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lunes, 31 de enero de 2011

Los señores de los anillos (1)

Snorri Sturlson, J.R.R. Tolkien y C.S Lewis

     Setecientos años antes de que JRR Tolkien publicara la primera novela de "El señor de los anillos", Snorri Sturlson escribió "La alucinación de Gylfi", una cosmogonía de la mitología germánica expuesta en forma de diálogo entre Gylfi, un rey sabio que, haciéndose pasar por un anciano viajero, llega a Asgarthr, donde moran los dioses, quienes crean para él la ilusión de un castillo en el que Odín, bajo la apariencia del rey Har, responde a sus preguntas y avala sus propias respuestas con una cita del Völuspá, siguiendo con ironía transgresora un modelo textual heredero de los catecismos.
     Snorri cuenta que cuando Loki, molesto por la invulnerabilidad de Baldr, consiguió con sus embustes que Höthr le diera muerte atravesando su cuerpo con una vara de muérdago, Odín supo lo funesta que sería para los dioses  esa muerte. Y allí fue la pena y la desolación. Ya ardía sobre el drákar la pira con el cuerpo de Baldr y también el de Nanna, que había muerto de dolor por él, y el del enano Litr, cuando Odín echó al fuego en ofrenda un anillo llamado Draupnir, del cual se desprendían cada novena noche ocho anillos de oro. Así fue como Baldr llegó al reino de los muertos que gobierna Hel, y con él, el anillo, hasta que Hermothr, hijo de Odín y hermano de Baldr, lo recuperó de manos de éste para su primer dueño.
     A principios del siglo XIII en Islandia -y aún antes en el resto de la Europa nórdica- los dioses germánicos hacía doscientos años que  habían vivido su crepúsculo. Por eso, cuando Snorri Sturlson, en boca del rey Har, es decir, en la del primer dios, Odín, anuncia el final de su tiempo, cuando el Lobo le devore, cuando Thor mate a la serpiente que rodea la Tierra y el veneno de aquélla acabe con Thor, más que de una profecía se trataba del levantamiento de un acta de defunción. En el Walhalla ya no se escuchaba ni el olifante ni el cántele. Un  nuevo panteón se había instalado, al que serafines y querubines honraban con su canto. Los viejos dioses vagaban desterrados de la memoria de las gentes y a los cuervos de Odín una paloma blanca los había ahuyentado. Hugin y Munim -el conocimiento y la memoria- habían volado desde los hombros del dios tuerto a los de un poeta islandés, en cuyos escritos encontraron su último refugio: la mitología nórdica había pasado de la religión a la literatura.
     Setecientos años después el aleteo de esas aves volvió  a oírse en el apartamento de un profesor de Oxford y en un rincón de "Eagle and child" -un pub de esa misma ciudad inglesa-, donde las palabras de los jóvenes escritores del "Inklings"  sirvieron de conjuro invocatorio. Los cuervos visitaron el Pembroke College, y aquella noche C.S. Lewis y J.R.R. Tolkien, dos de los miembros más destacados de los "Inklings", compartieron el mismo sueño: que Munin y Hugin les habían traído un anillo de oro desprendido una novena noche de aquél llamado Draupnir.
      Lewis convirtió dos anillos en los objetos mágicos que servían para ir y volver desde el ático de una vieja casa londinense al país de Narnia. Y Tolkien, ya saben ustedes. Tanto el uno como el otro privilegiaron a esos pájaros con el don del habla.
     Reconocer en las novelas de Lewis y de Tolkien unas obras maestras en las que se sustenta buena parte de la literatura fantástica contemporánea resulta hoy casi una obviedad. Lo que quizás no se tan fácil de aceptar es mi sospecha de que siempre hubo un tercer cuervo entre los del conocimiento y la memoria. Su legado era la locura, y de sus estragos en relación al viejo anillo de Odín hablaré en mi próximo artículo.

                                                                                                                                  Ricardo Signes