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sábado, 13 de julio de 2019

La subida a "El obispo leproso"

Acabo de leer "El obispo leproso", de Gabriel Miró, como quien asciende un ocho mil, y por eso lo cuento: yo soy aquel que leyó esa novela, y aquí estoy, delante de trescientas páginas de argumento esquivo y difuso, ambientada a finales del XIX en Oleza (Orihuela), un pueblo agrícola, católico y sentimental que se descompone como la piel y la carne de su obispo, entre bochornos de verano, vahos de cera  y olores de sotana sudada. A veces hay un recreo de jardín cerrado, un huerto ameno en el claustro de un viejo palacete; y mujeres tristes, al otro lado de los cristales, contemplan una palmera, malvarrosas y azaleas, hasta que el revoloteo de tórtolas o gorriones se lleva sus ensoñaciones a otra parte, lejos, en una fuga necesaria que no llega a producirse. Desprenden estas páginas aromas de bergamota, de mermelada casera en alacenas bajo llave y de lencería encerrada en el ropero con saquitos de lavanda; y, todo junto, el olor de la cera, el de las sotanas, el de las flores... se arrebuja en los párrafos, en un ambiente irrespirable. El lector pasa la página como si abriera una ventana, con la esperanza de que se airee, pero todo se engolfa, avanza la corrupción de la piel y aparece un tufo de reliquias y formol.  
Ya desde el principio de la novela se aprecia una oposición entre el espacio de la religión -sólido, jerárquico y con recovecos oscuros- y el de la naturaleza, distante, insinuado y sometido. Me viene al recuerdo "A.M.D.G.", de Ramón Pérez de Ayala, por lo que tienen ambas de novela de formación y de crítica a los jesuitas, si bien en esta todo es explícito y contundente, con el vigor militante de las novelas anticlericales del XIX, mientras que en la de Miró transcurre más despacio, en un segundo plano, con la naturalidad de la costumbre. Es el suyo un anticlericalismo esteticista que recuerda al de Valle-Inclán en las sonatas, pero de una fuerza callada, inexorable, que empuja a sus víctimas -a los escolares, pero aún más a las mujeres- al aburrimiento y a la tristeza.

En los ruedos de mecedoras y en torno de las mesas de billar se celebraba cada noticia de las jácaras y libertades de los bárbaros. El síndico Cortina elevó los brazos y se torció desperezándose. Como él era todo Oleza: un bostezo. El anterior obispo, andaluz y jinete, debió morir de murria. No había más pasatiempos que los aprobados por la comunidad de "Jesús" y por la comunidad del penitenciario. Procesiones de Semana Santa; juntas de las cofradías; coloquios de señoras con señoras, de hombres con hombres; tertulias de archivos; comedias de Navidad en el "De profundis" de "Jesús". Allí, el público, de familias de alumnos, había de sentarse con separación de sexos, como en las primitivas basílicas, y bajo la vigilancia de un Hermano, que se deslizaba por el pasillo central como el inspector de una brigada extraordinaria. Entre los socios del Casino había antiguos colegiales que representaron "El martirio de San Hermenegildo" y "La vida es sueño", con loas al colegio y sin "papeles de mujer". 
 ("El obispo leproso". Edit. Cátedra. Edición de Manuel Ruiz-Funes, pág. 197 y 198) 

Todo en Oleza invita a cerrar el libro y a echar a correr. Pero uno se queda en ese mundo aborrecible, suburbio del círculo quinto del infierno, porque, igual que ante las escenas de Dante, sobre lo desgraciado del tema se impone lo sublime de su relato. Es una sensación evidente la que experimenta el lector de estar lidiando con una obra mayor de la literatura. Concurren ahí algunas de las presencias más señaladas de la novela del XIX: descripciones realistas, los conflictos de Orbajosa, introspección psicológica, arrastrar de sotanas, chocolate de Soconusco, destellos acharolados de botas carlistas y el tren, que llega a Oleza como una amenaza de modernidad. En su prosa abigarrada y detallista, de continuas descripciones y enumeraciones los objetos intercambian sus cualidades con las de los personajes en un trasiego poético que alcanza a menudo la brillantez estética de los versos de Rubén Darío:

María Fulgencia estaba más descolorida, y sus cabellos negros, más frondosos, la dejaban en una umbría de ahogo apasionado, una umbría de mármol con hiedra, en el olvido de un huerto.
(página 167)

Hay una concepción musical en la prosa de Gabriel Miró: el ritmo del fraseo, la disposición de los tonemas, el juego de contrastes con el timbre de las vocales, las cadencias repetitivas, a veces lentas como letanías susurradas por una beata en el banco de una iglesia; a veces alegres como estribillos de canciones infantiles escuchadas en la calle. Con frecuencia son los adjetivos los que marcan el contraste, reforzados semánticamente por una relación de sinestesia respecto al sustantivo. Y de fondo, durante toda la novela, el rumor de las aguas del Segral y el tañido de las campanas de Oleza: la fuerza instintiva de lo natural y el orden y compás de la religión.
El mérito de esa prosa se ha convertido en un tópico que, a mi entender, dificulta el reconocimiento de otro mérito literario mayor: su personal tratamiento del tiempo en la novela, que por hondura y originalidad merecería situar esta obra en la misma balda de la Historia de la Literatura donde alardean de estudios y reconocimiento "La montaña mágica" y "En busca del tiempo perdido". Pero las mallas del canon de nuestra literatura son muy anchas y muy viejas, y estos gozos que propone Miró requieren demasiado esfuerzo para vencer prejuicios e ignorancia.

lunes, 26 de febrero de 2018

Lecturas adolescentes

Sí, ya sé que ese lector no es un adolescente, pero denle tiempo. Además, me encanta esta foto de Tatyana Tomsickova
Dentro de la jerga didáctica, muy rica en tecnicismos, eufemismos y estupideces -categoría ésta que a menudo implica a las anteriores-, uno de los casos más logrados de estulticia es la expresión "libro de lectura". El término parece sugerir otros usos habituales de ese objeto. Por ejemplo: "libro arrojadizo", "libro de equilibrios", "libro de exhibición" o "libro de intimidación"..., es decir, libro de lo que sea o para lo que sea, menos para leer. Pero no, ya digo que se trata de una expresión jergal; vaya, que se le puede perdonar la redundancia a cambio de un matiz. Esto lo sabe cualquiera: el libro de lectura se opone al libro de texto, que es más serio y sirve para estudiar las lecciones. El complemento preposicional "de lectura" cumple entonces dos usos: uno de tipo especificativo, que nos remite a su significado concreto (ese libro que manda el profesor de lengua cada evaluación y del que suele poner un examen -al que se denomina con toda propiedad "examen de lectura" (a veces también "control de lectura", que asusta menos)- o bien del que pide un resumen. Y otro uso mnemotécnico, muy importante: el de recordar a los alumnos que lo que tienen que hacer con ese libro es leerlo y no otra cosa. Por lo general, es el cumplimiento de ese cometido lo que nos suele preocupar a los profesores y a las editoriales. De ahí que haya triunfado una expresión tan tonta. Pero lo peor de esto no es que lastremos la lengua con tanta ganga. Intentaré explicarlo.
El otro día me viene un vecino y me pregunta si tenía por casa alguna adaptación de "La vuelta al mundo en ochenta días", que era el "libro de lectura" de su hijo en la segunda evaluación. He de aclarar que su hijo es un zamarro de 13 años que ya hace tiempo que se afeita. Le dije que me parecía que guardaba por algún cajón un vídeo de los dibujos animados de Willy Fog, pero no era eso lo que buscaba. Al menos, no tanto. Él lo que quería era una adaptación: "ya sabes, para chavales". ¿Pero qué es lo que hay que adaptar en una novela de Julio Verne? Cuando yo era pequeño leíamos las novelas de Verne, las de Salgari, Jack London, Stevenson, incluso las de Karl May, y no nos hacía falta ningún ajuste. Ahora bien, no había nadie que temiera que el esfuerzo empleado en la lectura pudiera causarnos un esguince cerebral. Y, lo que es más importante, nuestros padres no se torturaban con un sentimiento de culpabilidad si nos aburríamos en casa. En cambio, los niños de hoy, apenas insinúan su primer bostezo, ya tienen a los suyos corriendo a apuntarles a clases extraescolares de gaita. ¡Que se aburran los otros! parece ser el lema. Los de las editoriales, que a veces también son padres, se han aplicado con denuedo en la batalla contra la gran lacra y se han lanzado a adaptar todo. La receta es fácil: lo primero es quitar un montón de páginas, cuantas más mejor. Luego cambian las descripciones por ilustraciones, reducen los diálogos, eliminan las digresiones, simplifican la trama y quitan las palabras que puedan requerir una búsqueda en el diccionario. A cambio de todo esto, te adjuntan después del texto un "dossier didáctico". El éxito que han tenido con esta maniobra ha sido de tal envergadura, que ha dado pie a la creación de una subliteratura para alumnos de instituto. Sus características son las mismas de las adaptaciones que digo, pero aquí no se dedican a asesinar obras ajenas, sino que son engendros propios, que muchas veces pretenden colar en los institutos con la añagaza de los temas transversales -es decir, con las buenas intenciones-.
Por supuesto que hay excepciones. La semana pasada mi amigo Luis Lajara me invitó al acto de presentación de la colección de clásicos "Loqueleo" de la editorial Santillana en Valencia. Allí el profesor y escritor Fernando J. López nos sorprendió con un discurso lleno de gracia y sentido común en el que reivindicó la actualidad de nuestros clásicos: "La Celestina", "Lazarillo de Tormes" "La vida es sueño", "Rimas y Leyendas", "Luces de bohemia"... ¡Sin adaptar! Con toda su complejidad y su riqueza, editadas con mimo y elegancia, pero, sobre todo, con respeto hacia los profesores y hacia los alumnos. A los primeros, por apostar por nosotros como transmisores de la lección de humanismo que enseñan los clásicos; y a los alumnos, por presuponerles la inteligencia y la inquietud para aceptar el desafío. 
Por todo ello, cuando los planes de estudio han ido acorralando la literatura en los márgenes del currículum, estas propuestas clásicas de "Loqueleo" nos dan herramientas y esperanzas en nuestra batalla contra la infantilización de la enseñanza secundaria.