez de tanto fasto seriote seguro que hubiera propuesto la recreación de algunas efemérides felices de la novela, como, por ejemplo, la exoneración subsiguiente al desayuno de Bloom, que incluye la limpieza del trasero con hojas de una obra ganadora de un concurso literario (se admiten ensayos) o la exhibición de perros rapsodas, a imitación de aquel "famoso y centenario perrolobo setter rojo irlandés antes conocido por el sobriquet de Garryowen", que recitaba poemas parecidos a los de los antiguos bardos irlandeses que era un primor.
     Y ahora, amigos, sintiéndolo mucho he de dejarles, que si no el riñoncito se me va a churruscar.