Mucho antes de que cualquier guerrero masai soñara con elefantes, cuando desde los fríos valles del Neander hasta las estepas rusas ramoneaban los ancestros lanudos de esos paquidermos, los cazadores que al acecho se atrevían con esos colosos se encomendaban a sus dioses y, si culminaban su empresa, compartían la carne con toda la tribu, utilizaban la piel para abrigo, con los huesos fabricaban herramientas, y tinturas con su grasa. A veces labraban dibujos en sus colmillos o tallaban la figura del mamut en un acto que expresaba el reconocimiento al poder del animal y la gratitud a los dioses y a los hombres por su caza. Pero allá por el 9000 antes de Cristo, los cambios climáticos que inauguraron la era posglacial marcaron el inicio del final de los mamuts. Con el calorcito los hombres abandonaron las cavernas por campamentos y, con el pasar de los tiempos, domesticaron al perro y a la cabra, aprendieron a cultivar cereales, surgió la alfarería, se desarrolló la metalurgia, se crearon núcleos urbanos y se inventó la escritura. Lo que sigue es ya la Historia, cosa sabida, pues: se inventaron los llaveros, los encendedores, los abrelatas para zurdos y los teléfonos móviles. La civilización, en una palabra. El mercado laboral se abrió a nuevos oficios, como los de administrativo, tendero y viajante de comercio.
A los herederos de los mamuts el calor y la civilización les hizo correr suertes diversas. Se mudaron al sur, perdieron su abrigo de lana y se dejaron crecer las orejas. Su piel se convirtió en una especie de cartón piedra que no servía ni para fabricar suelas de alpargata, y su carne, tan correosa, fue sustituida en la dieta de los hombres por otras más sabrosas y de más cómodo suministro. En Asia los contrataron los gremios del transporte y de la madera. En África, en cambio, con algunas salvedades ilustres, fueron autónomos y se beneficiaron de su ineptitud para los sectores de la alimentación, la marroquinería, la ropa y el calzado. Pero la decoración y, más tarde, el turismo cinegético, ambos en sus vertientes suntuarias, acabaron con su plácida existencia. No obstante, mucho antes de eso la estampa y las facultades físicas del animal determinaron su valor simbólico en diferentes culturas. En la India el elefante es la representación de Shiva como rey, y sus atributos son la paz y la prosperidad, dones que extiende a quienes lo invocan. De ahí que en muchos estantes y vitrinas de nuestros hogares a menudo se estabulen figuritas de estos proboscidios con la trompa levantada. Con el cuerpo de hombre y la cabeza de elefante representa a Ganesha, que es, al mismo tiempo, símbolo del conocimiento y representación del principio y del fin. Pero si hay un valor simbólico que sobresale hoy sobre los demás, cuando aún tenemos en la retina las imágenes indecentes del jefe del Estado con unos ricos posando ante su cadáver, es aquel que se le reconoce tanto en la India como en el Tíbet: el de soporte del mundo, que en forma de esfera descansa sobre su lomo. De ahí que el disparo ominoso y vergonzante con el que se abatió se haya vuelto contra él, haciendo tambalear el soporte sobre el que descansa.
A los herederos de los mamuts el calor y la civilización les hizo correr suertes diversas. Se mudaron al sur, perdieron su abrigo de lana y se dejaron crecer las orejas. Su piel se convirtió en una especie de cartón piedra que no servía ni para fabricar suelas de alpargata, y su carne, tan correosa, fue sustituida en la dieta de los hombres por otras más sabrosas y de más cómodo suministro. En Asia los contrataron los gremios del transporte y de la madera. En África, en cambio, con algunas salvedades ilustres, fueron autónomos y se beneficiaron de su ineptitud para los sectores de la alimentación, la marroquinería, la ropa y el calzado. Pero la decoración y, más tarde, el turismo cinegético, ambos en sus vertientes suntuarias, acabaron con su plácida existencia. No obstante, mucho antes de eso la estampa y las facultades físicas del animal determinaron su valor simbólico en diferentes culturas. En la India el elefante es la representación de Shiva como rey, y sus atributos son la paz y la prosperidad, dones que extiende a quienes lo invocan. De ahí que en muchos estantes y vitrinas de nuestros hogares a menudo se estabulen figuritas de estos proboscidios con la trompa levantada. Con el cuerpo de hombre y la cabeza de elefante representa a Ganesha, que es, al mismo tiempo, símbolo del conocimiento y representación del principio y del fin. Pero si hay un valor simbólico que sobresale hoy sobre los demás, cuando aún tenemos en la retina las imágenes indecentes del jefe del Estado con unos ricos posando ante su cadáver, es aquel que se le reconoce tanto en la India como en el Tíbet: el de soporte del mundo, que en forma de esfera descansa sobre su lomo. De ahí que el disparo ominoso y vergonzante con el que se abatió se haya vuelto contra él, haciendo tambalear el soporte sobre el que descansa.