domingo, 1 de enero de 2023

La Isla Misteriosa: pedagogía del náufrago


 "Ellos sabían y el hombre que sabe triunfa allí donde otros vegetarían y perecerían inevitablemente" escribe Verne en el capítulo XIX de La isla misteriosa (1874) y ofrece al lector el epítome de esta novela y el de todo el proyecto literario que emprendió de la mano de su editor, Pierre-Jules Hetzel. De acuerdo con el modelo establecido por Daniel Defoe en Robinson Crusoe para el género narrativo de las novelas de náufragos, el enfrentamiento de los personajes con un medio hostil pone a prueba su conocimiento como recurso fundamental de supervivencia. A este respecto La isla misteriosa representa el apoteosis del náufrago inteligente, con todas las interpretaciones metafóricas que se quiera dar al término "náufrago": homo viator, peregrino, hijo de vecino, prójimo...; y lo mismo de ese pequeño espacio acotado que es la isla, porque, en definitiva, el náufrago literario es el hombre solo ante el abismo de la existencia, a la que se enfrenta a pecho descubierto armado de su conocimiento. Laten ahí la utopía ilustrada y el socialismo, interpretados por Verne (y por Hetzel) como un proyecto pedagógico que, de la mano de una narración novelesca, alcanza la categoría de campaña global y urgente de alfabetización científica. A su lado, las reformas ministeriales de educación (LOE, LOMCE, LOMLOE...) palidecen como panfletos liliputienses. En este punto me pregunto si los artífices de estas reformas habían leído a Verne. Me da que no, y es una lástima, no tanto por lo que se perdieron, sino por lo que nuestros alumnos han perdido. Pero volvamos a La isla misteriosa. Respecto al modelo robinsoniano aporta algunas variaciones interesantes. En primer lugar, en consonancia con la modernidad tecnológica de las novelas de Verne, el viaje previo no es marítimo sino aerostático. En segundo, el protagonismo es colectivo, puesto que una vez establecidos los parámetros que determinan el aislamiento (insularidad del territorio, ausencia de otros habitantes y remotas posibilidades de abandono), el objetivo que se plantea va más allá de la supervivencia (resuelta en unas pocas páginas); ya no se trata de montarse una cabaña de estilo vagamente provenzal donde esperar unos cuantos lustros el acontecimiento que ponga fin a su confinamiento. Si Robinson Crusoe se consagró como santo patrón de los amantes del bricolaje, de los montadores de muebles de IKEA y de los usuarios de la moda del Coronel Tapioca al demostrar a los lectores la gracia con la que resolvía los principales problemas tecnológicos del neolítico, los cinco náufragos de La Isla Misteriosa, partiendo de una situación de desventaja, se marcan como meta la reconstrucción del bienestar de una sociedad ya plenamente industrial, con su telégrafo, su ascensor hidráulico, su minería, su metalurgia... 

 


Ni los héroes imaginarios de Daniel Defoe o de Wyss, ni tampoco un Selkirk o un Raynal, náufragos en Juan Fernández y en el archipiélago de las Auckland respectivamente, estuvieron nunca en una indigencia tan absoluta. O bien se surtían de los abundantes recursos de su barco embarrancado, fueran estos granos, animales, herramientas o municiones, o bien llegaba a la costa algún derrelicto que les permitía subvenir a las primeras necesidades de la vida. No se encontraban, de entrada, absolutamente desarmados frente a la naturaleza. Pero en este caso, ni un instrumento cualquiera, ni un utensilio. ¡Partiendo de nada tendrían que llegar a todo!

(pág. 95 y 96. Capítulo VI. Traducción de Teresa Clavel. Penguin clásicos. Barcelona, 2016) 

 

 

 

 

 

Hoy, casi siglo y medio después de su publicación por entregas en el Magazin d'Education et Récréation, esta confianza en el progreso basado en la alianza entre la ciencia y la tecnología nos resulta doblemente ingenua, pues no solo se contempla como el motor de cambio que debe conducir a la felicidad, sino que además, por la nobleza de ese fin, se eleva a regla moral. La dinamita, el acero o la electricidad, más que innovaciones tecnológicas incorporadas a la sociedad, se convierten en principios de filosofía moral, pues en ellos se concreta el afán de superación, el sentido del deber y la búsqueda de la felicidad. En cierto modo toda la novela es el relato de esa utopía, por lo que basta con abrirla al azar por cualquier página para encontrar, igual que aquellos puritanos en la Biblia, inspiración edificante sobre las virtudes del progreso. 
Ocurre, sin embargo, que esa confianza asociada a la proliferación de ejemplos ("situaciones de aprendizaje" se les llama hoy en la jerga de la neolengua pedagógica) aturden al lector, que no sabe si reírse o si marcharse corriendo a matricularse en el Politécnico. 
Veamos una muestra de esa concatenación de problemas y soluciones tan característica de la novela:
¿Que el refugio que habían encontrado el primer día para pasar la noche no reúne garantías y puede quedar anegado por las mareas? No pasa nada. Se busca otro. Es que no hay refugios naturales a la vista. Sin problemas: la morfología del terreno revela la formación de grutas con respiraderos que dan al acantilado. Ya, pero el acceso a esas grutas tendría que ser a través del lago. Pues se crea un desagüe para bajar medio metro el nivel del agua, de modo que se pueda entrar a la gruta sin mojarse uno los zapatos. Pero es que el lecho rocoso del lago es de granito. Para eso están los explosivos. No hay. Pues se fabrican. ¿Cómo? Nada más fácil si se encuentra entre los náufragos el ingeniero Cyrus Smith, "un microcosmos, una combinación de toda la ciencia y toda la inteligencia humanas" (página 126). Tomen nota:
 
1º. Se recolectan a cielo abierto varias toneladas de piritas.
2º. Se monta una pila de leña sobre la que se dispone una capa de esquisto piritoso que se recubre con piritas del tamaño de una nuez.
3º. A continuación se enciende la hoguera y se deja que arda a fuego lento durante diez días por lo menos para que el sulfuro de hierro se convierta en sulfato de hierro.
4º. Mientras se produce esa reacción química el náufrago hará muy bien en fabricar vajillas refractarias de arcilla plástica a fin de destilar el sulfato de hierro resultante.
5º. Una vez finalizado el tercer paso, el resultado es una mezcla de sulfato de hierro, sulfato de alúmina, sílice, residuos de carbón y ceniza. Se remueve todo con cuidado, se deja reposar y se destila. De esta operación se obtienen los cristales de sulfato de hierro, de los cuales ahora hay que extraer el ácido sulfúrico. Para ello se requiere un instrumental muy sofisticado que incluye ciertos adminículos de platino de los cuales no suele haber suministro en las islas desiertas. Por suerte Cyrus Smith está en todo y conoce un procedimiento alternativo tradicional de Bohemia que consiste en...
6º... calcinar los cristales de FeSO4, cuyos vapores una vez condensados nos dan el ácido sulfúrico.
7º Dejamos aparte el ácido sulfúrico y pasamos a separar la grasa de un dugongo que previamente se habrá pescado y deshuesado. Para ello se requiere un poco de sosa, que como todo el mundo sabe es una sustancia fácil de conseguir con la combustión de algunas plantas marinas como las barrillas, las ficoideas y otras fucáceas. A continuación se aplica la sosa a la grasa del dugongo, lo cual nos permite la obtención de jabón (muy recomendable para los náufragos) y de glicerina.
8º. Retomamos el ácido sulfúrico, se le añade un poco de salitre, y de esa combinación resulta el ácido nítrico.
9º. Por último se mezcla el ácido nítrico con la glicerina y ya tenemos la nitroglicerina. Ahora ya puede usted volar lechos rocosos de granito. 
 
Como se deduce fácilmente de lo expuesto, el correlato estilístico de la confianza en el progreso es la proliferación de datos (geológicos, químicos, botánicos, zoológicos, matemáticos, astronómicos, náuticos...), enmarcados en auténticas lecciones, coronadas a menudo por el encomio de la superdotación intelectual y tecnológica de los protagonistas. Poco lugar queda entonces para lo misterioso, para ese adjetivo que preside el título de la novela, por ejemplo, de resonancias románticas, cuyo uso obedece a un recurso narrativo para excitar la imaginación de los lectores, pues se trata simplemente de la dilación de la explicación racional de un problema que en un primer momento parece irresoluble o fantástico. En realidad, después de leídas las casi setecientas páginas de la novela solo dos misterios permanecen desvelados: ¿cómo consigue el perro de Cyrus subir y bajar a la casa de la roca por una escalerilla de mano? y ¿cómo convierten a un orangután en pinche de cocina y excelente camarero?
 
 
 
 Jup the orangutan, illustration for The Mysterious Island, adventure novel by Jules Verne (1828-1905), engraving after a drawing by Jules-Descartes Ferat (born 1829), published by Paolo Carrara, 1902, Milan.

 

Con el paso del tiempo los editores de sus obras han ido adaptándolas al gusto de las nuevas generaciones de lectores mediante el procedimiento de la poda de datos y, en general, de su componente didáctico, de modo que Verne ha dejado de ser para muchos aquel escritor enciclopédico de estilo digresivo, precursor de la wikipedia y del hipertexto, para convertirse en un narrador vigoroso de una velocidad contagiada de su mundo arriesgado y futurista.  

Sin embargo hay un personaje que me parece que enlaza muy bien esas dos lecturas. Me refiero a Ayrton, contramaestre del Britannie, cabecilla de un motín, convertido en pirata, conocido entonces como Ben Joyce, capturado y abandonado a su suerte en un islote del Pacífico en el paralelo 37. Uno tendería a pensar que este náufrago pirata es un homenaje a Stevenson a través de la analogía con aquel Ben Gunn de La Isla del Tesoro, con quien comparte nombre, condición, destino y deseo de redención. Pero resulta que la novela de Verne es nueve años anterior, de modos que los términos del tributo se invierten. Y no sorprende la atención que le dedicó el escritor escocés, porque ese Ayrton es un personaje magnífico, dotado de una complejidad psicológica de la que carecen los otros, de los que le separa una ejemplaridad inversa, tanto en el terreno moral como en el técnico, pues toda su historia es un argumento de cómo sin el socorro de la ciencia y de la técnica el hombre expulsado del paraíso de la civilización se desliza hacia su condición animal camino de la locura.

 



 

sábado, 3 de diciembre de 2022

Johan "Talento" Orozco: el camino de un campeón

Inicio con este artículo una nueva serie dedicada al boxeo que he titulado crónicas boxeísticas

Dedico este artículo a David Montesinos, que hace poco peleó con la muerte y ganó

Estuve el sábado en una velada de boxeo en Sedaví. Nada más llegar me encuentro al Piña, a Javi, al Chulito y a su hermano, y me siento con ellos. Al poco vemos a Jandro, a Lautaro y a Sento -tres de los grandes del boxeo en Valencia- con quienes intercambiamos saludos y bromas. Hay un buen ambiente de boxeo allí. El gremio de los guantazos reúne a gente tan variopinta, que a veces uno duda si el espectáculo está sobre el ring o en sus aledaños. Quizás en otra ocasión me detenga a contar historias de la periferia del boxeo, pero hoy no. A lo que vengo es al combate de la noche -aunque la sorpresa estuvo en el inmediatamente anterior, en el de los teloneros, del que hablaré otro día-. Se enfrentaban dos superligeros de mucha categoría, el madrileño Juan José León Álvarez y Johan Orozco, colombiano afincado en Valencia. Diestro el primero, zurdo Johan. Cada uno fiel a una concepción diferente del boxeo. Johan es un boxeador finísimo, dotado de una cintura de bailarín y de una diestra de esgrimista con la que oculta los embates de una zurda más precisa que contundente. Frente a él, Álvarez, un boxeador rocoso, de mucho músculo, que apostó con insistencia por su pegada de acuerdo con un guion en el que estaba escrito que debía acorralar a Johan entre las cuerdas para exhibir ahí su variedad de golpes. Pero la potencia intimidatoria de sus crochés y sus ganchos se estrellaba en los brazos y en los guantes del colombiano cuando no eran sorteados elegantemente mediante esquivas. El madrileño recortaba el ring trazando paralelas y perpendiculares al paso de Orozco para encerrarlo en la esquina; a veces lo consigue y ahí propone un intercambio que en teoría le beneficia. Su boxeo es sólido, directo y, por tanto, previsible. No rompe nunca la línea. Su rostro y su cuerpo están siempre donde su rival sabe que los va a encontrar. Y Johan lo aprovecha. Al recorte de espacios responde inventándose pasillos, casi siempre diagonales que convierte en vías de fuga. Es una estrategia que domina y de la que no abusa, porque sabe que la repetición puede hacerle vulnerable, por eso echa mano de repertorio en sus respuesta, y tan pronto acepta el intercambio en la corta como mantiene la distancia, bloquea, finta, lanza el uno-dos con cambio de altura en el dos y se marcha con pasito atrás o con pivote. Y Álvarez otra vez vuelta a empezar. Pero cada segundo golpea como un jab en la guardia de los púgiles, y la acumulación empieza a pesar, sobre todo en el madrileño, porque cada intento de encerrar a su rival disminuye su confianza y aumenta la del otro. La entrega y el deseo de victoria son los mismos, pero sus velocidades distintas. Uno, desde el centro del ring, lanza sus ataques con paso militar. El otro se desliza por la lona dejando las cuerdas a sus espaldas.  Es la artillería contra la caballería, el ataque frontal contra la maniobra envolvente. Así hasta el sexto asalto. A partir de ahí se alteran las proporciones de ímpetu y de talento. Los ataques de Álvarez son cada vez más lentos, más previsibles. Arrecian entonces los contraataques de Johan. Los espectadores se levantan y corean su nombre. Se ha hecho el dueño del ring. Su izquierda percute en el rostro y en el costado del madrileño, que aguanta bien el castigo. Es un boxeador muy bravo y no le teme al KO, pero ve cómo el recital de su oponente va sumando en las tarjetas de los jueces. Sus ataques se dilatan, le falta aire, las piernas le pesan, pero su propuesta es la misma: ataque sobre la línea e intercambio de golpes..., pero menos. Se dosifica porque no tiene fuerzas para más, coge aliento, carga la diestra y espera un error de su rival que no llega. Sus rectos y sus crochés mueren antes de salir. Ese golpe de suerte se queda esperando.
Johan ha vencido. En su horizonte más inmediato está el campeonato de España de los superligeros. Los que le hemos visto boxear sabemos que es muy capaz de eso y de más.
 

  


domingo, 3 de julio de 2022

Viaje fin de curso

 

Nota previa necesaria: cualquier tentación de establecer relaciones entre este escrito y el viaje reciente que un servidor y mi compañera de Economía realizamos con nuestros alumnos a la Selva Negra correrá de cuenta de la malicia del lector. Este escrito no es más que el fruto de una mala siesta. Las coincidencias que pueda haber son solo circunstanciales.

 



1. De la naturaleza del autobús

Un autobús cargado de alumnos de 4 ESO en viaje fin de curso es una fuerza incontrolable de la naturaleza. Hay en él tensiones de carácter expansivo que desafían el sentido común y dejan en pobre lugar a aquellos que por inconsciencia o temeridad deciden acompañarlos. Por ejemplo: un observador experimentado habrá caído en la cuenta de que en el autobús los asientos se disponen en dos filas de un par de asientos separadas por un pasillo, lo que determina que la posición del viajero sea estática y sedente. Las leyes de la física y las del tráfico así lo sentencian. No obstante, los alumnos de ESO, por lo general dotados de una visión muy laxa para todo lo relativo a leyes o normas, sean de gramática, de física o de normativa municipal sobre uso de petardos, prefieren el escorzo, de manera que es casi imposible ver a todo el pasaje sentado y con los cinturones de seguridad abrochados. Esto último es una cuestión delicada, porque a pesar de la relación lógica que alguien no avisado puede establecer a primera vista entre "cinturón", "seguridad" y "abrochado", para ellos son tres enunciados inconexos. De esa laxitud interpretativa se derivan graves problemas de salud, de los cuales las afecciones en las cuerdas vocales de los profesores y de los guías son las más irrelevantes. Lo peor se lo lleva el conductor del autobús. ¿Sabíais que les hacen descuento en el psiquiatra? Los pobres están acostumbrados al imperativo moral kantiano y llevan muy mal el sometimiento de la razón a los vaivenes de las voluntades adolescentes. Es por eso que paran cada dos horas en las áreas de servicio. Están obligados: tienen que fumarse media cajetilla de tabaco en cada parada, tomarse un ansiolítico y, para combatir los efectos sedantes de este, han de beberse un café bien cargado y una Coca-Cola. Solo así pueden eludir pulsiones homicidas. Se comprende entonces que pongan en todos los viajes "Hombres de honor", una película fascista destinada a ensalzar el cuerpo de marines estadounidense, en la que básicamente se habla de señores que mandan mucho y de otros señores más jóvenes que obedecen siempre. Otra película que no falla en este tipo de viajes es "La milla verde", sobre un funcionario de prisiones muy buena gente que tiene problemas de próstata y que trabaja en una sección de una cárcel donde destinan a los condenados a morir en la silla eléctrica. Hay por ahí otro funcionario muy malo y un preso negro enorme que tiene poderes y le cura al carcelero bueno lo de la próstata, con lo cual la señora de este se pone muy contenta. Un sencillo análisis actancial nos deja bien claro de parte de quién está el conductor y en qué tipo de silla le gustaría ver sentados a los ocupantes de su autobús. Pero todo esto no pasa de ser un mero desahogo, porque los alumnos, tras los cinco minutos iniciales, prestan la misma atención a la película que al profesor cuando introduce algún comentario cultural relativo a algún castillo o a algún accidente geográfico que se avizora desde la ventanilla. "Profe, que estamos de vacaciones": es la manifestación de un ocio militante que rechaza cualquier estímulo que pueda implicar un aprendizaje que no se refiera a un truco de tik tok o del videojuego que se llevan entre manos. Para ellos la idea romántica del viaje simplemente no existe. Se trata de un desplazamiento de un punto A a otro B, pasando por unos puntos intermedios que son las áreas de servicio. Daría igual que estuviéramos durante 980 kilómetros dando vueltas por la V-30 y parando en los centros comerciales de Bonaire y de Gran Turia si al final de ese recorrido estuviera la ciudad francesa de Grenoble, que es el destino de nuestra primera etapa.

 



2. De las áreas de servicio

Son las herederas de las antiguas fondas, de las ventas y de las casas de postas, espacios de restauración ricos en evocaciones literarias: Lazarillo, don Quijote, don Juan, John Silver el Largo... Es verdad que si uno deja sueltos a los ocupantes de un autobús de estudiantes de la ESO en viaje fin de curso en cualquier lugar, inmediatamente ese lugar pierde las connotaciones poéticas que pueda tener y se convierte en algo prosaico, abarrotado y ruidoso de donde uno está deseando marcharse. Quizás por eso uno de los sitios donde menos desentonan es justamente las áreas de servicio. Allí entran en estampida, porque nuestros alumnos siempre están meándose, bajan a a los aseos, se alivian, suben corriendo y, si la pausa es superior a los quince minutos, se lanzan a la búsqueda de un enchufe para conectar el cargador del móvil (siempre se están quedando sin batería). Su otra precaución es proveerse de alimentos, porque los intervalos entre el desayuno y la comida o entre está y la cena son para ellos una travesía del desierto que han de recorrer con sus bolsas de patatas fritas, sus paquetes de galletas y sus pastillas de chocolate. Una vez satisfechas estas necesidades (y recuerdo que cada dos horas se produce una parada y se repiten las mismas escenas), entonces se dispersan por la sección de compras. Apenas llevamos dos paradas, estamos al lado de Barcelona y muchos de ellos empiezan a comprar recuerdos para sus familiares. ¿Recuerdos de qué? Da igual. Antes los viajeros volvían a casa con un montón de historias que contar. Ahora eso se ha perdido. Los testimonios del viaje ya no son relatos orales sino fotografías que se cuelgan al instante en Instagram y objetos que se compran, y si son tópicos y recargados, mejor. Lo que interesa es que el objeto en cuestión proclame que el comprador ha estado allí y se ha acordado de uno. Un llavero, una navaja, un botellín de cerveza, unos calcetines de lana, un imán para la nevera, un peluche, la tocineta envasada al vacío, galletitas de mantequilla, mermeladas, patés: son objetos en los que se materializa el afecto y cuya oferta se repite obsesivamente cada dos horas en todas las áreas de servicio, creando esa sensación de que el autobús se desplaza pero uno siempre llega al mismo sitio.

 



3. De la ubicación, naturaleza y etimología de la Selva Negra.

Como cualquier profesor de ESO sabe, la lógica de los alumnos es una atribución intelectual sometida a infinitas variables. Algunos de los que no aciertan con la relación de causa efecto entre las expresiones "cinturón (abrochado)" y "seguridad" son capaces de ubicar la Selva Negra en el África subsahariana solo por las connotaciones evidentes del topónimo. Así ocurrió en la primera reunión que mantuvimos con el representante de la agencia con motivo del viaje que organizamos hace unos años. Este malentendido vino acompañado de cierto desencanto, porque no es lo mismo ir de viaje a un territorio incógnito poblado en la imaginación por guerreros masais, pigmeos, gorilas y leones, que ir a otro donde el mayor riesgo es que te muerda un dedo una ardilla cuando le das un cacahuete. Por eso conviene deshacer el equivoco desde el principio: la Selva Negra es una región al suroeste de Alemania, fronteriza con Francia y Suiza, que se extiende hacia el norte a lo largo de unos 160 km., con una anchura variable de unos 30 a 60 km. Su nombre no se debe al color de la piel de sus habitantes, sino a lo frondoso de su vegetación, especialmente la de su zona no visitable, la que se observa a ambos lados de la carretera que la recorre. Se puede afirmar entonces que la mejor manera de apreciar la negrura de ese bosque es desde lejos, sin entrar en él, porque cuando uno llega a Triberg, por ejemplo, que es uno de sus enclaves más famosos, lo primero que has de hacer es pasar por taquilla y pagar una entrada que te da acceso por unos caminos despejados a un territorio vegetal exuberante, sí, pero donde la selva se ha convertido más que en un bosque civilizado en un jardín botánico. Pensar que por aquí una vez estuvieron los hermanos Grimm y que estos bosques alimentaron la imaginación que llevó al papel a personajes como Hansel, Gretel, Blancanieves, los siete enanitos, la princesa malvada, el gato con botas, el enano saltarín y tantos otros exige hoy un esfuerzo mental sobresaliente. Acompañados por sesenta alumnos resultan mucho más próximas las evocaciones a las hordas de Arminio y a la batalla del bosque de Teutoburgo contra los romanos; y eso a pesar de las numerosas tiendas para turistas surtidas de relojes de cuco, navajas multiusos y tocineta envasada al vacío que, quieras o no, aportan cierta pátina de modernidad igualitaria al paisaje urbano de estos pueblecitos.

 

O sea, que esto no es la Selva Negra


4. De algunas impresiones de viaje recogidas en el diario escrito para mis compañeras de departamento.

¿Cómo era eso de la competencia de relacionarse con el entorno? Yo creo que es un eufemismo de "¿Es gilipollas el alumno? ¿Sí? ¿No? ¿Cuánto?" Espero que esto que os cuento no salga de aquí, porque podría implicar un cambio en los informes individualizados de los alumnos de 4 ESO en lo relativo a esa competencia. Lo digo porque varios alumnos están tocados de la garganta porque no saben que el aire acondicionado de las habitaciones se puede apagar (y que incluso se puede regular la temperatura). Esta noche se nos ha puesto bastante mal un alumno y lo hemos tenido que llevar en taxi al hospital. El guía de la agencia se ha hecho cargo y se ha pasado allí casi toda la noche. Al parecer todo ha sido por el aire acondicionado.

Otro ejemplo de sagacidad: en el desayuno me viene una y me dice que han perdido la llave de la habitación dentro de la habitación. Voy a recepción, le explico el caso a la señora, me dan una llave de repuesto, se la doy a las alumnas y les digo que luego tienen que devolver las dos llaves. Total, que cuando dejan la habitación dicen que no encuentran la llave. Subimos Rosa y yo a buscarla. Nada. Se lo digo a la recepcionista y me responde que tendrán que pagar la llave. Subo al autobús, se lo explico a las chicas. Preguntan: ¿Cuánto hay que pagar? Les digo al tuntún 60€. Unos segundos de reflexión y aparece misteriosamente la llave en el bolsillo de una de ellas. Demasiado dinero para un llavero de recuerdo deben de haber pensado.

Ahora vamos camino de las cataratas del Rin. Es un paisaje sobrecogedor. A mí me parece que es la mejor lección que se puede dar sobre lo que es el Romanticismo en arte y en literatura, porque uno contempla esa naturaleza y los sentimientos de pasión, belleza y pequeñez humana afloran a borbotones. Pero, alto ahí amigas. Estamos hablando de alumnos de ESO, sobre todo, y estos forman parte de una especie muy particular. Puede darse el caso de que un alumno vea esas cataratas y piense que es un lugar ideal para refrescarse con un ducha, y se le ocurra tirarse del barco. No me fío un pelo. Debería estar contento de volver ahí, pero estoy acojonado. Me encomiendo a San Gotardo, que es un santo que tiene mucho mano por esta zona.




5. De lo mismo

Buenos días, compañeras:

Ojalá el COVID sea ligero para las que lo habéis pillado, y más ojalá aún que no os haya puesto las manos encima y que no lo haga. Ya sé que Violeta y Natalia estáis afectadas. Iba a decir que rezo a San Gotardo, que lo tengo por aquí enterrado, para que os ilumine y proteja, pero no me fío mucho de que mi recomendación sea efectiva. Es verdad que ayer no se nos ahogó nadie en las cataratas, pero fue a cambio de una penitencia medieval que yo no quisiera ni para el inventor de los ámbitos y las competencias (bueno, sin exagerar, igual sí).

Primera penitencia:

Una jornada en Suiza: ocho horas sin datos en el móvil. El riesgo de tenerlo conectado son 60€. Lo decimos varias veces para que les dé tiempo a descifrar el mensaje y así lo vayan entendiendo. Media hora más tarde:"¿Podemos poner los datos?" Esta pregunta se va a repetir alrededor de sesenta veces, pero como se ve que no querían que nos aburriéramos intercalaban cada pocos kilómetros esta otra: "¿Falta mucho?". Yo miraba al conductor, que lo tenía justo delante, y pedía a San Gotardo y a Santa Úlfila que le dieran paciencia, y he de reconocer que estos benditos santos locales cumplieron, aunque con su poquito de suspense, porque la carretera estaba en obras, nos desviaron por otra, tuvimos que dar un rodeo por carretas secundarias con el consiguiente intento de motín (¿Falta mucho? ...Pues tú habías dicho que llegaríamos a las once, etcétera). Y a todo esto, venga curva. "Profe, que Noelia se marea", y yo: por favor, si os mareáis vomitad hacia el lado del compañero, que empapa mejor; si no, la papilla corre pasillo abajo y pone el autobús perdido. El conductor, que se cuida el autobús como un sacristán una reliquia, de pensar en que le iban a vomitar en el autobús cogía el volante como si quisiera estrangularlo y echaba miraditas a la ruta que le marcaba el móvil. "¿Cuánto falta?". Creo que no he estado nunca tan cerca de un asesinato.



 

Segunda penitencia:

Me salto lo de la llegada a las cataratas, la estampida hacia los servicios y la segunda estampida hacia las tiendas de recuerdos, donde los chavales se abastecen de peluches, vacas de madera, chocolate, galletas... Voy directamente a la comida en una terracita junto al lago Constanza. Les habíamos dado tiempo libre durante dos horas y les habíamos dado recomendaciones sobre sitios económicos para comer, pero yo creo que el sol les había afectado mucho y la gran mayoría decidieron ir a comer al mismo sitio que los profes, los guías y el conductor: un local donde se sirven las típicas salchichas alemanas, el codillo y ensaladas al gusto. Me pido el codillo por consejo del conductor y de la guía. He boxeado con tíos de más de cien kilos que me han lastimado menos que ese codillo: una bola de carne asada del tamaño de una pelota de waterpolo que más que codillo era un codazo en la boca del estómago. Estaba bastante bien asado, con la piel churruscadita, la grasita dorada, y la carne, como era tan abundante, se ofrecía en diversas modalidades (tierna, tirante, correosa, pedernal...). Lo malo es que sus aromas atraían las moscas a enjambres, unas moscas alemanas, gordas, lustrosas, que pensaban cuando tratabas de espantarlas con la mano que las estabas saludando. Se ve que el calor y los ”¿Podemos encender el móvil? y los ¿Falta mucho?" me habían anulado la sensatez, así que me comí el codillo enterito. Luego vino el combate cuerpo a cuerpo no solo con aquella bola, sino con el pensamiento de que aquel ejército de moscas había adobado la carne con infinidad de huevos de ascáridos que ahora estarían eclosionando en algún rincón de mi intestino.


 Como veis, la penitencia era importante, y para remarcarla ahí estaban los intercambios nocturnos de huéspedes en las habitaciones con las consiguientes risitas, carreritas, portazos, etcétera, etcétera. Total, que sobre las dos y media pude pensar en dormirme. Qué bonita es la inconsciencia de la juventud. A mi favor puedo decir que no interpreté ninguna vez el papel de profesor en pijama en el pasillo riñendo a los alumnos y amenazando con avisar a los padres.

Hoy estamos de camino de la selva negra y mi pensamiento está en la ardillas y en las pobres bestias del bosque.


6. De lo mismo.


 

Buenos días, compañeras:

Día 6 del viaje. Vamos de vuelta. Hemos dormido (poco) en el autobús. Los ánimos decaen entre el pasaje. Hace siete horas que no hace falta que los guías o un servidor reclamemos silencio a los alumnos. San Gotardo nos ha concedido la gracia de la afonía, pero de una manera aviesa, porque este deseo cumplido nos ha llegado envenenado como un ¡jódete! bíblico. El caso es que había empezado muy bien el día, la gente estaba contenta, ha sido puntual en el desayuno y en la salida. Primero hemos visitado Riquewihr, un pueblo alsaciano precioso, donde se rodó "La bella y la bestia". Nada que reseñar ahí salvo que han pillado a un alumno robando un imán para la nevera ( los que han optado con un mayor sentido práctico por robar navajas han tenido más suerte: igual esto sube la nota en la competencia del sentido de la iniciativa y espíritu emprendedor). Hemos seguido hacia Estrasburgo, donde todo hacía presagiar una jornada apacible. Hemos comido en un restaurante típico junto al canal, hemos visitado la catedral, subido a su magnífica torre, que fue durante siglos el edificio más alto del mundo, hemos tenido tiempo libre y hemos callejeando y disfrutado a gusto de sus terrazas y cervezas. En el punto de encuentro para la cena se nos ha empezado a torcer la cosa: a una alumna le había bajado mucho la tensión y no podía ni andar. Hemos llamado a su madre, nos ha autorizado a que le diéramos un Ibuprofeno (porque la niña padecía dolores de regla fortísimos) y me la he llevado cargada al caballito hasta el restaurante. Era una especie de cava muy parecida a los refugios de la guerra que hay en Valencia. El menú estaba protagonizado en exclusiva por la típica tarte flambée, que es una especie de pizza con nata, cebolla y panceta en su versión más habitual, que admite pequeñas variaciones, como que te quitan la panceta y te ponen champiñones. Pues bien, iban sacando tartes una tras otra como si el mundo se acabara. Y de postre, más tartes flambées pero dulces. Si tenemos en cuenta que anoche cenamos pizza, la víspera comimos pizza, y la antevíspera cenamos tarte flambée, no os extrañará que me sienta como la galleta de jengibre, ese muñequito con forma de hombrecillo tan gracioso atropellado por un camión. Pero aunque nuestros estómagos empezaban a resentirse, lo malo estaba por venir. De acuerdo con la previsión meteorológica, a las diez empezó a llover con fuerza. Menos mal que en el autobús la guía les había insistido mucho en que cogieran una chaquetita, rebeca o sudadera para después de la cena, porque ya nos había pasado que a pesar del calor del día por la noche refrescaba y los alumnos, sobre todo las alumnas, iban muy ligeros de ropa y luego tenían frío, lo cual unido a lo del aire acondicionado, ya se sabe. Y menos mal también que yo, antes de salir del autobús les había dado el parte del tiempo con la recomendación de que cogieran chubasquero, porque las previsiones de lluvia eran del 90%. Lógicamente la mayoría de los alumnos no cogieron ni ropa de abrigo ni chubasquero, porque como entonces hacía tanto calor... O sea, que después de un paseo de veinte minutos para llegar adonde habíamos quedado con el autobús, llegaron empapados. La hora acordada era las 23.15, pero el autobús aún no había llegado. Nos refugiamos bajo un techado ocupado por indigentes. Algunas alumnas empezaron a ponerse nerviosas, otras tiritaban de frío. Paciencia, que no tardará en llegar. Se hacen las 23.30: nada. Qué raro. Tranquis, que estará aquí enseguida. Las 23.45. Nada. Intento de motín. Querían linchar al conductor. Las 24h, nada. Los guías estaban nerviosísimos. El conductor no contestaba el teléfono. Llaman a la empresa. No saben nada. Al hotel: tampoco saben nada. Las 0.15. Empiezan las tosecitas, las tiritonas, una alumna sufre un ataque de ansiedad. 0.30. Seguimos sin noticias. 0.45. La guía ya tiene plan B: han contactado con un hotel para pasar la noche (120€ por persona. El seguro de la agencia se hará cargo, espera). El conductor es un hombre muy meticuloso y puntual. Nunca había pasado esto. Algo le ha ocurrido. Las conjeturas son de todo tipo. Triunfa la del alcoholismo, aunque yo solo le he visto beber café y Coca-Cola. La guía está a punto de echarse a llorar. Yo voy por ahí calmando ánimos. Algunos para combatir el frío se ponen a hacer flexiones y sentadillas. La guía empieza a comerse su cigarrillo de vapear. La 1,15: empiezan las alucinaciones. Algunos alumnos confunden el tren con el autobús. La 1.20: Por fin. Llega el autobús. La policía lo había detenido, se lo había llevado a un retén y lo había registrado de arriba a bajo. Creo que encontró sustancias tóxicas peligrosísimas: calcetines sudados, bragas y calzoncillos que a todas luces incumplían la normativa más laxa de cualquier país en materia de cuidado medioambiental y prevención del cambio climático. Pero como ya se sabe que si por algo son conocidos los policías franceses es por su simpatía y amabilidad, dejaron marchar al autobús como si no hubiera pasado nada. No hay que tener en cuenta a tan insigne cuerpo policial ese contratiempo: cualquiera confunde un autobús de alumnos de la ESO con un vehículo de transporte secreto de terroristas.

Lo que queda espero que no ofrezca motivo de relato.

Un abrazo muy fuerte.

lunes, 21 de marzo de 2022

"El peón", de Paco Cerdá: lirismo y metafísica del ajedrez

 

 

Hay una lírica y hay una metafísica del ajedrez. A veces ambas convergen felizmente en la misma partida. Es el caso de aquellos versos de Borges: En su grave rincón, los jugadores/ rigen las lentas piezas. El tablero [...] Dos sonetos que nos regalan una experiencia literaria de la perfección: nada sobra, nada falta, y queda en el lector el convencimiento de que el poema no podía ser de otro modo, e incluso de que ya era así antes de que Borges lo escribiera. Lírica y metafísica. Como pago de una deuda de inspiración y gratitud encuentro en las páginas de "El peón", de Paco Cerdá, numerosas referencias a esos dos sonetos. Podrían haber encabezado el libro si Borges no estuviera tan lejos de la condición de peón, pero para esos menesteres protocolarios Cerdá ha buscado en las clases subalternas de la cultura, muy en la línea de la idea de trascendencia del ajedrez que desarrolla, más próxima a la sociología que a la metafísica, y que articula la metáfora que cohesiona toda la obra:


Los peones son el alma del ajedrez 
(François-André Danican Philidor).

Y esta otra: Si la partida tiene un destino,/ ellos son los juguetes del destino;/ si bien a veces, por ironía, /el destino depende de ellos.

Ezequiel Martínez Estrada (Lírica social amarga)
Ese peón con alma, sujeto a un destino del que a veces es artífice, inmerso en un momento histórico -el año 1962- donde es difícil deslindar lo individual de lo colectivo, es el niño prodigio Arturito Pomar, pero también sin el sufijo y sin el prodigio: Arturo Pomar Salamanca, funcionario de Correos y el primer Gran Maestro español de ajedrez. Y, junto a ellos, una larga serie de hermosos vencidos que Paco Cerdá rescata de las cunetas de la Historia, (y unos pocos que escapan a esa doble condición). Julián Grimau, Francis Gary Powers (un piloto espía estadounidense capturado por los soviéticos), Pedro Sánchez Martínez Y Ramón Vila -"Caracremada"-, ambos maquis; Robert F. Williams (norteamericano, activista por los derechos de los negros), Román Alonso Urdiales (falangista que en público acusó a Franco de traidor), Roland Stokes (veterano de la guerra de Corea, negro, asesinado por la policía de su país), los siete mineros asturianos de "La Nicolasa" que se atrevieron a iniciar una huelga; la escritora Dolores Medio (que se manifestó en Madrid en solidaridad con las mujeres asturianas que apoyaban y padecían la huelga, y que por ello fue encerrada un mes en la cárcel); Blanche Posner, miembro del Women Strike For Peace, activista opuesta a los experimentos con armas atómicas, puesta en la picota anticomunista del macartismo; Marcos Ana, el decano de los presos políticos de las cárceles franquistas; James Meredith (el primer negro que se matriculó en la Universidad de Mississippi); Dionisio Ridruejo; George Fryett (militar norteamericano prisionero del Vietcong); Salvador de Madariaga; el mayor Rudolf Anderson (el único muerto en combate en la "crisis de los misiles" de Cuba); Boris Spasski; George Steiner; Blas Piñar (sí, el fundador de Fuerza Nueva, la versión original de VOX); Marilin Monroe; los primeros etarras; Diego Martínez Barrio (presidente de la República Española en el exilio; Radio Española Independiente ("La Pirenaica"); "The Other America: Poverty in The United States", de Michael Harrington; Salvador Barluenga, estudiante universitario que robó el retrato de Franco que presidía el paraninfo de la Facultad de Medicina de Barcelona; Tom Hayden, activista estadounidense de izquierdas al que los cargos públicos le desactivaron; Nee-gon-we-way-we-dun ("El trueno antes de la tormenta"), indio ojibwa luchador por los derechos de su pueblo; Fidel García Martínez, obispo de Calahorra desafecto al régimen y represaliado mediante la calumnia; Thomas Merton, estadounidense, monje del Císter, pacifista que se opuso a la política de su gobierno y al silencio de su iglesia; Pedro Ardiaca Martí, militante clandestino del PSUC; Herbert K. Stalling, agente del FBI, especialista en desestabilizar agrupaciones y partidos de izquierda; una señora mayor, viuda -su marido fue asesinado en el año 42 en un paredón del cementerio de Paterna, acusado de haber sido concejal de su pueblo-, que mira en la tele cómo el Generalísimo felicita a los españoles la Navidad y el Año Nuevo. 

La lista es larga, los capítulos cortos, setenta y cuatro en total (los movimientos de la partida entre Fischer y Pomar en el Torneo Interzonal de Estocolmo de 1962). "Con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo" -dicen que le dijo Fischer a Pomar al firmar las tablas. La anotación de cada uno de los movimientos hasta llegar ahí encabeza los capítulos. Entre los protagonizados por los integrantes de la lista se interpolan otros dedicados a Pomar, a Fischer, al transcurso y circunstancias de la partida entre ambos, y a ciertas expansiones líricas sobre el ajedrez y la vida que tienen algo de metafísica.
El resultado de todo ello es un libro de carácter misceláneo que es al mismo tiempo reportaje, anecdotario,conjunto de artículos y un poco de ensayo, hilvanado todo con elegancia en un estilo que discurre entre la sobriedad del periodista y el entusiasmo de un escritor apasionado con el objeto de su escritura.
En "Los últimos. Voces de la Laponia española" (editado igualmente por Pepitas de calabaza) Cerdá ya manifestaba talento para encontrar y dejar hablar a los protagonistas, estableciendo, a mi modo de leer, un diálogo muy interesante en torno a la despoblación con "La España vacía. Viaje por un país que nunca fue" (Editorial Turner), de Sergio del Molino. Aquí  mantiene la polifonía como recurso narrativo, pero invierte el objetivo: allí eran las voces de los resistentes las que leíamos, las de los del "aquí nací y aquí me quedo" y la de los desencantados y desheredados de las ciudades que a cuestas con su desengaño y su esperanza venían a habitar los pueblos. Aquí las que encontramos no son las voces testimoniales de uno que te cuenta, sino discursos institucionalizados: un informe médico, crónicas del ABC sobre los éxitos del niño Arturito Pomar en Londres, una "tercera" de ese mismo periódico sobre lo mismo ("Este muchachito moreno, de cuño español, en cuyos ojos, entornados por la meditación del juego, se vislumbra la furia ibérica, ofrece en su aire colegial un arquetipo de la adolescencia acrisolada."), otra "tercera" firmada por Blas Piñar, la transcripción del NODO del 28 de mayo de 1962: el pueblo catalán de Tragó de Noguera va a quedar sumergido bajo las aguas de otro pantano ("un sacrificio necesario"), un informe de seguimiento policial a unos rojos desestabilizadores, el primer mensaje de felicitación por Navidad televisado de Franco. Todos ellos conforman un panorama de la retórica del franquismo tan siniestro como las celdas de la Dirección General de Seguridad. Emerge entonces una sensación de asco en el lector que nace del conocimiento de que tras el sustantivo solemne y el epíteto marcial late una violencia de paredón, de porra de verga de toro, de balas de goma, hostia va, hostia viene, firme el ademán y banderas al viento. Era una violencia orgánica que calaba en todos los ámbitos de la vida, institucionalizada desde la escuela con capones, pestorejazos, bofetadas, pellizcos de monja, estirones de pelo y humillaciones -todo por el bien de los niños, por supuesto, y al paso alegre de la paz.  
Arturito Pomar (1931-2016), promovido a niño prodigio oficial, fue utilizado como emblema de ese régimen, paseado, exprimido, agotado, abandonado a su suerte y finalmente olvidado. En su historia nos descubre Cerdá la fuerza trágica de los mitos: la violenta estupidez de Saturno devorando a sus hijos.


jueves, 2 de septiembre de 2021

"Veinte años después": la arquitectura del folletín

(dedicado a Ágata y a Arturo)


En enero de 1845, apenas seis meses después de la publicación de la última entrega de Los tres mosqueteros en el diario "Le Siècle", aparece la primera de su continuación, Veinte años después. Durante esos dos años de 1944 y 45 Alejandro Dumas publicó ensayos sobre historia y sobre pintura, memorias, dramas y novelas, hasta un total de treinta obras, entre las que, además de las citadas, se incluyen algunas de tanta envergadura como El conde de Montecristo o La reina Margot, que contribuyeron a ganarle una plaza XL en el Hotel del Parnaso, planta XIX, sección "Aventuras", pasillo "Folletín". El volumen es tan impresionante que la idea de Dumas como una factoría literaria parece una conclusión lógica. Gustave Doré lo ilustra muy bien con su caricatura de la máquina de novelizar:

 


Y lo mismo esa anécdota paterno-filial con valor de epigrama: 

DUMAS PADRE: -¿Has leído mi última novela?

DUMAS HIJO: -Yo sí, ¿y tú?

  Aparte de la sátira, de la ironía y, principalmente, de la admiración rendida, hubo, por supuesto, otras respuestas a la fecundidad de Dumas: el libelo y la denuncia judicial. Ambas ofrecen unas perspectivas  que recalan en aspectos tan interesantes como el racismo, la originalidad literaria y el papel de los "negros" en sus obras (Gautier, Gérard de Nerval y, sobre todo, August Maquet). Hay un ensayo de Bernard Fillaire muy bien documentado: Alexandre Dumas, Auguste Maquet et associés (editorial Bartillat, 2010). Incluso tenemos película: L'autre Dumas, de Safy Nebbou (2010):


 


Pero más allá de ese punto de misterio que encierra el grado de participación de Maquet, Gautier o de cualquier otro importa mucho más el hecho de que Dumas concibiera su obra como un producto de consumo masivo, pues esta vocación original es la que determina tanto su autoría compartida, como su volumen y principales rasgos literarios. 

El referente comercial de Dumas fue Los misterios de París, de Eugène Sue, cuya última entrega (15 de octubre de 1843) es cinco meses anterior a la primera de Los tres mosqueteros. En ella buscó Dumas y encontró la fórmula del éxito. Sue había tomado del Romaticismo el gusto por las tramas enrevesadas, la vocación de lo misterioso, el uso dramático de las escenografías y una tendencia al maniqueísmo en la construcción de los personajes. Sin embargo, en vez de llevar los hechos a un pasado remoto más o menos idealizado, situaba su acción en el París de 1838. Este contexto compartido con su público explica que, una vez alcanzada la fama, Sue recibiera donaciones por parte de lectores caritativos para socorrer a la pobre familia protagonista. Se comprende que en toda Europa se propagara el modelo: Los misterios de Marsella, de Londres, de Nápoles, de Múnich, de Berlín, de Amsterdam...; hasta unos  Mysteries and miseries of New York. Sus autores habían descubierto de repente que la pobreza y la miseria urbanas eran un filón narrativo que podía hacerlos ricos. Pero casi nadie lo consiguió; en parte porque el éxito de Sue fue tan abrumador que acaparó el mercado, y estos otros "misterios" fueron vistos como copias del original; y en parte, porque muchos de esos autores no supieron adaptar el ritmo de la narración al ritmo de publicación de las entregas del folletín. 

Dumas, sin embargo, no siguió el camino de esos plagiarios. Él entendió que el filón no estaba en la contemplación de la miseria, ni en su denuncia, ni en la búsqueda de la complicidad caritativa de sus lectores con los protagonistas, sino en la adecuación de su escritura al proceso de publicación de los folletines. Por lo demás, se mostró bastante fiel al modelo de la novela romántica inspirada en Walter Scott, aunque la aligeró de descripciones, evitó las digresiones y supeditó los sentimientos a la acción. En cuanto a los personajes, pienso que se inspiró en uno de los protagonistas de Los misterios de París, en Rodolfo, el duque de Gerölstein, una especie de superhéroe, idealista, campeón de boxeo y de esgrima, forrado a más no poder, redentor y ejecutor al mismo tiempo, que oculta sus poderes disfrazado de un pobre obrero. Lo que ocurre es que todos esos atributos Dumas los reparte entre sus cuatro mosqueteros (incluso lo del boxeo, que es para Porthos, como se verá en un ejemplo unas líneas más adelante). Y para que todas esas virtudes luzcan y el lector se lo pase bomba se requiere un antagonista que esté a la altura. En Los tres mosqueteros compartían ese papel el cardenal Richelieu y Milady  de Winter; en Veinte años después, el cardenal Mazarino y el hijo de Milady, que viene a esta novela para vengar a su madre.  

Hay, no obstante, una sensación de que estos malvados no son tan buenos como los de la novela anterior. Mazarino aparece retratado como un una copia de opereta de Richelieu; y Mordaunt,  el hijo de Milady, si bien tiene la misma mala leche, está desprovisto de la fascinación erótica de su madre. Incluso en los mosqueteros se apuntan rasgos de carácter que revelan el hastío de Dumas hacia ellos. Es como si el padre intuyera que su criatura iba a fagocitarle. Por eso, sin desaprovechar la ocasión de sacar aún unas buenas rentas exprimiéndolos un poco más, en la tercera y última novela de la serie, El vizconde de Bragelonne (1849), los mata a todos, menos a Aramis, el menos popular de los mosqueteros, en una especie de ajuste de cuentas con los personajes y con los propios lectores que no está desprovisto de sadismo. 

 

caricatura de Dumas por André Gill (1866)
caricaturas de Dumas y Maquet por André Gill (1866)

El marco histórico al que nos llevan esos veinte años después es el de 1649: minoría de edad de Luis XIV, regencia de su madre, Ana de Austria, gobierno del cardenal Mazarino, sublevación de la Fronda y, en Inglaterra -donde transcurre casi toda la Segunda Parte-, el ascenso de Cromwell y el regicidio de Carlos I. Es la historia contemplada como un decorado por donde Dumas mueve a sus personajes como actores secundarios de un drama que no llegan a entender. Los hechos históricos se suceden como si el orden cronológico fuera suficiente explicación, es decir como si fueran inevitables. Frente a ellos los mosqueteros oponen un heroísmo que les permite salvar sus vidas, pero que no les evita el fracaso en la historia. Es una visión conservadora y un punto nostálgica que ni siquiera apunta atisbos de modernidad con las referencias constantes al interés económico de los personajes, porque aquí el conflicto social y político no es más que una consecuencia de una ambición individual que iguala a mendigos y a aristócratas. 

En cuanto a su estructura, toda la novela es la prolongación del deseo furtivo de unos personajes por entrar y salir de determinados espacios. Se empieza con la celda de un castillo y se termina con la celda de otro castillo, pero la gama es muy amplia y abarca desde habitaciones de posadas rurales y un pequeño falucho en el canal de la Mancha, hasta una ciudad -París- o toda una isla -Gran Bretaña. Es un deseo que se concreta en huidas, separaciones y reencuentros, unas funciones narrativas de por sí bastante efectivas, a las que Dumas adoba con unos tropezones típicos de su cocina que las hacen aún más suculentas. La receta consiste en que una vez un personaje anuncia a otro el plan de entrada o de fuga, se saltea la acción con una serie de inconvenientes inesperados que ponen a prueba el ingenio y la capacidad de improvisación de sus artífices. Se trata de un recurso de dilación que tensa dramáticamente los acontecimientos obligando al lector a un ritmo rápido de lectura y, en su origen, a una ávida espera de la siguiente entrega. Es el territorio del folletín, que, entre salones y mazmorras, se define arquitectónicamente por la presencia recurrente de puertas traseras, pasadizos secretos, criptas, falsos tabiques y escaleras ocultas -elementos que subrayan un contraste básico entre la libertad y su privación, subsidiario a su vez del conflicto ideológico que marca la relación entre los mosqueteros: el respeto al orden y a la jerarquía frente a la libre conciencia. Son diversas y continuadas las formas en las que se concretan esas oposiciones, pero en todas se da el mismo reparto de actores. Por un lado, D'Artagnan y Porthos, mosqueteros del rey, al servicio del cardenal Mazarino. Por otro, Athos y Aramis, quienes apoyan la rebelión de la Fronda y, por ende, se oponen al cardenal. A los primeros los mueven sendas promesas de ascenso social (la capitanía del cuerpo para D'Artagnan, y un título de barón para Porthos); a los segundos, una vaga apelación al honor asociada a intereses aristocráticos que culmina con un enfrentamiento con Oliver Cromwell y un intento delirante por evitar la ejecución del monarca Carlos I.

Fotograma de la película 'Matar a un rey'.
fotograma de "Matar al rey", de Mike Barker (2003). En la novela de Dumas el verdugo es Mordaunt

Esa divergencia de intereses está llena de aristas e incluso de contradicciones. Copio aquí un fragmento del diálogo entre Porthos y D'Artagnan:

"-¿Desconfiáis verdaderamente? -preguntó Porthos.

-De Aramis sí, desde que se hizo cura. No os podéis figurar, amigo cómo se ha vuelto. Cree que nos interponemos en el camino que le lleva al obispado, y no tendría muchos reparos en suprimirnos, por lo que veo. [...] Ved, amigo, que no son las guerras civiles lo que nos desunen; es que ninguno tenemos ya veinte años, es que los leales impulsos de la juventud han desaparecido para dar paso al interés, a las ambiciones, al puro egoísmo".

(capítulo XXIX de la Primera Parte)

Otro ejemplo de esa ambigüedad nos lo ofrece la misión de apoyo a Cromwell ordenada por Mazarino a sus dos mejores mosqueteros, quienes después de tomarse muy a pecho el cumplimiento del encargo invierten totalmente su objetivo y se convierten en miembros de un comando suicida que pretende evitar la caída  no tanto del rey, sino de la monarquía. Y en un plano más concreto, D'Artagnan, quien da cumplidas muestras de pragmatismo a lo largo de la novela e incluso de un sentimiento comercial nada heroico cuando en el capítulo IX de la Segunda Parte hace acopio de paja para revenderla a los aristócratas huidos de París que no tienen cama donde dormir, doce capítulos más tarde supera incluso a Athos en integrismo monárquico. "Un rey cautivo es dos veces el representante de Dios" -dice, justificando así su condena a un hombre que escupió a Carlos I durante su juicio: pena de muerte mediante un directo a la cara ejecutado por Porthos. No le vale la pena a la primera espada de Francia echar mano de su destreza, pues el ofensor no es un caballero, argumenta. "El hombre cayó derribado por el mazo del matarife".  "¡Se ha hecho justicia! -exclamó Porthos". En este punto Dumas (Maquet, Gautier, Nerval o algún desconocido Dupont) deja la pluma en el tintero, mientras que el lector, quien socialmente está mucho más próximo de la víctima que de los verdugos, aplaude esta justicia de hostia y tentetieso y espera anhelante la próxima entrega de Dumas y compañía.


 

sábado, 13 de febrero de 2021

Barojiana (1)

 

Ecfrasis



Un anciano de barba cana recortada entre surcos que custodian la boca hundida y encerrada.  Una boca que oculta dientes ralos y amarillos y un aliento fuerte de tabaco. De sus comisuras cuelgan restos de charlas desganadas, retazos de tertulias de café y, acaso, el rumor de una vieja canción vasca. A fuerza de costumbre el gesto se relaja y aparenta un sosiego que es solo fatiga de los años. Su frente parece pautada por zanjas de arado o cuadernas de un esquife; hay en ella esa vastedad de campo abierto que despierta evocaciones de viaje y de aventuras, pero entonces asoma por el horizonte un nubarrón de boina negra con su melancolía de brasero y lo echa todo a perder. La corbata, mal anudada y torcida, como algún párrafo dejado caer con prisas en cualquiera de sus novelas. Chaleco de lana, traje añejo de paño ya lustroso, pantalón gris a rayas; y, sobre la pernera, en la vertical de su anular derecho, su soltería asoma por el agujero dejado por una pavesa. Del otro lado, confinada en las sombras y envuelta en dos capas de tela, duerme una enorme potra, protegida por las piernas. Él mira a otro lado, quizás a otro tiempo, y soporta en silencio su deseo de marcharse. Ahí, al alcance de su mano, reposan sus gafas, un folio y un estuche, pero son los atributos de una naturaleza  muerta dispuestos para que alguien los retrate. La cortina del fondo es el telón que cierra la escena.  Sus pliegues repiten el juego de luz y sombras que ha buscado el fotógrafo en su modelo. El escritor ya está acostumbrado y accede; su nariz, altiva e insolente, claudica; sus dedos, huérfanos del cigarrillo y de la pluma, se entrelazan a la espera de que acabe pronto el trámite.

Al día siguiente verá la fotografía en la página de un diario de la mañana y se extrañará con regocijo de que esa imagen dé cuenta tan pobre de su persona.






sábado, 2 de enero de 2021

Julio Verne: el viaje perpetuo

 "Las aventuras del capitán Hatteras"


Acabo de leer "Las aventuras del capitán  Hatteras", de Julio Verne, pertrechado de un forro polar y mitones. Son las 23 horas y 55 minutos del domingo 27 de diciembre de 2020. Arrecia el viento del Noroeste. Mi situación es la siguiente: latitud 39° 28' 12'' Norte. Longitud 0° 22' 35'' Oeste. Hace cuatro días que inicié la penosa lectura de un ejemplar de la editorial Busma de páginas amarillentas mal entintadas. Al principio lo achaqué a la antigüedad y baratura de la edición; luego comprendí la genialidad tipográfica: las gafas se empañaban y yo forzaba la vista, adivinando las letras en medio de la bruma o de la tormenta. ¿Sabían que a 31° bajo cero el aliento se condensa y se convierte en nieve? Yo tampoco. Lo cuenta Verne en el capítulo XXIV de la primera parte. O sea, que uno dice "nieve" y el mismo hálito que da sonido a la palabra se corporiza en aquello que nombra. Pero dice "pan", dice "café", "fuego" o "tocino" y todo acaba en nieve. Es algo asombroso y frustrante que define no solo esta novela, sino quizás todo un género (y aquí  figurarían otras novelas de Verne, de Salgari, de Stevenson, también algunos de sus relatos, otros de Jack London y, por supuesto, la obra  maestra de  Melville, "Moby Dick"). Como aquel oxímoron de Alejo Carpentier, "lo real maravilloso", que sirvió de etiqueta para casi medio siglo de literatura hispanoamericana, este, menos afortunado -"lo asombroso frustrante"- precisa en forma de contradicción la esencia de la novela de Verne y de otras de su cuerda, solo que aquí la ubicación geográfica de la trama no se concreta en un continente y, sobre todo, el reparto de los dos términos es desigual. El asombro se lo lleva el lector y la frustración, los protagonistas.  
 
La disposición al asombro deriva de algo que comparten los niños con los exploradores,  los científicos y los artistas: la idea del mundo como un territorio por descubrir. Uno contempla el "Forward" fondeado durante las primeras páginas en en el puerto de Liverpool: un bergantín de 170 toneladas, máquina de vapor de 120 caballos, extraordinario velamen en la arboladura y su proa reforzada con un tajamar de acero, y no puede menos que enrolarse para un viaje incierto. A fin de cuentas eso es la literatura.  Lo otro,  como decía Gide, es un trayecto en autobús.     
 
A ninguno de aquellos cinco hombres se le ocurrió la idea de formular la menor objeción,  de hacer oír la voz de la prudencia. A todos ellos los dominaba el vértigo del peligro, a todos los acosaba la sed de lo ignoto, y por eso avanzaban, ciegos no, mas sí cegados, sin advertir la espantosa rapidez de su marcha, no tan violenta ciertamente como su impaciencia. (página 256)   
 
Es la lucha del capitán  Hatteras y de lo que queda de su tripulación contra una  tormenta polar, a bordo de una chalupa, azotados por las olas y por ráfagas de viento en un mar plagado de escollos y de rocas de hielo. Pero es también la descripción metafórica de la lectura de esos mismos acontecimientos y de todos los otros desde que el lector se embarca en las postrimerías del capítulo IV en el "Forward" y -otra vez convirtiendo en realidad una palabra- sigue adelante, siempre adelante. 
 
El asombro al que nos lleva Verne conserva aún el entusiasmo de un apostolado científico que en la segunda mitad del XIX ofrecía alternativas didácticas a una educación cautiva de instituciones religiosas. En aquel contexto, las máquinas,  las expediciones, la observación de fenómenos meteorológicos,  la descripción geológica de un paisaje, las explicaciones zoológicas que adoban sus páginas y, de modo particular, la resolución a través  de la aplicación de conocimientos de física,  de química o de biología de atolladeros en los que se ven envueltos los personajes convertían la lectura de sus novelas en una experiencia lúdica y formativa que guiaba a los lectores hacia la modernidad. 
 
En ese sentido la novela está sembrada de expresiones de asombro vinculadas a esos factores de conocimiento,  los cuales desmienten con solvencia supersticiones y temores arraigados no solo en la mentalidad de los marineros del "Forward", sino en la de muchos lectores de aquella época. 
 
De un estado de pánico pasaron sin transición a otro de maravilla, de asombro, producido por el sorprendente fenómeno,  que no tardó  en esfumarse. (página  55) 
 
Para los que no están habituados la persistencia del día es objeto de eterno asombro e incluso de fatiga [...] El doctor experimentaba verdaderos dolores, sin lograr acostumbrarse a aquella luz perpetua, que adquiría mayor potencia de irritación de resultas de la reflexión de los rayos solares sobre las llanuras  de hielo. (página  43) 
 
Entre tantos asombros y maravillas tantas avanzaba tranquilamente la chalupa. (página 250) 
 
Al mediodía admiraron los navegantes por vez primera un soberbio fenómeno solar: una aureola de parhelio doble. (página 81) 
 
 
 
 
De mayor calado que la fascinación causada por el fenómeno atmosférico, el invento mecánico, la explicación científica o el descubrimiento geográfico resulta la lectura por parte de Verne de "El origen de las especies", de Darwin, publicado en 1859, cinco años antes de "Aventuras del capitán Hatteras", novela que desarrolla la lucha de unos hombres por adaptarse a un entorno hostil que pone a prueba su capacidad de supervivencia. De hecho, se trata de una sucesión continua de adversidades que los personajes van salvando a costa de una pérdida progresiva de ventajas propias del mundo civilizado: pérdida de combustible, de confianza, de víveres, de salud, del propio barco, de vidas y, finalmente, de pérdida de la razón. Es tal la gradación de obstáculos a los que somete a la tripulación del "Forward", que si uno no atendiera a sus propósitos didácticos, imputaría a Verne cargos de sadismo. Pero mientras que en la escuela tradicional permanecía vigorosa la alianza pedagógica entre la sangre y las letras, en las novelas de la serie Viajes extraordinarios el pacto resultaba mucho más ventajoso (y, por ende, mucho más didáctico), ya que la sangre (y la frustración) la ponen los personajes, y la lección se la lleva el lector. 
 
Cuando en los albores del siglo XX Shakleton buscaba voluntarios para el "Endurance" publicó unos carteles en los que ofrecía salarios bajos, mucho frío, posibilidades de regreso inciertas y honor y gloria en caso de éxito. Desde el primero al último de los tripulantes sabían adónde iban y a qué se exponían.


 
 
 
Todo lo contrario ocurre con los marineros del "Forward", quienes, extraordinariamente pagados, desconocen no solo su destino sino la identidad de su capitán, que solo se les revela cuando han llegado a un punto en el que no es factible el retorno, próximos a los 74º de latitud, al filo del capítulo XII. A partir de ahí la navegación se complica: hielo, frío, mucho frío, escorbuto, un motín, hambre, fatigas extremas, osos polares al acecho, la muerte... y, de fondo, una disputa nacionalista por el honor del descubrimiento. Verne, que compartía con su editor, Hertzel, la ilusión por el socialismo utópico, tal como lo concebía Saint-Simon, presenta aquella disputa como un disparate, anteponiendo así la fraternidad al nacionalismo y ofreciendo a sus lectores una lección de orden moral que implicaba objeciones a la idea de la selección natural aplicada al género humano
 
Hoy, siglo y medio después de su publicación, estas lecciones quedan en un segundo o tercer plano, mientras que lo que persiste con la misma fuerza de entonces es la capacidad de su prosa para recrear un mundo y ofrecer al lector un rinconcito a bordo de un bergantín, una chalupa o un trineo para recorrerlo (pero, eso sí, antes abríguense al menos con unos mitones y una rebequita).