Mostrando entradas con la etiqueta Untal R. Signes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Untal R. Signes. Mostrar todas las entradas

lunes, 26 de marzo de 2018

"Zapatos de ante azul": el inicio de la novela


1. Zapatos de ante azul


Ese hombre sentado que ahora levanta su jarra de cerveza y la vacía de un trago mientras con el pie derecho sigue el ritmo de I will survive, que con voz arrastrada destroza un émulo de Gloria Gaynor sobre el minúsculo escenario, se llama Elvis, así a secas, aunque algunos, los que le conocen de más tiempo, le llaman a veces Chico Elvis, y otros, los menos, Travolta o Toni Manero, porque dicen que se parece a John Travolta, pero no tan alto, bastante más grueso y con menos pelo. Hace apenas una hora interpretaba su versión de Zapatos de ante azul: “una por la pasta,/ dos por el show,/ tres, prepárate,/ venga, tío, voy...”, pero son las dos de un sábado y apenas hay clientela, sólo dos parejas que hace tiempo que han apurado sus copas y que no tienen pinta de consumir más, conque cuando termina la diva –lánguidos aplausos-, él se levanta y dice: ¡Vamos a cerrar! Los otros perezosamente lo imitan, se van, y él, como aún tiene que esperar a que su acompañante de cartel se baje de sus botas y se vista de calle, aprovecha y, mientras, retira los vasos, vacía los ceniceros, limpia las mesas y barre un poco el piso. Aquel, desde un cuarto de baño repleto hasta el techo de cajas de cerveza le grita: Elvis, ¿que no hay gas?, y él: ¡Se acabó ayer! Dúchate con agua fría, que no te vas a constipar, guapa. Y aunque todavía queda bastante porquería en el suelo, sobre todo colillas y tierra de la obra de al lado, que por mucho que barras se cuela por todos los rincones, deja la escoba y se sienta de nuevo. ¡Date prisa, no te me vayas a poner ahora estupenda, que es lo que me faltaba! Tranquilo, solo es una duchita rápida y ya estoy. Una duchita rápida y ya está; la madre que lo parió, dice Elvis, y al cabo de unos minutos se levanta, coge una bayeta de detrás de la barra y se pone a quitar el polvo al cuadro del Rey que hay pintado en la pared del fondo, a la izquierda, junto al escenario.
Él no se ducha aquí, ya se duchará en casa si le apetece. Maqueado a pesar del calor con su traje John Belushi, la camisa blanca y sus botas de tacón cubano, casi siempre actúa con su ropa de calle, por lo menos aquí, en "Las Cuatro Rosas"; en las galas de Bolos es diferente, más festivo, como este Elvis de la pared, en blanco y oro, perfilado en negro, un brazo en alto y el otro al frente, como tendiendo el micrófono al público para que coree el estribillo, but don´t you step on my blue suede shoes..., una pierna parece mucho más corta que la otra, y las cejas..., se les ha ido la mano con las cejas, ...anything that you wanna do. El tupé es lo que más me gusta, y el rótulo que hay debajo de la pintura: "Elvis Presley, el Rey". Lay off of my shoes... y en eso que sale Doli y dice: Si le sigues frotando así, le vas a poner cachondo. Elvis se da la vuelta; ya era hora, responde. Y la otra, qué culpa tiene una si le gusta estar limpia y no ir por ahí oliendo a jamón.
Doli -abreviatura familiar de María Dolores- lleva un vestidito ceñido y calza unas zapatillas del cuarenta y dos por donde asoma el antiguo Manolo.
-Venga, cerrando- dice Elvis con voz desganada.
En la placeta no hay nadie. Ella despotrica contra la finca que están construyendo. Elvis asiente con monosílabos. Luego ella se calla y siguen en silencio hasta el Mercado. Allí Doli encuentra a una conocida, y Elvis se despide y continúa solo. En la Bolsería pasa por enfrente de un garito donde adolescentes embutidos en vaqueros y camisetas alardean de atributos mientras beben cerveza y oyen música de Los Rodríguez. Uno de ellos le grita: ¡Eh, Elvis! Él masculla un insulto y sigue caminando, atraviesa la zona de bares y al poco ya está en casa.
Es un tercero pequeño y mal ventilado, que huele a ambientador revenido, sudor añejo, polvo y hierbas. En su comedor-salita-cocina un hombre delgado de unos cuarenta y pico lee arrellanado en un sillón de hule un artículo del "Muy Interesante". Elvis saluda y antes de sentarse en el otro sillón coge una cerveza de la nevera. ¿Qué tal la nueva infusión? -pregunta-. Ya ves –responde el otro-. Pues sí que estamos bien. Y a ti, ¿qué? Bah, nada especial, muy poca gente -dice, abre la lata de cerveza y bebe un trago-. Oye, pero si estás empapado de sudor. Sí, es que de momento, hasta que lleve los otros a que me los arreglen, solo tengo el Viva Las Vegas y este... Los trajes se pueden entrar, pero no al revés; tienes que hacerme caso, Chico, te sobran por lo menos diez kilos. Ya, si lo tengo pensado, no creas. Un día de estos voy a racionarme las birras. Sí, un día de estos. No te pongas borde -concluye Elvis, y ya no se dicen nada más, uno vuelve a su revista y el otro, a su cerveza, hasta que Elvis descubre un acuario sobre el aparador donde antes se apilaban sus cintas de música. ¡Y esto! –exclama- ¿qué es esto? ¿Dónde están mis cintas? Tranquilo, están ahí, en el suelo, las he puesto en unas cajas de zapatos. Es que he tenido que traerme unas pirañas porque últimamente en la tienda están muy nerviosas y no comen nada, a ver si aquí puedo sacarlas adelante. Ah, muy bien, pirañas, y te las traes a casa para una cura de reposo. Pues espero que no les moleste la música. ¿Y qué comen? Allí les damos liviano o cebo vivo. ¡Cebo vivo! Bueno, eso es lo suyo; yo, de momento, lo estoy intentando con trocitos de longaniza y mortadela, y parece que les va. Ah, cojonudo, les alabo el gusto, porque eso es justo lo que iba a almorzar mañana. Ahora para estar en paz supongo que tendré que freírmelas como boquerones, porque ya he visto que la nevera está pelada. Claro, como te ha dado pena dejártelas solas, las pobres, pues has dicho para qué voy a ir a comprar si total es un día y además a Elvis le va a venir fenomenal un poco de ayuno a ver si pierde algunos de esos kilos que le sobran y se puede cambiar el traje que lleva. Tú, como te puedes pasar con tus sopas de mijo y un poco de alpiste, pues no hay problema, eh.

 

domingo, 29 de enero de 2017

Kafka me mira

              


     Hace años que Kafka no me quita ojo cuando escribo en la mesa de mi cuarto. A veces logro olvidarme de él, pero cuando me doy la vuelta, siempre chocan nuestras miradas y entonces me achanto, hago una pelotilla y tiro lo escrito a la papelera. Durante algún tiempo confié en que el poder de su mirada menguaría a medida que mi edad igualara los cuarenta años de la suya, pero nada. Ni la barrera a la que me obliga la presbicia me protege. Todo lo atraviesan sus ojos: las gafas, el cristal del marco de su fotografía, mi mirada o mi cogote. Yo creo que fue el deseo de librarme de ella lo que me convirtió en un escritor callejero. En el metro, en los bares o en los parques, escribiendo siempre en el reverso de papeles usados, incluso en servilletas o en los márgenes de los periódicos me siento libre de aquella presencia y de toda ambición, las oraciones no se me deshilachan ni me chorrean los adjetivos al cabo de cualquier sintagma. Pero estos días, después de publicar el artículo “Bohemios” me castiga con fuerza la picazón kafkiana. Mi psiquiatra me dice que tal vez se deba a la serie que dediqué a Kafka, a Elvis y a sus respectivas metamorfosis, aunque yo sé que no cree en su conjetura, que la suelta a ver si pico, porque a lo que parece hay pastillas en la farmacia contra las conspiraciones esquizoides -incluso contra las protagonizadas por escritores checos-, pero lo de las miradas que te atraviesan el colodrillo mientras redactas está más complicado y, desde luego, no entra en la Seguridad Social.
     Por lo privado, pues,  visito el viernes a un psicólogo y psicoanalista. La primera impresión es excelente: fuma en pipa, luce sotabarba y  un estante de la librería de su despacho está repleto de figuritas raras. Por lo demás, lleva una mancha de aceite en la corbata y al hablar asperja de saliva una zona que alcanza en los momentos más efusivos hasta medio metro de distancia de su boca. Muy solemne, al transcurrir la sesión me comunica que padezco  una proyección fantasmal debida a una introspección traumática en mi subconsciente. Le digo que no entiendo nada, él sonríe satisfecho y me explica que en realidad yo no veo ninguna mirada, que todo se debe a una metáfora. Ahí empiezo a marearme y me entran arcadas. Resulta que los ojos no son los ojos de Kafka, sino los de un cuervo que me he creado y que no me atrevo a reconocer. Sí, amigos, un cuervo, que es una sencilla traslación de un pariente próximo, el grajo, que es justamente lo que significa "kafka" en checo y el emblema comercial, en negro y sobre una rama, que utilizaba la familia de su padre. Es, por tanto, el pico del grajo lo que me incordia, al igual que otro pariente, el buitre, le abría la úlcera a Prometeo. Y así llegamos, por otro camino, a lo mismo que mi psiquiatra: la culpa.
     Flaubert en vez de aves de rapiña tenía un loro, que al menos te alegra con sus colorines y se da más maña en lo lingüístico. Le cogió tanto cariño, que cuando se murió lo llevó a que se lo disecaran, pero ya me dirán ustedes cómo diseco yo una metáfora, y eso en el supuesto de que se muera. Total, que salgo desmoralizado de la consulta y desciendo al metro, donde me tranquiliza la certeza de que por allí no frecuentan los pájaros. Luego me acomodo en un asiento y me pongo a escribir lo que tienes delante, pero como el trayecto y mi inspiración son cortos recorro la línea un par de veces de punta a cabo hasta que doy con la relación entre Kafka y el artículo que desencadenó el ataque de metáfora. Uno: que K., como natural y residente en Praga toda la vida, es un bohemio en su acepción de gentilicio, pues tal capital también lo es de la región de Bohemia. Y dos: si la marca del bohemio es, como he señalado, la carencia y la exhibición, la obra que mejor ilustra ese maridaje es, sin duda, Un artista del hambre

     Tras este hallazgo, la mirada, el grajo o la metáfora se desvanecen, al menos de momento, y con ellas mis reservas para publicar este artículo, pues la lectura de ese relato a la que posiblita un simple clic compensa de sobra al lector de haber soportado esta monserga. 

(Nota para mí: he guardado en la cartera la publicidad del hipnotista que he recogido del suelo del andén.)