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domingo, 29 de enero de 2017

Kafka me mira

              


     Hace años que Kafka no me quita ojo cuando escribo en la mesa de mi cuarto. A veces logro olvidarme de él, pero cuando me doy la vuelta, siempre chocan nuestras miradas y entonces me achanto, hago una pelotilla y tiro lo escrito a la papelera. Durante algún tiempo confié en que el poder de su mirada menguaría a medida que mi edad igualara los cuarenta años de la suya, pero nada. Ni la barrera a la que me obliga la presbicia me protege. Todo lo atraviesan sus ojos: las gafas, el cristal del marco de su fotografía, mi mirada o mi cogote. Yo creo que fue el deseo de librarme de ella lo que me convirtió en un escritor callejero. En el metro, en los bares o en los parques, escribiendo siempre en el reverso de papeles usados, incluso en servilletas o en los márgenes de los periódicos me siento libre de aquella presencia y de toda ambición, las oraciones no se me deshilachan ni me chorrean los adjetivos al cabo de cualquier sintagma. Pero estos días, después de publicar el artículo “Bohemios” me castiga con fuerza la picazón kafkiana. Mi psiquiatra me dice que tal vez se deba a la serie que dediqué a Kafka, a Elvis y a sus respectivas metamorfosis, aunque yo sé que no cree en su conjetura, que la suelta a ver si pico, porque a lo que parece hay pastillas en la farmacia contra las conspiraciones esquizoides -incluso contra las protagonizadas por escritores checos-, pero lo de las miradas que te atraviesan el colodrillo mientras redactas está más complicado y, desde luego, no entra en la Seguridad Social.
     Por lo privado, pues,  visito el viernes a un psicólogo y psicoanalista. La primera impresión es excelente: fuma en pipa, luce sotabarba y  un estante de la librería de su despacho está repleto de figuritas raras. Por lo demás, lleva una mancha de aceite en la corbata y al hablar asperja de saliva una zona que alcanza en los momentos más efusivos hasta medio metro de distancia de su boca. Muy solemne, al transcurrir la sesión me comunica que padezco  una proyección fantasmal debida a una introspección traumática en mi subconsciente. Le digo que no entiendo nada, él sonríe satisfecho y me explica que en realidad yo no veo ninguna mirada, que todo se debe a una metáfora. Ahí empiezo a marearme y me entran arcadas. Resulta que los ojos no son los ojos de Kafka, sino los de un cuervo que me he creado y que no me atrevo a reconocer. Sí, amigos, un cuervo, que es una sencilla traslación de un pariente próximo, el grajo, que es justamente lo que significa "kafka" en checo y el emblema comercial, en negro y sobre una rama, que utilizaba la familia de su padre. Es, por tanto, el pico del grajo lo que me incordia, al igual que otro pariente, el buitre, le abría la úlcera a Prometeo. Y así llegamos, por otro camino, a lo mismo que mi psiquiatra: la culpa.
     Flaubert en vez de aves de rapiña tenía un loro, que al menos te alegra con sus colorines y se da más maña en lo lingüístico. Le cogió tanto cariño, que cuando se murió lo llevó a que se lo disecaran, pero ya me dirán ustedes cómo diseco yo una metáfora, y eso en el supuesto de que se muera. Total, que salgo desmoralizado de la consulta y desciendo al metro, donde me tranquiliza la certeza de que por allí no frecuentan los pájaros. Luego me acomodo en un asiento y me pongo a escribir lo que tienes delante, pero como el trayecto y mi inspiración son cortos recorro la línea un par de veces de punta a cabo hasta que doy con la relación entre Kafka y el artículo que desencadenó el ataque de metáfora. Uno: que K., como natural y residente en Praga toda la vida, es un bohemio en su acepción de gentilicio, pues tal capital también lo es de la región de Bohemia. Y dos: si la marca del bohemio es, como he señalado, la carencia y la exhibición, la obra que mejor ilustra ese maridaje es, sin duda, Un artista del hambre

     Tras este hallazgo, la mirada, el grajo o la metáfora se desvanecen, al menos de momento, y con ellas mis reservas para publicar este artículo, pues la lectura de ese relato a la que posiblita un simple clic compensa de sobra al lector de haber soportado esta monserga. 

(Nota para mí: he guardado en la cartera la publicidad del hipnotista que he recogido del suelo del andén.)

jueves, 27 de febrero de 2014

Hitler, el devorador de alfombras

Hitler desquiciado por las derrotas que corroen como cangrejos un cuerpo muy maltratado por las privaciones de sus años de bohemia, por las trincheras y barrizales y por las puñaladas crónicas en la espalda recorre el salón, el pasillo, su despacho, otra salita, media vuelta, la salita, el despacho, el pasillo..., y no se da tregua y duerme mal y no descansa. ¿Para esto hemos inventado el café descafeinado? -se lamenta con razón Eva Braun y reprende a su Adolf por una alarmante relajación de sus hábitos higiénicos. Pero a quién le importa ya si se deshilacha el punto y coma perfecto del bigote y el flequillo o si la guerrera de ir por casa luce unas cuantas medallas en recuerdo del choucroute o de los pepinillos del almuerzo. O, peor aún, a quién le importa ese como polvillo disperso por sus hombros y pechera. ¿Es que este paladín del vegetarianismo y de la vida sana se ha dado al tabaco?. No, nada de ceniza, amigos; es solo caspa. Todo él es un gran residuo que se desmorona,  al que apenas le queda un año de vida.
      Es el revés de la imagen de aquel energúmeno que arengaba a las masas. Este Führer ya no guía a nadie, se arrastra. Las derrotas le debilitan y enloquecen. Uno de sus asistentes domésticos escribe de él: En la mesa muestra una conducta más bien grosera. Abstraídamente se muerde las uñas, se toca la nariz una y otra vez y sus maneras son chocantes. Se diría que su desesperación, su descuido y su falta de modales no solo desnudan al dictador de su prosopopeya, sino que lo degradan hasta el ridículo. Y, sin embargo, son precisamente ese desaliño y esa desesperación, una vez superados los primeros momentos de comicidad, los que le confieren su condición más terrible, aquella por la que siempre deberíamos temerlo, esto es, la de congénere.  
     Algunos escritores victorianos supieron plasmar magistralmente en monstruos memorables sus miedos, deseos y frustraciones. Drácula, Frankenstein o Mr. Hide ocupan vitrinas destacadas en el imaginario colectivo del horror. No muy lejos habita Jack el Destripador, que no fue protagonista de novelas, sino de noticias de sucesos en tabloides londinenses. Pero da igual, porque llega un punto en el que el paso del tiempo y la ignorancia  desdibujan los límites entre la historia y la ficción; y así vaticinaba Imre Kertesz que la barbarie nazi acabaría convirtiéndose en un subgénero narrativo, de modo -completa un servidor- que Adolf Hitler terminará estabulado en los museos de Madame Tussauds junto a Red Skull y Fu Manchú, en el mismo pasillo que Frankenstein y Drácula.
     Quizás esa posición espectacular, entre el supervillano y el monstruo, le garantice un lugar en la memoria de las futuras generaciones. Pero entonces, si como con tanta frecuencia ocurre, se pasa del temor a la admiración, tendremos -tendrán, quiero decir- un problema. Para evitarlo conviene insistir en esa condición tan hiriente de Hitler como congénere. La puritana Charlotte Brontë, contemporánea de  Bram Stoker, Stevenson y Mary Shelley, acertó en la creación de un ser mucho más terrible que los monstruos de sus colegas. Es un ser que vive encerrado en las habitaciones de arriba. Casi nadie sabe de su existencia, que es algo vergonzante que nunca se nombra, a pesar de sus gritos que desgarran el silencio de la noche. Cuando los demás duermen a veces se escapa y deambula por la casa. Es la esposa de Rochester, a quien otra mujer, Jean Rhys, hizo justicia poética en su maravilloso "Ancho mar de los sargazos".
      Quiere decirse, pues, que Charlotte Brontë  descubrió el auténtico terror en el otro (l'enfer c'est les autres -escribió Sartre) y dejó que los lectores descubriéramos que ese otro habita en lo más íntimo de nosotros.
     Cuenta Klemperer que en los últimos años de la guerra la sucesión de malas noticias procedentes del frente hacía que Hitler estallara en ataques violentísimos de cólera que en más de una ocasión terminaban con él en el suelo mordiendo los flecos de una alfombra. Ya se sabe que estas son una mina para ácaros y cucarachas, quienes encuentran generoso acopio de proteínas en su urdimbre. Pero su textura filamentosa, su composición y su intimidad con suelas de zapatos la hacen poco apta para nuestro paladar. Por lo que hay que suponer que solo la saboreaba, la llenaba de babas y la mordía, quizás para evitar con el desahogo males mayores en forma de úlcera.
ilustración de Luis Escafati
Sea como sea, esta imagen magnífica de Hitler devorador de alfombras  nos remite con la fuerza de un chiste judío a la de Gregorio Samsa ante los inquilinos, y, teñida del valor anticipatorio de "La metamorfosis" kafkiana, acaso nos advierta de otros absurdos en ciernes. En mi artículo anterior leíamos sobre la pasión alemana hacia las novelas de vaqueros de Karl May. Pensando en aquello he llegado a estas reflexiones que hoy les ofrezco, y por el camino he dado con una muy cumplida muestra de estupidez que nos brinda el turismo organizado, siempre tan fecundo en esto. Se trata de una parte del menú de un hotel de Uruguay muy frecuentado por alemanes. Aquí la tienen:



El fan de Karl May verdadero comienza su día con un desayuno fuerte: karl_may
SAM HAWKEN´S-Desayuno . . . . . . . . . . . . . . . . .
(pan blanco y integral, jamón, queso, mermelada)
25.000,-
Desayuno de Cazador de Osos  . . . . . . . . . . . . . .
(como arriba, pero la doble cantidad y 2 huevos adicionales)
35.000,-
EGGS & BACON . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
(3 huevos fritos con panceta y pan tostado)
20.000,-



     No hay que descartar, por tanto, que un día los fanáticos de Red Skull y Hitler viajen con devoción  a Obersalzberg, en los Alpes alemanes, para visitar su casa de Berghof. Puede incluso que ese día ya haya llegado. En todo caso espero que los peregrinos cumplan con el ritual y que para almorzar le hinquen el diente a una alfombra bien mullida. 













miércoles, 15 de enero de 2014

Karl May y el deseo de ser un piel roja


Karl May (1842-1912) fue un escritor alemán de novelas de aventuras ambientadas en Oriente Próximo y el Oeste norteamericano que alcanzaron una popularidad extraordinaria, consagrando a sus principales protagonistas, el intrépido vaquero Old Shatterhand (emigrante alemán) y su hermano de sangre, el apache mescalero Winnetou, en dechados de valor y virtud que representaron para generaciones de lectores de aquel país los modelos más amados de heroicidad. Aún recientemente,  en vísperas del Mundial de fútbol de Sudáfrica, un artículo de un periódico alemán animaba a los futbolistas de su selección a "ser once Winnetous para traerse la copa a casa".  Entre nosotros, durante los años setenta y ochenta del siglo pasado pasado, muchos niños y adolescentes lo descubrimos en la mítica Joyas literarias juveniles de Bruguera, con aquella combinación de texto y cómic, sello de la colección, que ayudó a tantos lectores a pasar cómodamente de los tebeos a los libros. Hoy, sin embargo, su presencia en los catálogos de las editoriales y en los estantes de las librerías es algo residual. Frente a Julio Verne y a Emilio Salgari, con quienes a menudo se comparó por su éxito popular, su nombre y sus novelas han quedado muy atrás. Y frente a Chateaubriand y Fenimore Cooper, cuyas obras forjaron también el imaginario europeo del paisaje norteamericano como un escenario de lucha entre la civilización y la naturaleza, aquellos se mantienen con todo merecimiento en la Historial de la Literatura, mientras que a May el tiempo y sus polillas le han relegado a una nota a pie de página de un capítulo prescindible. Sin embargo, esta nadería literaria desde finales del XIX en Alemania gozó de una aceptación social de tanta envergadura, que se dice que su influencia en el pueblo alemán ha sido mucho mayor que la de Shakespeare en el inglés.
     En Bad Segeberg, una pequeña ciudad del estado de Sclewig-Holstein se celebra el "Festival Karl May", que congrega cada verano a cerca de trescientos mil visitantes, la mayoría de los cuales acude disfrazada de indios o vaqueros a presenciar recreaciones teatrales de sus novelas más famosas y a participar en actividades tales como el taller de abalorios indios, la visita al "Saloon", el cursillo de apache, la doma del toro mecánico o el almuerzo de hamburguesa de búfalo. En Ernstthal, en Sajonia, su humilde casa natalicia es un museo; y su confortable residencia de Radebeul, en las afueras de Dresde, donde vivió veinte años hasta su fallecimiento, se ha convertido en un santuario al que peregrinan sus devotos. Es una duplicidad devocional unida a los lugares del origen y de la muerte que inevitablemente recuerda a la de Elvis Presley en Tupelo y Graceland, y no solo por eso, sino también por la dimensión popular de la devoción: el más de un millón de ejemplares vendidos de sus novelas sitúa a Karl May en el segundo lugar de ventas en la historia de Alemania, solo por detrás de la Biblia. Es un dato que aturde, aunque más allá de la contundencia estadística hay una circunstancia que reclama nuestra atención y que va más allá de la materialidad de todos esos libros: su capacidad para afectar a la vida de los lectores. Precisamente siendo este uno de los temas más fecundos de la historia de la literatura, no encontró su don Quijote ni su madame Bovary pirados de tanto leer novelas de vaqueros. Por contra, si la novela no se ha beneficiado de esa relación, la sociología y la psicología encuentran ahí un campo fecundo. En este sentido, quizás la muestra iconográfica más potente nos la ofrece la imagen de Adolf Hitler, en la biblioteca de la cancillería, inclinado sobre una novela abierta al azar y resoplando sobre el flequillo como para dejar expedito el camino de la iluminación que emana de tal o cual hazaña de Old Shatterhand, el vaquero prusiano, siempre al rescate del Führer en momentos de congoja política o incertidumbre. Lo cual se infiere de algunos comentarios de quien fue su arquitecto, Albert Speer, pero especialmente de la lectura del artículo de Klaus Mann Cowboys mentor of the Führer , donde después de ridiculizar el contenido de sus novelas por su simplicidad y maniqueísmo habla de su fama como de una "enfermedad contagiosa" y denuncia lo que en ellas admiraba Hitler: una mezcla de hipocresía y brutalidad que se evidenciaba a menudo en una desvergonzada combinación de citas bíblicas y asesinatos bajo la que subyacía la idea de que los enemigos pertenecían a "una raza inferior", mientras que Old Shatterhand era una especie de superhombre llamado por Dios a destruir el mal y a hacer que el bien prevalezca. "Difícilmente se puede tildar de exageración la afirmación de que la infantiloide y criminal imaginación de Karl May, si bien indirectamente, haya tenido una influencia real en la Historia del mundo" -sentencia Mann.
     Desde luego, resulta muy tentador imaginar a Hitler influido por las novelas de Karl May del mismo modo que los puritanos lo fueron por la lectura de la Biblia. Puede que incluso desde el punto de vista psicológico o psicoanalítico estuviera muy capacitado para ello. Rosa Sala Rose en uno de sus mejores artículos de su Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, el dedicado a Federico el Grande, cuenta que Goebbels para animar a Hitler cuando ya se le había torcido el devenir de la guerra le leía en voz alta fragmentos de la Historia de Federico II de Prusia, de Thomas Carlyle. Cito textualmente: "La paulatina identificación de Hitler con Federico era tan patente que dio ocasión a alguna que otra chanza entre los miembros de su entorno más íntimo; Eva Braun, por ejemplo, tras descubrir manchas de rotulador en el uniforme de Hitler y en alusión al proverbial desaliño del rey, le dijo: ¡Mira, pero si vas muy sucio! Ya no puedes ponerte este uniforme. ¡No tienes que imitar al viejo Fritz en todo e ir paseando por ahí tan asqueroso como él. Es más: según Theodor Morell, el médico de cabecera de Hitler, el repentino dolor que el Führer sintió poco antes de la derrota en la articulación de la pierna izquierda habría sido de origen histérico y habría constituido una imitación espontánea de la cojera real del anciano Federico II."
     Cabe incluso añadir un desdoblamiento más a esta galería: precisamente el que el propio Karl May fomentó con mentiras, falsificaciones y medias verdades sobre su propia identidad, que asoció a la de su protagonista vaquero, Old Shatterhand, y que constituye para mí su mayor logro literario.  
     George Grosz, que satirizó como nadie la injusticia y el abuso en la sociedad de Weimar y denunció con sus dibujos el ascenso del nazismo, también participó de la pasión por el oeste, fruto de la cual son numerosos dibujos y el lienzo de 1916 titulado  "El lejano oeste". En su biografía cuenta el desengaño que se llevó cuando en su juventud, movido por su afición a las novelas de Karl May, visitó al escritor en su casa de Radebeul y, en vez de encontrar como esperaba al alter ego del protagonista de sus novelas, el intrépido y fortísimo Old Shatterhand, se vio ante un abuelete enclenque de vista corta y manos pequeñitas. Años más tarde, la decepción se extendió a sus novelas, y May quedó para él ya por siempre como un escritor  para adolescentes. No obstante, Grosz menciona el hecho de que Hitler fuera lector de aquellas novelas y se pregunta, como nosotros, si después de todo tuvieron una influencia más amplia.
            No es difícil descubrir en todo ese juego de espejos, real o imaginado, un poso infantil de deseos y frustraciones. Es evidente que en literatura su expresión más extensa es la obra de Karl May. Pero la más valiosa es este mínimo relato o poema en prosa de Kafka, titulado El deseo de ser piel roja:

Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.



martes, 28 de junio de 2011

Bartleby en el trapecio

     Primo hermano del ayunador profesional del que hablamos ayer, el artista del trapecio, protagonista del relato de Kafka del mismo nombre, exhibe como su primo una actitud de negación respecto a lo que los demás consideraríamos lógico. No leemos ahí nada sobre su talento para los giros, su seguridad en los mortales o la elegancia de su esfuerzo. Todo se lo lleva su empeño en no bajarse del trapecio, a semejanza de la determinación de los moradores de las peceras, solo que con algunos inconvenientes más para el prójimo y, sobre todo, con un último deseo manifestado al director del circo como requisito indispensable para su continuación en la empresa: un quid pro quo delirante que agrava la soledad que pretendería resolver: que se instale un trapecio más bajo la carpa.
     Ambos relatos los menciona Vila-Matas en "Bartleby y compañía" como casos ejemplares de artistas del No, pero como la compañía a la que se refiere no es tanto la de personajes como la de autores aquejados voluntariamente de parálisis literaria, pues tanto el ayunador como el trapecista no salen de su cita y aunque, consciente de que la proximidad de ambos a Bartleby merecería algo más que ese cameo, Vila-Matas se invente unas páginas después la categoría de "Scapolo" -un cruce de Bartleville y del Soltero de Kafka que bien podría aplicarse a esa pareja de artistas- la olvida en el momento de su creación y ahí se queda en  medio del libro como un calcetín desparejado colgado del tendedero. Una lástima, porque además de ahorrarme este texto, hubiera podido redondear los capítulos 19 y 24 de su novela con una referencia que le ofrecía en bandeja Georges Perec, uno de sus autores más admirados. Pero para mi desgracia -y acaso para la de algún otro lector- no es que la esquive, sino que la rechaza. En una carta de un Robert Durain en respuesta a otra del narrador en la que éste le pide que le eche una manita con los bartlebys leemos: "Sigue una frase de Georges Perec, que nada tiene que ver con el tema de la negación o la renuncia ni con nada de lo que usted indaga." La frase es buena, desde luego: "Durante mucho tiempo me acosté por escrito", y casi que me despierta las ganas de abundar a partir de ella en la delegación de la vida en la literatura de algunos autores, pero preferiría no hacerlo y -lo que es peor-, seguramente ustedes también. Volvamos a Perec, pues.   
 Este Derain, además de un sablista de baja estofa, se equivoca de punta a cabo en lo que dice de aquél. ¿Qué mayor negación se puede pedir a un escritor en francés que la renuncia a la vocal "e", tal como Perec en La disparition? A lo cual, para no extenderme, añadiré solo la historia que incluye en el capítulo XIII de La vida, instrucciones de uso, dedicado a Rémi Rorschash, un empresario muy versátil que empezó su carrera en espectáculos de variedades con imitaciones de cómicos americanos (Max Linder, Buster Keaton, Harold Lloyd, Stan Laurel) y quien tras una etapa desafortunada dedicada a números musicales recaló en el mundo del circo, con lo que llegamos al meollo del asunto, pues se convirtió en representante de un trapecista cuya habilidad como acróbata iba de la mano de su costumbre de no bajarse del trapecio. "El público corría a los music-halls y a los circos donde actuaba para verlo no solo ejecutar sus ejercicios sino dormir la siesta, lavarse, vestirse y tomarse una taza de chocolate en la estrecha barra del trapecio". Y lo que sigue es una variante -un ejercicio de estilo, podría decirse- del relato de Kafka, cuya mayor innovación respecto al original es el suicidio del trapecista en respuesta a una tentativa de rescate por los bomberos. 
     Afirma Gilles Deleuze en "Bartleby o la fórmula" que este personaje de Melville, al que emparenta con los funcionarios de Kafka, representa una nueva lógica, "la de la preferencia", que viene a oponerse a la "lógica de los presupuestos" socavando los principios del lenguaje y, por ende, los de la sociedad. Son palabras mayores, desde luego. Lo de la oposición a la lógica de los presupuestos lo acepto con gusto, porque el humor que encuentro tanto en "Bartleby el escribiente" como en gran parte de la obra de Kafka nace de la frustración de los presupuestos del lector. Es un humor negro que habitualmente nos negamos a reconocer porque nos acomete un mal más extendido aún que la parálisis literaria que comenta Vila-Matas, un hambre de trascendencia que degenera en el delirio interpretativo, lo cual a su vez puede ser causa de humor. Antes solía tener cada año un Bartleby en mis clases, alguien que  no hacía nada, que prefería no estar y que te miraba con lástima ante  la  futilidad de algún suspenso. Ahora, en cambio, desde que leí el texto de Deleuze, me cuido mucho de esos tipos, descubro en ellos retrospectivamente una actitud aviesa  y me temo que son ellos los que han empezado a socavarme.          

domingo, 12 de junio de 2011

Bohemios (2)

    En Un artista del hambre, el relato que mencioné en mi desvarío anterior, hay un diálogo estelar sobre el aplastamiento al que lleva Kafka a sus protagonistas en cada encuentro con la autoridad. Después de una vida dedicada a la exhibición en circos y ferias de un cuerpo estragado por largos periodos de ayuno, el artista desfallece en un rincón de su jaula, abandonado ya del favor de su público. Es entonces cuando se le acerca un inspector de policía, a cuyas preguntas responde aquél:
     -Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
     -Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
     -Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
     El policía (y con él el lector) descubre entonces que el dolor y el ayuno no son frutos de una vocación, sino de una carencia, y este conocimiento, tan lógico como inaceptable, le aturde y decepciona. En el relato va unido a la muerte del ayunador, pero no como algo abstracto, sino en su materialidad más ingrata: un cadáver que retiran unos operarios junto a la paja que ensucia. Por el contrario,  la nueva inquilina de la jaula -una pantera- concita el aplauso y la admiración.
     Como simpre ocurre con Kafka, a uno le asalta la incertidumbre interpretativa y no acaba de decidir a quién atañe la historia, si al gremio de los feriantes, al de los escritores checos en lengua alemana y de religión judía apocados ante sus padres, al lector o a todos nosotros. Cabe entonces arraigar la historia al momento en que se escribió, y entonces la sustitución de un sucedáneo de fakir por el felino -es decir, la banalización del sufrimiento por la apoteosis depredatoria- puede resultar reveladora de un futuro que en el año 1922 apenas se atisbaba. En este sentido Un artista del hambre es un ejemplo de análisis y predicción, uno de esos casos tan raros en los que se superponen sobre el papel la vida y el destino.
     En uno de sus célebres aforismo dice Cioran que "sólo se le encuentra sabor a los días cuando se escapa a la exigencia de tener un destino". Si Q entonces no P. La bolsa o la vida..., aunque lo primero sea una muchedumbre arremolinada en torno a la jaula o, incluso, un libro impreso. Al ayunador se le marchita el laurel cuando el público empieza a cansarse del espectáculo. Carencia y exhibición -decíamos-, los rasgos indisociables del bohemio. Pero qué fue de su destino: aquel adosado con jardín en el Monte Parnaso. Como si no hubiera bastado con el desprecio, la absenta y el plomo de las imprentas, a los bohemios españoles que llegaron vivos al 36 se les echó encima la Historia como una pantera, y el sueño del adosado acabó entre las paredes de la celda de una cárcel o de un manicomio.

viernes, 27 de mayo de 2011

La mirada de Kafka

              


     Hace años que Kafka no me quita ojo cuando escribo en la mesa de mi cuarto. A veces logro olvidarme de él, pero cuando me doy la vuelta, siempre chocan nuestras miradas y entonces me achanto, hago una pelotilla y tiro lo escrito a la papelera. Durante algún tiempo confié en que el poder de su mirada menguaría a medida que mi edad igualara los cuarenta años de la suya, pero nada. Ni la barrera a la que me obliga la presbicia me protege. Todo lo atraviesan sus ojos: las gafas, el cristal del marco de su fotografía, mi mirada o mi cogote. Yo creo que fue el deseo de librarme de ella lo que me convirtió en un escritor callejero. En el metro, en los bares o en los parques, escribiendo siempre en el reverso de papeles usados, incluso en servilletas o en los márgenes de los periódicos me siento libre de aquella presencia y de toda ambición, las oraciones no se me deshilachan ni me chorrean los adjetivos al cabo de cualquier sintagma. Pero estos días, después de publicar el artículo “Bohemios” me castiga con fuerza la picazón kafkiana. Mi psiquiatra me dice que tal vez se deba a la serie que dediqué a Kafka, a Elvis y a sus respectivas metamorfosis, aunque yo sé que no cree en su conjetura, que la suelta a ver si pico, porque a lo que parece hay pastillas en la farmacia contra las conspiraciones esquizoides -incluso contra las protagonizadas por escritores checos-, pero lo de las miradas que te atraviesan el colodrillo mientras redactas está más complicado y, desde luego, no entra en la Seguridad Social.
     Por lo privado, pues,  visito el viernes a un psicólogo y psicoanalista. La primera impresión es excelente: fuma en pipa, luce sotabarba y  un estante de la librería de su despacho está repleto de figuritas raras. Por lo demás, lleva una mancha de aceite en la corbata y al hablar asperja de saliva una zona que alcanza en los momentos más efusivos hasta medio metro de distancia de su boca. Muy solemne, al transcurrir la sesión me comunica que padezco  una proyección fantasmal debida a una introspección traumática en mi subconsciente. Le digo que no entiendo nada, él sonríe satisfecho y me explica que en realidad yo no veo ninguna mirada, que todo se debe a una metáfora. Ahí empiezo a marearme y me entran arcadas. Resulta que los ojos no son los ojos de Kafka, sino los de un cuervo que me he creado y que no me atrevo a reconocer. Sí, amigos, un cuervo, que es una sencilla traslación de un pariente próximo, el grajo, que es justamente lo que significa "kafka" en checo y el emblema comercial, en negro y sobre una rama, que utilizaba la familia de su padre. Es, por tanto, el pico del grajo lo que me incordia, al igual que otro pariente, el buitre, le abría la úlcera a Prometeo. Y así llegamos, por otro camino, a lo mismo que mi psiquiatra: la culpa.
     Flaubert en vez de aves de rapiña tenía un loro, que al menos te alegra con sus colorines y se da más maña en lo lingüístico. Le cogió tanto cariño, que cuando se murió lo llevó a que se lo disecaran, pero ya me dirán ustedes cómo diseco yo una metáfora, y eso en el supuesto de que se muera. Total, que salgo desmoralizado de la consulta y desciendo al metro, donde me tranquiliza la certeza de que por allí no frecuentan los pájaros. Luego me acomodo en un asiento y me pongo a escribir lo que tienes delante, pero como el trayecto y mi inspiración son cortos recorro la línea un par de veces de punta a cabo hasta que doy con la relación entre Kafka y el artículo que desencadenó el ataque de metáfora. Uno: que K., como natural y residente en Praga toda la vida, es un bohemio en su acepción de gentilicio, pues tal capital también lo es de la región de Bohemia. Y dos: si la marca del bohemio es, como he señalado, la carencia y la exhibición, la obra que mejor ilustra ese maridaje es, sin duda, Un artista del hambre
     Tras este hallazgo, la mirada, el grajo o la metáfora se desvanecen, al menos de momento, y con ellas mis reservas para publicar este artículo, pues la lectura de ese relato a la que posiblita un simple clic compensa de sobra al lector de haber soportado esta monserga. 

(Nota para mí: he guardado en la cartera la publicidad del hipnotista que he recogido del suelo del andén.) 

jueves, 16 de diciembre de 2010

De Kafka a Elvis (3)


 LAS METAMORFOSIS DE ELVIS

        Imaginemos por un momento (no más de tres minutos) que lo de la transmigración de las almas sea cierto, que nuestra existencia aquí fuera consecuencia de una vida previa y, a la vez, causa de otra posterior. Sumemos a eso que los viajes del alma no solo transcurren entre cercanías, sino que a menudo son de tan largo recorrido, que saltan la barrera de la propia especie, de modo que cualquier hijo de vecino puede promocionar a lirón careto, buitre leonado, herrerillo copetudo o anguila. No estoy seguro de si estos avatares deben considerarse como transmigraciones progresivas o regresivas, pero la de un viajante de comercio llamado Gregorio Samsa en pariente de los coleópteros tiene toda la pinta de ser muy de las segundas, por lo que es forzoso suponer una vida muy rica en iniquidades y chapuzas por parte del viajante. O sea, que Kafka nos habría dejado en "La metamorfosis" una fábula hinduista y un ejemplo magnífico de humor judío.
     Por este camino, retrocediendo unos 1800 años en la historia de la literatura, pasamos del Escarabajo-Gregorio al Asno-Lucio, protagonista de "El asno de oro", de Apuleyo, novela que ocupa un lugar preeminente en la genealogía de toda metamorfosis, en la que al tal Lucio -viajante de comercio, como Gregorio- le da por seguir un curso acelerado de magia y, en vez de en búho, que es lo que pretendía, se convierte en un asno, conservando su capacidad de raciocinio intacta a excepción del habla -lo mismo que Gregorio- y, aunque así no puede volar, le saca partido a una característica fisiológica de los equinos (una característica de casi medio metro), lo cual nos lo separa del todo del coleóptero agonías de Kafka.
     Del escarabajo al asno busco ahora el avatar de Elvis y voy a parar a su propio nombre, entre cuyas letras descubro la palabra "lives" -vive- y me digo "vas bien, chaval". Pero al pronto se me disipa el entusiasmo y me veo de nuevo en el principio. Ya sabíamos que el Rey vive, la cuestión es ¿dónde? Me tienta la posibilidad de resolver sus metamorfosis con unas cuantas digresiones acerca de sus muchos cambios en vida: camionero, estrella rebelde, chico formalito en el ejército, pelvis alocada, camisas hawayanas, bañadores de windsurf, flotadores superpuestos..., y aunque me veo con soltura para escribir un buen rato sobre el tema, prefiero no salirme de la senda de los avatares que me marcan el escarabajo y el asno, conque que vuelvo otra vez al principio y, como no salgo del laberinto, acudo a instruirme a mis amigos del Círculo Entomológico.
     Después de muchos paseos y tertulias me entero con cierta decepción de que el alma del Rey, lejos de habitar los cuerpos de un tigre, un león o un coyote -todos tan propios de la condición hegemónica de aquél-, ausente asimismo del mal menor que supondría su instalación o inquilinato en un elefante, un jabalí o un tapir, encuentra su avatar en un poblador de charcas, un humilde anfibio del orden de los anuros llamado "sapo partero". Sí, amigos, ya sé que suena poco heroico: comparto con ustedes el chasco, sobre todo porque los argumentos, aunque ayuden a entenderlo no mejoran el efecto. Veamos: el interfecto, llamado también Alytes obstetricans, es un sapo muy simpático que vive la sexta parte de lo que sus colegas comunes y que se caracteriza por lo que los especialistas llaman "fonotaxis positiva", un rasgo compartido con otros bufónidos africanos y que consiste en un cortejo con una serie de cantos mediante los que el macho atrae a las hembras y las hace olvidarse de lo asqueroso de su aspecto. Lo malo está en que lo cansino del canto atrae a veces a depredadores de sapos y entonces se acaba ahí la canción.
     Quizás algunos devotos del Rey lean con escepticismo lo del avatar en sapo. En atención a ellos concluyo con estas palabras para reconfortarlos: si la vida media de un sapo partero es de cinco años (frente a los treinta del sapo común), esto quiere decir que desde que se murió Elvis su alma ha podido transmigrar a seis sapos y medio, y, dado que no tiene sentido repetir el avatar, cabe pensar que andará por otros territorios del reino animal (o vegetal, quién sabe). ¿Dónde? Volvemos otra vez al principio. En cualquier caso, me gustaría dejar sentado que el descubrimiento de este avatar no es mérito exclusivo mío. El folclore ya habla de la relación entre los príncipes y las ranas -parientes respectivos de los reyes y de los sapos- y si uno se entretiene en internet con los resultados de la búsqueda conjunta de los términos "frog" y "Elvis" entenderá lo popular de esa asociación.



jueves, 2 de diciembre de 2010

De Kafka a Elvis (2)

METAMORFOSIS
Viñetas de Peter Kuper. Editorial Astiberri.
       De todos los inicios de novelas no conozco uno más aterrador que el de "La metamorfosis" de Kafka": "Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana, tras agitados sueños, se halló en su cama convertido en un monstruoso insecto". Podría haberse levantado con ojeras, con un grano en la nariz, con jaqueca o, incluso, con un ataque de ciática que no le dejara apoyar apenas la pierna izquierda. Pero no, en vez de esas pequeñas tragedias, el hombre amanece hecho un coleóptero, una cucaracha o pariente cercano, que esto no lo aclara Kafka, quien parece complacerse al dejarnos en suspenso sobre la identidad entomológica del tal Gregorio, oiga. Yo no sé a ustedes, pero a mí me fastidia que me escamotee esa información y que a renglón seguido se demore en un detalle ornamental sin importancia. Por supuesto, no cabe pensar aquí en un descuido, por lo que hay que aceptar que el contraste entre la omisión de lo trascendente y el detallito descriptivo -un marco de una fotografía recortada de un periódico en la que se ve a una señora vestida con abrigo de pieles- está perpretado con premeditación. Lo cual, en esa posición privilegiada del primer párrafo, adquiere el rango de una declaración de principios o, mejor, de una declaración de hostilidades.  
      ¿Contra quién? Bueno, el surtido es tan amplio, que dejo barra libre: contra el régimen laboral de los viajantes de comercio a principios del siglo XX en el Imperio Austro-húngaro; contra los oficinistas de compañías de seguros -es decir, contra él mismo-; contra ti, lector, y contra mí, que llevamos una vida arrastrada de insecto, a ratos abeja obrera, a ratos zángano, pero sin poder alzar el vuelo...  Y fíjense ahí cuánto se ha preocupado Kafka de anular de raíz esa esperanza que habría prometido la capacidad de vuelo de los coleópteros: a falta de la pericia manual requerida para despasar las fallebas y abrir la ventana, Gregorio Samsa rompe los cristales con un fuerte golpe de sus élitros, se encarama de un salto en el alféizar y echa a volar. Adiós pensión, adiós trabajo y adiós familia. Nada parece más lógico..., pero Kafka no quiere huidas, sino enfrentamiento. Igual que un niño malo que corta las alas a una mosca y la obliga a corretear por el pupitre, hasta que se aburre de su capricho, así Kafka y así Gregorio-Insecto Samsa.
     Uno de mis amigos del Círculo Entomológico (una gente divertidísima) me hablaba de "La paz", de Aristófanes, a propósito de las connotaciones literarias de los coleópteros; en ella un campesino cría un escarabajo gigante para que le lleve volando al Olimpo a tomarse un cortadito con ambrosía en compañía de los dioses, a ver si se animan a apaciguar Atenas. En contraste con él, Gregorio viaja al techo de su habitación, no apacigua nada y su enfrentamiento no depende de su voluntad, sino de su diferencia . Yo no sé si Kafka leyó esa comedia; me da que sí, pero lo que está fuera de duda es su conocimiento de "Las metamorfosis" de Ovidio, de la que la suya resulta una imagen en negativo. Así, frente a la causa de las transformaciones mitológicas, que es siempre la ofensa contra los dioses, en la de Gregorio no hay más culpa que la propia existencia. Y mientras que allí son aquéllos -Júpiter, Juno, Venus, Peneo...- los agentes de las metamorfosis, por las páginas de Kafka no hay ni rastro de divinidad. Se trata de un castigo sin culpa ni juez. Que la pena final sea la muerte convierte en trágica la historia, pero no la hace más terrorífica: se veía venir y, a la postre todos somos un poco bichos y acabamos muriéndonos. El terror que sobrecoge al leer "Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana..." es la violencia del paso del tiempo, saber que apenas la víspera era un hombre joven.        







(nota: próximo artículo: "La metamorfosis de Elvis")

martes, 9 de noviembre de 2010

Kafka /Elvis

              KAFKA/ELVIS



Hiperhíbrido de Pablo Gallo

       Los dibujos de Pablo Gallo que ilustran este artículo son alucinaciones gráficas que unen con elegancia dos de mis pasiones literarias: Kafka y Elvis. ¿Elvis, una pasión literaria? Ya lo creo, pero no por lo que escribió, sino por    lo que de él he escrito. Y aún podría añadir "musical", forzando un poco el encaje, porque, aunque no he podido escuchar las canciones con que Kafka celebraba el momento de la ducha, los que saben de esto hablan de la musicalidad inaudita de su prosa. Por desgracia mi oído y mi alemán de turista me excusan de seguir por ahí desentrañando absurdos, pero ya conocen los asiduos de estos Zapatos que, antes que disuadirme, mis incapacidades y contradicciones me alientan, de modo que así voy, de disparate en disparate, buscando la luz, ...aunque sea la de una bombilla de 45 voltios del cuartucho de una pensión en cuya cama patalea bocarriba un coleóptero de setenta kilos que se llama  Gregorio. Pues bien, a lo que íbamos: la clave de estos "hiperhíbridos", su tuétano filosófico, se encierra en esta pregunta: ¿Qué tema elegiría Kafka-Elvis en un karaoke? La cuestión no admite dudas para cualquier adelantado de la elvisología que se haya leído la obra completa de Kafka, que deben de ser miles: Love me tender, y no por la necesidad de afecto de los escritores enamorados e inseguros que cultivan el género epistolar, ni tampoco por la extravagante llamada de atención de un oficinista aburrido que se metamorfosea en insecto, a ver si así le hacen un poco más de caso, el pobre. No, amigos, no  va por ahí el tema. Love me tender es la canción que un Elvis vaquero, herido grave de un balazo, canta al final de la película del mismo título (1956), porque aunque esté agonizando tiene fuelle de sobra, que para eso es el Rey. Y es justo aquí donde Elvis y Kafka se dan la mano, en esa falta absoluta de solemnidad con que sus personajes se abocan a la muerte.

     En "La condena", "El castillo", "El proceso" o "La metamorfosis" sus protagonistas, agobiados por el rigor de la ley, corretean en busca de salida como insectos huyendo de la rociada exterminadora de Fogo o Cucal.

Hiperhíbrido de Pablo Gallo

     A punto de morir en "Love me tender", a Elvis le da por cantar una de amor. La escena debería ser trágica, pero no llega ni a melodramática. Lo trascendente se esfuma como en una película de humor.
     Kafka, con recursos muy diversos, llega a ese despojamiento. Lo que pasa es que se le ve venir de lejos, y esto despierta el mismo sentimiento con el que el espectador de una tragedia griega asiste a la consumación del destino del héroe.
     Esto, que por lo general no tiene gracia, ha influido en la imagen de tío agonías que tiene F.K., cuando la verdad es que fue un hombre muy de su tiempo, pendiente de los usos de la moda y practicante conspicuo de las tertulias de café, del que quienes le frecuentaban destacan su generosidad, su modestia y su talento. Pesa sobre K., además, una interpretación de sus obras que no atiende a las circunstancias históricas en las que fueron escritas, de modo que la ley, la policía, las costumbres, los usos burocráticos que sufren Josef K, Gregorio Samsa, Gregorio Bendemann o K no son los de un Imperio Austrohúngaro en descomposición, sino la Ley, la Policía, etcétera, en mayúsculas, lo cual es una generalización excesiva que sofoca  parte del humor subversivo que a veces destilan sus páginas.
     Para comprender esto último lo mejor es fijarse en la obra de otro escritor checo genial, Haroslav Hasek, nacido en el mismo año que Kafka, 1883, muerto un año antes -1923- de tuberculosis, igual que aquél, y autor de una de las novelas más divertidas de toda la historia de la literatura, "Las aventuras del buen soldado Svej", en  cuyo primer capítulo se narra el arresto de un tabernero por no haber  impedido que una mosca se cagara en un retrato del Emperador. Pues bien, la misma actitud de la mosca es la de Kafka.
       O sea, que "Love me tender". Y enhorabuena por esos dibujos, Pablo.