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jueves, 19 de marzo de 2015

Correr


Desde finales del siglo XX a todo el mundo le ha dado por correr. Incluso a mí durante un tiempo me acometió la urgencia de las carreras: una vez que se prueba es difícil sustraerse al intercambio de calorías por endorfinas. Forrest Gump representó en la pantalla una imagen cumplida del afectado por ese impulso. Y todos le seguimos. Aquí al lado se le ve en el mismo paisaje que tantas veces sirvió de fondo en las películas de John Ford. La ruta polvorienta por donde transitaron los centauros del desierto, las diligencias, John Wayne o los comanches es ahora una carretera asfaltada por donde se esfuerzan Forrest y sus seguidores en una carrera sin épica.
     En la literatura del XIX Iván Goncharov retrató en "El mal del ímpetu" a la familia Zúrov, pionera en las urgencias locomotoras y calisténicas. Selma Ancira en su edición en minúscula nos ofrece en nota a pie de página una anécdota sabrosísima acerca del estupor que causó en los moscovitas de la plebe la novedad de la terapia del doctor Christian Lóder, basada en el ejercicio:

     El espectáculo de aquellos nobles endomingados que circulaban sin ton ni son, a buen ritmo por las veredas de los jardines de la clínica, suscitaba la curiosidad de la gente del pueblo que, embobada, pasaba largas horas observándolos desde la verja del jardín. Desde entonces el apellido del médico pasó a ser en ruso un sustantivo que significa "haragán", "holgazán".
         
      Pero más que estos personajes y que algunos otros que aparecerán en breve por estas líneas, el ejemplo más evidente de esta pasión, que es al mismo tiempo su epítome, es la invención de un oximorón mecánico: el aparato que sirve para correr sin desplazarse. Y junto a ello, pero en el otro extremo, la hipertrofia del esfuerzo en el desplazamiento: la fiebre de los maratones. 
     Como suele ocurrir, la moda creó una necesidad, y la necesidad una industria (aunque también podría maliciarse uno que el orden fuese el inverso). De pronto las calles de las ciudades se llenaron de gente con chándal que no solo bajaban los domingos a lavar el coche. Se abrieron tiendas especializadas en zapatillas, vestimentas y adminículos varios, desde las cintas para la frente a los pulsómetros. El vocabulario siguió esa misma evolución ascendente, y así el  infinitivo "correr" quedó pronto obsoleto para definir una actividad que se había tecnificado tanto. Primero fue "footing" lo que se practicaba, pero no duró mucho, porque la alusión a los pies parecía poco acorde con el encanto del ejercicio, así que se cambió el "fut" por el "runn" y se dejó el "ing", que suena ligero y grácil, como si el sustantivo estuviera enfundado en una camiseta semántica ultraligera y sudorífuga.
    
Los escritores también se apuntaron. Hoy se les ve con frecuencia, confundidos entre los enemigos del colesterol; aprovechan el fresquito de la mañana o el de las primeras horas de la noche para echarse sus carreritas y combatir los achaque de la profesión. Nada que objetar. Al contrario: bravo por ellos. Ni siquiera a los que completan su asueto con la pesca de la trucha con mosca opondría reparos. Bueno, sí, solo uno: que se callen. En lo del arte piscatoria, para que no ahuyenten a las presas; y en lo otro, para no ahuyentar a los lectores, especialmente a los entrados en kilos y años que se arrastran por los parques y echan el bofe como Dios manda. Si ya es triste correr así, cuánto más hiriente resulta tropezarse con un escritor sin grasa que trota tan ricamente mientras conversa con un amigo sobre esto o aquello (o sobre su libro, que aún es peor). Son tan dañinos estos escritores, que el ayuntamiento debería hacer algo: acotar sendas, por ejemplo. Pero, amigos, los hay tan perversos que no se conforman con dar la barrila y desalentar al prójimo, sino que industrializan su murga, la convierten en libro y le ponen una faja tan llamativa como las cintas de colores con rizo de toalla con que remedan en sus frentes -frontispicios de templos de sapiencia- las coronas de laurel.
      Haruki Murakami es uno de estos que digo. Cuidado con él. La obra en cuestión se titula -tomando prestada buena parte del título de un conocido cuento de Raymond Carver- De qué hablo cuando hablo de correr, pero apenas lees la primera página ya te estás acordando de otro título de ese gran escritor americano: ¿Quieres hacer el favor de callarte? La publicó Tusquets hace unos años, y seguro que ha vendido un montón, porque es una novela ideal para regalar -eso, sí, siempre que no se lea.
     Lo curioso es que Murakami, que es una especie de vendedor de navajas suizas literarias, está en las antípodas de Raymond Carver, quien si hubiera sabido que aquel le había robado un título, seguro que le hubiera metido una hostia, o por lo menos le hubiera tirado el gin tonic encima, que no es lo mismo pero consuela algo.     
      
     A Jean Echenoz, sin embargo, no hace falta que nadie le diga que se calle, porque ya se calla solo. Su Correr es un prodigio de economía literaria. Tengo para mí que si llega a revisar de nuevo el manuscrito se queda con el título y poco más. Puestos a imaginar recreo en un ejercicio de estilo como los de otro Raymond -Quenau- ese poco más:
       Emil Zatopek era alto y guapete. Al principio no le gustaba correr, pero luego ya sí. Trabajaba en una fábrica de zapatos. Los nazis invaden Polonia y organizan una carrera, pero Zatopek queda segundo y les fastidia la foto de los tres "arios" en el pódium. Su estilo es muy feo, pero da igual, porque poco a poco lo va ganando todo. Termina la guerra y mandan los comunistas. Se alista al ejército, se enamora de la hija de su coronel, una campeona en lanzamiento de jabalina que se llama Dana, y se casan. Todo el mundo está contento con él, porque cada carrera es una medalla más, y cada victoria sonada le vale un ascenso. Empieza a quedarse calvo y se pone un gorrito de lana para correr. A todo esto empieza a apolillarse el telón de acero. Como al régimen no le sientan bien las disidencias ahorca a unos cuantos opositores, a otros los condena a cadena perpetua y a otros se les envía a las minas de uranio. Pero la gente se harta de tanta cacicada. Zatopek, también. Es la "primavera de Praga". Estamos en el año 1968. Y en eso que los soviéticos mandan sus cazas y sus tanques y se acaba la primavera. A Emil lo rebajan del ejército y lo envían a una mina de uranio. Al cabo de seis años lo ascienden a barrendero en Praga, pero es tan popular, que molesta a las autoridades y lo envían a cavar agujeros para plantar postes de telégrafos. Por último le hacen firmar una confesión de errores ideológicos en el pasado y le destinan al sótano de unas oficinas de asuntos deportivos en Praga. FIN. 
     La novela no está mal, pero es que Echenoz parece que le esté echando una carrera a Zatopek; algo así como si le dijera tú corres mucho, pero yo escribo más rápido. Menos mal que es corta (140 páginas con letra gorda), porque el ritmo es tan alto que si el lector no está fuerte, a los primeros capítulos empieza a perder fuelle y se queda sin aliento.   


     Con un ritmo muy diferente está escrito La soledad del corredor de fondo (1959), relato de Alan Silitoe que fue adaptado por Tony Richardson (1962) en una película de título homónimo y de recuerdo imborrable. Escrita más de medio siglo antes que las de Murakami y Echenoz, las deja muy atrás en la carrera literaria. En el 2013, la editorial Impedimenta la reeditó en traducción de Kiko Amat. Uno lo lee y piensa que lo escribieron la semana pasada, porque más allá de su contexto preciso de posguerra descubre en la historia de ese chico rebelde internado en un reformatorio una amargura y un asco hacia una sociedad injusta en época de crisis que nos resultan muy próximos. Les dejo aquí el principio del relato:


Nada más llegar al reformatorio me destinaron a corredor de fondo. Supongo que pensaron que estaba hecho para eso porque era alto y flaco para mi edad (y lo sigo siendo) y de todas formas, a mí me daba un poco igual, a decir verdad, porque correr siempre había sido algo importante para nuestra familia, especialmente correr huyendo de la policía. Siempre he sido un buen corredor, veloz y de zancada larga; el único problema era que aunque el día del trabajito en la panadería corrí lo más rápido que pude, y puedo afirmar que logré una muy buena marca a pesar de todo, no por ello evité que me pescaran los polis tras todo aquello. Os sonará un poco raro eso de que haya corredores de fondo de campo a través en el reformatorio; pensaréis que lo primero que un corredor de este tipo haría cuando lo dejasen suelto por los prados y bosques, sería huir del lugar tan lejos como pueda llevarle la barriga llena de la bazofia
del reformatorio, pero os equivocáis, y os diré por qué. Lo primero es que esos hijos de puta que nos mandan no son tan bobos como parecen la mayor parte del tiempo, y lo segundo es que yo tampoco soy tan bobo como parecería si tratase de escaparme por ahí aprovechando la competición, porque fugarse para que luego te pillen no es más que una no es más que una pérdida de tiempo, y yo no tengo ganas de perderlo.