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domingo, 22 de abril de 2012

La muerte de un elefante

  Mucho antes de que cualquier guerrero masai soñara con elefantes, cuando desde los fríos valles del Neander hasta las estepas rusas ramoneaban los ancestros lanudos de esos paquidermos, los cazadores que al acecho se atrevían con esos colosos se encomendaban a sus dioses y, si culminaban su empresa, compartían la carne con toda la tribu, utilizaban la piel para abrigo, con los huesos fabricaban herramientas, y tinturas con su grasa. A veces labraban dibujos en sus colmillos o tallaban la figura del mamut en un acto que expresaba el reconocimiento al poder del animal y la gratitud a los dioses y a los hombres por su caza. Pero allá por el 9000 antes de Cristo, los cambios climáticos que inauguraron la era posglacial marcaron el inicio del final de los mamuts. Con el calorcito los hombres abandonaron las cavernas por campamentos y, con el pasar de los tiempos, domesticaron al perro y a la cabra, aprendieron a cultivar cereales, surgió la alfarería, se desarrolló la metalurgia, se crearon núcleos urbanos y se inventó la escritura. Lo que sigue es ya la Historia, cosa sabida, pues: se inventaron los llaveros, los encendedores, los abrelatas para zurdos y los teléfonos móviles. La civilización, en una palabra.  El mercado laboral se abrió a nuevos oficios, como los de administrativo, tendero y viajante de comercio.
     A los herederos de los mamuts el calor y la civilización les hizo correr suertes diversas. Se mudaron al sur, perdieron su abrigo de lana y se dejaron crecer las orejas. Su piel se convirtió en una especie de cartón piedra que no servía ni para fabricar suelas de alpargata, y su carne, tan correosa, fue sustituida en la dieta de los hombres por otras más sabrosas y de más cómodo suministro. En Asia los contrataron los gremios del transporte y de la madera. En África, en cambio, con algunas salvedades ilustres, fueron autónomos y se beneficiaron de su ineptitud para los sectores de la alimentación, la marroquinería, la ropa y el calzado. Pero la decoración y, más tarde, el turismo cinegético, ambos en sus vertientes suntuarias, acabaron con su plácida existencia. No obstante, mucho antes de eso la estampa y las facultades físicas del animal determinaron su valor simbólico en diferentes culturas. En la India el elefante es la representación de Shiva como rey, y sus atributos son la paz y la prosperidad, dones que extiende a quienes lo invocan. De ahí que en muchos estantes y vitrinas de nuestros hogares a menudo se estabulen figuritas de estos proboscidios con la trompa levantada. Con el cuerpo de hombre y la cabeza de elefante representa a Ganesha, que es, al mismo tiempo, símbolo del conocimiento y representación del principio y del fin. Pero si hay un valor simbólico que sobresale hoy sobre los demás, cuando aún tenemos en la retina las imágenes indecentes del jefe del Estado con unos ricos posando ante su cadáver, es aquel que se le reconoce tanto en la India como en el Tíbet: el de soporte del mundo, que en forma de esfera descansa sobre su lomo. De ahí que el disparo ominoso y vergonzante con el que se abatió se haya vuelto contra él, haciendo tambalear el soporte sobre el que descansa.

martes, 18 de octubre de 2011

El Bestiario del cisne

     Hace tiempo que persigo a un cisne con la perseverancia con la que un cazador perdido rastrea en la nieve la presa que le va a servir de sustento un día más. La nieve es el papel, y los árboles y las matas tras las que se oculta, las letras de los libros por los que transito. Soy un lector solitario y mi cisne es un animal burlón y peregrino, aunque sé tan poco de él, que estas atribuciones hablan más de mi ignorancia e impaciencia que de sus mañas. Cuando creo que lo tengo, se me escapa, y así una y otra vez por bosques y por estepas, en una persecución de la que en un principio había pensado escribir un estudio de etnología literaria junto al relato de la búsqueda de sus orígenes, pero es tan ambicioso el proyecto, que asusta; y si se atiende a lo que llevo andado casi da risa, conque me conformo aquí con dar solo unos cromos de lo que llamo el “Bestiario del cisne”.
1. A veces he imaginado un principio: un estudiante al pie de una escalinata cuyos primeros peldaños se sumergen bajo las aguas del Ganges en el muelle de Harishchandra, en la ciudad de Benarés. El olor de las flores de las guirnaldas se pierde entre el humo de la pira donde arde el cuerpo del maestro, a quien aquel ahora le dedica su última ofrenda, una fábula escrita en sánscrito en una corteza de sauce que ya avanza despacio por el río sagrado. Y al cabo de un tiempo, mucho más abajo, en un meandro, unas mujeres lavan la ropa y encuentran la corteza, la recogen y buscan a alguien que se las lea.
2. Ya no sé cuándo fue la primera vez que me lo encontré, pero sí cuándo empecé a preocuparme: en el acto decimonoveno de La Celestina, en la famosa escena del encuentro de los dos enamorados en el huerto de la casa de  Melibea, dice esta: “¿Por qué me dexavas echar palabras sin seso al ayre con mi ronca boz de cisne?” Lo cual, por esa virtud que atribuye el Bestiario a esta ave de anunciar con el canto su propia muerte, vale por un presagio fúnebre que a ambos incumbe. Así habla de los cisnes Esopo en la fábula "El cisne y su amo", mientras que Platón, en Fedón, hace decir a Sócrates: "al parecer, en lo que respecta a las dotes adivinatorias, soy, en vuestra opinión, inferior a los cisnes, que una vez que danse cuenta de que tienen que morir, aun cuando antes también cantaban, cantan entonces más que nunca y del modo más bello, llenos de alegría porque van a reunirse con el dios del que son siervos." (La traducción es  de Luis Gil)    
     A veces he pensado que la tenacidad de los cisnes en mis lecturas -que alcanza hasta la homofonía en catalán de mi apellido- podría avisarme de algo funesto, pero en eso de morir me viene de familia una pereza tan grande, que conjura los agüeros.
3. A finales de los años treinta del siglo pasado, Hans Christian Andersen publicó su cuento titulado Los cisnes salvajes, en el que aparecen muchos de los motivos de la mitología del cisne: los hermanos, el odio de la madrastra, la metamorfosis en esa ave, la envidia de la belleza de la hija, el distintivo de las coronas de oro, la promesa de silencio y su quebrantamiento. Interviene ahí incluso el personaje de Fata Morgana -la hermanastra del Rey Arturo-, en plena actividad transformadora del paisaje, como un guiño que acerca el cuento a la mitología artúrica de Lohengrin, el caballero del cisne.  Pero, lógicamente, la historia no es de Andersen, quien se inspiró en uno de los "Cuentos daneses de hadas" de Mathias Winther, publicados quince años antes del suyo, quien a su vez se inspiró en una leyenda medieval irlandesa Los hijos de Lir.   
4. A finales del siglo XIII se escribió en Castilla el Libro de la Gran Conquista de Ultramar, que narra los acontecimientos de la primera cruzada y en el que se incluye la "Historia del Caballero del Cisne", que, al parecer, es en parte una adaptación de una poesía épica francesa perdida. Se cuenta allí cómo la madre del conde Eustaquio interceptó una carta de su nuera Isamberta, en la que ésta le anunciaba el nacimiento de siete hijos varones, y cómo la falsificó diciendo que lo que había alumbrado era una camada de siete lebreles. Estaquio responde entonces que los maten. Por dos veces se incumple el mandato: la primera, porque el ayo encargado del infanticidio se apiada de ellos; la segunda, porque cuando la condesa madre se entera de que han crecido al cuidado de un pastor y ordena buscarlos y decapitarlos,  se produce la metamorfosis: les quitan los collares con los que nacieron y en ese momento emprenden el vuelo convertidos en cisnes. A su regreso de la guerra, el conde Eustaquio, para dirimir el conflicto de versiones entre su madre y su esposa, organiza un juicio de Dios. Isamberta no tiene paladín que la defienda, pero entonces llega a palacio  en una barca guiada por un cisne un caballero que toma partido por ella. Inmediatamente Isamberta se da cuenta de que es su hijo. Se produce el duelo y vence, restituyendo así el honor de su madre, quien busca los collares y se los pone a los  cisnes que han acudido a presenciar el combate, de modo que recobran su forma humana. Pero falta un collar, y así el cisne que conserva su forma de ave acompaña a su hermano, el caballero del cisne, aventura tras aventura.
"Leda con cisne", de Cézanne
     Hasta ahí sería la leyenda. Lo que sigue es la conversión de toda esta fantasía en la genealogía heroica de un personaje histórico, Godofredo de Buillón, uno de los caballeros que encabezaron la primera cruzada. Pero ni siquiera esta mixtificación grosera ofende el gusto del lector, porque en ella aparece imbricado otro tema de gran fecundidad narrativa y mitológica: la prohibición a la amada de preguntar su identidad al amado (uno de cuyos primeros y más brillantes desarrollos leemos en la fábula de Eros y Psique, incluida en El asno de oro, de Apuleyo, -obra que, por cierto, tiene a mi parecer mucho que ver con esta mitología general del cisne, aunque explicar esto aquí sobrepasa mis intenciones y,  probablemente también, la paciencia de mis lectores.    
5. Mucho antes de que los caballeros se transfiguraran en cisnes, los dioses, haciendo gala de su jerarquía, ya dieron ejemplo -muy mal ejemplo- de cómo beneficiarse a una doncella esquiva mediante una metamorfosis. Nos lo contó Ovidio, lo pintaron Leonardo, Matisse, Cézanne y Dalí. Yeats y Rubén Darío, entre otros,  lo poetizaron.