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jueves, 25 de julio de 2013

La lengua de los nazis (2)

Los Diarios de Goebbels
   
La expresión Diarios de Goebbels es un tanto ambigua. Por un lado hay constancia de un primer diario que abarca un estrecho marco cronológico -desde el doce de agosto de 1925 hasta el 16 de octubre de 1926- y cuyo manuscrito le fue entregado al expresidente estadounidense Herbert Hoover durante su visita a Alemania, comisionado por Truman para asesoramiento en cuestiones alimentarias en la zona de ocupación bajo mando norteamericano y británico. Por otro, unas memorias bastante posteriores cuya primera anotación data del 21 de enero del 42, y la última, del 9 de diciembre del 43. Según explica su editor norteamericano, se trata de una recopilación de documentos encontrados en el suelo del patio del ministerio de propaganda después de que los rusos entraran en Berlín. Su ordenación, selección y traducción corrieron a cargo de Louis P. Lochner, quien durante más de veinte años, hasta la fecha precisamente en que se inician estos diarios, fue jefe de la oficina en Berlín de la Associated Press. Entre nosotros esta recopilación fue editada por Plaza y Janés en su colección "El arca de papel" en el año 1975.
     Posteriormente, en los archivos soviéticos se encontró una versión completa de los diarios, con anotaciones que van desde el verano de 1924 hasta el 29 de abril de 1945 (dos días antes del suicidio de su autor).
     Sentado esto, las citas que aporto a continuación para seguir abundando en las características del discurso nazi pertenecen a los segundos Diarios, los recopilados por Lochner, que si bien presentan numerosas lagunas en un marco cronológico de apenas dos años, al menos quedan libres de ciertos problemas que plantean los "diarios soviéticos" sobre los que no vale la pena alargarme aquí. 
     Paul Joseph Goebbels estudió literatura y filosofía en Bonn, Würzburg y Freiburg, y se graduó en 1921 en la universidad de Heidelberg. Su gusto por la literatura y unas ansias irrefrenables por ganarse el reconocimiento público le llevaron a escribir una novela en forma de diario que tiene mucho de su propia biografía -Michael- (publicada en el año 29) , numerosos poemas románticos y dos obras de teatro en verso, que fueron rechazadas por los editores, causando, sin duda, una profunda herida en el orgullo del joven Joseph, quien, años más tarde, cuando su poder sobre todas las editoriales de Alemania era incuestionable, recordaría de forma poco grata a más de un editor el gravísimo lapsus. Sin embargo, para entonces la literatura había sido desplazada de sus aficiones y ocupaciones por la política; su interés hacia la primera había quedado relegado a su relación con la segunda. De ahí las piras de
 libros en las que la noche del 10 de mayo de 1933, en la Opernplatz de Berlín, ardieron las obras de Babel, Marx, Schnitzer, Thomas Mann, Jack London, Hemingway, Freud, Remarque y tantos otros. Y de ahí también que sus conocimientos le llevaran a trasladar al discurso político los mecanismos de verosimilitud propios del literario, pues como ministro de propaganda su misión era en gran medida hacer pasar mentiras por verdades. Para lo cual su talento fue innegable. Klemperer le llama en sus Diarios  el más mendaz de los jerarcas nazis, y a su nombre ya ha quedado asociada como una etiqueta de cinismo la frase aquella de "una mentira repetida cien veces se convierte en una verdad". Tan evidente resulta esa condición en su vida y en su obra, que el lector que se enfrente a sus Diarios sin tenerla en cuenta pensará o bien que Goebbels a veces se engaña a sí mismo o que es idiota. Fíjense en este comentario del 25 de febrero de 1942:
     "Los Estados Unidos se jactan de una gran victoria en su lucha por Bali. Afirman haber hundido todos los barcos japoneses, pero, desgraciadamente para ellos, los nipones desembarcaron en Bali. En los países anglosajones es posible engañar al pueblo con esta clase de mentiras. Nosotros no podríamos hacer nada por el estilo. El pueblo alemán nos calentaría las orejas si le diésemos noticias de este tipo."
     O en este otro, del 17 de abril de 1943, a raíz del descubrimiento de las fosas de Katyn, que resulta igualmente ofensivo para la inteligencia como revelador del propósito de Goebbels:
     "El incidente de Katyn se está convirtiendo en un asunto político gigantesco del que podemso esperar las mayores repercusiones. Lo estamos explotando de todas las formas posibles. Los diez o doce mil polacos sacrificados -probablemente no libres por completo de culpa, por cuanto fueron los verdaderos instigadores de esta guerra- pueden servirnos ahora para abrir los ojos de los pueblos de Europa acerca de lo que significa el  bolchevismo."
     La clave de toda memoria es el lugar en el que se sitúa el "yo" en relación a sus lectores y a la sociedad de su tiempo. En el caso de Goebbels se advierte una plena conciencia de que ese "yo" no solo es testigo sino protagonista de la historia, y, a pesar de una cierta despreocupación por el estilo que da a su prosa un aspecto atolondrado, queda claro en todo momento que esos Diarios son un ejercicio de propaganda. Junto a esto, otro rasgo definitorio de estas memorias es la mínima distancia cronológica entre los sucesos que refiere y el momento de hacerlo, que es, por lo general, de un día, lo que aproxima sus anotaciones a las crónicas radiofónicas, con una inmediatez que subraya en ocasiones la perspicacia política de Goebbels, como, por ejemplo, cuando habla de las investigaciones sobre armamento nuclear, cuando expone sus reticencias sobre la alianza con Italia o cuando juzga las capacidades de Laval o de Churchill.
Louis P. Lochner
     A veces, en medio de esos juicios políticos o de sus comentarios sobre los vaivenes de la guerra, aparece inesperadamente lo más cotidiano en forma de alusiones a su dolor de riñones o a sus añoranzas familiares.
     "Por la noche pude consagrar un poco de tiempo a las niñas, con las que me divertí mucho. Es una pena que uno pueda estar tan poco con sus propios hijos... Una vez que termine la guerra me preocuparé mucho más que antes de su educación. No puedo ni deseo pensar en una tarea más hermosa en la paz venidera."
                                                      (20 de diciembre de 1942)
     Pero lo que en otro concederíamos sin más como una expresión de afecto familiar, en Goebbels, que con tanta frecuencia abogó por los sentimientos como herramienta de persuasión, siempre hay que tomarlo con cautela, como esas fotos tan conocidas en las que Hitler aparece acariciando a su perro o besando a niñitas.
     La siguiente anotación, perteneciente al 7 de marzo del 43, ilustra bien el tránsito de lo sentimental a lo pragmático:
     "Asistí a los funerales celebrados en el cementerio del bosque de Dahlem en honor de seis jóvenes de la Luftwaffe, los más jóvenes soldados del Reich, muertos durante el último bombardeo. Presencié escenas conmovedoras. Un joven pastor pronunció un discurso excelente. Creo que debemos requisarle para nuestro movimiento."
    En Solo en Berlín (1947), novela de Hans Fallada que ya comentamos aquí, una mujer recibe la noticia de la muerte de su hijo en el frente. Luego llega su marido del trabajo y, al verla, intuye que algo le ha pasado al hijo. Ella se lo dice y, cuando él coge la carta oficial, ella se la arrebata de las manos y la rompe en pedazos.
Hans Fallada (1893-1947)

     -¿Es que encima piensas leer esa mierda, esas asquerosas mentiras que les escriben a todos? ¿Que ha muerto como un héroe, por su Führer y por su patria? ¿Que fue un soldado y un camarada modélico? ¿Vas a dejar que te cuenten todo eso cuando los dos sabemos que lo que más le gustaba a Ottito era manipular su radio y que lloró cuando lo obligaron a alistarse?  
     A partir de entonces el dolor se convierte en rabia, y la rabia en resistencia. Unas simples postales son el arma que utilizan los Quangel contra el estado nazi. Su oposición política es una oposición lingüística, porque tan subversivo como los mensajes de sus postales es el lenguaje que utilizan. Si Klemperer, en su LTI, desmonta las claves filológicas de la lengua de los nazis, Hans Fallada evidencia con su historia de los Quangel -que es la historia real de los Hampel- la inanidad de su discurso.
     En el prólogo de los Diarios de Goebbels, Lochner cuenta que el 10 de noviembre del 38, un día después de "la noche de los cristales rotos", Goebbels, que había organizado el pogromo, convocó a los corresponsales extranjeros acreditados en Berlín y les hizo la siguiente declaración:
     "Todos los relatos que hayan llegado a sus oídos acerca de pretendidas destrucciones de propiedades judías son una mentira hedionda. No se ha tocado el pelo de un solo judío".
     Es de tal envergadura la mentira, que aturde. Pero no basta con descalificar a su autor con unos cuantos adjetivos ni con atribuir el disparate a un celo patológico en su misión propagandista. La clave de su actitud la revela el mismo Goebbels cuando critica el "intelectualismo" y el "objetivismo" como "atributos judíos de una caduca sociedad occidental". Así, para él, muy por encima de las oposiciones verdad/mentira o bien/mal está la de lo auténtico o genuino, asociado al credo nazi, frente a lo falso o lo corrupto, asociado a todo lo demás.
     Cuenta Lochner que la declaración de Goebbels implicaba una imposición de silencio a los periodistas, pero que lo que el ministro no había tenido en cuenta es que "el día anterior habíamos enviado amplios relatos de la quema de las sinagogas, el asalto a las tiendas hebreas, el apaleamiento de los judíos y de las partidas de gángsters nazis que recorrían las calles gritando ¡los judíos graznan!" Con lo cual la transmisión textual de las palabras del ministro consiguieron en el extranjero el efecto contrario del que pretendía. 
        
     
     

miércoles, 12 de septiembre de 2012

"Solo en Berlín"

fotos del archivo de la Gestapo de Otto y Elise  Hampel  
     Berlín representa en sí un subgénero narrativo cuyos límites -los últimos años de la República de Weimar y el final de la II Guerra Mundial- enmarcan una estructura general de ascenso y caída del nazismo. Sus realizaciones son tanto novelescas como teatrales, cinematográficas, musicales o de cómic. Cabe incluso hablar de pinturas y dibujos, aludiendo obligatoriamente a la obra de George Grosz, pero hoy quiero citar aquí solo unas pocas de las que en los últimos años han contribuido a reafirmar el carácter popular del subgénero:  la serie de novelas de Berlín Noir, de Philip Kerr, protagonizadas por el detective Bernie Gunter; "Sombras sobre Berlín", de Volker Kutscher; "Berlín 1945", de Pierre Frei; la actualización del musical "Cabaret" -escrita a partir de "Adiós a Berlín", de Christopher Isherwood-; los dos álbumes de cómic de Jason Lutes, "Berlín, ciudad de piedras" y "Berlín, ciudad de humo", ambientados en 1928 y 1929 (y aún falta un tercero por publicar, "Berlín, ciudad de fuego", que todos los que conocemos los anteriores esperamos con ansiedad); los dos primeros volúmenes de la novela gráfica "Adolf", del maestro japonés Osamu Tezuka; y, sobre todo, la extraordinaria novela de Hans Fallada "Solo en Berlín", reeditada recientemente por MAEVA.
     Aparte de la coincidencia espacio-temporal, todas ellas desarrollan de distinta manera y con aciertos desiguales la lucha del individuo por mantenerse incólume frente a la influencia del entorno y al peso de un estado inicuo y sofocante. Desde la claudicación hasta el cinismo o la rebeldía las actitudes de los protagonistas parten del heroísmo de la lucha frente a un enemigo tan potente como, desde un punto de vista narrativo, eficaz. Lo cual, en contraposición a lo que podríamos llamar "normalidad manifiesta de los primeros, sitúa las historias, si no al filo, abiertamente entre la épica y la tragedia.
     En "Solo en Berlín", el mismo día triunfal en que los diarios anuncian la capitulación de Francia, los Quangel reciben una carta del ejército en la que se les informa de la muerte de su hijo. Ella es ama de casa y él, jefe de taller de una fábrica de muebles, cuya sección ha pasado de los trabajos de ebanistería a las cajas para bombas. Ninguno de los dos -Otto y Anna- ha tenido nunca una participación política activa; simplemente se han dejado llevar sin entusiasmo por la corriente. Pero ahora, la muerte de su hijo les deja un vacío que les desmonta de golpe toda la retórica del Partido. Entonces, deciden llevar a cabo un acto furtivo de rebelión y venganza. Es casi un gesto fútil que hacen por dignidad, pero que implica, si es descubierto, una condena a muerte por traición: la escritura y posterior abandono en las escaleras de algún edificio de viviendas de postales sediciosas. Madre, el Führer ha matado a mi hijo -escribe en una de las primeras, donde, en el lugar de la dirección y el remite, añade: ¡Pasad esta postal para que la lean muchos! No donéis nada a la Organización de Ayuda Invernal. Trabajad despacio, más despacio todavía. Echad arena a las máquinas. Cada trabajo no realizado contribuye a terminar antes esta guerra.
     Al principio la Gestapo no le concede importancia, pero a medida que pasa el tiempo y aumentan las postales que les llegan, crece también su preocupación y convierte en una urgencia la captura de su autor, de modo que se le encarga a uno de sus comisarios la investigación. A partir de este momento se suma al interés sociológico por la vida de los Quangel y por su entorno, marcado por la ambición o por el miedo, una intriga de novela negra que culmina, en el tercio final de la obra, con una crítica demoledora del estado nazi.
     Esta combinación  del género policíaco con una cierta voluntad de análisis social en el contexto del III Reich, preferiblemente en las calles de Berlín, es algo que tienen en común la mayoría de las obras que he mencionado arriba, pero hay dos circunstancias que distinguen la novela de Fallada: el hecho de que fuera escrita apenas un año después de la guerra y el que los sucesos que en ella se narran, tal como afirma el autor en una nota que recoge la extraordinaria edición de MAEVA, reflejan a grandes rasgos los expedientes de la Gestapo sobre la actividad ilegal de un matrimonio de trabajadores berlineses durante los años 1940 a 1942. Ambas circunstancia evitan lo que en obras posteriores se convierte a menudo en un lastre: la fascinación por el escenario. Como el juicio moral ya está hecho y es consabido, muchos autores lo fían todo a una buena intriga y a una exhaustiva ambientación. El resultado es una especie de decorado gigante a lo Cecil B. DeMille donde todos los tópicos del universo nazi se dan la mano.
     No cuesta nada indignarse a costa de algunas de las peores obras de este género, que son también a veces las de más éxito -"El niño del pijama a rayas", por ejemplo-, pero el hecho es que en esta posmodernidad desmemoriada puede perfectamente darse el caso en un futuro inmediato de que sean esas mismas obras las garantes contra el olvido popular del momento histórico que recrean. Cabe incluso prever que dentro de esa lógica del espectáculo en la que la relación entre análisis y escenografía es inversamente proporcional, lleguemos a ver en la televisión un "reality" al estilo de "Gran Hermano" o de "La isla de los famosos" en el que los concursantes, en un plató gigante que recree con todo detalle una cárcel de la Gestapo o un campo de concentración, se vean sometidos a todo tipo de sevicias. Hasta entonces, y con el ánimo de retrasar el proceso de banalización, la lectura de "Solo en Berlín", de Hans Fallada, es un ejemplo de literatura en mayúsculas y un alegato por la dignidad y contra la barbarie.