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martes, 19 de julio de 2016

Elie Wiesel y las bombas de tiempo


La metáfora es un tropo de largo recorrido, un TIR de la expresión, frente a la metonimia, más perezosa y de vuelos cortos. Recuerdo haber visto en un viaje griego de adolescencia un camión que lucía en la parte superior del parabrisas y en las puertas de la cabina sendos rótulos con la palabra "metaforai". Se trataba del vehículo de una empresa de mudanzas, pero a mi imaginación inflamada de entonces le dio por habitarlo de señores vestidos con traje y corbata, tocados con sombrero de fieltro, pertrechados de gafas de lentes redondas y libros de poesía, prestos a repartir por todos los rincones de la geografía helena los versos de Homero, de Kavafis, de Elytis, de Yorgos Seferis..., como otros llevan la fruta o el pan.
Mikis Theodorakis
Dormitaba en un banco de la Plaza Sintagma, a la sombra de un naranjo, mientras esperaba el cambio de la guardia. Por la noche iríamos a un concierto de Mikis Theodorakis, quien firmaría ya para siempre la banda sonora de mis recuerdos de Grecia, incluso de mis evocaciones, bastante más recientes, de aquel banco en la plaza cuando supe que los soldados británicos y los antiguos colaboradores nazis, mano a mano, habían asesinado ahí el 3 de diciembre de 1944 a veintiocho civiles que participaban en una manifestación de apoyo a los partisanos del ELAS. La música, pues,  enlazaba en un bucle mis alucinaciones poéticas y y la revelación airada de la muerte.

     
       Escribe Lorca en el "Poema doble del lago Eden":

Quiero llorar porque me da la gana,
como lloran los niños del último banco,
porque no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja
pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.

     Copio estos versos movido por un impulso que me viene del otro lado, con la sensación de quien escribe al dictado, inocentemente, descubriendo con asombro el propósito de las palabras después de su escritura.
     Hace ahora dos semanas que murió Elie Wiesel. Su "Trilogía de la noche" es una de las lecturas fundamentales sobre el Holocausto, del que constituye una auténtica enciclopedia. Por un lado, por la forma cíclica de su relato, de modo que cada uno de ellos -La noche, El alba y El día- remiten a los otros dos. Y, por otro, porque en ella encontramos todos sus grandes temas: la identidad judía, la ausencia de Dios, el sufrimiento, la crueldad, la cobardía y el heroísmo, la vergüenza de los supervivientes, el estado de Israel, el testimonio, la memoria permanente...

     Escribe Machado:  En los sueños no hay mañana, es todo ahora.

    Pero también: "En los sueños no hay ayer, es todo ahora". Y valdría cambiar "sueños" por "pesadillas" e, incluso -mucho peor-, "sueños" por "vida", para descubrir una de las ideas más representativas de la visión de Wiesel.
    
    Con nosotros -los que conocimos el tiempo de la muerte- es diferente. Allá declaramos que nunca olvidaríamos. Y eso es válido para siempre. No podemos olvidar. Las imágenes están ahí, ante los ojos. Aunque no estuvieran los ojos, las imágenes seguirían estando. Creo que si tuviera capacidad para olvidar, me odiaría. Nuestro paso por allá ha dejado en nosotros bombas de tiempo. De vez en cuando, una estalla. Y entonces no somos sino dolor, vergüenza y culpa. Nos sentimos avergonzados y culpables de estar con vida, de comer pan hasta saciarnos, de llevar en invierno un buen calzado abrigado. Una de esas bombas, Kathleen, sin duda provoca la locura. Es inevitable. Quien estuvo allá se ha llevado consigo un poco de la locura de la humanidad. Un día u otro ascenderá a la superficie.

   ("Trilogía de la noche": El día. Edit. Austral, pág. 325. Traducción de Fina Warschaver)

     Las tres partes están narradas en primera persona, con una separación cronológica notable. En "La noche" el narrador habla de su experiencia en Auschwitz, adonde llegó con quince años. Los tres años anteriores, los que van de diciembre de 1941 a 1944 los despacha en cuatro páginas en la que nos da unos apuntes de la vida cotidiana en una aldea húngara, Sighet, y se centra en sus preocupaciones religiosas. Pero de pronto se produce la expulsión de los judíos extranjeros. Y aquí encontramos ya dos constantes en lo que podríamos llamar el relato general del Holocausto contado por sus protagonistas: la violenta inmediatez con que suceden unos acontecimientos que no se acaban de entender; y la búsqueda consolatoria de una explicación para ellos. Frente a ella, Wiesel contrasta el relato de un testigo, pero -y esto también es una constante narrativa- La gente no solo se negaba a dar crédito a sus historias sino aun a escucharlo.
   -Trata de que nos compadezcamos de su suerte. Qué imaginación...
   O bien:
   -El pobre se ha vuelto loco.
     Entonces es el narrador el que introduce una pregunta fundamental puesta en boca de sí mismo cuando apenas era un adolescente:
   -¿Por qué estás tan empeñado en que en que crean lo que dices? En tu lugar, me sería indiferente que me crean o no...
   Cerró los ojos como para huir del tiempo:
   -No comprendes -contestó con desesperación-. No puedes comprender. Me he salvado por milagro. Logré volver hasta aquí. ¿De dónde provino esta fuerza? Quise volver a Sighet para relatarles mi muerte. Para que ustedes puedan prepararse mientras aún es tiempo. ¿Vivir? Ya no tengo apego a la vida. Estoy solo. Pero quise volver a advertirles. Y nadie me escucha...  
     Todo lo que sigue -y es mucho- puede leerse como el proceso mediante el cual ese muchacho, el protagonista, se convierte en el narrador de su propio relato. Los papeles se invierten respecto al testimonio del testigo del horror que regresa a Sighet, y del mismo modo que el chico es ahora el testigo, el lector asume la función del narratario, es decir, la del muchacho. Mucho más adelante, en "El día", dirá: Soy un relator. Pero mis leyendas solo se relatan a la hora del crepúsculo. Quien las escucha pone su vida en tela de juicio.
     "La noche" cuenta, por tanto, la experiencia de Auschwitz. Quien haya leído a Primo Levi, a Imre Kertész o a Vasili Grossman reconocerá allí muchos vericuetos literarios del infierno, pero también ciertas divergencias. La más llamativa tiene que ver con la importancia de la religión. En cierto modo se puede decir que "La noche" es también un proceso de pérdida de lo religioso.
     Tenía yo doce años y era profundamente creyente. De día estudiaba el Talmud, y de noche corría a la sinagoga para llorar la destrucción del Templo.
     Al poco de  su llegada a Auschwitz, en una de esas inútiles e interminables esperas a las que los nazis sometían a sus prisioneros, el joven Eliézer se alegra de que el kapo no le haya quitado sus zapatos:
     Yo mismo tenía zapatos nuevos. Pero, como estaban recubiertos por una espesa capa de barro, no lo habían notado. Agradecí a Dios, en una bendición de circunstancias, por haber creado el barro en Su Universo infinito y maravilloso.
     El enfrentamiento entre la visión del niño y la del adulto que lo cuenta es un desgarro entre la inocencia y el nihilismo, la herida abierta del estallido de una bomba de tiempo. Pero el tiempo en Auschwitz no se cuenta igual que aquí. La infancia y la adolescencia no existen, son un suspiro hacia el tiempo de la muerte. El muchacho que mecánicamente agradeció a Dios que no le robaran los zapatos asiste al ahorcamiento de un niño.
     Más de media hora quedó así, luchando entre la vida y la muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarlo bien de frente. Cuando pasé delante de él todavía estaba vivo. Su lengua estaba roja aún, sus ojos no se habían apagado.
     Detrás de mí oí la misma pregunta del hombre:
     -¿Dónde está Dios entonces?
     Y en mí sentí una voz que respondía:
     -¿Dónde está? Ahí está, está colgado de ahí, de esa horca...
     En ese momento la voz y la mirada del muchacho es ya la del narrador. Al final de "La noche", cuando se produce la liberación, Eliézer es ingresado en un hospital. Un día puede levantarse y se mira en el espejo:
     En el fondo del espejo un cadáver me contemplaba.
     Su mirada en mis ojos no me abandona más.
    De un modo muy significativo el final de "El alba" es el mismo, la identificación de la mirada del narrador -Alisha- con la de su reflejo; e igualmente el final de "El día" solo se entiende en relación a esos dos finales.

soldados británicos en Jerusalén

      Alisha, después de su paso por un campo de concentración, es reclutado en París por un miembro de una organización judía que lucha en Palestina contra la dominación de los ingleses. Uno de los combatientes, en una acción terrorista,  ha sido detenido, ha sido juzgado y condenado a muerte por terrorismo. Al alba lo van a ahorcar. Como represalia sus colegas han secuestrado a un capitán del ejército inglés, han intentado canjear al uno por el otro, pero la sentencia es firme. En consecuencia, el jefe de la organización ha ordenado que al alba Alisha mate de un tiro al militar.
     El marco temporal de la novela abarca unas pocas horas, pero en ellas el narrador (que es también el protagonista), sumido en la angustia,  vuelve su mirada hacia atrás y se enfrenta de forma muy vívida a los fantasmas de su pasado. 
     -Tú eres la suma de lo que éramos nosotros -me explicó el niñito que se parecía al que yo había sido antes-. Somos, pues, un poco nosotros quienes ejecutaremos a John Dawson mañana al amanecer. No puedes hacerlo sin nosotros. ¿Comprendes ahora?
    Comenzaba a comprender. Un acto absoluto, como el de dar la muerte, compromete no solo al propio ser sino a todos aquellos que participaron en su formación. Al matar a un hombre, también a ellos los convertía en asesinos.
     Aquí los fantasmas aparecen corporeizados en las figuras de familiares, conocidos e incluso en la del niño que fue, mientras que en "El día" se diluyen en un sentimiento de culpa y dolor. Sin embargo, esta tensión constante entre pasado y presente encuentra su expresión más radical cuando se narra la primera acción terrorista en la que participa Alisha, una emboscada a unos soldados, a los que ametrallan igual que los nazis hacían con los judíos en los guetos de Polonia.
     La primera vez que participe en una operación, tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para superar la náusea.
     Sentía horror de mí mismo.
     Me veía con los ojos del pasado. Me imaginaba en uniforme, en un uniforme gris oscuro, en un uniforme SS
      Siempre la mirada del pasado enfrentada a la del presente. Pero ahora, en un bucle más, la víctima convertida en verdugo.
     Termina la novela con el encuentro de ambas miradas, que son las de la misma persona:
     Miré ese trozo de noche y el miedo me apretó la garganta. El trozo de noche, hecho jirones de sombras, tenía un rostro. Lo miré y comprendí mi terror. Ese rostro era el mío
      Elie Wiesel murió el dos de julio pasado, apenas hace dos semanas, pero un hombre que había escrito la "Trilogía de la noche" es preciso que hubiera muerto antes muchas veces. Hay un concepto en "El día" que explica esa condición, me refiero al de "los mutilados del alma":
     Si le hubiera hablado en voz alta, habría comprendido la trágica condición de aquellos que volvieron, perdonados a cuenta, muertos vivientes. Hay que mirarlos atentamente. Su apariencia es engañosa. Son contrabandistas. Dirán que se parecen a los demás. Comen, ríen, aman. Buscan el dinero, la gloria, el amor. Como los demás. Pero es falso: representan, a veces sin saberlo. Quien ha visto lo que ellos han visto no puede ser como los demás [...]. Esos seres han sido amputados, no de una pierna o de un ojo, sino de la voluntad y el gusto de vivir. Un día u otro, las cosas que vieron subirán a la superficie. Y entonces el mundo quedará aterrado y no osará mirar en los ojos a esos mutilados del alma.  
     La mirada, siempre la mirada, el encuentro en un instante entre el pasado y el presente, entre el narrador y el protagonista, entre la víctima y el verdugo. He hablado antes de un desgarro entre la inocencia y el nihilismo, pero no es exacto este término, porque no hay descreimiento en la actitud del narrador, más bien al contrario, hay una creencia muy firme, solo que en valores distintos; hay una creencia en el dolor y en la capacidad del hombre para el mal. "El día" es el relato de un mutilado del alma que lucha contra esas creencias. Y es la suya una lucha angustiada, porque se enfrenta contra sus convicciones, sin rendirse al suicidio, gracias al amor y a la amistad que le profesan. De ahí que en la última escena de la novela, a diferencia de lo que ocurre en las dos anteriores, se produzca la ruptura explícita de su imagen representada en el retrato que pintó su amigo Gyula. Y al arder el lienzo esa llama quiere recordarme la redención del amor. Surge entonces, en algún pliegue de mi memoria el recuerdo de los versos de Iakovos Kambanelis que musicó Theodorakis en la "Cantata de Mauthausen", y se cierra así mi evocación de una tarde de verano en la plaza Sintagma.
Iakovos Kambanelis

 How lovely is my love
In her everyday dress
with a little comb in her hair.
Girls of Auschwitz
girls of Dachau
have you seen the one I love?
We saw her on the long journey.
She wasn't wearing her everyday dress
or the little comb in her hair.
How lovely is my love
caressed by her mother
kissed by her brother.
No one knew how lovely she was.
Girls of Belsen
girls of Mauthausen
have you seen the one I love?
We saw her in the frozen square
with a number on her white arm
and a yellow star over her heart.



 

lunes, 4 de enero de 2016

Antijudaísmo y holocausto (2): "Vida y destino"

     La magnitud de "Vida y destino" es tanta, que soporta sin sonrojo los elogios que le han dedicado sus editores, los críticos, escritores y tutti quanti del mundo literario: la novela del siglo XX, la "Guerra y paz" de la II Guerra Mundial, uno de los más deslumbrantes milagros literarios, etcétera. Lo cierto es que a pesar de sus mil cien páginas alcanzó a entrar en la lista de los más vendidos en el año de su edición, el 2007, abriendo de paso el resto de la producción literaria de Grossman al mercado editorial español. Y lo cierto también es que sus muchos méritos, ya tan glosados, acaso han orillado un tema esencial en la novela, la cuestión identitaria judía. 
       En el capítulo XVIII de la Primera Parte se recoge en estilo directo la carta que Anna Semiónovna, la madre de Víktor Shtrum -el principal protagonista-, escribe a su hijo desde el gueto de Kúibishev, cuando ya barrunta su destino. Dice: "Aquella misma mañana me recordaron lo que había logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: Juden kaputt!
     Y los vecinos también me lo recordaron más tarde". 

     Los Shtrum son una familia culta, preocupada por los avatares políticos de su país, amante de la música y de la literatura, conocedores de lo mejor de la cultura europea de su época, una familia que piensa y se expresa en ruso, que se siente orgullosa de la riqueza de esa lengua..., y que además, pero solo además, es judía. Sin embargo esa condición, convertida por los nazis en crimen, y por los soviéticos en sospecha de desafección burguesa al régimen, se transforma en el yugo que los une en la humillación y en el dolor.

      "Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vitenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme. Y no me fui.
       Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo".

     Esas breves líneas sintetizan no solo el sentir de Anna Semiónova -trasunto inequívoco de la madre de Valeri Grossman-, sino el de aquellos muchísimos judíos a los que se les suele definir como "asimilados", y entre los que se halla dentro de la novela el propio Shtrum, de quien en el siguiente capítulo leemos las reflexiones que le despierta la lectura de aquella carta, encabezadas por estas palabras:

     "Nunca, antes de la guerra, Shtrum había pensado en el hecho de que era judío, de que su madre era judía. Nunca su madre le había hablado de ello, ni cuando era niño, ni en sus años de formación. Nunca durante la época de estudiante en la Universidad de Moscú, ningún estudiante, ningún profesor, ningún director de seminario le había sacado el tema".

     Es precisamente esa consideración irrelevante de su condición de judío en el mundo académico la que le extraña e indigna cuando su compañera en el laboratorio de física de Kazán le protesta entre sollozos porque "solo han suprimido de la lista al personal judío" cuando se organiza el retorno a Moscú.

     "-Pero qué cosas dice, querida. ¡Ha perdido el juicio! Gracias a Dios no vivimos en la Rusia de los zares. ¿A qué viene ese complejo de inferioridad de judío de shtetl? ¡Quítese de la cabeza esas tonterías!"

         Y sin embargo es en ese momento de la novela cuando Shtrum pasa del asombro al conocimiento, y de este al dolor y a la angustia. Antes de que empiece a sufrir él mismo la discriminación que le anuncia su colega, es Karímov, un amigo de Kazán, traductor, quien le relata el testimonio de un teniente del ejército que logró fugarse de un campo de prisioneros nazi.

     "-Vio cómo se llevaban a una familia judía, una vieja y dos chicas, para ser fusiladas.
     -¡Dios mío! -exclamó Shtrum.
     -Sí, además oyó hablar de unos campos en Polonia adonde transportan a los judíos; los matan y luego descuartizan sus cuerpos como en un matadero. Pero estoy seguro de que no son más que fantasías. Me he informado en especial sobre los judíos porque sabía que le interesaría.
     ¿Por qué solo a mí -pensó Shtrum-. ¿Acaso no interesan también a los demás?
     Karimov se quedó absorto un instante y luego dijo:
     -Ah, sí, lo olvidaba; me ha contado que los alemanes ordenan llevar a la Kommandantur a los bebés judíos, a los que untan los labios con un compuesto incoloro que los hace morir al instante.
     -¿Bebés? -repitió Shtrum.
     -Creo que es una invención, como la historia de los campos donde descuartizan cadáveres."

      Vasili Grossman sufrió como tantos otros un proceso doloroso en el que el desconocimiento, la incertidumbre y el miedo fueron dando paso al descubrimiento, al asombro y al horror. En su caso, además, no fue un descubrimiento pasivo, sino que fue él, como periodista del diario "Estrella Roja", acompañando a la vanguardia del ejército soviético, quien se convierte en testigo directo de la barbarie nazi, y no solo en los campos de exterminio, sino en ciudades, en pueblos, aldeas, bosques. Y entonces escribe y levanta acta. En el libro de Antony Beevor y Luba Vinogradova "Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo, 1941-1945", del que hablé aquí recientemente, se da cuenta muy bien de ese proceso. En "Vida y destino", sin embargo, la posición de Shtrum es en cierto modo la del lector de aquellos diarios, la de quien padece la guerra muy lejos del frente, pendiente de la radio, de los periódicos, de una carta o de una llamada de teléfono. Pero del exterminio apenas sabe lo que le cuenta Karímov. Fue después de la victoria de Stalingrado y de la contraofensiva soviética cuando aquellos como Shtrum empezaron a descubrirlo, aunque fuera ya del marco cronológico que abarca la novela. Grossman establece deliberadamente un contraste entre esa ignorancia de su personaje y el conocimiento real que transmite al lector a través de varias de las tramas que urde en torno, principalmente, a algunos de los familiares de la esposa de Shtrum, Liudmila Nikoláyevna Sháposhnikova. A lo cual hay que añadir de modo destacado, y fuera del círculo familiar de los Sháposhnikov, los capítulos 29 y 30 de la segunda parte. En el primero incluye una detallada explicación técnica de la ingeniería y la arquitectura diseñadas para el asesinato masivo de judío.

     "Aquel edificio reunía los principios de la turbina, del matadero y de la incineración. Lo más difícil había sido la manera de integrar todos aquellos factores en una sencilla solución arquitectónica".

     Y en el segundo, aparece explícita la idea de "nación judía" como resultado de un destino común en el holocausto.

     "En Budapest, en Fástov, en Viena, en Melitópol, en Amsterdam, en palacetes de relucientes ventanas acristaladas, en casuchas envueltas en el humo de las fábricas vivían personas que pertenecían a la nación judía.
     Las alambradas del campo, los muros de las cámaras de gas, la arcilla de un foso antitanque unían ahora a millones de personas de edades, profesiones y lenguas diferentes, con intereses materiales y espirituales dispares, creyentes fanáticos y fanáticos ateos, trabajadores, parásitos, médicos y comerciantes, sabios e idiotas, ladrones, idealistas, contempladores, buenos, santos y crápulas. Todos estaban destinados al exterminio".       

     Es la unión por el dolor, por la persecución, por el hostigamiento y por el asesinato. En las primeras páginas de "Sin destino" Imre Kertesz habla de lo mismo cuando pone en boca del protagonista la afirmación de que solo tuvo conciencia de que era judío cuando su vida de niño empezó a verse afectada por prohibiciones y leyes destinadas solo a los judíos. Es el antisemitismo, del que Grossman desarrolla narrativamente algunas de sus múltiples variantes: el de los soldados nazis que cumplen con celo órdenes de humillación y asesinato, el de los oficiales que las dictan, el de los responsables de los campos de exterminio, el de los capos... Pero también el de algunos oficiales y soldados soviéticos, el de los propios amigos, el de los vecinos o el de los colegas de profesión. El capítulo 32 de la segunda parte constituye en cierto modo un colofón digresivo  que por desgracia aún mantiene su vigencia, y no ya como análisis histórico, sino como denuncia de un pensamiento -de una falta de pensamiento, mejor. 

     "El antisemitismo se manifiesta de modos diversos, desde el desprecio burlesco hasta los sangrientos progromos.
     Puede asumir diferentes aspectos: ideológico, interior, oculto, histórico, cotidiano, fisiológico, y son varias sus formas: individual, social, estatal.
     El antisemitismo se encuentra en el mercado y en las sesiones del presídium de la Academia de las Ciencias, en el alma de un hombre viejo y en los juegos infantiles. Sin perder un ápice de su fuerza, el antisemitismo ha pasado de la época de las lámparas de aceite, los barcos de vela y las ruecas a la época de los motores de reacción, las pilas atómicas y las máquinas electrónicas.
     El antisemitismo nunca es un fin, siempre es un medio; es un criterio para medir contradicciones que no tienen salida.
     El antisemitismo es un espejo donde se reflejan los defectos de los individuos, de las estructuras sociales y de los sistemas estatales. Dime de qué acusas a un judío y te diré de qué eres culpable [...]
     Una parte de la minoría judía se asimila, se confunde en la población autóctona del país, mientras una amplia base popular conserva su religión, su lengua y sus costumbres. El antisemitismo toma como regla acusar sistemáticamente a los judíos asimilados de perseguir oscuras aspiraciones nacionalistas y religiosas, mientras que los judíos no asimilados, artesanos y trabajadores manuales en su mayoría, son acusados de las actividades de aquellos que han tomado parte en la revolución, que dirigen la industria, que crean reactores atómicos, empresas y bancos.
     Cada uno de estos rasgos tomados por separado puede hacer referencia a cualquier otra minoría nacional, pero solo los judíos han aglutinado en sí todos ellos".  
     Y esta complejidad tiene su desarrollo literario en "Vida y destino" más allá de esa brillante digresión que refiero en la urdimbre narrativa de múltiples tramas interrelacionadas por las conexiones familiares de algunos de sus protagonistas: los científicos de Kazán (de vuelta luego en Moscú), los soldados prisioneros en el campo de concentración alemán, los prisioneros del campo de trabajo ruso, los soldados soviéticos en Stalingrado...
     Del capítulo 45 al 49 de la segunda parte Grossman narra el destino de Sofía, una médico militar, y un grupo de judíos, desde que descienden del vagón del tren hasta que son asesinados en la cámara de gas. Es un relato que pude leerse independientemente del resto y que transmite dolorosamente el horror del holocausto. Leída hoy, sesenta años después de que fuera escrita, resulta conocida. Es normal, pues se trata de una historia que fue vivida millones de veces. El niño que muere en brazos de Sofía se llama David, pero en realidad tiene miles de nombres. Yo oí este verano muchos de ellos, junto a sus apellidos, su lugar de procedencia y la edad que tenía cuando fueron asesinados. Fue en el Memorial de los Niños del Museo de Yad Vashem, en Jerusalén.   

    
 Es un lugar extremadamente triste que evoca un sinfín de vidas truncadas que apenas fueron; y es también una capilla donde honrar su recuerdo. Los arquitectos idearon una cúpula en la que las luces representan una metáfora visual de aquellas vidas. Testimonio de un mundo desaparecido, las estrellas de ese planisferio celeste me llevan a otras estrellas y a otras luces: las de los cuadros de Marc Chagall (Moishe Segal), en las que visionariamente fundidas en el cielo aparecen figuras representativas de aquellas comunidades judías del este de Europa, rescatadas así felizmente del olvido.
     Las novelas y relatos de Vasili Grossman, los cuadros de Chagall, los relatos de Babel, las novelas de Der Níster... al perpetuar su recuerdo a través del arte y la genialidad iluminan para siempre los nombres y el mundo de David.   


 
 

domingo, 1 de noviembre de 2015

"Suite francesa"

     
Cuando Irène Némirovski, en el verano de 1941, escribía su Suite francesa en la localidad borgoñona de Issy-l'Éveque, padeciendo las consecuencias del "Estatuto de los judíos" francés del 3 de octubre del año anterior, su escritura era al mismo tiempo un acto de afirmación personal y un ajuste de cuentas contra  unas medidas políticas vejatorias y criminales decretadas por el régimen colaboracionista francés con una celeridad y complacencia hacia los nazis indignas y vergonzantes.
     ¡Dios mío! ¿Qué me hace este país? Ya que me rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el honor y la vida -anota en el cuaderno en el que proyecta su "Suite francesa". Por desgracia solo pudo escribir los dos primeros movimientos de esa suite: "Tempestad en junio", sobre la huida de París originada por la inminente invasión nazi; y "Dolce", sobre la ocupación en una pequeña localidad rural. Este carácter truncado de la novela obliga a reparar en esas circunstancias contextuales. El asesinato de Némirovski no es un suceso puntual, sino el resultado lógico de una política criminal que tiene como hitos jurídicos ese "estatuto judío" del 3 de octubre de 1940, la creación en marzo del año siguiente del "Comisariado general para las cuestiones judías" y el "estatuto judío" del 2 de junio de 1941. La hostilidad larvada hacia los judíos por parte de amplios sectores de la derecha francesa que los sucesos relativos al juicio y condena del capitán Dreyfus en las postrimerías del siglo XIX habían puesto de manifiesto con una pasión y violencia inusitados, ahora, sin un Zola que levantara la voz y arriesgara su vida para denunciar la vileza moral de los antisemitas, -callados, acallados o vencidos aquellos que hubieran podido hacerlo- alcanzaba una dimensión hipertrófica. Frente a ello, esta mujer herida de múltiples destierros - el de su Ucrania natal, el de su idea de Francia, el de su propia madre y, en cierto modo, el de su condición de judía- mira y escribe. Teme que el tiempo se le acabe, pero sigue escribiendo porque es su manera de seguir siendo ella; su escritura es su rebelión contra la cobardía y la inmoralidad. Pero solo le alcanza a concluir los dos primeros movimientos de la suite que había concebido. Y en ellos, ninguna palabra sobre judíos, pogromos, deportaciones, asaltos de sinagogas... Por encima de esa especificidad le interesa al principio el comportamiento general, el sálvese quien pueda en que se convierte la huida de París. En otras palabras, le interesa reflejar cómo se quiebra la frágil urdimbre de la moralidad y la cultura en tiempos de naufragio. Es un proceso rápido que deja en evidencia tanto los intereses más primarios como la hipocresía con que se quieren tapar. Para ello desarrolla -especialmente en la primera parte, "Tempestad en junio"- un vasto juego de contrastes: de personajes, de afectos, de intereses..., que a medida que avanza la historia convergen, bien de una manera dramática o bien en una tensión que no acaba de estallar, en unos espacios cerrados que son insuficientes y que obligan a una convivencia hostil o a la expulsión y al rechazo. Ni siquiera la naturaleza, el campo abierto o el bosque son lugares amables, sino espacios de desamparo y escenarios no solo del miedo a los bombardeos de los aviones alemanes, sino de hurto, rapiña y asesinato. 

      En silencio y con los faros apagados, los vehículos llegaban uno tras otro llenos a reventar, cargados hasta los topes de maletas y muebles, de cochecitos de niño y jaulas de pájaro, de cajas y cestos de ropa, cada uno con su colchón atado al techo; formaban frágiles andamiajes y parecían avanzar sin ayuda del motor, llevados por su propia inercia a lo largo de las calles en pendiente hasta la plaza. Ahora ya bloqueaban todas las salidas, arrimados unos a otros como peces atrapados en una red; incluso parecía posible cogerlos todos a la vez y arrojarlos a una espantosa orilla. No se oían lloros ni gritos: hasta los niños permanecían callados. Todo estaba tranquilo. De vez en cuando, un rostro se asomaba por una ventanilla y escrutaba el cielo con atención. Un rumor débil y sordo, hecho de respiraciones trabajosas, de suspiros, de palabras intercambiadas a media voz, como si se temiera que llegaran a oídos de un enemigo al acecho, se elevaba de aquella multitud. Algunos intentaban dormir utilizando la maleta como incómoda almohada, movían las doloridas piernas en el estrecho asiento o aplastaban la mejilla contra el frío cristal de una ventanilla. Algunos jóvenes y algunas mujeres se llamaban de un coche a otro, y a veces incluso reían con desenfado. Pero, de pronto, una mancha oscura se deslizaba por el cielo cuajado de estrellas y las risas cesaban; todo el mundo permanecía atento. No era inquietud propiamente dicha, sino una extraña tristeza que tenía poco de humano, porque no comportaba ni valentía ni esperanza. Así es como los animales esperan la muerte. Así es como el pez atrapado en la red ve pasar una y otra vez la sombra del pescador.

    
En este fragmento perteneciente al capítulo 9 se aprecia bien lo que digo junto a otra característica muy peculiar de la prosa de Némirovski, la presencia constante de referencias a animales -en especial a pájaros- como un recurso denotativo -y a veces simbólico- de la deshumanización de la mayor parte de los protagonistas, de la violencia, del hambre, de los miedos y de los tabúes. Si uno no supiera que la autora fue asesinada en Auschwitz el 17 de agosto de 1942, casi dos meses después de su arresto, pensaría al leer la novela que sobrevivió al Holocausto y que en sus páginas fue sembrando conscientemente una serie de indicios que prefiguran de modo simbólico los acontecimientos que luego se sucedieron. Sin embargo, el imposible cronológico solo me hace desdecirme del adverbio de modo. Como a veces ocurre con la gran literatura, la distancia entre poeta y profeta se desdibuja. Es en este sentido que cabe interpretar el capítulo más violento y absurdo, el asesinato del padre Péricand a manos de sus pupilos, los niños huérfanos, como un episodio fundamental de la novela por su valor anticipatorio. Y lo terrible de que sean precisamente niños los asesinos subraya de modo trágico la condición humana de los verdugos. Esta es la idea que desarrolla literariamente Némirovski en el segundo movimiento -"Dolce"-. Allí los militares nazis son apuestos, educados, galantes, cultos...; hay flirteos y enamoramientos más o menos velados entre ellos y las mujeres del pueblo. Leyendo esas páginas es imposible no acordarse de las que escribió Elie Wiesel, que sí que pudo sobrevivir a Auschwitz:
     
     Sin embargo, la primera impresión que tuvimos de los alemanes fue sumamente tranquilizadora. Los oficiales se instalaron en casas particulares y hasta en casas de judíos. Su actitud con respecto a sus huéspedes era distante pero cortés. Nunca pedían lo imposible, no hacían observaciones impertinentes y, a veces, hasta sonreían a la dueña de casa. Un oficial alemán se alojaba en una casa frente a la nuestra. Tenía una habitación en casa de los Kahn. Se decía que era un hombre encantador: tranquilo, simpático y atento. Tres días después de instalarse le había llevado a la señora Kahn una caja de chocolates. Los optimistas mostraban su júbilo:
     -¡Y bien! ¿Qué habíamos dicho? Ustedes no querían creerlo. Ahí los tienen a sus alemanes, ¿qué les parece? ¿Dónde está su famosa crueldad?
     Los alemanes estaban ya en la ciudad, los fascistas estaban ya en el poder, el veredicto estaba ya pronunciado y los judíos de Sighet seguían sonriendo.
                                                                            ("La noche", página 18)  

     Wiesel lo vivió todo y lo contó. Némirovski lo contó todo y luego lo vivió. Estas son las últimas palabras de su novela:

     Los hombres empezaron a entonar un cántico grave y lento que se perdía en la noche. Poco después, en la carretera, en lugar del ejército alemán solo había un poco de polvo.

       Los nazis y sus aliados franceses quisieron convertir ese punto final en el agujero negro de la chimenea de un crematorio de Auschwitz por donde se diluyera la obra de Irène Némirovski. Pero fracasaron. La "Suite francesa" triunfa sobre sus propios límites circunstanciales  y aún hoy invita a una reflexión fecunda.   


Nota: las citas de "Suite francesa" y "La noche" corresponden respectivamente a las traducciones de José Antonio Soriano Marco, en la editorial Salamandra, y a la de Fina Warschaver en la editorial Austral.

jueves, 27 de agosto de 2015

Vasili Grossman. Antijudaísmo y Holocausto.

Dedico este artículo a mis compañeros del seminario de Yad Vashem


A finales de julio de 1944 Vasili Grossman como corresponsal de guerra de Estrella Roja (Кра́сная звезда́) llegó, acompañando a las tropas de Primer Frente Bielorruso, hasta el noreste de Varsovia, al campo de exterminio de Treblinka, donde tuvo ocasión de comprobar por sí mismo y por los testimonios de los escasos supervivientes y de los campesinos polacos de la zona uno de los mayores hitos en la historia de la barbarie y crueldad humanas. Sobre ello redactó un artículo titulado "El infierno de Treblinka" -publicado en la revista Знамя (Znamya)- que fue aportado como prueba acusatoria durante los juicios de Núremberg. Allí uno encuentra tanto la narración y denuncia de una serie de atrocidades hasta entonces inimaginables, como unas reflexiones sobre el exterminio que aún hoy sorprenden por una perspicacia que ni la inmediatez emocionada a los hechos que las motivaron ni los setenta y un años que han transcurrido desde entonces restan nada de su vigor y vigencia intelectuales.
     
     Si se hace infinitamente duro leer esto, el lector debe creerme que también es infinitamente duro escribirlo. Alguien puede preguntar: "¿Y por qué escribir sobre esto, por qué recordarlo?" Es el deber del escritor contar esa terrible verdad y el deber civil del lector es conocerla. Quien mirara hacia otro lado, quien cerrara los ojos sin querer saber nada insultaría la memoria de los muertos. Quien no conozca la verdad sobre los campos de exterminio no podrá entender con qué tipo de enemigo, con qué tipo de monstruo tuvo que mantener su combate mortal el Ejército Rojo.  
(tomo el texto del muy recomendable "Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo, 1941-1945")

       En el contexto en el que escribe hay que tomar la referencia al ejército como una muestra de orgullo por su participación fundamental en la derrota del nazismo más que como una reivindicación de exclusividad soviética en ese evento. De hecho no hay certeza acerca de si ese colofón es de Grossman o de los censores. Es más, el problema mayor que tuvo con el NKVD de Beria (es decir, con una de las versiones más siniestras que ha existido nunca del "aparato del estado") es la sospecha que siempre recayó sobre él de "internacionalismo", un término que definía entonces un delito ideológico casi tan grave como el "trotskismo", y que, en el caso de Grossman, no le venía por su afán de extender la revolución más allá de lo que pronto se llamaría "el telón de acero", sino de la confluencia de su origen judío con su condición de escritor, agravada por su no militancia en el partido y por su renuencia temeraria a redactar panegíricos a Stalin, quien no es que anduviera corto de autoestima, pero siendo la personificación de todas las virtudes soviéticas, la desafección hacia él activaba los tendones del índice de su mano derecha en un gesto que apuntaba al norte y que auguraba al desafortunado un futuro próximo en el gulag.

     Grossman pudo eludir ese destino, menos por habilidad política que por el respeto que se había ganado entre el pueblo y en el ejército con sus crónicas de guerra y con su novela El pueblo inmortal (1942), que daba forma literaria a aquellas. No obstante, la circunstancia principal que le ahorró el viaje a Siberia fue el fallecimiento de Stalin en 1953. Un año antes su novela Por una causa justa, tras un arduo trabajo de adaptación -léase "autocensura"- y del adecentado de los censores profesionales, se publicó por entregas en la revista "Novy Mir". Se trataba de otra novela de tema bélico, centrada en la batalla de Stalingrado, y en la que ya estaba el germen de su obra maestra Vida y destino. En general tuvo una buena acogida, aunque a algunos se le indigestó, como a Borís Pasternak, que al poco de leerla sufrió un ataque al corazón del que culpó a Grossman. La prensa habló de una hazaña literaria tolstoyesca, y fue incluso seleccionada para el Premio Stalin, lo que no era nuevo para él, pues en 1940 fue nominada para el mismo galardón su Stepan Kolchuguin, un cumplido ejemplo de realismo social sobre un minero convertido en revolucionario. Por desgracia la novela no satisfizo el refinado gusto literario de Stalin, quien la tachó de la lista acusándola de "simpatías mencheviques", un cargo del todo inane y bastante socorrido entonces, aunque no tanto y mucho menos paranoico como por el que en el año 52, el mismo de la publicación de "Por una causa justa", se incoó a miembros del Comité judío antifascista
     Stalin, que era partícipe de un antijudaísmo de abolengo vagamente xenófobo más que racial, se había sentido muy contrariado cuando después de haber apoyado el reconocimiento de Israel por parte de la ONU vio que el nuevo estado se alineaba con los Estados Unidos. A partir de ese momento su intuición conspiranoica recayó sobre los judíos, de quien temía la formación de una quinta columna de "nacionalistas burgueses". Orlando Figes lo explica muy bien en su monumental Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin (The Whisperers):


      Sus temores se intensificaron como consecuencia de la llegada a Moscú de Golda Meier, en el otoño de 1948, en carácter de primera embajadora israelí en la Unión Soviética. Allí donde iba era recibida con aclamaciones por multitud de judíos soviéticos. En su visita a una sinagoga de Moscú, en el Yom Kipur (13 de octubre), miles de personas se concentraron en las calles, y muchos de ellos voceaban "Am Yisroel chai" ("¡El pueblo de Israel vive!"), una afirmación tradicional de renovación para todos los judíos del mundo, pero que era para Stalin un signo peligroso del "nacionalismo burgués judío" que subvertía la autoridad del Estado soviético. (op. cit., pág., 675)


enmarcada en el círculo, Golda Meir 

     Ya se comprenderá que las paranoias de Stalin no eran de orden especulativo, sino factual. Ejemplo de ello es el caso de Solomon Mijoels, director del Teatro Judío de Moscú y presidente del Comité Judío Internacional, asesinado por el nuevo método del atropello con camión. El devenir de otros miembros de ese mismo comité nos lo aclara Donald Rayfield en Stalin y los verdugos (Taurus, 2003). Según el historiador británico, algunos miembros fueron apaleados hasta la muerte; de los catorce que sobrevivieron a los interrogatorios y fueron llevados a juicio, a todos los condenaron a muerte menos a una. Y a eso cabría añadir que otro contingente fue destinado directamente al gulag.
     En cuanto a Grossman, que también pertenecía a esa organización, cuenta Anthony Beevor en el epílogo de la obra que he citado arriba que tanto él como Ilia Ehrenburg "fueron incluidos en la investigación en marzo de 1952, durante los preparativos para el juicio, pero finalmente quedaron descartados" (pág. 426). Por desgracia no aclara los motivos de esa inmunidad, pero acontecimientos posteriores de los que ahora hablaré permiten deducir que no se trataba ni de olvido ni perdón, sino de un uso político de la figura de ambos escritores.
     Muy poco después de la nominación de Por una causa justa para el Premio Stalin, un artículo de "Pravda" la atacó con saña acusando a Grossman de dos graves errores: no haber mencionado apenas a Stalin ni haber reconocido los méritos del partido comunista en la batalla de Stalingrado. La consecuencia inmediata fue un artículo del editor de "Novy Mir" en el que pedía disculpas por su torpeza al publicarla. En ese momento la posición de Grossman, a pesar del apoyo valiente de algún general que había conocido en la guerra, era bastante comprometida.
    
Stalin, acuciado por los temores inveterados de los sátrapas orientales a los envenenamientos, había dado en un nuevo disparate criminal: una conjura de los médicos del Kremlin (muchos de ellos judíos) para acabar con su vida y la de los principales dignatarios soviéticos. El 18 de octubre de ese año (1952) ordenó la detención y tortura de los médicos. Ronald Rayfield, de quien tomo la mayor parte de la información en este punto, documenta con detalle todo este proceso delirante.
     En el último discurso que pronunció Stalin, el 1 de diciembre, su paranoia, que iba en aumento, se concretó en la acusación a los judíos de ser agentes del servicio de inteligencia norteamericano, advirtiendo sobre una taimada forma de contrarrevolución practicada por los médicos judíos. Dos días más tarde, en Praga fueron asesinados por ahorcamiento catorce políticos (de los cuales la mayoría eran judíos) acusados de conspiración trotskista-titoísta-sionista con intento de magnicidio por métodos médicos. Y el mes siguiente "Pravda" publicó un artículo titulado "Asesinos de bata blanca", cuya primera consecuencia fue la detención de otros veintiocho médicos y nueve de sus cónyuges. En ese contexto -cito ahora textualmente a Rayfield- se preparó una carta para su publicación en "Pravda", y se les indicó a 60 destacados judíos que la firmasen: entre ellos al físico Landáu, al poeta Marshak, al novelista Vasili Grossman y al cineasta Mijaíl Romm. Los firmantes exigían la erradicación de "los nacionalismos judíos y burgueses" y de "los espías y enemigos del pueblo ruso".
     Por suerte para Grossman, para los otros firmantes, para los médicos, para los judíos, para los colaboradores más íntimos de Stalin y para el último de los ciudadanos soviéticos, el día 1 de marzo el dictador sufrió un ataque de apoplejía. Martin Amis relata así el momento en que sus ayudantes le encontraron tumbado sobre el suelo del comedor de su dacha de Moscú:
     Había mucho terror en sus ojos implorantes. Cuando quiso hablar, solo le salió "un zumbido": la pulga gigante, la chinche, reducida a un zumbido de insecto. Es indudable que había tenido tiempo para meditar una incómoda circunstancia: a todos los médicos del Kremlin los estaban torturando en la cárcel, y Vinográdov, su médico personal de muchos años, estaba, además (por insistencia del mismo Stalin), "con grilletes". ("Koba el temible". Anagrama, 2006)
      Stalin falleció el día 5 de marzo. Un día antes, Jrushov, que iba a ser su sucesor, anunció que nunca había existido el complot de los médicos, y ahí se terminaron las detenciones de judíos. Grossman reeditó ya en forma de libro un año más tarde "Por una causa justa", que fue alabada por la crítica; y, confiado en la nueva época que había inaugurado el XX Congreso del PCUS (1956), se centró en la redacción de su obra maestra, "Vida y destino", de la que la KGB le requisaría todos sus manuscritos y que nunca pudo ver publicada.
       La vastedad de esta novela, comparada tantas veces con "Guerra y paz", me obliga a aplazar para otro artículo mis comentarios en relación con el título de este. Dejo, pues, esta última obra y vuelvo la mirada hacia la primera de las suyas publicadas, el relato "La ciudad de Berdichev" (1934), del que Bulgákov dijo que se extrañaba de que se pudiera escribir cosas buenas aún en la Unión Soviética. 
    
antiguo cementerio judío de Berdichev. Año 1913.

     Berdichev, a unos 180 kilómetros al oeste de Kiev, fue llamada "la capital judía de Rusia". Allí nació Vasili Grossman el 12 de diciembre de 1905, y allí, catorce años más tarde, se produjo uno de los primeros pogromos de Ucrania. Cerca de ciento cincuenta mil judíos murieron durante la Revolución y la Guerra Civil.
     En el verano de 1943, después de las victorias en Stalingrado y Kurst, cuando ya había cambiado claramente el signo de la guerra y el Ejército Rojo recuperaba territorio tras territorio, Grossman, acompañando a la 75 División de Fusileros de la Guardia en su campaña de liberación de Ucrania, fue descubriendo el rastro del exterminio que los nazis habían dejado a su paso. En un artículo publicado en yidis en la revista del Comité Judío Antifascista, recogido en la obra de Beevor y Vinogradova a la que ya me he referido, escribió:

     No quedan judíos en Ucrania. En ningún sitio; ni en Poltava ni en Jarkov, ni en Kremenchug, ni en Borispol, ni en Iagotin. En ninguna de las ciudades, ni de los cientos de pueblos y miles de aldeas se verán los negros ojos llenos de lágrimas de una niña judía, ni la cara oscura de un bebé judío hambriento, ni se oirá la voz quejumbrosa de una anciana judía. Todo ha quedado en silencio. Todo un pueblo ha sido brutalmente exterminado. ("Un escritor en guerra", pág. 311)   

     En ese descubrimiento del horror, su llegada a Berdichev fue especialmente dolorosa. A Grossman le había mortificado no haberse llevado a su madre a Moscú cuando se produjo la invasión nazi.  Sin noticias de ella, la sospecha de su muerte era para él una llaga abierta de la que se culpaba; y ahora, en su ciudad, se le revelaba la verdad y toda la dimensión del exterminio: de sus 30.000 habitantes, casi todos habían sido asesinados. El artículo que escribió "El asesinato de los judíos de Berdichev" -cito de nuevo textualmente a Beevor- fue censurado por las autoridades soviéticas con el doble propósito de reducir la importancia de los judíos como víctimas y de ocultar la participación ucraniana en las atrocidades. (op. cit., pág. 317 y 318) 
    
Nonna Mordykova, protagonista de "La comisaria"
Aquel primer relato de Grossman, ambientado durante la Guerra Civil (1918-1921), estaba protagonizado por una comisaria política que llega con su regimiento a Berdichev en un estado muy avanzado de gestación y cuya primera diligencia apenas entra en la ciudad es la ejecución de un desertor. Una familia judía es obligada a darle asilo. A pesar de su inicial rechazo, la acogen amablemente, la cuidan y le proporcionan un entorno amable donde nace la criatura. Sin embargo, a los pocos días del parto, la comisaria siente con más fuerza su responsabilidad política que su maternidad y abandona al bebé con su familia adoptiva para unirse a sus soldados.   

     Esta oposición entre compromiso político y vida fue magistralmente desarrollada por Aleksandr Askoldov en "La comisaria" (1967), adaptación al cine del relato de Grossman, pero entonces, catorce años después de la muerte de Stalin, aún resultaba intolerable para Breznev y su gobierno la más que razonable identificación del conflicto entre deber político y vida con el de estalinismo frente a  judaísmo. En consecuencia, la película fue prohibida, y su director acusado de revisionista y expulsado del partido. Veinte años más tuvieron que pasar para que pudiera estrenarse. 
      La película está rodada en blanco y negro, y sus imágenes, de una enorme fuerza expresiva, combinando un realismo documental con unas escenas oníricas, consigue esa armonía entre lo épico y lo lírico que tanto caracteriza a la prosa de Grossman. Hay un momento de la película en el que Askoldov se aleja de la literalidad del relato y emociona al espectador de un modo sorprendente. No les cuento más, prefiero que lo vean:  


     La escena por sí sola merecería un estudio extenso. Esa combinación de lo presente -el temor de los niños por los cañonazos- con la llegada a un campo de concentración; el cambio cromático entre una y otra; la ilación narrativa subrayada por la música, la gestualidad del padre y la figura del violinista; los bruscos cambios de angulación en los que ese mismo violinista y Claudia, la comisaria, parecen interpelar directamente al espectador; las piernas de los presos del campo; el humo de los crematorios; todo ello nos habla al mismo tiempo de la densidad semántica de la escena y de su complejidad estética. Pero no voy a abundar en ello. La imagen de la comisaria, con su hijo en brazos, siguiendo a los judíos, camino de Chelmno, Sobibor, Auschwitz, Treblinka... me llevan a otro relato de Grossman en el que la expresión literaria del dolor y de la empatía constituyen de modo magistral un referente en la literatura del siglo XX. Se trata de "La Madonna Sixtina". En él Grossman cuenta en primera persona sus impresiones tras haber visitado en la primavera de 1955 ese magnífico lienzo de Rafael en el Museo Pushkin.


     Más tarde, mientras caminaba por la calle después de abandonar el museo, conmocionado hasta el desconcierto por lo novedoso y potente de la sensación, no hice siquiera el intento de salir de mi estado de perplejidad y aclararme las ideas.
     Aquella confusión de ánimo ni siquiera era comparable con la que había experimentado a los quince años mientras leía, con lágrimas de felicidad, "Guerra y paz", ni con la que se apoderaba de mí mientras escuchaba, en momentos especialmente aciagos de mi vida, la música de Beethoven. Entonces comprendí que la imagen de la joven madre con su hijo en brazos me hacía recordar no un libro o una música sino Treblinka...
     "Son estos mismos pinos, esta arena, este vetusto tocón los que vieron millones de ojos humanos desde los trenes que llegaban lentamente al andén... Entramos en el campo y caminamos por la tierra de Treblinka. Las vainas de lupino revientan al menor contacto, con un sonido suave... El sonido de los granos que caen y el de las vainas al reventar forman una prolongada melodía, plácida y triste. Es como si, desde las profundidades de la Tierra, llegara el doblar de unas pequeñas campanas, apenas audible, doloroso, vasto y reposado... Aquí están las camisas casi desintegradas de quienes han sido exterminados, sus zapatos, las pequeñas ruedas de sus relojes de mano, cortaplumas, candelabros, unos zapatos de niña con borlas de color rojo, ropa interior con encajes, una toalla con bordados al estilo ucraniano, vasijas, bidones, tazas de juguete hechas de plástico, cartas escritas  a lápiz por niños, libritos de poesía...
     Seguimos avanzando por la tierra oscilante, sin fondo, de Treblinka, y de pronto nos detenemos. Delante de nosotros yace, pisoteada, una mata de pelo de mujer -suave, fino, abundante, ondulado, de color cobrizo brillante- que habría pertenecido a una joven, y después, aquí y allá, más pelo: bucles rubios, pesadas trenzas negras sobre la arena clara [...]
     El recuerdo de Treblinka surgió desde el fondo de mi alma sin que ni siquiera me hubiese dado cuenta al principio.
      Fue ella la que anduvo con sus ligeros pies descalzos a través de la tierra oscilante de Treblinka, desde el muelle de descarga hasta la cámara de gas. La reconocí por la expresión de su rostro y de su mirada. Vi a su niño, cuyo gesto maravilloso y en absoluto infantil hizo que le recordara enseguida. Ese era el aspecto que presentaban las madres y sus pequeños en el momento de vislumbrar, sobre el fondo verde del bosque, los muros blancos de la cámara de gas de Treblinka. 
     
       (En "Eterno reposo y otras narraciones". Vasili Grossman. Galaxia Gutenberg, 2013. Pág. 104-106)







 


lunes, 7 de noviembre de 2011

Contra Auschwitz

castillo de Wewelsburg
     Hace años empecé a escribir con mi amigo el Dalai Agustinet una novela ambientada durante el invierno de 1939-40 en Wewelsburg, el castillo que Himmler convirtió en un centro de formación de las SS y en su Camelot particular. Ambos trabajamos febrilmente hasta que al cabo de unos meses nos cansamos y abandonamos lo escrito en un archivo adjunto de nuestros correos. Pasaron varios años y retomé el proyecto, ya en solitario, venciendo mis reticencias de hurgar en los aledaños de una de las peores llagas de la Historia. Había alcanzado un punto en el que mi conocimiento de la barbarie me llevó a una parálisis creativa, pero no por falta de argumentos, sino por miedo a banalizar con mis ficciones tanto mal, del modo, por ejemplo, en que lo había hecho una de las peores novelas que he leído, "El niño del pijama a rayas". Sin embargo, unas declaraciones de Imre Kertesz llenas de benevolencia y sensatez  sobre lo que ya se ha convertido en un género narrativo, tanto fílmico como novelístico -las de nazis-, en las que sugería que con el paso del tiempo estas obras serían las únicas garantes populares de la memoria, me llevaron a desempolvar aquellos folios.
     Algunos de mis amigos se malician que por lo que llevo con esta historia debo de tener miles de folios redactados. Y otros -que salvo por el hecho de que nunca presumiría de ello se aproximan más a la realidad- piensan que soy una especie de Joe Gould que no teniendo nada que ocultar escenifica la ocultación de su trabajo. Pero no es el caso: ni voy a hablar de mi novela ni me voy a aprovehar de ella para dar sablazos. Gould, que soñaba con convertir Nueva York en la gran novela americana, descubrió a su protagonista tras mirarse en el espejo después de merendarse un montoncito de aceituas con sus correspondientes Martinis, mientras que al resto de personajes se lo encontraba en bares, plazas y albergues. No digo yo que en mi búsqueda de escritor no hayan tenido su importancia alguna que otra cerveza o unos cuantos vinos, pero mi viaje al pasado, a aquellos años de efervescencia nazi, justo al inicio de la II Guerra Mundial, lo he vivido casi siempre sobrio y gracias a novelas, biografías, ensayos, libros de Historia, periódicos de la época, documentales, transcripciones de crónicas radiofónicas, películas y cómics.
     De entre los últimos nombro aquí -en agradecimiento y como recomendación- los dos publicados hasta ahora de la trilogía de Jason Lutes, "Berlín, ciudad de piedras" y "Berlín, ciudad de humo" (en la editorial Astiberri), "Amores frágiles", de Philippe Richelle y Jean-Michel Beuriot (en Ediciones Rossell) y "Adolf", de Osamu Tezuka (en Planeta).
     Esta última es un manga de más de mil páginas que narra la historia de dos niños japoneses, amigos y extraños ambos en su propio país, uno por el origen alemán de su padre, y el otro, por ser hijo de inmigrantes judíos -circunstancias que, en una sociedad tan nacionalista como la nipona de los años 30, refuerza la relación entre ambos por el principio de solidaridad entre marginados, hasta que el padre del primero decide enviar a su niño a una "Adolf Hitler Schule" en Alemania.
     Un tercer personaje interviene en esa relación, que se prolonga hasta casi las postrimerías del siglo XX: un periodista japonés que, en medio de su actividad profesional como enviado a Berlín para cubrir los Juegos Olímpicos, acude a una cita con su hermano -un estudiante próximo al partido comunista que por un tiempo está residiendo en esa ciudad- y se lo encuentra muerto.  La policía se desentiende del caso y el periodista inicia entonces una investigación plagada de obstáculos en la que unos documentos enviados por su hermano a Japón en los que se acredita las raíces judías de Hitler juegan el papel de MacGuffin, de modo que el relato adquiere tintes de novela negra y un ritmo frenético favorecido por una composición de las viñetas con una riquísima variedad de planos y angulaciones (fíjate, por ejemplo,  aquí a la izquierda, en ese plano en ligero contrapicado con efecto de gran angular en los edificios que encuadran la escena) y por su talento para fragmentar las secuencias de persecución, que son muy numerosas. Junto a lo cual destaco las panorámicas -sobre todo las que se refieren a los grandes despliegues propagandísticos nazis y a vistas de ciudades- y, por contraste con la limpieza de líneas general, aquellos planos en claroscuro, apenas perfilados, que describen momentos de gran intensidad emocional.
     Sin embargo, con ser todo esto una parte importante de los méritos estéticos del trabajo de Tezuka, "Adolf" no pasaría de ser otro buen cómic más, si no fuera porque el argumento no es un mero enredo más o menos bien hilvanado, sino que conlleva una pregunta de partida y desarrolla una respuesta: ¿cómo es posible que un niño llegue a convertirse en un asesino en serie condecorado y honrado por su perversidad? Hay un momento, al final de la formación del joven Adolf en la "Adolf Hitler Schule", en que para demostrar su valía los muchachos deben pasar por un bautismo de fuego. Ahí los dibujos son de una enorme claridad, no hay ningún subrayado retórico; más que en ninguna otra ocasión el dibujo del manga recuerda a los de Tintín. Lo infantil que pueda haber en los trazos remite con fuerza a la niñez que aún queda en el protagonista. El lector lo sabe, lo siente, y ve con angustia cómo el instructor le entrega la pistola a Adolf y le anima al asesinato. Lo que sigue es una de las secuencias más violentas que he leído en un cómic.   
     Ha pasado mucho desde que el tebeo pasó a llamarse cómic, y en ese camino ha habido hitos como "Maus", de Art Spiegelman, que mereció un premio Pulitzer, los cómics de Joe Sacco o "Pyongyang", de Guy Delisle, por citar solo unos pocos que han consolidado el término de "novela gráfica" y han ampliado los horizontes del género. Con ellas "Adolf", de Osamu Tezuka, pertenece a esas obras de arte que cumplen con lo que Jean François Forges dice en "Educar contra Auschwitz: historia y memoria": evitan los riesgos del decaimiento y de la fascinación en la labor educativa de informar a los jóvenes contra la barbarie,