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domingo, 8 de enero de 2017

El jardín de Bomarzo


En el hígado de la antigua Etruria, próxima a los montes Ciminos y en pleno valle del Tíber, coronando una mole de toba volcánica, la villa de Bomarzo se asoma a los campos que domina desde el farallón de la muralla del palacio de los Orsini como un buque varado en la historia. En su interior un príncipe renacentista, el último de una estirpe de condottieri, albergó un sueño de inmortalidad y trascendencia. Desde antiguo, la roca calcárea sobre la que la villa y el palacio se sustentan propició la excavación de galerías subterráneas que unían alcobas con gabinetes secretos, y estos con pasadizos tortuosos que se adentraban en el bosque. Pier Franceso Orsini, duque de Bomarzo, descubrió en el capítulo III de la novela de Mujica Láinez el hilo que le condujo al soto donde convertiría en piedra aquel sueño. 


Por fin desembocamos, siempre en la densa oscuridad, en una zona donde la galería avanzaba horizontalmente, y comprendimos que habíamos cubierto la distancia que media entre la planta superior del castillo y las terrazas del jardín de mi abuela, y que probablemente ahora estábamos debajo de ese jardín. Allí pudimos incorporarnos y, luego de seguir en línea recta un buen espacio más, nos detuvimos en lo que parecía el término del asombroso pasadizo: una caverna redonda en la que se filtraba una leve claridad, indicándonos que, como el resto de la excavación, había sido tallada en la roca viva, y que no evidenciaba ningún rastro que permitiera individualizar la época en que quienes me precedieron en el dominio de Bomarzo realizaron una obra tan ardua. Nos acercamos al lugar por el cual se insinuaba la luz y advertimos que, subiéndome yo en hombros de Silvio, conseguiríamos alcanzarlo. Así lo hicimos y me hallé frente a un matorral tupido que cerraba la salida. Sus zarzas me arañaron y tuve que ganar mi paso a cuchilladas. Silvio se asió de mi diestra y trepó también. Unos segundos más tarde cruzamos la espesura y nos echamos, jadeantes, en la hierba. Nos hallábamos en pleno bosque. Las telarañas hundidas en nuestro pelo y los rasguños que nos tajeaban las caras nos habían convertido en dos ancianos grises. El crepúsculo incendiaba las malezas y las peñas con flavo resplandor. El sitio vibraba, como bajo la acción de un hechizo. Las salpicaduras leonadas y violetas que el ocaso distribuía sobre las rocas, las metamorfoseaba en felinos y en gigantes, como si la naturaleza ensayara, premonitoria, lo que ese paraje sería alguna vez por obra mía.
     No es ese el único momento en que Mujica Láinez prefigura la creación del jardín de Bomarzo. Cuarenta páginas antes no es la impresión causada en su protagonista por una naturaleza indómita, sino más bien lo contrario, la doma de esa naturaleza, representada ahora por las rocas volcánicas, las que suscitan el anhelo.
Una mañana, junto al arco donde más tarde hice grabar las sentencias contradictorias sobre la Vida y la Muerte, observé que unos artesanos, aprovechando el reposo, labraban unas piedras —el blando peperino volcánico local—, dándoles toscas formas fantásticas que traían a la mente la tradición etrusca de ese suelo. Dichas figuras me hicieron evocar el sueño de las estatuas colosales que me había suspendido de maravilla en el oratorio de los Reyes Magos y, cuando recorrí las abruptas plataformas que se escalonaban en el valle, más allá del jardín italiano de mi abuela, tuve por primera vez la idea, vaga, difusa, de lo hermoso que sería transformar las rocas que en su fragosidad emergen, en inmensas esculturas [...]
     Y sin embargo, no resultan contradictorias esas evocaciones, pues es justo la oposición entre naturaleza y artificio la que subyace y ostenta explícitamente el jardín de Bomarzo, más allá de su significado como representación, que es el meollo de tantas interpretaciones. En lo primero, además de las ilusiones perceptivas de la luz sobre las piedras, del ejemplo de los canteros y del recuerdo de las estatuas de los Reyes Magos a las que alude Mujica en su novela, el duque de Orsini contaba con el antecedente del arte topiario, es decir, la jardinería escultórica, muy en boga en el siglo XVI, que manifestaba una notable preferencia por las formas de animales y de seres mitológicos, que poblaban los jardines de nobles y cardenales con figuras tan llamativas y rotundas como efímeras; duraderas tanto como el presupuesto para su mantenimiento. Y, sin embargo, predilectas por sus mecenas en cuanto que expresaban metonímicamente el triunfo del arte sobre la naturaleza, y, metafóricamente, el del príncipe sobre el mundo.
      Con todo, a un hombre como Pier Francesco Orsini, marcado de por vida con el estigma de una deformación, ostensible sobre su espalda, la monstruosidad vegetal de los topiarios, efímera como una primavera, no pudo inspirar las figuras de su jardín, sino por contraste. "Jardín de los monstruos", "jardín de las maravillas", "jardín hermético" "sacro bosco": de todas estas maneras se ha llamado, subrayando con cada denominación uno de sus aspectos; sucesivamente, su causa, su efecto, su sentido y su trascendencia, de manera que todas complementan lo que ninguna por sí sola abarca. La más explícita es paradójicamente la que más oculta, porque el devenir semántico de la palabra "monstruo" la ha despojado de su sentido religioso como manifestación de una voluntad divina. A diferencia de lo que ocurre hoy, en el siglo XVI la trascendencia simbólica de los monstruos era algo evidente para un bachiller, lo mismo que los mitos en los que muchos de aquellos se originaron, motivo por el cual resultaban menos herméticos de lo que puedan parecernos hoy. No por ello se desproveía el jardín de su misterio, sino que no se cifraba este en cada figura aislada, sino en la distribución del conjunto, que de ninguna manera era entendido como un bestiario escultural.
    
Una circunstancia histórica se suma a lo anterior en la explicación de la ocultación del sentido, y es la coincidencia en fechas entre la concepción del proyecto de su jardín y la aparición en Venecia del "Index Librorum Prohibitorum" en marzo de 1551, como medida coercitiva del Concilio de Trento hacia todo aquello que se saliera de la ortodoxia. Y en este sentido el Duque Orsini, alquimista, aficionado a la astrología, seguidor de las doctrinas de Epicuro y relacionado con el ambiente reformista de Viterbo, tenía en lo ideológico bastante que ocultar, amén de ciertas costumbres y pecadillos tampoco muy acordes con la doctrina católica, pero sobre los cuales era más fácil hacer la vista gorda. 
     En definitiva, el jardín de Bomarzo, ideado por Vicino Orsini y materializado por los arquitectos Pirro Ligorio y Jacopo Vignola a lo largo de casi treinta años, se estructura en forma de triángulo isósceles sobre una ligera pendiente al noroeste del palacio, entre campos de cultivo, su poco de bosque y un arroyo que lo cruza por el lado de noreste, muy cerca de la entrada original, donde dos esfinges anuncian el ingreso en un territorio mistérico con sendas inscripciones en sus basamentos que apelan a la fascinación y al significado.

CHI CON CIGLIA INARCATE
ET LABRA STRETTE
NON VA PER QUESTO LOCO
MANCO AMMIRA
LE FAMOSE DEL MONDO
MOLI SETTE


TV CH'ENTRI QVA PON MENTE
PARTE A PARTE
ET DIMMI POI SE TANTE
MARAVIGLIE
SIEN FATTE PER INGANNO
O PVR PER ARTE

Desde las esfinges arranca un itinerario sinuoso que, tras pasar junto a siete columnas con capiteles en forma de cabezas humanas -probablemente representaciones de Hermes, el numen titular de las encrucijadas y los umbrales-, el pequeño escenario de un teatro, una exedra, una casa inclinada, estatuas de divinidades, monstruos mitológicos y tumbas etruscas, culmina en el vértice del triángulo, presidido por un templete dedicado a la memoria de la esposa de Vicino, Giulia Farnese.   
Quizás fuera esta relación tan obvia entre el monumento y la vida de Vicino lo que llevara a Mujica Láinez a convertir el simbolismo de las figuras en alusión cifrada a determinados momentos de la vida de su narrador y protagonista, en cuya boca pone las siguientes palabras:  

No mencioné, como es natural, la idea de que esos gigantescos monstruos simbolizarían episodios de mi existencia. Les dije, en cambio, que siglos atrás, cuando era mayor la grandeza cesárea de Roma, en los jardines del teatro de Pompeyo que fue luego palacio de los Orsini, había una colección de fictae ferae, de simulacros de quimeras y animales feroces, de mármol, y que lo que yo deseaba era dotar a Bomarzo de algo semejante, utilizando para ello las propias rocas en sus emplazamientos. (capítulo X)
Esa vinculación resulta evidente en el templo y muy lógica en una escultura como la de su criado Abul sobre el elefante Anonne, pero no lo es tanto para el resto. Miguel Ángel Anibarro, en La construcción del jardín clásico, va más allá y, partiendo de templo dedicado a Giulia Farnese, afirma lo siguiente:


 [...] igual que este, otros componentes del bosque pudieron tener significados personales, ligados a episodios bélicos, sentimentales o amicales de la vida de su propietario. Quizás el recinto pueda ser interpretado como una necrópolis simbólica de la familia Orsini, que hundiría sus raíces en la historia: así lo sugieren las alusiones etruscas y romanas a través de los restos pretendidamente arqueológicos o de las construcciones actuales. algunos tal vez referidos a las ruinas de la villa Adriana. Estos ponen en conexión el bosque con las antiguas civilizaciones establecidas en la región; a su vez, la idea de arboleda sagrada lo vincula literariamente con la descripción de Roma en La Eneida de Virgilio, o con la de la Arcadia, en el libro de Sannazaro. Pero no hay todavía una interpretación global del significado de Bomarzo.  (pág. 233)

En el otro extremo, Antonio Rocca, en  Sacro bosco -il giardino ermetico di Bomarzo- (Viterbo, 2014), defiende con rigor la tesis de que Pier Francesco Orsini se basó en una obra de Giulio Camillo Delminio publicada en 1550, L'idea del teatro, un libro esotérico que pretendía revelar en clave simbólica la verdad del mundo y del cosmos. La obra de Delminio tuvo una gran acogida, y pronto hubo construcciones arquitectónicas y pinturas que incorporaron su iconografía. Pero de todas ellas la más ambiciosa fue el proyecto de Bomarzo, que "voleva tradurre in petra l'intero teatro". 

     La explicación y la crítica a la obra de Rocca rebasa con mucho este paseo, pero tal vez vuelva a ella en otro artículo. De momento, lo dejamos aquí, con una cita de la novela de Mujica Láinez que enlaza mi lectura con mi propio viaje a Bomarzo.

         [...] fue el recuerdo de mis paseos por la vieja Roma y de mis idas a Bomarzo, pues unos y otras me ayudaron a explorar y descubrir lo mejor de mí mismo: la capacidad de disfrutar de la hermosura y de hallarla donde para los demás se encubría.

sábado, 25 de julio de 2015

"La saga de Teodorico de Verona"

Hace ya algunos años que en mi horizonte académico vislumbro una antología de textos épicos medievales europeos. Será el final de una cartografía épica que voy trazando a salto de mata en los ratos que mi labor docente me permite, que no son muchos ni muy extensos, de lo complicado que se nos está poniendo el trabajo por todos los lados, que ya las historias biográficas de los profesores corren entre lo patético y lo heroico, especialmente las mías, insufladas de un ardor guerrero atizado tanto por la lectura de sagas, cantares de gesta y epopeyas, como por mis propias hazañas y derrotas en las aulas. Es un propósito este que se va concretando sin prisa, siguiendo las huellas de los héroes, los grandes ciclos, el paso de la oralidad al texto escrito, la relación entre la epopeya y la historia, el papel del honor y la venganza, la formación del mito... Es un camino largo, lleno de recovecos y sorpresas, en el que me demoro y me pierdo y que casi nunca puedo transitar en línea recta, porque a cada vuelta de la página te encuentras una sorpresa que te lleva de nuevo hacia atrás, al mismo libro o a otro en un divagar, a veces delirante, que con frecuencia hace que recale en uno de los mayores tesoros literarios que he disfrutado en los últimos años, la Saga de Teodorico de Verona, una obra anónima del siglo XIII, traducida del nórdico antiguo por el profesor Mariano González Campo -a quien desde aquí tributo mi agradecimiento y admiración-, que es la primera traducción completa de esta saga de su idioma original.
      Desde hace algunos años se ha ido cubriendo la carencia en nuestras bibliotecas de estudios y traducciones sobre la literatura medieval nórdica y anglogermánica. Editoriales como Miraguano, Tilde, La Esfera de los Libros,  las Universidades de Santiago de Compostela, Murcia y Salamanca; y profesores como Victor Millet, Mariano González Campo, Mª Pilar Fernández Álvarez, Teodoro Manrique Antón y Santiago Ibáñez Lluch, entre otros, han colaborado en un magnífico impulso que ha actualizado la lectura y el estudio de esa literatura. Desde los trabajos ya clásicos de Menéndez Pidal,  von Richthofen y Borges, no se había empuñado con tanto vigor la pluma para hablar de aquellas espadas forjadas por enanos y blandidas por héroes. Y ello tanto por vía del ensayo, de prólogos, como -de lo que es aún más importante- de traducciones que claman y reclaman un poco de justicia poética -de la que a menudo adolecen los premios literarios de postín- para alzarse con el Nacional de Traducción, que tanto se honraría a sí mismo como al premiado. A esta Saga de Teodorico de Verona, traducida por Mariano González Campo, pongamos por caso, sobre el histórico rey ostrogodo de la segunda mitad del siglo V y primer cuarto del VI, presentado en medio de anacronismos y fantasías narrativas como ejemplo máximo de heroicidad caballeresca a la altura del Carlomagno de las gestas épicas o del rey Arturo, a quienes se vincula tanto por sus virtudes como por el hecho de reunir en torno a él una hermandad de caballeros, héroes protagonistas de diferentes leyendas que se se entrelazan en esta saga formando un vivísimo relato que es también una compilación de las principales tramas de la literatura heroica germánica medieval. Ahí cabalgan los Sigfrido, Walterio, Hildibrandr, Atila, Ilias Muromets -el héroe de las bilinas rusas-, los burgundios, Brunilda, el traidor Sifka, el caballo Falka, la bruja Ostasia, el enano Alfrekr, el gigante Velent, los feroces "bersekr", los trols, los "kolbitr", dragones..., pero también los juglares y trovadores, que aparecen siempre bien valorados y recompensados por sus servicios.  
     Esta confluencia de personajes constituye un mérito para el lector, quien a menudo reconoce antecedentes de otros con quienes disfrutó. De un modo general es fácil descubrir el mundo de Tölkien, pero citaré como ejemplo un caso mucho más concreto: el de, Egill, el hermano de Velent.
     El rey desea comprobar si Egill dispara tan bien como se dice o no. Ordena que traigan al hijo de Egill, de tres inviernos de edad, y que le coloquen una manzana en la cabeza. Le pidió a Egill que disparara de tal forma que no apuntara por encima de la cabeza, ni por el lado izquierdo ni por el derecho. Debía dar solo en la manzana [...]. Tenía que disparar una flecha, no más.
     Egill coge tres flechas, acaricia sus plumas, coloca una en la cuerda y dispara en medio de la manzana. La flecha se llevó consigo media manzana, que cayó de inmediato al suelo. Se habló de este célebre disparo durante mucho tiempo [...].
     El rey Nidungr pregunta a Egill por qué cogió tres flechas cuando se había estipulado que disparara con una.
     Egill respondió: "Señor -dice-, no os mentiré. Si le hubiera dado al muchacho con una flecha, tenía destinadas estas dos para vos". (Pág. 156) 
    En La saga de Teodorico de Verona sus personajes y sus tramas no aparecen siempre como se los conoce por otras fuentes, sino con rasgos, variantes y desarrollos distintos y hasta contradictorios, confirmando así, una vez más, ese azaroso vuelo del ganso salvaje, como decía Joseph Campbell del trayecto de mitos y leyendas, desde la palabra hablada hasta la escrita.   
La literatura es un enorme palimpsesto. Aquella flecha de Egill fue disparada siglos después por el Guillermo Tell de Friedrich Schiller, y sin duda también mucho antes de que el desconocido escritor del Bergen de Hakon IV Hákonarson empuñara la pluma con tanto pulso como aquel el arco. Escribimos siempre sobre páginas ya escritas en un diálogo a veces fecundo con aquellos que nos precedieron, y que es un regalo para los lectores que nos secundarán. 
En consecuencia, las circunstancias textuales no son del todo precisas. Sabemos que fue escrita a mediados del siglo XIII en Bergen, capital entonces de Noruega y sede de la corte del rey Hakon Hákonarson, a partir de historias legendarias germánicas, con interpolaciones de carácter folclórico y de acuerdo a una visión que favorecía los intereses políticos del rey noruego. Se trata de veintiséis relatos desarrollados en 442 capítulos redactados en prosa con un estilo que -con todas las salvedades que implica un juicio de una traducción- se aproxima más al de los cuentos y las crónicas que al de la épica. No se conoce quién fue el autor, o los autores, y tampoco hay consenso acerca del trabajo de este respecto al material legendario: traductor, recopilador, adaptador o algo más. Lo cierto es que la magnitud de esta saga nos ofrece, más allá del conocimiento de la leyenda del rey ostrogodo Teodorico el Grande, una vasta y amena visión de la "materia de Germania" que obsequia al estudioso y al aficionado con la posibilidad de descubrir -como un geólogo ante un fabuloso pliegue tectónico- diferentes estratos de la creación literaria. Así, por ejemplo, la primitiva oralidad:
     Los que escuchan esta historia aquí sentados pensarán, pues la mayoría desea virar hacia los caminos más terribles [...] (pág. 211)
       O muestras claras de creencias y valores previos a la cristianización:
       "pero después maté a cien de sus hombres y quemé cinco de sus haciendas. Entonces hui de la tierra de los Hunos".
        Entonces responde el rey: "Eso fue muy valiente por tu parte. Que Dios te recompense y sé bienvenido entre nosotros".  (Pág. 124) 
         Junto a los cuales aparecen testimonios de lo contrario:
         A partir de aquí nadie puede decir qué fue del rey Pidrekr (Teodorico), aunque los alemanes dicen que se reveló en unos sueños que el rey Pidrekr gozó de Dios y de santa María porque recordó sus nombres al morir. (Pág. 554) 
        Justamente a esa misma capacidad redentora de la palabra literaria apelo para recomendarles esta saga.

domingo, 13 de abril de 2014

El deseo de ser piel roja (2). Grey Owl

Grey Owl
   Durante las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado el deseo de ser piel roja fue alimentado entre los ingleses por un indio de los ojibwa, un pueblo oriundo de los bosques del noroeste de Canadá extendido a otros territorios occidentales del país y, más hacia el sur, hasta los Estados
Unidos. El cultivo del "arroz salvaje", el aprovechamiento de la savia de arce y el trabajo con la corteza de abedul son rasgos que caracterizan su cultura material. Su religión, como la de otras naciones indias, era animista. Los chamanes les ayudaban a transitar la frontera entre esta parte de la realidad y el trasmundo espiritual, y su deidad mayor era el Gran Manito -o Manitú-, concebido como una antonomasia de la comunión universal en la naturaleza.
     En un balance de improviso se me ocurre que la aportación ojibwa a nuestra cultura la encontramos en el topónimo Misisipi, que en su lengua significa "río grande", y, sobre todo, en los atrapasueños, una especie de filtros contra las pesadillas constituidos por unos aros de madera de abedul trenzados en su interior de un modo semejante a las telas de araña y de los que penden ristras de plumas. Hoy, aunque desprovistos de su significado mítico original, cuelgan de los espejos retrovisores internos de muchos coches de mi barrio como conjuros contra la modorra de los conductores en un divertido revoltijo sincrético con el escapulario de la Virgen: Yo conduzco, ella me guía y con el imán de San Cristóbal.
     Es tanta la fuerza icónica de estos atrapasueños, que no es infrecuente encontrarlos como aditamentos ornamentales en bares y peluquerías. Sin embargo, y aun reconociendo esa importancia, el gran legado ojibwa no reside en mapas, retrovisores ni comercios, sino en la conciencia ecológica y en el movimiento conservacionista. Y es aquí, precisamente, donde vamos a parar al indio que digo.
          Se llamaba Grey Owl, nació en 1888 en Hermosillo, México, de padre escocés y madre apache, y vivió la mayor parte de su vida en los bosques del hoy conocido como "parque nacional Prince Albert" de Sarkatchewan, en Canadá, plenamente integrado en la naturaleza y conforme a las costumbres de su pueblo. De vez en cuando, sin embargo, aprovechando los ratos de asueto durante las largas jornadas invernales, redactó cuentos y artículos alentado por el espíritu de Manitú, es decir, por un convencimiento apasionado de la armonía del hombre con su entorno y con los animales. Pero no eran historias para los ojibwa. Entre estos las ancianas eran quienes se encargaban de contarlas al calor de las hogueras. Las de Grey Owl ni siquiera estaban escritas sobre corteza de abedul y su lengua original era el inglés. En realidad a los ojibwa no les hacían ninguna falta. Eran historias para el hombre blanco, pensadas no contra su aburrimiento sino para combatir un modo de vida depredador y antinatural. De ahí que luego dedicara tiempo a promocionarlas en viajes y conferencias. En una de estas, en Londres, fue invitado al palacio de Buckingham, donde ataviado con sus plumas y su chaqueta de piel con flecos explicó sus puntos de vista al rey Jorge VI, quien debió de envidiar la seguridad y perfecta dicción del discurso de su invitado. 
     No menos admirados que su rey quedaron dos hermanos adolescentes que por esos mismos días habían asistido a una de las charlas públicas del indio en el teatro London Palladium. Tal fue su impresión, que es probable que aquella conferencia les cambiara la vida. Eran los hermanos Attenborough: David, que se convertiría en un naturalista emblemático de la BBC, y Richard, director de cine entre cuya filmografía figura un biopic de 1999 titulado "Grey Owl". Es evidente que a ninguno de los dos les empañaron su admiración las noticias de los periódicos cuando, al poco de la muerte de Búho Gris, se supo que aquella filiación de la que había presumido era falsa: ni madre apache, ni padre escocés ni nacimiento en México. Todo esto y, sobre todo, su pertenencia a los ojibwa eran, como comprendieron muy bien ambos hermanos, más que una impostura, la materialización de un deseo de fuga y libertad: el deseo de ser piel roja.
     En realidad era inglés y se llamaba Archibald Stansfeld Belaney. Sus padres prácticamente lo abandonaron, dejándolo al cuidado de su abuelo materno y de dos hermanas de este. En 1906, con 18 años, emigró a Canadá. En principio iba a estudiar agricultura, pero pronto marchó a los bosques del norte de Ontario, donde trabajó como trampero, guía y guardia forestal. Allí conoció a los ojibwa y allí emprendió su vuelo como Grey Owl, una conversión desde la caza al conservacionismo que recuerda la del escritor James Oliver Curwood, el autor de The Grizzly King. 
      De algún modo lo suyo fue un reencuentro, pues el joven Archibald ya había conocido a los ojibwa en su Hastings natal cuando leyó La canción de Hiawatha, de Henry Wadsworth Longfellow, quien a su vez había encontrado su inspiración para este gran poema épico sobre un héroe indio en los relatos que le había transmitido personalmente un jefe ojibwa.
      Así se entrelazan la literatura y la vida, los deseos y las historias, como en las redes con forma de tela de araña de los atrapasueños.
Archibald cuando soñaba con ser Grey Owl
        

miércoles, 15 de enero de 2014

Karl May y el deseo de ser un piel roja


Karl May (1842-1912) fue un escritor alemán de novelas de aventuras ambientadas en Oriente Próximo y el Oeste norteamericano que alcanzaron una popularidad extraordinaria, consagrando a sus principales protagonistas, el intrépido vaquero Old Shatterhand (emigrante alemán) y su hermano de sangre, el apache mescalero Winnetou, en dechados de valor y virtud que representaron para generaciones de lectores de aquel país los modelos más amados de heroicidad. Aún recientemente,  en vísperas del Mundial de fútbol de Sudáfrica, un artículo de un periódico alemán animaba a los futbolistas de su selección a "ser once Winnetous para traerse la copa a casa".  Entre nosotros, durante los años setenta y ochenta del siglo pasado pasado, muchos niños y adolescentes lo descubrimos en la mítica Joyas literarias juveniles de Bruguera, con aquella combinación de texto y cómic, sello de la colección, que ayudó a tantos lectores a pasar cómodamente de los tebeos a los libros. Hoy, sin embargo, su presencia en los catálogos de las editoriales y en los estantes de las librerías es algo residual. Frente a Julio Verne y a Emilio Salgari, con quienes a menudo se comparó por su éxito popular, su nombre y sus novelas han quedado muy atrás. Y frente a Chateaubriand y Fenimore Cooper, cuyas obras forjaron también el imaginario europeo del paisaje norteamericano como un escenario de lucha entre la civilización y la naturaleza, aquellos se mantienen con todo merecimiento en la Historial de la Literatura, mientras que a May el tiempo y sus polillas le han relegado a una nota a pie de página de un capítulo prescindible. Sin embargo, esta nadería literaria desde finales del XIX en Alemania gozó de una aceptación social de tanta envergadura, que se dice que su influencia en el pueblo alemán ha sido mucho mayor que la de Shakespeare en el inglés.
     En Bad Segeberg, una pequeña ciudad del estado de Sclewig-Holstein se celebra el "Festival Karl May", que congrega cada verano a cerca de trescientos mil visitantes, la mayoría de los cuales acude disfrazada de indios o vaqueros a presenciar recreaciones teatrales de sus novelas más famosas y a participar en actividades tales como el taller de abalorios indios, la visita al "Saloon", el cursillo de apache, la doma del toro mecánico o el almuerzo de hamburguesa de búfalo. En Ernstthal, en Sajonia, su humilde casa natalicia es un museo; y su confortable residencia de Radebeul, en las afueras de Dresde, donde vivió veinte años hasta su fallecimiento, se ha convertido en un santuario al que peregrinan sus devotos. Es una duplicidad devocional unida a los lugares del origen y de la muerte que inevitablemente recuerda a la de Elvis Presley en Tupelo y Graceland, y no solo por eso, sino también por la dimensión popular de la devoción: el más de un millón de ejemplares vendidos de sus novelas sitúa a Karl May en el segundo lugar de ventas en la historia de Alemania, solo por detrás de la Biblia. Es un dato que aturde, aunque más allá de la contundencia estadística hay una circunstancia que reclama nuestra atención y que va más allá de la materialidad de todos esos libros: su capacidad para afectar a la vida de los lectores. Precisamente siendo este uno de los temas más fecundos de la historia de la literatura, no encontró su don Quijote ni su madame Bovary pirados de tanto leer novelas de vaqueros. Por contra, si la novela no se ha beneficiado de esa relación, la sociología y la psicología encuentran ahí un campo fecundo. En este sentido, quizás la muestra iconográfica más potente nos la ofrece la imagen de Adolf Hitler, en la biblioteca de la cancillería, inclinado sobre una novela abierta al azar y resoplando sobre el flequillo como para dejar expedito el camino de la iluminación que emana de tal o cual hazaña de Old Shatterhand, el vaquero prusiano, siempre al rescate del Führer en momentos de congoja política o incertidumbre. Lo cual se infiere de algunos comentarios de quien fue su arquitecto, Albert Speer, pero especialmente de la lectura del artículo de Klaus Mann Cowboys mentor of the Führer , donde después de ridiculizar el contenido de sus novelas por su simplicidad y maniqueísmo habla de su fama como de una "enfermedad contagiosa" y denuncia lo que en ellas admiraba Hitler: una mezcla de hipocresía y brutalidad que se evidenciaba a menudo en una desvergonzada combinación de citas bíblicas y asesinatos bajo la que subyacía la idea de que los enemigos pertenecían a "una raza inferior", mientras que Old Shatterhand era una especie de superhombre llamado por Dios a destruir el mal y a hacer que el bien prevalezca. "Difícilmente se puede tildar de exageración la afirmación de que la infantiloide y criminal imaginación de Karl May, si bien indirectamente, haya tenido una influencia real en la Historia del mundo" -sentencia Mann.
     Desde luego, resulta muy tentador imaginar a Hitler influido por las novelas de Karl May del mismo modo que los puritanos lo fueron por la lectura de la Biblia. Puede que incluso desde el punto de vista psicológico o psicoanalítico estuviera muy capacitado para ello. Rosa Sala Rose en uno de sus mejores artículos de su Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, el dedicado a Federico el Grande, cuenta que Goebbels para animar a Hitler cuando ya se le había torcido el devenir de la guerra le leía en voz alta fragmentos de la Historia de Federico II de Prusia, de Thomas Carlyle. Cito textualmente: "La paulatina identificación de Hitler con Federico era tan patente que dio ocasión a alguna que otra chanza entre los miembros de su entorno más íntimo; Eva Braun, por ejemplo, tras descubrir manchas de rotulador en el uniforme de Hitler y en alusión al proverbial desaliño del rey, le dijo: ¡Mira, pero si vas muy sucio! Ya no puedes ponerte este uniforme. ¡No tienes que imitar al viejo Fritz en todo e ir paseando por ahí tan asqueroso como él. Es más: según Theodor Morell, el médico de cabecera de Hitler, el repentino dolor que el Führer sintió poco antes de la derrota en la articulación de la pierna izquierda habría sido de origen histérico y habría constituido una imitación espontánea de la cojera real del anciano Federico II."
     Cabe incluso añadir un desdoblamiento más a esta galería: precisamente el que el propio Karl May fomentó con mentiras, falsificaciones y medias verdades sobre su propia identidad, que asoció a la de su protagonista vaquero, Old Shatterhand, y que constituye para mí su mayor logro literario.  
     George Grosz, que satirizó como nadie la injusticia y el abuso en la sociedad de Weimar y denunció con sus dibujos el ascenso del nazismo, también participó de la pasión por el oeste, fruto de la cual son numerosos dibujos y el lienzo de 1916 titulado  "El lejano oeste". En su biografía cuenta el desengaño que se llevó cuando en su juventud, movido por su afición a las novelas de Karl May, visitó al escritor en su casa de Radebeul y, en vez de encontrar como esperaba al alter ego del protagonista de sus novelas, el intrépido y fortísimo Old Shatterhand, se vio ante un abuelete enclenque de vista corta y manos pequeñitas. Años más tarde, la decepción se extendió a sus novelas, y May quedó para él ya por siempre como un escritor  para adolescentes. No obstante, Grosz menciona el hecho de que Hitler fuera lector de aquellas novelas y se pregunta, como nosotros, si después de todo tuvieron una influencia más amplia.
            No es difícil descubrir en todo ese juego de espejos, real o imaginado, un poso infantil de deseos y frustraciones. Es evidente que en literatura su expresión más extensa es la obra de Karl May. Pero la más valiosa es este mínimo relato o poema en prosa de Kafka, titulado El deseo de ser piel roja:

Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.



sábado, 22 de diciembre de 2012

El grito de Tarzán

  Tarzán es el pilar de una ficción que cautivó a los niños de mi generación desde las pantallas de los cines de reestreno con programa doble, formándonos una imagen mítica de África  que aún se sostiene en el rincón infantil de la memoria con tanto vigor como los carteles de ese continente que podrían adornar las paredes de cualquier tienda de "El coronel Tapioca". Ya hablamos en mi artículo anterior de que esa ficción, en su versión cinematográfica, se constituía sobre un enorme simulacro: las orejas de los elefantes eran postizas, los colmillos de las hembras eran palos pintados, los cocodrilos con los que luchaba eran de goma, los gabonis del fondo eran chicanos maquillados y el swuahili que utilizaban era de pega. La mona Chita ni siquiera era una mona, sino un mono que acabó alcoholizado de tanto trago que le metían para que se luciera en sus intervenciones. Y sin embargo, la emoción al ver aquellas películas fue uno de los grandes regalos de mi infancia. En cambio, la lectura de la novela de Burroughs llegó mucho más tarde, cuando ya no podía volver a aquel escenario mítico más que con la memoria y, mermada ya mi capacidad para emocionarme con aquellas páginas, la dificultad para identificar a ese Tarzán con el de mis películas era tanta como la que tenía yo para identificarme con el niño de nueve años que fui. Eran otras, muy distintas, las asociaciones que que se me amontonaban: "Paul et Virginie", de Bernardin de Saint-Pierre, "Atalá" y "René", de Chateaubriand, "El libro de la selva", de Kiplin..., en las que, de un modo u otro se desarrolla el mito del buen salvaje de Rousseau, que es el sustento ideológico de la novela de Burroughs. En aquellas, igual que en esta, se contrastan las virtudes de quien ha sido criado en armonía con la naturaleza frente a la corrupción e hipocresía que implica la vida en sociedad.  En este sentido Tarzán como personaje es una representación perfecta de ese mito, el revés de la imagen de Robinsón Crusoe, quien llega a la isla como náufrago y, al poco, se monta tan ricamente un apartotel. Tarzán, en cambio, desterrado de la selva en la ciudad, rodeado de todo lo que podría desear el personaje de Defoe, fracasa, lo cual en cierto modo le opone también a Prometeo, pues su opción es un retorno a los orígenes previos al progreso.
        El gran acierto de Burroughs, lo que le llevó al éxito popular de su novela y a convertir en una serie lo que en principio iba a ser una obra única fue extremar las oposiciones que ya estaban presentes en las obras de Chateaubriand y Saint-Pierre, tanto en el marco como en sus protagonistas. Por un lado, la selva africana, plagada de peligros de toda clase, era en gran medida la puesta en escena de los temores ancestrales que el blanco ha visto en el mundo de los negros. Por otro, en su héroe se combinaba la estirpe aristocrática del hijo de un militar con  una buena formación como primate de manos de la familia de gorilas que le acogió. Se daban así la mano el hombre y el mono en un gesto que en el año 1812, cuando apareció la novela, evocaba con más energía que hoy la teoría de Darwin.

    
 Como primer atributo de Tarzán, su grito, que es el germen del lenguaje, anuncia a las criaturas de la selva una identidad distinta que no es capaz de precisar hasta que se encuentra con otros humanos. Entonces sus habilidades lingüísticas se desarrollan de un modo vertiginoso y logra aprender inglés y, más tarde, francés. Pero en su experiencia con ellos, sobre todo cuando el entorno es la ciudad, descubre que el lenguaje sirve más para ocultar que para decir. De ahí que el grito se convierta a su regreso a la selva en la expresión liberadora del retorno a los orígenes.  
       Los últimos años de su vida Johny Weismüller, quien fue en el cine la encarnación más popular del personaje de Burroughs, los pasó ingresado en una residencia de atención psiquiátrica, ya muy consumido físicamente y convencido de que él era en realidad Tarzán. A veces se fugaba de su habitación o de las salas comunes y salía al jardín, se encaramaba con dificultad a un arbusto y soltaba allí una versión afónica del grito que le había hecho famoso. Muchos han presentado este gesto como demostración de senilidad y demencia, pero yo prefiero verlo como un último rescoldo de nostalgia.                 

domingo, 18 de diciembre de 2011

Literatura y babas (los orígenes de la poesía según Snorri Sturluson)

      La naturaleza líquida de la literatura no acaba ni en la tinta ni en el alcohol, por más que de una a otro se produzcan trasvases, desbordamientos e inundaciones, y aún con más frecuencia goteos, filtraciones, humedades... Nada extraño si se consideran sus orígenes míticos. Cuenta Snorri Sturluson que los dioses para limar asperezas con unos vecinos organizaron una parranda en la que se selló la paz mediante una comunión escatológica consistente en el llenado colectivo de una cuba con escupitajos. Después los dioses con aquel magma crearon un hombre al que llamaron Kvásir, y era sabio y de ánimo inquieto y se fue a ver mundo, pero por el camino se encontró a dos enanos cabrones que le mataron. No obstante, ahí no se acabó Kvásir. Los enanos vaciaron su sangre en dos cubas y una olla, la mezclaron con miel, de lo cual resultó un hidromiel que hacía sabio y poeta a quien lo cataba.
     Poco después los enanos ahogaron a un gigante en el mar y descalabraron a la viuda con una rueda de molino, pero el hijo gigante de ambos se enteró de aquello y fue a ajustar cuentas, lo cual no parecía difícil, porque era un muchacho muy espabilado, y así fue que ya tenía a los enanos a punto de ahogarlos cuando estos le ofrecieron el hidromiel a cambio de sus vidas. El gigante aceptó el trato y escondió las dos cubas y la olla en el interior de una montaña y dejó también allí dentro a su hija para que lo guardara.
     Celoso de ese néctar, Odín  se transformó en jornalero, segó los campos de heno de un gigante y en pago se hizo llevar a la montaña que encerraba el hidromiel. Allí el gigante taladró la roca, y Odín se convirtió en serpiente y se escabulló por el agujero hasta que llegó donde estaba la giganta. Tres noches durmió con ella, tras las cuales le permitió echar un traguito, pero Odín se lo bebió todo, que para eso era dios, y se fue volando, transformado ahora en un águila. La cual, por su tamaño y por el de su buche, no pasó desapercibida a Súttung, que este era el nombre del gigante dueño del hidromiel, y él también se transformó en águila y voló tras el ladrón  y como iba más ligero recortaba la distancia más y más. Odín ya tenía a la vista las murallas del Ásgard, desde donde los dioses, cuando vieron cómo se acercaba perseguido por la otra, sacaron de las bodegas unas cubas vacías, y en ellas el águila divina, después de regurgitar el hidromiel, vomitó el tesoro que había robado. Pero no todo se fue por el pico: con el sofoco y el susto de verse casi cazada por Súttung, un poquito se le fue por el trasero, y ese poco se quedó fuera del Ásgard. Y de ese resto, nos dice Snorri Sturluson en su Edda Menor, se alimentan todos los malos poetas, quienes contagiados de su naturaleza excrementicia nos dejan en papel -o en pantalla- sus regalos.
     Los griegos a su hidromiel le llamaron néctar y ambrosía. En la tradición védica era el soma. La nostalgia de esa sustancia ha vuelto loco y ha ahogado a más de un escritor. Los principales sucedáneos con los que se ha querido paliar esa carencia han sido el alcohol y el café. De esto último escribiré en un próximo artículo. 

martes, 18 de octubre de 2011

El Bestiario del cisne

     Hace tiempo que persigo a un cisne con la perseverancia con la que un cazador perdido rastrea en la nieve la presa que le va a servir de sustento un día más. La nieve es el papel, y los árboles y las matas tras las que se oculta, las letras de los libros por los que transito. Soy un lector solitario y mi cisne es un animal burlón y peregrino, aunque sé tan poco de él, que estas atribuciones hablan más de mi ignorancia e impaciencia que de sus mañas. Cuando creo que lo tengo, se me escapa, y así una y otra vez por bosques y por estepas, en una persecución de la que en un principio había pensado escribir un estudio de etnología literaria junto al relato de la búsqueda de sus orígenes, pero es tan ambicioso el proyecto, que asusta; y si se atiende a lo que llevo andado casi da risa, conque me conformo aquí con dar solo unos cromos de lo que llamo el “Bestiario del cisne”.
1. A veces he imaginado un principio: un estudiante al pie de una escalinata cuyos primeros peldaños se sumergen bajo las aguas del Ganges en el muelle de Harishchandra, en la ciudad de Benarés. El olor de las flores de las guirnaldas se pierde entre el humo de la pira donde arde el cuerpo del maestro, a quien aquel ahora le dedica su última ofrenda, una fábula escrita en sánscrito en una corteza de sauce que ya avanza despacio por el río sagrado. Y al cabo de un tiempo, mucho más abajo, en un meandro, unas mujeres lavan la ropa y encuentran la corteza, la recogen y buscan a alguien que se las lea.
2. Ya no sé cuándo fue la primera vez que me lo encontré, pero sí cuándo empecé a preocuparme: en el acto decimonoveno de La Celestina, en la famosa escena del encuentro de los dos enamorados en el huerto de la casa de  Melibea, dice esta: “¿Por qué me dexavas echar palabras sin seso al ayre con mi ronca boz de cisne?” Lo cual, por esa virtud que atribuye el Bestiario a esta ave de anunciar con el canto su propia muerte, vale por un presagio fúnebre que a ambos incumbe. Así habla de los cisnes Esopo en la fábula "El cisne y su amo", mientras que Platón, en Fedón, hace decir a Sócrates: "al parecer, en lo que respecta a las dotes adivinatorias, soy, en vuestra opinión, inferior a los cisnes, que una vez que danse cuenta de que tienen que morir, aun cuando antes también cantaban, cantan entonces más que nunca y del modo más bello, llenos de alegría porque van a reunirse con el dios del que son siervos." (La traducción es  de Luis Gil)    
     A veces he pensado que la tenacidad de los cisnes en mis lecturas -que alcanza hasta la homofonía en catalán de mi apellido- podría avisarme de algo funesto, pero en eso de morir me viene de familia una pereza tan grande, que conjura los agüeros.
3. A finales de los años treinta del siglo pasado, Hans Christian Andersen publicó su cuento titulado Los cisnes salvajes, en el que aparecen muchos de los motivos de la mitología del cisne: los hermanos, el odio de la madrastra, la metamorfosis en esa ave, la envidia de la belleza de la hija, el distintivo de las coronas de oro, la promesa de silencio y su quebrantamiento. Interviene ahí incluso el personaje de Fata Morgana -la hermanastra del Rey Arturo-, en plena actividad transformadora del paisaje, como un guiño que acerca el cuento a la mitología artúrica de Lohengrin, el caballero del cisne.  Pero, lógicamente, la historia no es de Andersen, quien se inspiró en uno de los "Cuentos daneses de hadas" de Mathias Winther, publicados quince años antes del suyo, quien a su vez se inspiró en una leyenda medieval irlandesa Los hijos de Lir.   
4. A finales del siglo XIII se escribió en Castilla el Libro de la Gran Conquista de Ultramar, que narra los acontecimientos de la primera cruzada y en el que se incluye la "Historia del Caballero del Cisne", que, al parecer, es en parte una adaptación de una poesía épica francesa perdida. Se cuenta allí cómo la madre del conde Eustaquio interceptó una carta de su nuera Isamberta, en la que ésta le anunciaba el nacimiento de siete hijos varones, y cómo la falsificó diciendo que lo que había alumbrado era una camada de siete lebreles. Estaquio responde entonces que los maten. Por dos veces se incumple el mandato: la primera, porque el ayo encargado del infanticidio se apiada de ellos; la segunda, porque cuando la condesa madre se entera de que han crecido al cuidado de un pastor y ordena buscarlos y decapitarlos,  se produce la metamorfosis: les quitan los collares con los que nacieron y en ese momento emprenden el vuelo convertidos en cisnes. A su regreso de la guerra, el conde Eustaquio, para dirimir el conflicto de versiones entre su madre y su esposa, organiza un juicio de Dios. Isamberta no tiene paladín que la defienda, pero entonces llega a palacio  en una barca guiada por un cisne un caballero que toma partido por ella. Inmediatamente Isamberta se da cuenta de que es su hijo. Se produce el duelo y vence, restituyendo así el honor de su madre, quien busca los collares y se los pone a los  cisnes que han acudido a presenciar el combate, de modo que recobran su forma humana. Pero falta un collar, y así el cisne que conserva su forma de ave acompaña a su hermano, el caballero del cisne, aventura tras aventura.
"Leda con cisne", de Cézanne
     Hasta ahí sería la leyenda. Lo que sigue es la conversión de toda esta fantasía en la genealogía heroica de un personaje histórico, Godofredo de Buillón, uno de los caballeros que encabezaron la primera cruzada. Pero ni siquiera esta mixtificación grosera ofende el gusto del lector, porque en ella aparece imbricado otro tema de gran fecundidad narrativa y mitológica: la prohibición a la amada de preguntar su identidad al amado (uno de cuyos primeros y más brillantes desarrollos leemos en la fábula de Eros y Psique, incluida en El asno de oro, de Apuleyo, -obra que, por cierto, tiene a mi parecer mucho que ver con esta mitología general del cisne, aunque explicar esto aquí sobrepasa mis intenciones y,  probablemente también, la paciencia de mis lectores.    
5. Mucho antes de que los caballeros se transfiguraran en cisnes, los dioses, haciendo gala de su jerarquía, ya dieron ejemplo -muy mal ejemplo- de cómo beneficiarse a una doncella esquiva mediante una metamorfosis. Nos lo contó Ovidio, lo pintaron Leonardo, Matisse, Cézanne y Dalí. Yeats y Rubén Darío, entre otros,  lo poetizaron.