Un tranvía llamado Deseo
Después del suicidio de su marido y de la ruina de su hermoso sueño, la Belle Reve, que es el nombre de la mansión familiar; después de enterrados sus muertos, es ella misma, Blanche DuBois, la que se hunde. Todo lo que tiene le cabe en un baúl, y sólo le queda una hermana, en Nueva Orleans, a la que acude para salvarse del naufragio. "Me han dicho que cogiera un tranvía llamado Deseo y que luego hiciera transbordo y subiera a otro que se llama Cementerios y que pasadas seis manzanas me bajase en ¡los Campos Elíseos!" -dice en su entrada en escena.
Hoy muchos turistas de la cultura, devotos de Marlon Brando, de Tennessee Williams o de Vivian Leigh peregrinan hasta el 36 de aquella avenida y se fotografían junto a la puerta de una casita de madera que no tiene nada que ver con la finca de vecinos donde transcurre la obra. Pero este detalle no parece importarles, pues al fin y al cabo se van de allí con la imagen que materializa su devoción. Seguro que les hubiera gustado culminar su gira a bordo de aquel tranvía, cuyo verdadero nombre es Desire, por el barrio en el que terminaba su trayecto, al noreste del Vieux Carré. Pero hace ya tiempo que desapareció ese transporte de aquella zona, castigada en los últimos años por la droga y la violencia, como una metáfora urbana de la desolación de Blanche. Ni siquiera Ignatius J. Reilly llegó a conocerlo; cuando andaba por allí ya le habían cambiado los cables eléctricos por el gasóleo: "Simbólicamente, pasó ante mí tonante un autobús Desire, cuyo tubo de escape diésel casi me asfixia" (cap. 9).
Hay que irse hacia el oeste, al Garden, un distrito señorial, para disfrutar desde el asiento de madera de un tranvía de un paseo entre los robles centenarios y los magnolios de la Avenida de Saint Charles. Sopla un aire denso y pegajoso que arrastra con la humedad del río aromas de plátano y de café. En esa mansión murió Jefferson Davis, presidente de la Confederación. En esa otra vivió Tennessee Williams. Por aquí deambuló el detective Harry Angel. Más arriba se anuncia un cazarrecompensas y, en algún jardín, banderitas con la inscripción "apoya a nuestras tropas".
Hay que irse hacia el oeste, al Garden, un distrito señorial, para disfrutar desde el asiento de madera de un tranvía de un paseo entre los robles centenarios y los magnolios de la Avenida de Saint Charles. Sopla un aire denso y pegajoso que arrastra con la humedad del río aromas de plátano y de café. En esa mansión murió Jefferson Davis, presidente de la Confederación. En esa otra vivió Tennessee Williams. Por aquí deambuló el detective Harry Angel. Más arriba se anuncia un cazarrecompensas y, en algún jardín, banderitas con la inscripción "apoya a nuestras tropas".
Es un trayecto de ida y vuelta, lento y agradable, en el que uno se deja llevar, abandonándose a la contemplación del paisaje. Nada que ver con aquél en el que se sube Blanche.
Al principio de la obra uno lee aquella mención a los tranvías como una información que subraya la condición empobrecida de un personaje que se da ínfulas de dama del Sur. Pero al final, cuando la vemos enloquecida y violada por Stanley, el marido trabajador, animal y apasionado con el que su hermana Stella huyó de la debacle de la Belle Reve, adquieren un sentido profético que va más allá del texto. Su vida, las nuestras, discurren entre un tranvía llamado Deseo y otro Cementerios. Lo malo del trayecto es el tiempo que uno ha de pasar esperando para transbordar al segundo.
Fue Marlon Brando quien interpretó al bestia de Stanley Kowalski, tanto en el teatro como en el cine, y en ambas ocasiones dirigido por Elia Kazan. De él escribió Arthur Miller que "sobre el escenario era un tigre, un terrorista sexual". Fue tan extraordinaria su actuación, que las que han venido después han tenido que lidiar contra su recuerdo y la comparación, cayendo a menudo en pálidas imitaciones.
Al reclamo de sus feromonas, que aún hoy atraviesan con fuerza la pantalla, los turistas de lo culto, ya digo, se llegan hasta el 36 de los Campos Elíseos para retratarse frente al número de la casa de Brando, digo de Kowalski, muchos de ellos ataviados con camisetas de algodón: un tributo a quien puso de moda la prenda.
En España ya se estilaba, pero acompañada del farias y del botijo. Para sacar esa prenda de la tasca y del andamio tuvieron que ponérsela Marlon Brando y Paul Newman, quien sustituyó al anterior en el protagonismo cinematográfico de otra obra de Tennessee Williams, "Dulce pájaro de juventud" (Richard Brooks, 1962), después de que Elvis Presley lo rechazara. Cabe pensar que fue el recto sentido de la moral del Coronel Parker quien se lo impidió: el papel de un chulo, violento y canalla no le iba a su chico; ni siquiera si se sustituía, como se hizo, la castración original de Chance por una desfiguración: ya tenía él bastante con las oleadas de indignación biempensante que levantaban los movimientos de pelvis de su patrocinado. Con todo, si Brando hubiera sido compañero de reparto, no creo que Elvis hubiera puesto reparos al papel de Chance Wayne: le admiraba tanto como aquél le despreciaba. Una pena, porque, sin saberlo, cuando ya se disponían a subir al tranvía llamado Cementerios, sus vidas habían ido convergiendo. Cada uno ocupaba dos plazas en el tranvía y, si Elvis tenía mano con el Capitán Márvel, Brando era uña y carne con el padre de Supermán.
Respecto a Vivian Leigh, antes de interpretar a Blanche DuBois, se había hecho famosa dando vida a la Escarlata O´Hara de "Lo que el viento se llevó"; tenía experiencia, por tanto, en la interpretación de grandes hundimientos. Al final de sus días, sola y enloquecida, parecía una sombra del personaje que tan brillantemente había interpretado en la película de Kazan y, de acuerdo con la nobleza un tanto decadente de aquella vieja dama del Sur, eligió un transporte más elegante que el tranvía Cementerios. Su última película fue "El barco de los locos", del año 1965. Dos años más tarde murió.
Respecto a Vivian Leigh, antes de interpretar a Blanche DuBois, se había hecho famosa dando vida a la Escarlata O´Hara de "Lo que el viento se llevó"; tenía experiencia, por tanto, en la interpretación de grandes hundimientos. Al final de sus días, sola y enloquecida, parecía una sombra del personaje que tan brillantemente había interpretado en la película de Kazan y, de acuerdo con la nobleza un tanto decadente de aquella vieja dama del Sur, eligió un transporte más elegante que el tranvía Cementerios. Su última película fue "El barco de los locos", del año 1965. Dos años más tarde murió.