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domingo, 29 de enero de 2017

Kafka me mira

              


     Hace años que Kafka no me quita ojo cuando escribo en la mesa de mi cuarto. A veces logro olvidarme de él, pero cuando me doy la vuelta, siempre chocan nuestras miradas y entonces me achanto, hago una pelotilla y tiro lo escrito a la papelera. Durante algún tiempo confié en que el poder de su mirada menguaría a medida que mi edad igualara los cuarenta años de la suya, pero nada. Ni la barrera a la que me obliga la presbicia me protege. Todo lo atraviesan sus ojos: las gafas, el cristal del marco de su fotografía, mi mirada o mi cogote. Yo creo que fue el deseo de librarme de ella lo que me convirtió en un escritor callejero. En el metro, en los bares o en los parques, escribiendo siempre en el reverso de papeles usados, incluso en servilletas o en los márgenes de los periódicos me siento libre de aquella presencia y de toda ambición, las oraciones no se me deshilachan ni me chorrean los adjetivos al cabo de cualquier sintagma. Pero estos días, después de publicar el artículo “Bohemios” me castiga con fuerza la picazón kafkiana. Mi psiquiatra me dice que tal vez se deba a la serie que dediqué a Kafka, a Elvis y a sus respectivas metamorfosis, aunque yo sé que no cree en su conjetura, que la suelta a ver si pico, porque a lo que parece hay pastillas en la farmacia contra las conspiraciones esquizoides -incluso contra las protagonizadas por escritores checos-, pero lo de las miradas que te atraviesan el colodrillo mientras redactas está más complicado y, desde luego, no entra en la Seguridad Social.
     Por lo privado, pues,  visito el viernes a un psicólogo y psicoanalista. La primera impresión es excelente: fuma en pipa, luce sotabarba y  un estante de la librería de su despacho está repleto de figuritas raras. Por lo demás, lleva una mancha de aceite en la corbata y al hablar asperja de saliva una zona que alcanza en los momentos más efusivos hasta medio metro de distancia de su boca. Muy solemne, al transcurrir la sesión me comunica que padezco  una proyección fantasmal debida a una introspección traumática en mi subconsciente. Le digo que no entiendo nada, él sonríe satisfecho y me explica que en realidad yo no veo ninguna mirada, que todo se debe a una metáfora. Ahí empiezo a marearme y me entran arcadas. Resulta que los ojos no son los ojos de Kafka, sino los de un cuervo que me he creado y que no me atrevo a reconocer. Sí, amigos, un cuervo, que es una sencilla traslación de un pariente próximo, el grajo, que es justamente lo que significa "kafka" en checo y el emblema comercial, en negro y sobre una rama, que utilizaba la familia de su padre. Es, por tanto, el pico del grajo lo que me incordia, al igual que otro pariente, el buitre, le abría la úlcera a Prometeo. Y así llegamos, por otro camino, a lo mismo que mi psiquiatra: la culpa.
     Flaubert en vez de aves de rapiña tenía un loro, que al menos te alegra con sus colorines y se da más maña en lo lingüístico. Le cogió tanto cariño, que cuando se murió lo llevó a que se lo disecaran, pero ya me dirán ustedes cómo diseco yo una metáfora, y eso en el supuesto de que se muera. Total, que salgo desmoralizado de la consulta y desciendo al metro, donde me tranquiliza la certeza de que por allí no frecuentan los pájaros. Luego me acomodo en un asiento y me pongo a escribir lo que tienes delante, pero como el trayecto y mi inspiración son cortos recorro la línea un par de veces de punta a cabo hasta que doy con la relación entre Kafka y el artículo que desencadenó el ataque de metáfora. Uno: que K., como natural y residente en Praga toda la vida, es un bohemio en su acepción de gentilicio, pues tal capital también lo es de la región de Bohemia. Y dos: si la marca del bohemio es, como he señalado, la carencia y la exhibición, la obra que mejor ilustra ese maridaje es, sin duda, Un artista del hambre

     Tras este hallazgo, la mirada, el grajo o la metáfora se desvanecen, al menos de momento, y con ellas mis reservas para publicar este artículo, pues la lectura de ese relato a la que posiblita un simple clic compensa de sobra al lector de haber soportado esta monserga. 

(Nota para mí: he guardado en la cartera la publicidad del hipnotista que he recogido del suelo del andén.)

lunes, 18 de julio de 2011

Joe Gould

     Casi sin darme cuenta han pasado por estas páginas ilustres afectados de patologías literarias: metamorfos, vagos, bohemios, francotiradores y tarados en una procesión encabezada por un antiguo viajante de comercio transformado en insecto que me conduce ahora, atraído quizás por el olor del guano que jaspea su abrigo, a la figura de un vagabundo que da de comer a las gaviotas en un banquito del Village, en Nueva York. Rodeado por una aureola de mugre y obstinación, su familiaridad con las ratas del mar, cuyo lenguaje conoce y practica, no parece el resultado de un ingente esfuerzo lingüístico, sino la recompensa con la que el Espíritu Santo señala la santidad de los que eligen el camino de la pobreza. Así, con las greñas al viento, la barba indomable y la mirada encendida de los profetas, su estampa ilustra la inspiración para la vida de la que habla San Mateo, esos pajaritos "que no siembran, ni siegan ni recogen de graneros; nuestro Padre Celestial los alimenta".
     Es cierto que antes de alcanzar la despreocupación  de los beatos se dedicó a otros menesteres, pero ninguno tan lucrativo que pudiera empañar sus credenciales de vagabundo vocacional (estudiante en Harvard, activista por la independencia de Albania, antropólogo en Dakota del Norte -donde se ocupó de tomar medidas craneales a los indios chippewas-,  reportero de la policía...). Al contrario, todas esas actividades nutrieron el caudal de historias con las que uno puede convertirse en alcohólico sin gastarse un céntimo. William Carlos William, Ezra Pound, o E.E. Cummings reconocieron ese talento para el relato y la bebida pagándole muchas de sus copas, aunque celebraban menos aquéllas basadas en sus experiencias laborales que las que él había tomado por calles y bares, picoteando como los pájaros, sin una estrategia previa, y que formaban ya parte de una magna "Historia oral de nuestro  tiempo" que iba escribiendo en cuadernos que luego guardaba en escondrijos por la ciudad.
     A su muerte, acaecida en 1957 en un sanatorio de NY, Joseph Mitchell, periodista de  The New Yorker, que quince años antes ya había publicado una semblanza sobre él titulada "El profesor Gaviota", siguió la pista a esos cuadernos, de los que apenas pudo rescatar unos pocos, todos con el mismo título -"Muerte del doctor Clarke Storer Gould. Un capítulo de la Historia Oral de Joe Gould"- y con ligeras variaciones del mismo contenido.
     El relato de esa búsqueda y del descubrimiento de la impostura genial que la motivó lo escribió Mitchell en "El secreto de Joe Gould" (editorial Anagrama), cuya lectura gratísima recuerdo aquí por esa procesión que digo.
     Después de Mitchell hubo aún quien se tomó en serio lo de los cuadernos y hasta quien dio con algunas páginas garabateadas por Gould, entre las que brilla la siguiente frase: Tengo un delirio de grandeza: yo mismo me creo Joe Gould, que no sé si tomar por un chiste o por un testimonio de locura.
     A quien se le ha llamado "el gran bohemio estadounidense" su "Historias oral de nuestro tiempo", tan ambiciosa como delirante, le merece sin contradecir aquel apelativo su ingreso en una cofradía más restringida, aquella entre cuyos miembros más insignes figuran Joseph Grand y el maestro Frenhofer.
     Grand es un personaje de "La peste" que lleva empeñada una parte de su vida en la escritura de una novela, de la cual el doctor Rieux descubre que no ha superado la barrera de la primera frase. Y Frenhofer, el protagonista de "La obra maestra desconocida" de Balzac, es un pintor que vive durante diez años la creación de su cuadro definitivo con tanto ardor como empeño pone en ocultarlo, hasta que la obstinación y temeridad de dos colegas le obligan a mostrárselo, y entonces descubre en estos que ha vivido en el error: que su pasión creadora había turbado su propia mirada, y así por primera vez ve en la tela una maraña de de manchas y líneas de entre las que se escapa en un rincón la figura viva y deliciosa de un pie de mujer:
     "-¡Así que soy un imbécil, un loco! ¡No tengo, pues, ni talento ni capacidad; no soy más que un hombre rico que cuando camina no hace sino caminar! De modo que no he producido nada."
     Sin embargo, Frenhofer se rebela contra su descubrimento y antepone su pasión a la mirada de sus colegas, que es la de los lectores, en una actitud heroica e insoportable que solo mantienen unas horas, pues esa misma noche fallece. En cambio,  en el caso de Joe Gould  la revelación del alcance de su obra se produce justo después de su muerte. Y en Grand -el personaje de Camus- su preocupación literaria se da en medio de la muerte y la desolación como un pequeño brote de esperanza.
     Son muchas las consecuencias y reflexiones a las que invita la relación entre las obras y actitudes de Gould, Grand y Frenhofer. Uno diría incluso que las tensiones entre exhibición y ocultamiento, entre la revelación y la muerte nos incumben mucho más de lo que nuestro deseo y capacidad pueden admitir, pero esto es ya una cuestión a la que cada lector deberá enfrentarse, pues son honduras de la experiencia que no conviene vivir por delegación.  

domingo, 12 de junio de 2011

Bohemios (2)

    En Un artista del hambre, el relato que mencioné en mi desvarío anterior, hay un diálogo estelar sobre el aplastamiento al que lleva Kafka a sus protagonistas en cada encuentro con la autoridad. Después de una vida dedicada a la exhibición en circos y ferias de un cuerpo estragado por largos periodos de ayuno, el artista desfallece en un rincón de su jaula, abandonado ya del favor de su público. Es entonces cuando se le acerca un inspector de policía, a cuyas preguntas responde aquél:
     -Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
     -Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
     -Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
     El policía (y con él el lector) descubre entonces que el dolor y el ayuno no son frutos de una vocación, sino de una carencia, y este conocimiento, tan lógico como inaceptable, le aturde y decepciona. En el relato va unido a la muerte del ayunador, pero no como algo abstracto, sino en su materialidad más ingrata: un cadáver que retiran unos operarios junto a la paja que ensucia. Por el contrario,  la nueva inquilina de la jaula -una pantera- concita el aplauso y la admiración.
     Como simpre ocurre con Kafka, a uno le asalta la incertidumbre interpretativa y no acaba de decidir a quién atañe la historia, si al gremio de los feriantes, al de los escritores checos en lengua alemana y de religión judía apocados ante sus padres, al lector o a todos nosotros. Cabe entonces arraigar la historia al momento en que se escribió, y entonces la sustitución de un sucedáneo de fakir por el felino -es decir, la banalización del sufrimiento por la apoteosis depredatoria- puede resultar reveladora de un futuro que en el año 1922 apenas se atisbaba. En este sentido Un artista del hambre es un ejemplo de análisis y predicción, uno de esos casos tan raros en los que se superponen sobre el papel la vida y el destino.
     En uno de sus célebres aforismo dice Cioran que "sólo se le encuentra sabor a los días cuando se escapa a la exigencia de tener un destino". Si Q entonces no P. La bolsa o la vida..., aunque lo primero sea una muchedumbre arremolinada en torno a la jaula o, incluso, un libro impreso. Al ayunador se le marchita el laurel cuando el público empieza a cansarse del espectáculo. Carencia y exhibición -decíamos-, los rasgos indisociables del bohemio. Pero qué fue de su destino: aquel adosado con jardín en el Monte Parnaso. Como si no hubiera bastado con el desprecio, la absenta y el plomo de las imprentas, a los bohemios españoles que llegaron vivos al 36 se les echó encima la Historia como una pantera, y el sueño del adosado acabó entre las paredes de la celda de una cárcel o de un manicomio.

viernes, 13 de mayo de 2011

Bohemios

                        Bohemios

Alejandro  Sawa con sus compañeros de la redacción de "La vida literaria"
        Dentro de ese proyecto de Historia de la gandulería literaria del que hablé hace poco, el capítulo de los bohemios presenta contornos borrosos entre la ficción y la historia, pues los mejores personajes son precisamente los autores, quienes alcanzan ese estatus gracias a lo que  cuentan otros de sus vidas en un surtido narrativo que va del chiste o la anécdota a la novela y el esperpento. Para ser bohemio se requería ser pobre, tener ambiciones artísticas, atentar contra el buen gusto, no ceder, dejarse el pelo largo y beber absenta. Luego, si se tenía una novia esquiva y un poco de tuberculosis, mejor que mejor. Pero desde que Koch descubrió su bacilo y echó al traste la creencia de que esa mácula en la salud era la huella que dejaban las musas en un espíritu sensible, aquella enfermedad perdió su halo romántico, lo cual afectó de rebote a la imagen del bohemio, aunque sin la contundencia que cabría esperar, pues frente al carácter infeccioso que desvelaba la medicina, “La Bohème”, de Puccini, y otras similares seguían alimentando el mito. Lo paradójico es que Henri Murger, el autor que popularizó el sentido de “bohemio” tal como hoy lo entendemos y como figura en el diccionario –“persona de costumbres libres y vida irregular y desordenada”- asociado a los artistas en su famosa novela “Escenas de la vida bohemia” (1848), lejos de idealizarlos, se burlaba abiertamente, pues el caudal del talento de sus protagonistas no se vertía en poemas, dramas o folletines malditos, sino en menesteres tal como redactar epitafios o dar clases particulares de solfeo a un loro.
            No menos impropios del oficio de bohemio fueron los paseos nocturnos, las visitas a casas de empeño, la declamación de poemas simbolistas, las colaboraciones en prensa y, el más importante de todos, la creación de obras maestras desconocidas. Quizás por todo ello a estos artistas se les miró con indiferencia cuando eran jóvenes y con desprecio cuando veteranos. Baroja, un hombre serio desde su más tierna juventud y que les supo sacar jugo literario escribió en un artículo titulado “Bohemia madrileña”: “El bohemio no sólo es vanidoso, sino que es ególatra, siente admiración por sí mismo. Si se ve humilde, desdeñado y solo, va casi siempre gozando con su desgracia interior; si está enfermo o triste, llega también a gozar. Hay esos placeres paradójicos y malsanos en los fondos turbios de la personalidad humana”. Ahí está el meollo: la carencia unida a la exhibición, una fórmula que nos cuadra como una joroba a un campanero, al punto que hoy, en vez vez de ser una actitud marginal y heterodoxa, es un modelo. Sin embargo, y a pesar de que en ínfulas artísticas y literarias vamos sobradísimos, lo de pobre y rebelde -que acompañaban al bohemio- ha dejado de ser una vocación.
     Uno de nuestros mejores bohemios, Alejandro Sawa -inmortalizado como personaje por Valle-Inclán en el Max Estrella de "Luces de bohemia"-, escribió en su diario póstumo, "Iluminaciones en  la sombra": "Prefiero el hambre al insomnio, porque prefiero la muerte a la locura. Yo sé que la demencia aguarda a las noches sin sueño". Y en efecto, murió ciego y loco, lo mismo esto último que  otro de los miembros más conspicuos de la cofradía, Armando Buscarini, que acabó sus días esquizofrénico y sifilítico en el manicomio de Logroño, mientras que Pedro Luis de Gálvez, también gran representante de la bohemia madrileña, murió en el año 40 fusilado en el paredón, acusado de "conspiración marxista" como para dar la razón a su colega Max Estrella en lo del esperpento.
     Hoy ya pocos conocen a esos autores, y menos aún son los que han leído alguna de sus obras, pero que levante la mano quien no haya sufrido alguna vez a Julio Iglesias cantando "soy un truhán, soy un señor,/ un poco bohemio, soñador". Pues eso: carencia y exhibición.