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sábado, 19 de marzo de 2016

Luis Telesforo: los pasadizos ocultos

No te he dicho nada antes, pero hace un par de días que el señor Ángel me llamó y me dijo que al Rubio, mi amigo el zahorí, lo enterraron el domingo. Que la última vez que lo vio fue precisamente junto al depósito de agua potable que tiene el ayuntamiento de Valencia en Quart, que es donde lo vimos por primera vez. Nosotros íbamos paseando con mi perro y él estaba en una esquina, aferrado a su horquilla de madera. Era una imagen anacrónica, disparatada si no fuera por la dignidad de sus gestos. Yo me acerqué, pero mi presencia le incomodaba, y al principio mis palabras también, de tan acostumbrado al desprecio y a la ignorancia. Me contestaba por respeto, algo cortante y receloso. Tentaba el aire con la horquilla, esperaba unos segundos y luego apuntaba unos números en una libreta repleta de anotaciones. Enseguida me di cuenta de que no podía andar buscando corrientes ni veneros, porque allí mismo, debajo de nosotros, todo era agua. Le hablé entonces de la batalla de San Onofre, que se había librado justo en aquel paraje entre labradores valencianos y granaderos franceses. Sonrió por primera vez. Tenía una mirada y una sonrisa de niño pícaro que se le había quedado de cuando de pequeño acompañaba a su padre de feria en feria por los pueblos de la Mancha con un barracón de tiro. Te miraba y sus ojos azules te decían vas a fallar, chaval. Tenía gracia para el cuento y era noble. Una vez cuando le gané ya la confianza me enseñó un truco fullero de nudos, un truco infalible que utilizaba solo para embromar a los amigos. Yo sabía por dónde iba él a catar el terreno y, en mis paseos con mi perro, solos o, más a menudo, acompañado del señor Ángel y el Jabalí, nos acercábamos a la senda que cruza el barranco de Salt de l'Aigua, nos desviábamos hacia el acueducto o dábamos la vuelta al frontón hacia San Onofre. Como hombre generoso, quiso compartir con nosotros el secreto del zahorismo; fue al río a buscar ramas, las cortó y nos fabricó sendas horquillas.
cuadro de Ramón  Stolz Viciano
Por supuesto, yo no creo en la rabdomancia, pero creo en mis amigos, así que acepté con gratitud el regalo y confieso que me aferraba al palo esperanzado en que al cabo de unos pasos, cuando cruzara la acequia que corría transversalmente respecto a la dirección de mi paseo, sentiría el pálpito en mis manos de la nostalgia de la rama por el agua. Pero nada. A lo que se ve el señor Ángel, el Jabalí y yo carecemos de esa gracia. Y peor le supo a él que a nosotros, porque en nuestro errático divagar el Jabalí ya había adaptado mentalmente el motor de la mula mecánica a un eje de forma que pudiera hacer una prospección en una parcelita que teníamos mirada donde a una profundidad de unos siete metros nos esperaban unas escudillas, varios alfanjes y un buen puñado de dirhams y quirates. Y aunque no le movía ningún afán pecuniario, la ilusión compartida de unos amigos le daba vida y le rejuvenecía. Sintió mucho, pues, que ninguno valiéramos para zahorí, y ya después del cursillo dejamos los planes arqueológicos para conversación de superficie. Él leía mucho de eso, porque quería darle contexto histórico a sus hallazgos subterráneos, que tenían que ver sobre todo con la Valencia musulmana de principios del XIII y el Quart mudéjar de finales de ese siglo y principios del siguiente. Conocía todas las alquerías que había habido en la zona y los enterramientos. A veces utilizaba la horquilla y a veces el péndulo. Íbamos tranquilamente paseando, se detenía de pronto, sacaba el péndulo y nos decía, por ejemplo, aquí hay tres tumbas, una es de un niño y dos de adultos; no hay metales. Pero más allá hay un pozo donde hay armas y monedas.  Había rastreado una serie de pasadizos subterráneos que se extendían por todo el término, desde Manises y Quart hasta Paterna, Torrente y Valencia. Su teoría es que los musulmanes pensaban que su expulsión sería solo transitoria y que volverían a recuperar sus tierras y propiedades. En consecuencia ocultaron sus bienes en pozos, al final de ciertos pasadizos, y trazaron otros como vías de escape para tiempos de zozobra. Cuando construyeron el tramo del metro que vence el paso del Barranquet, nos dijo un vecino que estaba en la brigada de la tuneladora que toparon con uno y que se afanaron en ocultarlo por miedo a que se retrasaran las obras.
      Quizás del hallazgo del que se sentía más orgulloso era de la ubicación del priorato que el monasterio de Poblet había fundado en Quart, que situaba muy cerca de aquella quinta desvencijada que había albergado durante un tiempo un manicomio. Desde allí arrancaba un pasadizo que se prolongaba hacia el este y, tras recalar en Santa Úrsula, San Nicolás y el Patriarca, llegaba hasta la única iglesia de la Valencia mozárabe, la de Sant Vicent de la Roqueta. Él sabía dónde estaba enterrado el santo diácono. Me dijo que si, como andaba algo torpe de mano, tuviera unas pocas letras más, le escribía al arqueólogo municipal y le explicaba dónde y cómo estaba Sant Vicent. O sea, que yo le escribí esa carta. Y no te imaginas cómo me lo agradeció. Un día, mientras me descubría la mejor mata de regaliz de Quart, me puso la mano en el hombro y suspiró: si yo pudiese pasarte un poco de lo mío, verías cuánto podríamos hacer. Pero a pesar de que soy una criatura bastante acuática, mis terminaciones nerviosas epiteliales están a otros menesteres, y los pasadizos y los rincones que descubro son de otra índole.
     Durante varias semanas, meses, esperamos la respuesta a esa carta, que nunca nos llegó. Y como él era un hombre bueno, educado y, además, de Ledaña, en Cuenca, no entendía la mala educación de no contestar a alguien que no pedía más que hablar un rato mientras tomaban un café.

el señor Ángel y Luis Telesforo

martes, 5 de junio de 2012

Un "héroe" de nuestro tiempo

Desde hace unos días hay un héroe nuevo en el barrio. Según versiones tiene 80, 84 o casi 90 años, oscilaciones que se repiten en lo tocante a su altura, lo cual sería fácil de determinar si lo hubiera visto, pero ahí está el caso, que solo lo conozco de oídas: tres versiones en sendos paseos con mi perro. Nunca he sentido tan vivas las historias de la épica, la transmisión oral y el papel de los juglares, de los que tanto he hablado a mis alumnos. El nombre del héroe es señor Cipriano, sin el "don", porque en este barrio no se lleva, y con el epíteto aún en fase de creación. Hasta hace unos días era Cipriano, el de la Motilla; ahora empieza a oírse Cipriano, el de la vara, Cipriano, el de los huevos, y cosas así. He estado a punto de decir que es un "yayo flauta", por la edad y por su actuación en Bankia, pero mejor no. Lo que pasa es que por aquí la gente protesta mucho, pero sin pitos ni tapas de cacerola. Lo nuestro es, cómo decirlo, una serie de manifestaciones inconexas en la esquina de la calle, bajo los pinos, al lado de los juzgados de Quart o en el callejón de los frontones, que ahora en verano es un lugar muy agradable, porque desde que cerraron los astilleros de "Elcano" ya no se te mete en la cabeza el runrún de los motores de barco en pruebas; solo se oyen los gritos de la gente que juega al frontón o al fútbol, el zureo de las palomas y , por la mañana, si tienes suerte, el canto de un jilguero. Entre sus palmeras, naranjos silvestres, guindos y galanes de noche llego a la ermita de san Onofre, de la que ya he hablado aquí, pero con más frecuencia tuerzo a la izquierda y doy la vuelta por lo que queda de un pinar que bordea un enorme depósito subterráneo de agua potable. Por lo general voy solo, aunque por la tarde a veces me encuentro con algunos jubilados que también pasean con sus perros, y entonces he de ponerme en guardia, porque el tema de conversación hace ya tiempo que es el mismo: "que lo vengo diciendo desde lo menos cinco años atrás, que esto es una herida engangrená, y que si no se corta por lo sano, nos morimos tos". En el siglo XVII a los que arreglaban España en dos patadas se les llamaba "arbitristas", pero que yo sepa de entre ellos no emergió ningún héroe. Lo más parecido es ese desdoblamiento juvenil de Arturo Pérez Reverte con capa y espada. En cambio, este señor Cipriano que les presento no sale de las páginas de una novela, sino del bar de la esquina, de echar unas partiditas al tute o al dominó toda la tarde, con un cortado y un palillo por consumición. En otros tiempos estos locales los hubieran cerrado por subversivos, porque entre carta y carta los jugadores intercambian ideas sobre sistemas sumarísimos de jubilación de políticos y sobre cursillos de reciclaje para directores y ejecutivos  de banco. A lo fino los del ramo de la pedagogía llamarían a esto "brainstorming" tabernario, solo que estas nubes no descargan, pasan de largo y no riegan nada. Ya digo que somos gente de indignación estéril. Nuestros arrebatos son tan inofensivos, que cuando en días señalados nos juntamos con otros semejantes y salimos a la calle, los que mandan nos cuentan a razón de un cuarto por persona. Por eso el señor Cipriano, el de la Motilla, se ha hecho de notar. Hace más de veinte años que está jubilado, es viudo y tiene tres hijos, los tres en el paro. El director del banco le puso muchas pegas cuando le reclamó los ahorros de toda su vida, pero como aquel no anda sobrado de paciencia ni de argucias financieras, le echó mano a la garganta y le clavó los dedos como garranchos mientras le explicaba que si no le daba el dinero venía otro día y le mataba. Para que viera que no iba de farol le presentó a sus abogados, dos cartuchos de escopeta del calibre doce. En resumen, una orden de alejamiento, todo su dinero para él  y el reconocimiento de un barrio.    
     No digo que sea una historia ejemplar, pero tampoco me parece que sea una versión pueblerina de "Un día de furia". Quizás sea solo un aviso de que el protagonismo está pasando de los indignados a los desesperados. 

viernes, 2 de septiembre de 2011

Desmemoria histórica (Luis de Tapia en Quart de Poblet)

     No lejos de casa, en el límite meridional de los paseos vespertinos con mi perro, hay una quinta de principios del siglo pasado, un edificio noble con forma de ele, de fachadas de sillería, tejado a dos aguas, vigas de madera y rejas de hierro forjado en  las ventanas. En su parte interior, un enorme patio convertido en selva por la desidia y el tiempo es refugio de pájaros, gatos y de algún vagabundo; mientras que los otros dos lados se abren a una calle y al parque homónimo de un  santo eremita africano, Onofre, a cuya devoción -por mor de un viaje desde la Etiopía del siglo IV al Quart de Poblet del XIV- se le rinde culto en una ermita de doble espadaña y cúpula azul cobalto como las que admiraron a Víctor Hugo en la cercana Valencia  35 años después de que tuviera lugar aquí mismo la Batalla de San Onofre, en la que siete mil civiles mal armados y mil soldados veteranos intentaron detener el avance de las tropas napoleónicas, como recuerda una copia en azulejos de un dibujo de Vicente López que decora una pared de la ermita.
     Un rumor de agua acompaña esta evocación. Son las acequias de Quart y Benager-Faitanar, que emergen en este punto, donde hallan las compuertas de regulación de su caudal.
      A menudo paseo hasta la ermita, me refresco en la fuente y descanso en un banco, a la sombra de los cipreses, donde el  murmullo del agua y el calor me adormecen. Una urraca se posa en una rama, de donde el revoloteo de unas palomas la ahuyenta. Mi perro endereza una oreja, abre un ojo y decide que no vale la pena malgastar un ladrido. Al cabo de un rato nos levantamos y caminamos perezosamente hasta el edificio abandonado. Es el antiguo psiquiátrico de Quart, llamado también como aquel anacoreta etiope.
     En el semillero de hipotéticos relatos que son mis carpetas de recortes de prensa encuentro una noticia del año 92 sobre un médico que se despertó una mañana convertido en un interno de esa casa. A lo que parece, su ex-mujer, muy harta ya, le adobó la cena con somníferos, le pidió a un psiquiatra amigo que se luciera con un informe y, hale, como en un chiste de Gila: oiga, ¿es ahí donde los locos? Pues que vengan, que les tengo preparado un paquete. Pero todo eso se acabó pronto. Los vecinos protestaron porque a la hora de la merienda de los nenes en el parque algunos locos salían de paseo, se mezclaban entre la gente cuerda y no había manera de distinguirlos. Por las noches, además, se oían las risas de los locos, que ya se sabe que son contagiosas y producen pesadillas. Por suerte para los vecinos, los nuevos aires en psiquiatría soplaban a su favor y muy pronto todos los pájaros volaron sobre aquel nido de cuco.
     Menos afortunado que los últimos internos fue Luis de Tapia, de quien apenas ya no queda ni el recuerdo de su nombre, que rescato de las páginas de Las armas y las letras a raíz de unas lecturas relacionadas con mis artículos sobre los bohemios. Escribe Andrés Trapiello en esa obra que se ha convertido en una herramienta imprescindible para el estudio de las implicaciones de los escritores en la Guerra Civil: "Loco en Valencia, transtornado por los acontecimientos de la guerra, terminó el poeta coplero Luis de Tapia (Madrid, 1871-Quart de Poblet, Valencia, 1937). Las ediciones del Socorro Rojo le editaron sus coplas revolucionarias. La descripción de su enternamiento y entierro es una sombría estampa que pone los pelos de punta a las mismas escarpias. Arturo Mori en su muy interesante y raro "La prensa española de nuestro tiempo" trazó su retrato así: "El poeta satírico de la República sintió tan hondamente el derrumbamiento de las libertades españolas, que enloqueció y, conducido a un sanatorio cerca de Valencia, terminó su vida acusando a la Compañía de Jesús de todos sus males, como un gran actor al final del drama".
     Fue tan famoso en su época como hoy nos es desconocido (periodista, corresponsal de guerra, traductor de Goldoni, poeta, Galdós prologó una de sus obras dramáticas y Valle-Inclán le promovió un homenaje en el Círculo de Bellas Artes) y aunque no se puede considerar un desafuero literario que su obra se haya relegado a notas a pie de página, la desmemoria de su vida y, sobre todo, de las circunstancias de su muerte, es una clase de Historia que no deberíamos perder. José Esteban elabora con elegancia su perfil biográfico, en el que incluye un comentario de Isaac Pacheco, el editor de la antología que menciona Trapiello: "Cuando España vuelva a su normalidad civil, interrumpida por el fascismo en su criminal sublevación, el pueblo demostrará a Luis de Tapia la gratitud que merece el poeta por su valiosa ayuda en defensa de las libertades populares".
     Cuarenta y cinco años después, nuestra confianza en la gratitud de nuestros representantes políticos hacia aquellos que pagaron con cárcel, psiquiátrico y vida su apuesta por las libertades anda algo mermada, y queda la sensación de que tenemos una lección pendiente.