lunes, 17 de abril de 2023

El boxeo y la vida



Leo en Del boxeo, de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates, la siguiente cita, que abre uno de sus capítulos:
¿Por qué te has hecho boxeador?, le preguntaron al irlandés Barry McGuigan, campeón peso pluma. 
Él respondió: "No puedo ser poeta. No sé contar historias".
Me gusta la frase porque une elegantemente el croché de izquierda con la escritura, o, lo que viene a ser lo mismo, la sangre con la tinta, o el boxeo con la vida. Con mucha menos autoridad que J.C. Oates o que McGuigan traigo esta otra que me ronda desde hace tanto que no sé si la he leído o es mía. Lo más seguro es que sea lo primero y que se quedara en algún rincón de mi memoria hasta que los años me han dado la perspectiva y el conocimiento para escribirla aquí: "La vida es como el boxeo, pero el boxeo es la vida". Tú lees esto y si nunca te has subido a un ring piensas en metáforas, en connotaciones y en otros recovecos del significado, pero aquí no hay sitio para esas sutilezas. "La vida es como el boxeo", vale, es fácil de aceptar. La lengua lo avala con muchas expresiones (bajar los brazos, estar contra las cuerdas, salvado por la campana, tirar la toalla...). Pero, ¿y lo otro? La mayor parte de la gente tiene una experiencia vicaria de este deporte, bien como lector, bien como espectador. Muchos hemos forjado nuestra afición con las películas de Rocky, con Toro salvaje, Million Dollar Baby, los combates de Ali, Foreman, Sugar Ray Leonard, Mayweather, Tyson, Holyfield, Nicolino Locche, Chávez, Juan Manuel "Dinamita" Márquez, "Mano de Piedra" Durán, Marvin Hagler..., o con los relatos "Por un bistec", de Jack London, "La noche de Mantequilla", de Cortázar, o "Young Sánchez", de Ignacio Aldecoa. Con ellos hemos creado una épica del boxeo, pero también una lírica. Es una historia jalonada de victorias que conducen inexorablemente a la derrota frente al tiempo. La escultura helenística del Púgil en reposo expresa en bronce estas palabras. Lleva escrito en el rostro su currículum. Las manos están vendadas con el "caestus", unas cintas de cuero reforzadas en los nudillos con unas tiras metálicas capaces de convertir en cisco el cráneo de un rival. Una reposa sobre la otra; los antebrazos se apoyan en los muslos y el torso está ligeramente inclinado hacia adelante. No hay ninguna trascendencia por ahí. Parece un gesto de oficio, como el de un panadero que se da una tregua después de tantas horas de amasar la harina. Si no resultara anacrónico podríamos imaginar incluso un cigarrito entre los dedos. La familiaridad que desprende la imagen soporta estos devaneos sin violentar nuestra apreciación, al punto de que el cambio del plinto por la taza de un váter no resulta del todo un disparate. Sin embargo hay algo en el fondo que nos repudia la banalización. 

 

No es ninguna metáfora lo de que se trate aquí de una cuestión de vida o muerte. A fin de cuentas si el hombre que representa está vivo es porque su rival no lo está. Es una obviedad que merecería un gesto si no de alegría, al menos de alivio, pero en lugar de eso  encontramos  una mirada interrogante que increpa al espectador, porque el estado de ese rostro marcado por las heridas infligidas por otros "caestus" no es solo un mapa de dolor que se exhibe, sino la consecuencia de la mirada de sus espectadores, pues el púgil lo es en función del deseo de aquellos que le miran pelear. De ahí la fuerza trágica de una expresión que demanda un sentido al tiempo que nos inculpa.

Cuando el visitante del Museo Nazionale Romano entra en la sala del Palazzo Massimo donde se exhibe recorre admirado la estancia directo hacia la escultura, gira hacia su izquierda e intuitivamente busca el sitio donde su mirada se encuentra con la del púgil. Él no lo sabe, pero es entonces cuando la escultura se completa. Durante unos segundos, acaso minutos, forma parte de la obra de arte y le da sentido. Luego viene otro turista que reemplaza al anterior, y luego otro más, y así, como ondas que causa una piedra en el mismo estanque, llega una a la orilla de este blog.
Yo he visto a ese púgil cansado y he compartido con él banquillo en el vestuario. A veces incluso hemos hecho guantes, es decir, hemos boxeado sin público y sin otro ánimo que el de ejercitarnos en este deporte que es al mismo tiempo un ajedrez y una esgrima de los cuerpos. Con frecuencia le he oído lamentarse por errores cometidos dentro y fuera del ring, también me ha relatado con orgullo combates en los que había algún título en juego, pero lo que más me ha admirado es la tranquilidad con la que alguno de ellos me ha revelado su relación con la derrota. En un ambiente tan enrarecido por la testosterona como es un gimnasio de boxeo las bravuconadas son un ruido de fondo tan habitual como el silbido de las combas o el castañazo de los guantes en el saco. En ese contexto, las derrotas, en general, son eventuales, inesperadas, muchas veces injustas y, por supuesto, justificadas por circunstancia imponderables. Que alguien que ha hecho del boxeo su forma de vida te revele que ha sido un profesional de la derrota es mucho más que una confidencia. A esta gente se le llama en la jerga "jornaleros". Son boxeadores fuera ya de su mejor edad y de su mejor peso, fajados en múltiples combates, conocedores de todas las mañas, que saben que ya nunca serán aquel campeón que soñaron, pero que siguen subiendo al ring y compiten de la misma manera que el panadero se levanta todos los días a las cuatro de la mañana para amasar la harina con el agua, la sal y la levadura, o que la profesora de literatura explica el sentido de las golondrinas en un verso de Bécquer. No se trata de amaños: ellos quieren ganar y ponen todo su empeño, no rehúyen el intercambio de golpes en la corta distancia y, sabedores de la superioridad física de su oponente, capean lo mejor que pueden el temporal a la espera de su oportunidad, un golpe de suerte que no suele llegar. Evitan a toda costa caer por KO, porque eso les impediría subirse la semana que viene al ring, con lo cual sus ingresos mensuales mermarían, y ellos viven de eso. Su bolsa está  pactada independientemente del resultado del combate, que ya se sabe que va a ser una derrota, porque de lo que se trata es de engrosar el currículum del rival. Como es una cantidad modesta viajan solos, sin entrenador ni asistente, y así ahorran en gastos de hotel y honorarios. Los organizadores de la velada les ponen unos de la casa, y a veces estos ni siquiera hablan el mismo idioma. Están solos y sus expectativas no van más allá de que les contraten para otro combate.
La última vez que vi boxear a unos jornaleros fue hace unos meses en Sedaví. Era el combate previo al estelar de la velada -el de Johan Orozco frente a Juan José León Álvarez- y se anunciaba con la etiqueta de "internacional" para dar más postín al cartel. Un brasileño y un italiano, el primero de 35 años, y el otro de 37, contendientes en la categoría crucero (de 81 a 90 kilos). Acabo de ver que al primero le ha suspendido la Federación Austriaca de Boxeo hasta finales de este mes; es decir, que su última derrota fue por KO. Su apodo es "Bigfoot", lo que a priori no anunciaba que poseyera grandes habilidades técnicas en uno de los fundamentos del boxeo como son los desplazamientos. Esto, unido a que la proporción de grasa corporal era bastante mayor a la que se vio en toda la noche y a que las habilidades técnicas y la pegada del italiano fueran parejas a las suyas convirtieron el combate en una disputa trabada y algo pastosa. La testosterona de los espectadores, muchos de ellos practicantes del boxeo, empezó a dejarse sentir en forma de comentarios y gracietas: que si yo les gano, que si yo me subiera al ring, que si tal y que si cual. En fin, ruido. Un detalle técnico complicaba el intercambio limpio de golpes: el italiano era zurdo. Esto suele ser una ligera ventaja, puesto que los zurdos están más acostumbrados a pelear con diestros de lo que estos lo están a pelear con zurdos. Pero para aprovecharla, igual que para contrarrestarla, se requiere una velocidad en los pasos de la que ambos carecían, de modo que apenas pasaban de la larga distancia a la media se abrazaban y el árbitro tenía que separarlos, y otra vez a empezar. Lo habitual, ya digo, es que un jornalero se enfrente contra un boxeador más joven y de mucha mayor proyección, con lo cual son asaltos vistosos de esos en los que los aficionados locales jalean a su boxeador, y el otro, el jornalero, aguanta agónicamente como puede. Pero aquí se trataba de algo muy extraño: un jornalero se enfrentaba a otro jornalero. Era una pesadilla de boxeador hecha realidad: un combate en el que uno se enfrenta a otro púgil igual a sí mismo. Hubo un ganador porque los jueces quisieron que lo hubiera. Sus gestos de sorpresa y de alegría cuando se dio el veredicto muchos no los entendieron y se los tomaron a guasa. Parecía que había ganado el título mundial, decían algunos. No se daban cuenta de que ese hombre cuando se arrodilló a besar la lona y luego, emocionado, se levantó para agradecer al público su presencia estaba henchido de orgullo por llevar una semana más el pan a casa.
(Dedicado a los jornaleros del boxeo y a los jornaleros de la literatura, compañeros míos del instituto y de la vida)  

 

Mourad Aliev, otro púgil cansado

              

 







2 comentarios:

  1. Como soy lego en esta materia, te transcribo una entrevista a Manuel Alcántara sobre el boxeo, publicado en el diario "Sur": «El boxeo es el arte de quitarse a golpes el hambre». En esa entrevista aparecen joyas como la siguiente: «Ha sido una de mis pasiones confesables», admite el poeta y articulista, que reconoce a un boxeador sonado «nada más verlo», pero que ha conocido «más gente sonada de la política que del boxeo». Muy interesante sus reflexiones sobre "los artistas del hambre", los sparring (la muerte de Rubio Melero) y los epigramas en el Siglo de Oro.

    https://www.diariosur.es/culturas/libros/201405/19/boxeo-arte-quitarse-golpes-20140519165639.html?ref=https%3A%2F%2Fwww.google.com%2F

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    1. Gracias, Huguet. Manuel Alcántara es un referente en el mundo del periodismo deportivo del boxeo. Hace poco leí "La edad de oro del boxeo", que recoge sus crónicas en el Marca. Son artículos directos y contundentes que me recuerdan el estilo de algunos boxeadores veteranos que ahorran a toda costa golpes y movimientos inútiles. Con esos textos el lector disfruta y aprende algo de boxeo pero, sobre todo, recibe una lección magistral en el difícil arte literario de callarse.

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