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domingo, 28 de abril de 2013

Las muertes de Zola (4)


Cuando Zola se fuga a Londres después de la sentencia de 1898 que le condena a un año de cárcel y a una multa de 3000 francos, el juez ordena cobrar la parte monetaria mediante embargo. La prensa nacionalista celebra el fallo y se suma al linchamiento. El Petit Journal publica unos artículos donde se quiere explicar un supuesto odio de Zola hacia el ejército como resultado de la frustración heredada de su padre, de quien se denuncia su expulsión de la Legión Extranjera por malversación de fondos del ejército. De esta manera, Zola, rencoroso e innoble, al tomar partido por Dreyfus en realidad vindicaba la figura de su padre. El caso quedaba reducido a la connivencia de un desafecto al ejército de origen foráneo con un espía judío. Dos traidores a fin de cuentas.
     En su despacho de la redacción de le Petit  Journal, Ernest Judet, redactor en jefe y autor de los artículos, arrellanado en su poltrona, se fumaba un puro y se relamía como un bajá mojándose los bigotes en pastís y leyendo las cartas de sus admiradores en las que le felicitaban por el golpe asestado contra Zola, celebrado tanto por el veneno de su argumento como por la utilización que en él se hacía de la herencia genética que aquel había popularizado para la caracterización de sus personajes. Pero pronto se le iba a indigestar el pastís. La genética por si sola no valía mucho en el método naturalista si no iba a compañada de una buena documentación; y, en lo que respecta al soldado François Zola, su hijo se encargó de demostrar con una autoridad inapelable que todas las acusaciones  eran falsas. Su honradez y constancia daban la vuelta al dos por uno de Judet: de dos casos de traición a dos de falsificación.
     En un relato suyo no muy conocido, El capitán Burle -incluido en el volumen, El arte de morir, publicado por El olivo azul- dos oficiales del ejército implicados en la concesión de un contrato de suministro a su regimiento de carne en mal estado acaban batiéndose en duelo para evitar el deshonor al que parece abocarlos el conocimiento de sus negocios por parte de sus superiores. Uno de ellos es un jugador empedernido; el otro, un crápula que ha empobrecido a su propia familia y que ha cometido un desfalco en el erario militar para satisfacer sus vicios. El primero descubre el engaño en las cuentas que él mismo, fiado de su amistad con el otro, ha avalado con su firma, y es entonces cuando, para tapar el agujero, acepta un soborno por renovar el contrato de la carne, a sabiendas de que esta ha causado ya la enfermedad de varios soldados. Es un trago muy doloroso para él, pero necesario para salvar su honor y el de su camarada, que aunque no le importa tanto está ya vergonzosamente unido al suyo. Pero el mayor Laguitte -aquí su nombre y graduación- no soluciona con ello más que la consecuencia; para evitar la causa insta a Burle a que deje de frecuentar los cafés, abandone a su amante y retome la responsabilidad hacia su familia. Los efectos de su amonestación son tan sorprendentes, que él mismo se obliga a visitar a los Burle para confirmarlos. En este punto el retrato que pinta Zola de la paz doméstica es magistral.
     
El calor ascendía; la única lámpara que iluminaba la mesa dejaba los rincones de la amplia sala sumidos en una vaga oscuridad. Flotaba un espeso bienestar, una intimidad de personillas poco afortunadas que no cambiaban de plato todos los días y a las que una fuente de natillas servidas en el último momento resultaba suficiente para colmar de felicidad.
     El mayor, tras disfrutar de la cena y de la velada, abandona la casa con este convencimiento: Un hogar de gente decente, con los muros de cristal, donde no había manera de ocultar cochinadas.
     Pasa el tiempo y se confirman los nuevos hábitos familiares del capitán Burle. Laguitte está satisfecho, porque ha sabido salir holgadamente del aprieto, pero un día, en una revisión rutinaria de las cuentas, descubre con horror nuevas trampas. Son cantidades insignificantes, distraídas día a día, que suman un total de 545 francos.
     El relato discurre  a partir de ahí con intriga por los territorios oscuros de las debilidades humanas, del honor y de la muerte. En algunos aspectos nos trae a la memoria la sarta de mentiras con que se hilvanó el caso Dreyfus. Por otro lado nos recuerda prácticas políticas muy en boga en nuestra España. La referencia a la carne estropeada nos remite con un hervor revolucionario a unas imágenes de "El acorazado Potemkin". Y las dos últimas frases del relato son, en fin, dos disparos certeros de Zola en su duelo contra todos los Judet.

viernes, 5 de abril de 2013

Las muertes de Zola (3)

fotos de la ficha policiasl de Zola

     El romanticismo desarrolló con más o menos gracia todas las variantes del verbo latino "occidere", desde el suicidio al parricidio, elevándolos a la categoría de tópico literario. El puñal, el frasquito de veneno, el florete o las pistolas son parte ineludible del atrezzo romántico, con ventaja para las últimas, que de tanto en tanto salían del texto al contexto a derramar sangre en vez de tinta. La de Pushkin, por ejemplo, sobre la nieve de San Petersburgo, como la de un pichón del Turia de un soneto de Lorca empapando las plumas de sus alas. El blanco vulnerado por el rojo. La sangre y la flema de tantos artistas tuberculosos en un pañuelo de holanda que asoma del bolsillo superior del gabán tal que una rosa de galanteo. Así lucieron la muerte los románticos.
     Los realistas mantuvieron el tema, pero cambiaron el tono y, aunque algunos mostraron cierta querencia por los venenos -ahí están "El primo Pons" o "Madame Bovary"-, en general encontraron otras armas para acuciar el tránsito de sus personajes, como las órdenes de desahucio, las letras de pago o la devaluación de acciones. Allí donde los románticos sacaban a un embozado con el arma en ristre, los autores del realismo ponían a un funcionario con un requerimiento judicial. El funesto papel con una mota negra que entregaba el ciego al viejo pirata en "El almirante Benbow" era ahora un documento oficial timbrado. Los despachos de abogados, las notarías, los juzgados o las covachuelas de ministerios se convirtieron en escenarios del crimen.
     Unos años más tarde, en la obra de Zola y de los naturalistas la muerte se carga de patetismo para expresar con una violencia intolerable la fuerza asfixiante que ejerce el entorno social sobre el individuo. Dos casos destacan sobremanera de entre la extensa nómina de interfectos que pueblan sus novelas. Por un lado, Gervaise, la protagonista de "La taberna", sometida a un proceso de empobrecimiento y degradación al que nunca antes se había visto abocado ningún personaje de la historia de la literatura. A su lado, todas las desgracias de Jean Valjean en "Los miserables" parecen los achaques de un jubilado de viaje en el INSERSO. Y, por otro, el asesinato en "Germinal" a manos de una turba de mujeres del señor Maigrat, almacenista y tendero, que sacaba rédito del hambre de los mineros en forma de humillaciones sexuales a sus mujeres y a sus hijas.

    Y rodeaban el cadáver todavía caliente, lo insultaban entre risas, tratando de sucia jeta su cabeza destrozada, lanzando a la cara de la muerte el largo rencor de su vida sin pan. [...] Las injurias aumentaron mientras el muerto, tendido de espaldas, miraba inmóvil, con sus grandes ojos fijos, el cielo inmenso del que caía la noche. Aquella tierra amontonada en su boca era el pan que había negado. Y ahora no volvería a comer más que de ese pan. Matar de hambre a la pobre gente no le había traído la dicha.

     Pero las mujeres habían de sacar de él otras venganzas. Le daban la vuelta olfateándolo, como lobas. Todas buscaban un ultraje, una salvajada que las aliviase.  ("Germinal". Quinta parte, capítulo sexto). 

     Más que la violencia que anuncia el texto interesa aquí la transformación del grupo en turba y su consiguiente deshumanización. En sus escritos acerca de "Germinal" Zola subraya el papel de la piedad en su novela; pero no es este un sentimiento contemplativo, sino que, unido a la indignación, se convierte en una exigencia de justicia, presente en todo el texto y que a veces aflora como un estallido de rabia. No obstante, su propia vida no le daba muchos argumentos para confiar en que los profesionales del ramo pudieran reparar las iniquidades derivadas de las grandes desigualdades sociales. Además, Zola desconfiaba de las masas; con frecuencia se desprende  de sus palabras el miedo a la jauría, por muy nobles que fueran las ideas que alentaran la indignación que transforma al individuo en parte de un organismo ciego e irracional. Son muy abundantes en la novela las referencias a la mina como un monstruo que engulle a los trabajadores:

     Aquel pozo, comprimido en el fondo de una cavidad, con sus achaparradas construcciones de ladrillos, y con su chimenea alzada como un cuerno amenazador, le parecía tener un aspecto malsano de bestia voraz, acuclillada allí para devorar el mundo. (Primera parte, capítulo primero).    

     Y aunque le sobra perspicacia para denunciar cuál es la lógica del monstruo, deja una distancia para que juzgue el lector: la del discurso en estilo indirecto libre que recoge las palabras de un personaje (las de Étienne en este caso):

     Con frases rápidas se remontaba al primer Maheu, mostraba a toda aquella familia gastada por la mina, devorada por la Compañía, más hambrienta que nunca, tras cien años de trabajo, y, delante de ella, ponía luego los vientres de la administración, que rezumaban dinero, y toda la banda de los accionistas mantenidos como putas desde hacía un siglo sin hacer nada, gozando de su cuerpo. (Cuarta parte, capítulo séptimo).  


     En el año 1898, apenas cuatro años después de que se iniciara el caso Dreyfus, Henry de Groux mostró pictóricamente su solidaridad con Zola y los dreifusistas con el cuadro que reproduzco aquí al lado, de título "Los ultrajes a Zola". En él vemos a una turba henchida de amor a la patria y al ejército abalanzarse sobre el escritor para cobrase en carne la ofensa que este infligió al estado defendiendo la verdad y el honor de un capitán judío. El juez le impuso un año de prisión y 3000 francos de multa. La jauría, su linchamiento. "¡Muera Zola! ¡Mueran los judíos!" eran las consignas. Por la noche su casa fue apedreada. Unos días más tarde, aprovechando un aplazamiento en la ejecución de la sentencia debido a un fallo de forma, Zola se escapó a Londres. 
     Como vemos, el miedo a la enajenación de la masa estaba por encima de la ideología que la alentaba. De esto quizás continúe hablando en un próximo artículo.     

viernes, 15 de marzo de 2013

Las muertes de Zola (2)


     El segundo entierro de Zola ocurrió seis años después de su muerte, cuando su fama literaria era tan evidente que le valió el ingreso en el club más selecto de la cultura francesa, el de los moradores del Panteón, junto a Voltaire, Rousseau, Víctor Hugo y Alejandro Dumas, entre otros. Pero entonces, como ya había ocurrido en el primer sepelio, el reconocimiento público no acababa de sofocar la inquina que despertaba su nombre entre algunos ciudadanos vinculados a sectores derechistas, militares y antisemitas. De ahí que un pirado quisiera ajustar cuentas, pero como disparar a un ataúd queda muy feo, su tiro encontró mejor diana en el cuerpo del capitán Dreyfus, que acudía al homenaje de quien había hecho tanto por su libertad, hasta el punto de arriesgar su vida en un pulso memorable contra las razones de estado. Por suerte el disparo solo le rozó, quizás no tanto por  mala puntería, sino porque los estragos que había sufrido Dreyfus durante sus cinco años de condena en la Isla del Diablo habían dejado su cuerpo como el de un faquir.
     Si obviamos la estupidez del pistolero y su incompetencia profesional (también como periodista), los motivos que le habían llevado hasta el atentado eran de diversa índole. En primer lugar había un sentimiento de venganza por la muerte de algunos antidreyfusistas ilustres (como el coronel Henry- artífice de la inicua acusación que inició el proceso-, que se degolló con una navaja barbera después de haber confesado sus falsificaciones, o la del presidente de la república, Félix Faure, muerto en brazos de su amante -pagada para tal efecto por los judíos, según algunos artículos infamantes de la prensa nacionalista). Pero el caso desborda con mucho lo particular. En él convergen cuestiones sociales, políticas y hasta literarias, aunque las que se refieren a esto último no son más que un encubrimiento de las anteriores bajo una argumentación que supedita lo estético a una interpretación de lo moral. En lo social había un antisemitismo de fondo que había calado en la burguesía a raíz del fiasco del proyecto de la compañía de Lesseps para las obras del canal de Panamá -un asunto muy turbio en el que estaban implicados políticos y periodistas, pero cuyos promotores financieros eran todos judíos-. En lo político, la denuncia del ejército contra Dreyfus por espionaje a favor de los alemanes había sido asumida por la derecha como un alarde de patriotismo; y, por lo mismo, su defensa (no solo la de Zola, sino la de otros muchos, como por ejemplo la del coronel Picquart, que pagó primero con la deportación a Túnez y luego con la expulsión del ejército su descubrimiento de la identidad del verdadero espía y, por tanto, de la invalidez de las pruebas de la acusación) fue tomada como una traición a la patria.



     En cuanto a lo literario, ya digo que se trata más de una excusa, a la que apelaron los nacionalistas y antisemitas cuando el artículo de Zola en "L'Aurore" -J'accuse...!- empezó a desmontar los argumentos de la acusación. Entonces, a falta de razones, los defensores de la patria y del honor del ejército -que para ellos era lo mismo- se arrogaron también el papel de defensores de la moral por la vía de la crítica al estilo del autor de "La taberna", "Naná" o "Germinal", obras cumbres de lo que llamaron retórica de las alcantarillas por considerar que su autor se había vendido al éxito fácil, alimentando los bajos instintos de sus lectores con carnaza obscena y pornográfica.
  No me voy a entretener aquí desmintiendo esa bobada, pero me complace remitir al lector interesado a dos capítulos del que probablemente es el mejor ensayo sobre literatura escrito en el siglo XIX, "La cuestión  palpitante", de Emilia Pardo Bazán: el XIV, titulado Zola, su estilo, y el XV, De la moral, donde trata de estos temas con una perspicacia y conocimientos envidiables.
     En general, en España las reacciones a la obra de Zola no fueron tan viscerales como en Francia -una prueba es ese magnífico trabajo crítico De Pardo Bazán,  católica y  tradicionalista-, aunque tampoco faltaron los apasionados. Alejandro Sawa, por ejemplo, cuyo mérito literario ha quedado hoy injustamente relegado al hecho de que fue el inspirador del Max Estrella de Luces de bohemia, escribió en la revista "Don Quijote" un artículo necrológico en el que se lee:
     " [...] Cuando murió Hugo el apocalíptico, quedaba Renan, quedaba nuestro gran maestro de hoy, de pie, y nimbado de resplandores. Muerto Zola, ¡Dios mío! ¿qué alta figura vertical nos queda sobre la tierra?"
     En sentido contrario también podemos encontrar críticas tan encendidas como el artículo de Sawa, pero he preferido traer aquí una simple nota a pie de página del traductor anónimo de "Teresa Raquin" en una edición de Club Internacional del Libro del año 1985:
     "Después de estudiar mucho este capítulo, no sin repugnancia, hemos decidido suprimir en la traducción dos párrafos y los detalles de algunos más;  es, en efecto, este capítulo una pintura tan asquerosa, por lo mismo que es tan naturalista, que realmente produce náuseas."   
     Se refiere el traductor en su casta censura al momento en el que el protagonista de la novela,  unos días después de haber asesinado al marido de su amante  echándole al Sena, acude a la morgue a ver el cadáver del interfecto. Ahí es cierto que Zola se demora en la descripción  del lugar,  de los visitantes, que acuden como a un espectáculo de feria, y de los cuerpos, pero no con más parsimonia con la que unas páginas atrás, por ejemplo, ha hablado de una mercería o del merendero que hay junto al río.
     La muerte está muy presente en la narrativa de Zola, pero nunca es un espectáculo inane. La mejor prueba es quizás el texto que mencioné en mi artículo anterior, Una autopsia social, en el que la muerte y sus ceremonias constituyen todo su argumento. A mí, particularmente, el capítulo de "Teresa Raquin" me remite al cuadro de Géricault La balsa de la Medusa, no tanto por lo de denuncia que pueda haber en él, sino por esa otra característica del naturalismo, el detalle en la descripción de ambientes sórdidos, asociados por lo general al proletariado, una clase que adquiere el protagonismo literario con este  movimiento. Sin embargo sería injusto cerrar el artículo con referencias escatológicas: ya se ocuparon en demasía los enemigos de Zola. Prefiero recordar las palabras de Bernard Accoyer, presidente de la Asamblea Nacional francesa en el 2008, pronunciadas con motivo del centenario del traslado de los restos del gran escritor al Panteón:
     "Contra el antisemitismo, siempre resurgente, contra todas las formas de revisionismo, es importante transmitir a las jóvenes generaciones el recuerdo de momentos oscuros como aquellos en los que grandes hombres supieron oponerse al fanatismo y al fatalismo".           

jueves, 14 de febrero de 2013

Las muertes de Zola (1)

     Zola muere el 29 de septiembre de 1902 en circunstancias tan vaporosas como el monóxido de carbono que colapsó sus pulmones. La mala combustión de la chimenea de su gabinete no disipa las sospechas de suicidio ni las de una conspiración de militares facciosos escocidos por la intervención del escritor en el caso Dreyfus. Son tres alternativas -accidente, suicidio y asesinato- que rubrican de distinto modo una misma vida. La primera, la que da la responsabilidad al tiro embotado de la chimenea, es la menos literaria de todas, a pesar de que el carbón y la muerte conforman un maridaje de abolengo. Pero si Zola hubiera imaginado el relato de su muerte como hizo con otras en Una autopsia social, ni siquiera hubiera contemplado esa opción, porque si algo se opone radicalmente al determinismo de su literatura es el azar.
      El suicidio, por contra, desde Las desventuras del joven Werther, es un buen final literario, solo que en la obra de Zola se trata menos de una desesperación amatoria que de un atajo para ahorrarse miseria y sufrimiento, lo cual lo hacía más recomendable para sus personajes que para sí mismo. En su estudio literario sobre la muerte y los ritos funerarios citado arriba (Una autopsia social, publicado por El olivo azul con otros tres relatos que giran también en torno a la muerte en un volumen titulado El arte de morir), leemos:
      "Morisseau alza un puño rabioso hacia el cielo; ¡cualquier tiempo es bueno para reventar a la pobre gente! Si hiela, malo; si deshiela, peor. Si su mujer accediera, prendería un fuego a un puñado de carbón y se irían los tres juntos. Y asunto acabado."
      Aclaro que Morisseau es un obrero sin trabajo cuyo hijo se muere de pleuresía y hambre. A muchos de ustedes, sin duda, les habrá remitido el texto a Luces de bohemia, de Valle-Inclán, obra enmarcada por una propuesta de suicidio con las emanaciones de la hulla  de un braserillo y por su cumplimiento. Pero Zola, ya digo, no andaba necesitado de atajos. Además ayuda a invalidar esa suposición  el conocimiento de que fueron los periódicos antisemitas y nacionalistas -"La Libre Parole" y "La Croix"-, que tanto le habían atacado en vida, quienes propagaron esa especie. Queda, por tanto, la conjura de los militares, que es la opción más novelesca, aunque, por eso mismo, muy alejada del tono y carácter de sus novelas. Ya la instrucción judicial abierta el mismo día de la defunción planteaba ciertas contradicciones que apuntaban a caso criminal, aunque al juez no le resultaron tan evidentes como para refutar la tesis más cómoda, que era la del accidente doméstico. Cincuenta años más tarde unos artículos publicados en el periódico "Libération" titulados Zola a-t-il été assassiné? que recogían nuevas declaraciones testimoniales reavivaron la idea de la conspiración facciosa.
     Con todo, detrás de esas tres explicaciones hay algo más que sospechas y certidumbres. No se trata tanto de un caso policiaco como de un conflicto moral, sobre el que las exequias del escritor nos ilustran mejor que su muerte. Tuvo un entierro de primera, no muy diferente al que él mismo imaginó en Una autopsia social para el conde de Verteuil: gran cortejo, multitudes expectantes, coches fúnebres, caballos empenachados, discursos fúnebres, y algún que otro bostezo. Lo que ya no entraba en el guión fueron los insultos que, al paso de la comitiva por los bulevares, camino del cementerio de Montmartre, muchos burgueses le dedicaron por "pornógrafo y antipatriota". Claro que para alguien que se había acostumbrado a desayunar un café au lait mojado con anónimos amenazadores aquellos berridos eran como una llovizna tonta que caía sobre el ataúd sin calarlo; quizás lo contrario de otros gritos -¡Germinal! ¡Germinal!- que pronunciaban unos mineros venidos de las cuencas del norte en homenaje a quien con su novela los había sacado de sus agujeros bajo la tierra.    
     Tanto la indignación de unos como el entusiasmo de los otros revelan la condición pública que había alcanzado Zola, sobre todo si se atiende al hecho de que lo más seguro es que casi ninguno de ellos hubiera leído sus novelas, pero entonces la gente estaba muy presta a indignarse o a rebelarse: las revoluciones no eran lecciones de historia ni utopías, sino recuerdos de hechos vividos; y los escritores, tan poderosos, que con un artículo podían tambalear un régimen. 
       





Zola en su lecho de muerte
     

jueves, 15 de noviembre de 2012

Zola y "La balsa de la Medusa"

"L'Assommoir", que aquí se traduce como "La taberna", con la consiguiente pérdida de significado respecto a la polisemia del término en francés, donde también significa "matadero", es una de las novelas más celebradas de Zola, fue una de las más polémicas y aún hoy mantiene su enorme capacidad de agitación en el lector.  En 1877, cuando se publicó, los críticos le reprocharon su vulgaridad y lo innoble del tema. Tenían razón en parte, solo que su perspicacia hacia lo miserable les impedía ver la grandeza trágica de la obra.
     Dentro de la literatura del XIX, la historia de Gervaise, una mujer, madre de dos niños, abandonada por su marido, lavandera y luego planchadora, resulta familiar dentro de una estructura narrativa de ascenso y caída del protagonista, pero su condición de trabajadora no solo la hacía novedosa -aunque hay que nombrar aquí el antecedente directo de ·"Germinie Lacerteux", de los Goncourt-, sino que agrandaba la dimensión tanto de su ascenso como de su caída. Si Dickens había levantado con una mirada amable la alfombra del Londres victoriano para dejar al descubierto sus miserias, Zola, como Virgilio en el infierno, nos guía, de círculo en círculo, al abismo de una degradación que no es solo la de su personaje, sino que implica a la sociedad que la hace posible.
     En el capítulo tercero de "La taberna", después de la ceremonia de la boda entre Gervaise y Coupeau, para hacer tiempo hasta la hora del convite y como no pueden salir al campo, pues ha llovido y están los caminos embarrados, deciden ir de visita al Louvre. Allí quedan fascinados por el fresquito de la sala de arte asirio, que juzgan muy apropiada para instalar una bodega, quedan fascinados por la elegancia del traje de los ujieres, por el brillo del suelo y por el dorado de los marcos. Solo unas pocas pinturas les merecen un comentario, y, entre estas, la que más, "La balsa de la medusa", de Géricault.





     Al final, el señor Madinier les detuvo delante del "Radeau de la Méduse" y les explicó el tema. Pasmados e inmóviles, nadie decía nada. Cuando se dispusieron a andar de nuevo, Boche resumió el sentimiento general: era admirable. 

     Entonces, cincuenta años después de los sucesos que motivaron el cuadro, Zola podía ahorrar las explicaciones a sus lectores, porque aún duraba en la memoria colectiva el impacto de aquella tragedia. Hoy, sin embargo, tal vez no sea ocioso asumir durante unas líneas el papel del señor Madinier. Así, a lo rápido, es fácil hallar un referente cinematográfico que ayuda a entender la impresión que causó el cuadro de Géricault: la escena de "Viven" en que los supervivientes del accidente aéreo, después de durísimas penalidades entre entre las que se incluye el canibalismo, ven aparecer la silueta salvadora de un helicóptero. Basta cambiar los hielos andinos por el océano Atlántico, el fuselaje del avión por la balsa, y el helicóptero por un barco en el horizonte, para completar el paralelismo. No obstante, hay ciertas circunstancias relativas al naufragio de La Méduse que sobrepasan la heroica lucha por la supervivencia.
     En el año 1816, reciente el fracaso imperialista de Napoleón, el gobierno francés inició en Senegal sus renovados deseos de expansión. La Medusa era la nao capitana de una pequeña flota que transportaba a los colonos  -soldados, agricultores, artesanos...-  y a las futuras autoridades locales, entre las cuales el gobernador, que tenía mucha prisa por ejercer. Cuando navegaban frente la Costa da Morte, cayó un niño por la borda, pero no se detuvieron. Los intereses de estado están por encima de los individuales, ya se sabe. Así, favorecida por los vientos y por la urgencia de su misión, "La Medusa" se adelantó al resto de la flota y llegó en solitario hasta la desembocadura del río Senegal, donde la inepcia del capitán la condujo hasta un banco de arena, donde quedó embarrancada. La tripulación era de 250 pasajeros y solo había cuatro botes salvavidas -con capacidad cada uno para cincuenta personas-, pero como ni el capitán ni el gobernador andaban bien en aritmética, y había que salvaguardar la comodidad de sus elegidos y las pertenencias del gobernador y de su familia, se quedaron en el barco 150 personas. Un carpintero improvisó una balsa como pudo. La idea era que los cuatro botes la remolcarían hasta la costa, pero al poco de iniciar esa maniobra, ante el temor de que los ocupantes de la balsa quisieran buscarse mejor acomodo en los botes, cortó las amarras y dejó la balsa a la deriva, a la suerte de las corrientes que cada vez la arrastraban más hacia el mar abierto. A lo largo de los diez días siguientes fallecieron 135 de los náufragos. Los quince restantes no solo sobrevivieron a tempestades, sed, hambre, tiburones, fiebres e insolaciones, sino que luego tuvieron que soportar la humillación de un gobierno empeñado en hacerles firmar versiones edulcoradas y exculpatorias. Algunos se resistieron, y por ello fueron perseguidos, hostigados y condenados al ostracismo. Géricault acogió a algunos de ellos en su estudio de Montmartre y escuchó sus relatos, estudió diversas posibilidades y, finalmente, se decidió por la que hoy conocemos, como un testimonio, al mismo tiempo, de denuncia y esperanza.

     Esta misma actitud es la de Zola en muchas de sus novelas. Es, de hecho, la actitud que define al intelectual hoy, heredera directa de aquel artículo de Zola en "L'Aurore", J'accuse, donde denunciaba las vergüenzas del caso Dreyfus. Sin embargo, a los ojos del gobierno, del ejército y de mucha buena gente Géricault, Zola o los supervivientes del naufragio de "La Medusa" eran traidores que empañaban con su testimonio el honor de la patria. 
     Sin tanto honor como para ser considerados traidores, pero con el mismo ánimo de denuncia, los que ayer  -14 de noviembre- salimos a la calle para protestar y decir ¡basta! somos hoy llamados aguafiestas y acusados de ensuciar fotografías y estadísticas. Y todo porque no nos gusta aceptar de brazos cruzados el dilema entre matadero o naufragio.