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jueves, 27 de febrero de 2014

Hitler, el devorador de alfombras

Hitler desquiciado por las derrotas que corroen como cangrejos un cuerpo muy maltratado por las privaciones de sus años de bohemia, por las trincheras y barrizales y por las puñaladas crónicas en la espalda recorre el salón, el pasillo, su despacho, otra salita, media vuelta, la salita, el despacho, el pasillo..., y no se da tregua y duerme mal y no descansa. ¿Para esto hemos inventado el café descafeinado? -se lamenta con razón Eva Braun y reprende a su Adolf por una alarmante relajación de sus hábitos higiénicos. Pero a quién le importa ya si se deshilacha el punto y coma perfecto del bigote y el flequillo o si la guerrera de ir por casa luce unas cuantas medallas en recuerdo del choucroute o de los pepinillos del almuerzo. O, peor aún, a quién le importa ese como polvillo disperso por sus hombros y pechera. ¿Es que este paladín del vegetarianismo y de la vida sana se ha dado al tabaco?. No, nada de ceniza, amigos; es solo caspa. Todo él es un gran residuo que se desmorona,  al que apenas le queda un año de vida.
      Es el revés de la imagen de aquel energúmeno que arengaba a las masas. Este Führer ya no guía a nadie, se arrastra. Las derrotas le debilitan y enloquecen. Uno de sus asistentes domésticos escribe de él: En la mesa muestra una conducta más bien grosera. Abstraídamente se muerde las uñas, se toca la nariz una y otra vez y sus maneras son chocantes. Se diría que su desesperación, su descuido y su falta de modales no solo desnudan al dictador de su prosopopeya, sino que lo degradan hasta el ridículo. Y, sin embargo, son precisamente ese desaliño y esa desesperación, una vez superados los primeros momentos de comicidad, los que le confieren su condición más terrible, aquella por la que siempre deberíamos temerlo, esto es, la de congénere.  
     Algunos escritores victorianos supieron plasmar magistralmente en monstruos memorables sus miedos, deseos y frustraciones. Drácula, Frankenstein o Mr. Hide ocupan vitrinas destacadas en el imaginario colectivo del horror. No muy lejos habita Jack el Destripador, que no fue protagonista de novelas, sino de noticias de sucesos en tabloides londinenses. Pero da igual, porque llega un punto en el que el paso del tiempo y la ignorancia  desdibujan los límites entre la historia y la ficción; y así vaticinaba Imre Kertesz que la barbarie nazi acabaría convirtiéndose en un subgénero narrativo, de modo -completa un servidor- que Adolf Hitler terminará estabulado en los museos de Madame Tussauds junto a Red Skull y Fu Manchú, en el mismo pasillo que Frankenstein y Drácula.
     Quizás esa posición espectacular, entre el supervillano y el monstruo, le garantice un lugar en la memoria de las futuras generaciones. Pero entonces, si como con tanta frecuencia ocurre, se pasa del temor a la admiración, tendremos -tendrán, quiero decir- un problema. Para evitarlo conviene insistir en esa condición tan hiriente de Hitler como congénere. La puritana Charlotte Brontë, contemporánea de  Bram Stoker, Stevenson y Mary Shelley, acertó en la creación de un ser mucho más terrible que los monstruos de sus colegas. Es un ser que vive encerrado en las habitaciones de arriba. Casi nadie sabe de su existencia, que es algo vergonzante que nunca se nombra, a pesar de sus gritos que desgarran el silencio de la noche. Cuando los demás duermen a veces se escapa y deambula por la casa. Es la esposa de Rochester, a quien otra mujer, Jean Rhys, hizo justicia poética en su maravilloso "Ancho mar de los sargazos".
      Quiere decirse, pues, que Charlotte Brontë  descubrió el auténtico terror en el otro (l'enfer c'est les autres -escribió Sartre) y dejó que los lectores descubriéramos que ese otro habita en lo más íntimo de nosotros.
     Cuenta Klemperer que en los últimos años de la guerra la sucesión de malas noticias procedentes del frente hacía que Hitler estallara en ataques violentísimos de cólera que en más de una ocasión terminaban con él en el suelo mordiendo los flecos de una alfombra. Ya se sabe que estas son una mina para ácaros y cucarachas, quienes encuentran generoso acopio de proteínas en su urdimbre. Pero su textura filamentosa, su composición y su intimidad con suelas de zapatos la hacen poco apta para nuestro paladar. Por lo que hay que suponer que solo la saboreaba, la llenaba de babas y la mordía, quizás para evitar con el desahogo males mayores en forma de úlcera.
ilustración de Luis Escafati
Sea como sea, esta imagen magnífica de Hitler devorador de alfombras  nos remite con la fuerza de un chiste judío a la de Gregorio Samsa ante los inquilinos, y, teñida del valor anticipatorio de "La metamorfosis" kafkiana, acaso nos advierta de otros absurdos en ciernes. En mi artículo anterior leíamos sobre la pasión alemana hacia las novelas de vaqueros de Karl May. Pensando en aquello he llegado a estas reflexiones que hoy les ofrezco, y por el camino he dado con una muy cumplida muestra de estupidez que nos brinda el turismo organizado, siempre tan fecundo en esto. Se trata de una parte del menú de un hotel de Uruguay muy frecuentado por alemanes. Aquí la tienen:



El fan de Karl May verdadero comienza su día con un desayuno fuerte: karl_may
SAM HAWKEN´S-Desayuno . . . . . . . . . . . . . . . . .
(pan blanco y integral, jamón, queso, mermelada)
25.000,-
Desayuno de Cazador de Osos  . . . . . . . . . . . . . .
(como arriba, pero la doble cantidad y 2 huevos adicionales)
35.000,-
EGGS & BACON . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
(3 huevos fritos con panceta y pan tostado)
20.000,-



     No hay que descartar, por tanto, que un día los fanáticos de Red Skull y Hitler viajen con devoción  a Obersalzberg, en los Alpes alemanes, para visitar su casa de Berghof. Puede incluso que ese día ya haya llegado. En todo caso espero que los peregrinos cumplan con el ritual y que para almorzar le hinquen el diente a una alfombra bien mullida. 













lunes, 26 de septiembre de 2011

Jane Eyre , Jean Rhys



       Al inicio de Jane Eyre la protagonista se refugia en el alféizar de la ventana de una salita, oculta por una cortina de la mirada de sus primos, de la de la institutriz y de la de su tía, que la ha apartado del calor del hogar. "Ve a sentarte en algún sitio; y hasta que no tengas cosas agradables que decir, quédate callada." En sentido estricto la obliga a que abandone un momento de felicidad familiar junto a la chimenea; y en el metafórico vale por una expulsión del paraíso -redundante por la condición de huérfana de Jane; cruel, por esa misma redundancia, e injusta por la arbitrariedad de la madrastra, digo tía, en el trato hacia sus hijos y hacia su sobrina. 
      La lucha de Jane por corregir esa injusticia y conquistar el paraíso familiar (ganando progresivamente el puesto de hermana, novia, esposa y madre) constituye el todo de esta novela, en cuyas raíces se adivina el cuento de la Cenicienta. Pero no es mi propósito aquí analizar la novela. Vuelvo a ese primer momento porque hallo en él una actitud que, más allá de lo anecdótico, supone una celebración de la lectura. Jane se esconde en la salita con un libro. A un lado, la cortina la separa de los otros. A través de la ventana, un mínimo paisaje campestre azotado por la tormenta. Ella está acurrucada y lee la "Historia de las aves británicas", de Bewick, cuyo texto le resulta en general tan poco atractivo como el título promete, pero en el que, sin embargo, halla páginas y grabados referidos a una geografía vasta y desolada que la cautivan: Islandia, Siberia, Groenlandia... "Con el Bewick en mi regazo era feliz, por lo menos feliz a mi manera".
      Conozco a mucha gente que, entre una vida sin aventura y un paisaje aburrido, en algún momento de su vida se sentó en el alféizar de la ventana con un libro en las manos, y ese libro era Jane Eyre. El sueño de una huérfana por amar y ser amada y su lucha por vencer con virtud y trabajo los obstáculos que a un alma grande puso un nacimiento humilde han alimentado fantasías e inspirado sueños, cuentos, novelas y películas. Pero incluso los cuentos de hadas a veces dejan entrever alguna sombra. En los sótanos de palacio, en la buhardilla de una torre, tras una puerta cerrada con llave y en cuartuchos con las ventanas cegadas habitan seres extraños, siniestros, a los que conviene mantener ocultos.
     "[...] Me sobresalté al oír un vago murmullo, extraño y funesto" dice Jane la primera vez que intuye la presencia de la criatura en Thornfield Hill, y a partir de entonces la acompaña -también al lector- la sensación de que hay en la casa algo maligno e innombrable. Más adelante, una noche en vísperas de su boda con Rochester, esos temores cobrarán forma en la alcoba de Jane, quien aterrada describirá así la aparición: "[... ] parecía una mujer alta y robusta, con cabellera abundante y morena cayéndole por la espalda. No sé qué llevaba puesto; era blanco y recto, pero, si era un vestido, una sábana o una mortaja, no pude saberlo [...] Espantosa y atroz me pareció [...] ¿Le digo qué me recordaba? [...] El vil espectro alemán: el vampiro."
     Durante la ceremonia del matrimonio el ocultamiento del "secreto repugnante" -en expresión de Rochester- se hace imposible y se descubre entonces que la criatura es su enloquecida esposa, que mantiene encerrada en el ático de la casa. La sombra de la inmoralidad cae sobre Jane, quien, a pesar de las explicaciones con las que aquél hace ver como razonable su comportamiento, abandona furtivamente Thornfield Hill, huyendo de la tentación y del pecado.
     Noventa años después de que Charlotte Brontë escribiera "Jane Eyre" hubo una escritora que, desengañada y dolida por las explicaciones de Rochester, volcó su compasión no hacia Jane, sino hacia Bertha Mason, la mujer encerrada. Se llamaba Ella Gwendolen Rees Williams, pero firmaba como Jean Rhys, y como el personaje de Bertha, a quien devuelve su dignidad al contarnos su historia, nació en una isla de las Antillas que abandonó, transcurrida su adolescencia, para irse a Inglaterra. Ancho Mar de los Sargazos es el título de su novela, que es mucho más que el desarrollo narrativo de un personaje secundario de Jane Eyre, más que el ajuste de cuentas con el príncipe del cuento, al que desenmascara, dejando al descubierto su condición de sapo, y más que un espejo que refleja las vergüenzas de la sociedad victoriana. Sin embargo, con ser todo ello méritos indudables, la novela tiene sificiente valor literario como para admitir una lectura independiente.  Hay en ella una voz, un tono y un ambiente característicos, que nacen de una relación con la tierra, vista no solo como paisaje, sino como historia, como olor, luz y temperatura, que empapa toda su prosa y que contrasta con la de la campiña inglesa, es decir, con la de Jane Eyre, tanto por el cambio de escenario (la tercera parte se desarrolla en Thornfield Hill) como por los de punto de vista.
     En un momento de la novela la protagonista acude a una antigua criada negra, Christophine, para que haga un hechizo que le devuelva el amor de Rochester. Late allí una maraña de sentimientos, indescifrable y voraz, como la selva en que se encuentran, y cuyos efectos alcanzan al lector.  "Cuando pasa por mi puerta dice: Buenas noches, Bertha. Ya nunca me llama Antoinette."
     Jean Rhys restituye a la Bertha Mason de la novela de Crarlotte Brontë su auténtico nombre -Antoinette-, y con él, su historia y su dignidad en lo que supone, más que un acto de justicia poética, la creación de una obra maestra.        

(Nota: las citas de ambas novelas pertenecen a las ediciones de Mª José Coperías en la colección de "Letras universales" de la editorial Cátedra, las dos con traducciones de Elizabeth Power)