jueves, 2 de noviembre de 2023

"El rey de los alisos", de Michel Tournier

 

1. "3 de enero de 1938. Eres un ogro, me decía a veces Rachel. ¿Un ogro? Es decir, ¿un monstruo fantástico surgido de la noche de los tiempos? Sí, creo en mi naturaleza fantástica; quiero decir, en esta secreta complicidad que mezcla profundamente mi aventura personal con el curso de las cosas, y le permite inclinarlo a su favor".
Así comienza "El rey de los alisos", la novela con la que Michel Tournier ganó el premio Goncourt en 1970. Sí, ya ha pasado más medio siglo de eso, pero da igual; podría haberla escrito ayer; no envejece. Es una de esas obras raras que una vez las lees se quedan contigo para siempre, y no por atributos asociados a la excelencia literaria de su estilo o de su argumento, sino más bien a una voluntad perversa de destrucción de... Me detengo en estos puntos suspensivos buscando el complemento, pero como lo que encuentro se me queda corto (estilo, argumento, valores, principios, historia...), mejor lo dejamos así; incluso podría quitar lo de "voluntad", que empaña el sintagma de incertidumbre (¿voluntad cumplida o no?) y dejarlo en "destrucción perversa", como un zarpazo semántico, en correspondencia a un cuento (de 456 páginas) contado y protagonizado por un ogro.
 
2. "3 de enero de 1938. Eres un ogro" -dice, y así empieza el cuento, en forma de diario, con una digresión sobre la naturaleza de lo monstruoso que hace sospechar al lector que detrás del protagonista, el dueño de un taller de automóviles de París, se esconde un malvado catedrático de semiótica que a la mínima te retuerce el concepto con la misma facilidad que se merienda a un niño: "Todo es signo. Pero son necesarios una luz o un grito penetrantes para vencer nuestra miopía o nuestra sordera". Eso dice en la tercera página, cuando ya se me han acumulado las citas y las notas sobre la obsesión interpretativa de esa voz que firma un diario que titula "Escritos siniestros de Abel Tiffauges". Aquí el lector se pone en guardia; le acaban de llamar miope y sordo cuando estaba tan tranquilo, repantigado en el sillón, con el libro entre las manos. Dan ganas de levantarse y gritarle ¡en la calle te espero! Menos mal que los lectores de novelas en general somos gente civilizada que se conforma con cambiar la posición, del decúbito supino a la sedente, porque entre las ganas que le entran a uno de zurrar al narrador y la expectativa de que le guíe por el bosque de signos no hay quien lea eso tumbado. En consecuencia es una obra que incomoda, y tanto por lo que cuenta como por el hecho de que la naturaleza monstruosa del protagonista se extiende al relato: un diario, una confesión, el testimonio de un paciente de un psicoanalista, una novela de educación sentimental (torcida), una novela de formación ( de deformación), una novela gótica (con sus castillos, sus decadentes aristócratas y el terror a la vuelta de la página) , una novela libertina como las del siglo XVIII (rebosante de deseo, impudicia y discurso de justificación), un cuento de miedo (con su ogro y sus niños) y una interpretación crítica sobre lo que se va diciendo a lo largo de ese cuento. Es un paisaje literario espeso, boscoso, excesivo, donde es fácil perderse; y esto se agradece. Muchas novelas son, decía Gide, viajes en autobús de línea. Aquí, en cambio, todo es sinuosidad y desconcierto, pero, cumplida la lectura, uno tiene la vaga sensación de que ha transitado un sendero circular por el territorio de los cuentos tradicionales.
 
Hermann Göring, el ogro de Rominten  
 
3. "3 de enero de 1938" es la fecha con la que Tiffauges inicia su diario. El lugar es París. El horizonte está claro: invasión de Polonia, ocupación de Francia, etcétera. Pero hasta que la guerra afecta a su vida transcurre más de un tercio de la novela; y, una vez que esto sucede, el relato de las vicisitudes personales del protagonista, de sus obsesiones y de sus deseos, así como la interpretación que él mismo hace de todo ello, dominan totalmente sobre lo colectivo. Apenas unas pocas páginas tendrían cabida en una novela histórica. Por supuesto que por ahí hay trenes de prisioneros, barracones, literas; a lo lejos, muy lejos, un campo de concentración. Encontramos soldados, oficiales de todo rango y hasta a Hermann Göring, denominado en la novela "el ogro de Rominten", de acuerdo a una idea del personaje, mucho más asociada a lo simbólico (al cuento) que a lo histórico (la novela). De fondo se oyen bombas, en invierno hace frío, las ruedas de los camiones se hunden en el barro y el rancho deja mucho que desear: a Tournier no le interesa novelar lo que el lector ya conoce. La Historia con mayúsculas es un telón de fondo donde se sitúa la fábula. Las palomas, los ciervos, un alce ciego y un caballo percherón tienen sus rasgos individuales y sus nombres. A su lado, los nazis son figurantes.   
  
4. "3 de enero de 1938. Eres un ogro, me decía a veces Rachel. ¿Un ogro?". Hay algo de infantil en nuestro imaginario del ogro que procede de los cuentos en que los conocimos. En Wikipedia se nos habla de una etimología imprecisa y se atribuye a Perrault la popularización del que quizás es su rasgo más aterrador: la antropofagia. "La frase Huelo a carne fresca es propia de los ogros desde que Perrault publicó el cuento de Pulgarcito en 1697" leemos allí. Pues bien, Abel Tiffauges (Tiefauge en alemán significa "ojo profundo; Triefauge, "ojo enfermo": aclaración semántica gentileza del autor en las páginas  326 y siguiente) se pasa toda la novela oliendo, mirando y tocando carne fresca. Primero la de los compañeros de internado, luego la de los niños de un colegio y, por último, la de los de una "napola" -una escuela de élite nazi.
"Se me ocurrió la idea de hacerme una capa o una especie de chaquetón con sus cabellos. Sería, al fin y al cabo, mi vellocino de oro, una clámide de amor y majestad a la vez, que satisfaría mi pasión interior y daría cuenta exterior de mi poder" (402). Pero como la tejedora, asustada al ver la materia prima, rechaza el encargo, Tiffauges, que no entiende los motivos de aquella,  cambia de idea: "He hecho que rellenen un colchón, un edredón y una almohada con todo el pelo de los niños [...] El olor a grasa de niño se me subió en seguida a la cabeza, sumiéndome en una feliz embriaguez" (403).   
 
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El Ogro de Pulgarcito ilustrado por Gustave Doré.
 
Desprovistas de su contexto, de las explicaciones que acompañan esos actos y de la culminación final de su obsesión por los niños, las citas de arriba aproximan al ogro al más famoso de los psicópatas olfativos de la literatura: a Jean Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, de Patrick Süskind. Sin embargo, todo eso se desmiente por un procedimiento sistemático de inversión de valores del que Tiffauges es muy consciente y al que denomina "inversión fórica". Es la clave de un juego de apariencias que afecta a diferentes esferas de significación, desde lo individual a lo nacional, lo lingüístico y lo político. A veces resulta incluso muy divertido, como cuando un coronel le dicta a Tiffauges -ahora soldado responsable de la comunicación con palomas mensajeras- una carta llena de apelaciones al valor y a la entrega a la patria, pero este, al cifrar el mensaje, cambia el tono y el contenido, dejando al coronel como lo que es, un militar torpe y cobarde. 
El mejor ejemplo de esas inversiones nos lo ofrece Tournier al final de la novela, pero dejo al lector el placer de descubrirlo, porque no se trata de una anécdota, sino de una clave interpretativa que permite al lector cuestionarse lo que ha leído hasta entonces. En ella se resuelve la contradicción que plantea toda la obra y que expresa brillantemente la portada de la novela entre dos mitos:   

Por un lado, el de San Cristóbal, aquel gigante orgulloso de fuerza  descomunal que en su búsqueda del señor más poderoso del mundo sirvió al diablo y acabó llevando a cuestas al niño Jesús. Y, por otro, el poema de Goethe que da título a la novela, "El rey de los alisos" (o de los elfos, "Der Erlkönig"). Es decir, el ogro reconciliado y el otro, el misterioso raptor de niños.
Es justamente en este territorio de los mitos donde hay que situar a Abel Tiffauges, el protagonista de un relato tan brumoso.
 
 -Hijo mío, ¿por qué ocultas temeroso la cara?
-Padre, ¿no ves al Rey de los Alisos?
El Rey de los Alisos con su corona y su cola...
-Hijo mío, es una estela de bruma.  
 
(cito la segunda estrofa tal como aparece en la nota 2 de Tournier)
 

 

 

lunes, 17 de abril de 2023

El boxeo y la vida



Leo en Del boxeo, de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates, la siguiente cita, que abre uno de sus capítulos:
¿Por qué te has hecho boxeador?, le preguntaron al irlandés Barry McGuigan, campeón peso pluma. 
Él respondió: "No puedo ser poeta. No sé contar historias".
Me gusta la frase porque une elegantemente el croché de izquierda con la escritura, o, lo que viene a ser lo mismo, la sangre con la tinta, o el boxeo con la vida. Con mucha menos autoridad que J.C. Oates o que McGuigan traigo esta otra que me ronda desde hace tanto que no sé si la he leído o es mía. Lo más seguro es que sea lo primero y que se quedara en algún rincón de mi memoria hasta que los años me han dado la perspectiva y el conocimiento para escribirla aquí: "La vida es como el boxeo, pero el boxeo es la vida". Tú lees esto y si nunca te has subido a un ring piensas en metáforas, en connotaciones y en otros recovecos del significado, pero aquí no hay sitio para esas sutilezas. "La vida es como el boxeo", vale, es fácil de aceptar. La lengua lo avala con muchas expresiones (bajar los brazos, estar contra las cuerdas, salvado por la campana, tirar la toalla...). Pero, ¿y lo otro? La mayor parte de la gente tiene una experiencia vicaria de este deporte, bien como lector, bien como espectador. Muchos hemos forjado nuestra afición con las películas de Rocky, con Toro salvaje, Million Dollar Baby, los combates de Ali, Foreman, Sugar Ray Leonard, Mayweather, Tyson, Holyfield, Nicolino Locche, Chávez, Juan Manuel "Dinamita" Márquez, "Mano de Piedra" Durán, Marvin Hagler..., o con los relatos "Por un bistec", de Jack London, "La noche de Mantequilla", de Cortázar, o "Young Sánchez", de Ignacio Aldecoa. Con ellos hemos creado una épica del boxeo, pero también una lírica. Es una historia jalonada de victorias que conducen inexorablemente a la derrota frente al tiempo. La escultura helenística del Púgil en reposo expresa en bronce estas palabras. Lleva escrito en el rostro su currículum. Las manos están vendadas con el "caestus", unas cintas de cuero reforzadas en los nudillos con unas tiras metálicas capaces de convertir en cisco el cráneo de un rival. Una reposa sobre la otra; los antebrazos se apoyan en los muslos y el torso está ligeramente inclinado hacia adelante. No hay ninguna trascendencia por ahí. Parece un gesto de oficio, como el de un panadero que se da una tregua después de tantas horas de amasar la harina. Si no resultara anacrónico podríamos imaginar incluso un cigarrito entre los dedos. La familiaridad que desprende la imagen soporta estos devaneos sin violentar nuestra apreciación, al punto de que el cambio del plinto por la taza de un váter no resulta del todo un disparate. Sin embargo hay algo en el fondo que nos repudia la banalización. 

 

No es ninguna metáfora lo de que se trate aquí de una cuestión de vida o muerte. A fin de cuentas si el hombre que representa está vivo es porque su rival no lo está. Es una obviedad que merecería un gesto si no de alegría, al menos de alivio, pero en lugar de eso  encontramos  una mirada interrogante que increpa al espectador, porque el estado de ese rostro marcado por las heridas infligidas por otros "caestus" no es solo un mapa de dolor que se exhibe, sino la consecuencia de la mirada de sus espectadores, pues el púgil lo es en función del deseo de aquellos que le miran pelear. De ahí la fuerza trágica de una expresión que demanda un sentido al tiempo que nos inculpa.

Cuando el visitante del Museo Nazionale Romano entra en la sala del Palazzo Massimo donde se exhibe recorre admirado la estancia directo hacia la escultura, gira hacia su izquierda e intuitivamente busca el sitio donde su mirada se encuentra con la del púgil. Él no lo sabe, pero es entonces cuando la escultura se completa. Durante unos segundos, acaso minutos, forma parte de la obra de arte y le da sentido. Luego viene otro turista que reemplaza al anterior, y luego otro más, y así, como ondas que causa una piedra en el mismo estanque, llega una a la orilla de este blog.
Yo he visto a ese púgil cansado y he compartido con él banquillo en el vestuario. A veces incluso hemos hecho guantes, es decir, hemos boxeado sin público y sin otro ánimo que el de ejercitarnos en este deporte que es al mismo tiempo un ajedrez y una esgrima de los cuerpos. Con frecuencia le he oído lamentarse por errores cometidos dentro y fuera del ring, también me ha relatado con orgullo combates en los que había algún título en juego, pero lo que más me ha admirado es la tranquilidad con la que alguno de ellos me ha revelado su relación con la derrota. En un ambiente tan enrarecido por la testosterona como es un gimnasio de boxeo las bravuconadas son un ruido de fondo tan habitual como el silbido de las combas o el castañazo de los guantes en el saco. En ese contexto, las derrotas, en general, son eventuales, inesperadas, muchas veces injustas y, por supuesto, justificadas por circunstancia imponderables. Que alguien que ha hecho del boxeo su forma de vida te revele que ha sido un profesional de la derrota es mucho más que una confidencia. A esta gente se le llama en la jerga "jornaleros". Son boxeadores fuera ya de su mejor edad y de su mejor peso, fajados en múltiples combates, conocedores de todas las mañas, que saben que ya nunca serán aquel campeón que soñaron, pero que siguen subiendo al ring y compiten de la misma manera que el panadero se levanta todos los días a las cuatro de la mañana para amasar la harina con el agua, la sal y la levadura, o que la profesora de literatura explica el sentido de las golondrinas en un verso de Bécquer. No se trata de amaños: ellos quieren ganar y ponen todo su empeño, no rehúyen el intercambio de golpes en la corta distancia y, sabedores de la superioridad física de su oponente, capean lo mejor que pueden el temporal a la espera de su oportunidad, un golpe de suerte que no suele llegar. Evitan a toda costa caer por KO, porque eso les impediría subirse la semana que viene al ring, con lo cual sus ingresos mensuales mermarían, y ellos viven de eso. Su bolsa está  pactada independientemente del resultado del combate, que ya se sabe que va a ser una derrota, porque de lo que se trata es de engrosar el currículum del rival. Como es una cantidad modesta viajan solos, sin entrenador ni asistente, y así ahorran en gastos de hotel y honorarios. Los organizadores de la velada les ponen unos de la casa, y a veces estos ni siquiera hablan el mismo idioma. Están solos y sus expectativas no van más allá de que les contraten para otro combate.
La última vez que vi boxear a unos jornaleros fue hace unos meses en Sedaví. Era el combate previo al estelar de la velada -el de Johan Orozco frente a Juan José León Álvarez- y se anunciaba con la etiqueta de "internacional" para dar más postín al cartel. Un brasileño y un italiano, el primero de 35 años, y el otro de 37, contendientes en la categoría crucero (de 81 a 90 kilos). Acabo de ver que al primero le ha suspendido la Federación Austriaca de Boxeo hasta finales de este mes; es decir, que su última derrota fue por KO. Su apodo es "Bigfoot", lo que a priori no anunciaba que poseyera grandes habilidades técnicas en uno de los fundamentos del boxeo como son los desplazamientos. Esto, unido a que la proporción de grasa corporal era bastante mayor a la que se vio en toda la noche y a que las habilidades técnicas y la pegada del italiano fueran parejas a las suyas convirtieron el combate en una disputa trabada y algo pastosa. La testosterona de los espectadores, muchos de ellos practicantes del boxeo, empezó a dejarse sentir en forma de comentarios y gracietas: que si yo les gano, que si yo me subiera al ring, que si tal y que si cual. En fin, ruido. Un detalle técnico complicaba el intercambio limpio de golpes: el italiano era zurdo. Esto suele ser una ligera ventaja, puesto que los zurdos están más acostumbrados a pelear con diestros de lo que estos lo están a pelear con zurdos. Pero para aprovecharla, igual que para contrarrestarla, se requiere una velocidad en los pasos de la que ambos carecían, de modo que apenas pasaban de la larga distancia a la media se abrazaban y el árbitro tenía que separarlos, y otra vez a empezar. Lo habitual, ya digo, es que un jornalero se enfrente contra un boxeador más joven y de mucha mayor proyección, con lo cual son asaltos vistosos de esos en los que los aficionados locales jalean a su boxeador, y el otro, el jornalero, aguanta agónicamente como puede. Pero aquí se trataba de algo muy extraño: un jornalero se enfrentaba a otro jornalero. Era una pesadilla de boxeador hecha realidad: un combate en el que uno se enfrenta a otro púgil igual a sí mismo. Hubo un ganador porque los jueces quisieron que lo hubiera. Sus gestos de sorpresa y de alegría cuando se dio el veredicto muchos no los entendieron y se los tomaron a guasa. Parecía que había ganado el título mundial, decían algunos. No se daban cuenta de que ese hombre cuando se arrodilló a besar la lona y luego, emocionado, se levantó para agradecer al público su presencia estaba henchido de orgullo por llevar una semana más el pan a casa.
(Dedicado a los jornaleros del boxeo y a los jornaleros de la literatura, compañeros míos del instituto y de la vida)  

 

Mourad Aliev, otro púgil cansado

              

 







viernes, 7 de abril de 2023

En bicicleta por el Bidasoa y por el canal del Garona

 


 Este artículo es un relato voluntariamente incompleto y desordenado de un viaje gozoso por tierras vascas y francesas durante el mes de agosto de 2022. No tiene otro propósito que el de guardar el recuerdo y compartirlo con algunos amigos. Tejido con retales escritos por los viajeros es a la fuerza irregular, pero creo que guarda en su disparidad algo que lo define: la ausencia de prisa,  la fascinación por el paisaje y el placer de la conversación.


1.Ricardo: Presentación del cuerpo expedicionario
[13/8/2022 19:42]: El pasado viernes doce de agosto tuvo lugar la presentación del cuerpo expedicionario de la travesía ciclista de los canales del Garona y del Midi en un chalet de una urbanización de Náquera. Paco López, que ejercía de anfitrión, obsequió a los concurrentes con una magnífica paella, una estupenda ensalada aliñada con una salsa experimental que puede revolucionar el mundo del estucado con yeso y una sandía que seguramente los aguerridos aventureros echarán mucho de menos en jornadas venideras. Previa a la conferencia de los viajeros sobre cuestiones básicas de intendencia se debatió sobre la educación franquista, sobre la contradicción capitalista entre consumo y ecologismo y sobre la desinformación que supone el control de los medios de información por grandes corporaciones. Del interés de la conversación da testimonio el hecho que ni una sola vez se habló de la ola de calor que padecemos, ni siquiera cuando Paco y Víctor hicieron un aparte para echarse un manguerazo. Rescatamos de la tertulia un método lingüístico para el aprendizaje de la lengua inglesa basado en la pronunciación pausada del valencià (recomendado por Paco) y la declaración de Ricardo Signes sobre las secuelas padecidas por él mismo debidas a la enseñanza tardofranquista: "Lo extraño es que no esté gilipollas del todo". Con ese ánimo y con la confianza en el buen hacer de María y Laura se abordó la cuestión del transporte, etapas, alojamiento, víveres, impedimenta y meteorología.
 


 2. Víctor:

Te recordaré, kalea (martes 16 de agosto, de 07:00 a 15:00)

     Hace cuatro o cinco años descubrí que Felipe González no era boliviano. Durante toda mi vida di por hecho que Felipe había venido de Latinoamérica a salvar la democracia de este país o, mejor dicho, a reconstruirla. Mi sorpresa al descubrir que era sevillano fue un sentimiento parecido al que experimentamos en el primer día de nuestro viaje.
     A las siete de la mañana emprendimos un trayecto agradable en el taxi conducido por nuestro querido Pepe. Fuimos despidiéndonos de la "serra" valenciana y comenzando a ver otro tipo de vegetación. En algún momento, le dije a Paco: "Paco, ¡cómo es el relieve!". Y él entendió perfectamente la grandeza de esta frase, pues hasta hace cuatro días yo pensaba que el agua del Nilo caía en el mapa por su propio peso, es decir, hacia el sur. Lo que no sé es dónde desembocaba.
     Creo que el trayecto se truncó en el momento en que nuestra María dejó el asiento de copiloto: al irse su duende, llegó mi turno. Fuimos avanzando y viendo cómo pasaban las horas y no llegábamos. Al entrar en Navarra, vi una casita preciosa en el monte y dije: "Quina caseta més bonica!". Laura, mi teta, respondió: "Digues als papis que la compren". Nos dio la risa tonta.
     De repente, alguien pregunta cuánto falta para llegar a Zubieta. Pepe responde que unos minutos. Llega un giro de volante, una ráfaga de aire y una playa abarrotada. Dice María: "¡Qué bonita, La Concha!". Estábamos en San Sebastián, a dos minutos de Zubieta Kalea. Por detrás, un Ricardo sorprendido dio la clave: "Kalea es calle en euskera" (Pepe había puesto en el navegador "Zubieta kalea". A la hora y media, vimos el Zubieta real. Te recordaré, kalea. 


3. Ricardo: Zubieta.
Y por fin llegamos a Zubieta, que nos recibe en fiestas. Es un pueblo pequeño de muchos apellidos vascos que nos ofrece una inmersión se cultura euskalduna, y lo hace tan eficazmente que si no continúo en euskera este texto es porque yo sé que algunos lectores, buena gente en general y amigos de los miembros del cuerpo expedicionario, no dominan esta lengua. Pero nosotros, que hemos sido tocados por la gracia del Espíritu Santo vasco le hemos pillado el tranquillo al idioma que es un gusto. No me quiero alargar en la demostración, pero algo he de decir, porque luego hay descreídos y envidiosos que sonríen cuando se les cuenta este portento idiomático. Asín que ahí voy: donde cualquier otro aborigen peninsular no euskaldún hubiera tenido que recurrir a una torpe gesticulación propia de mandriles o chimpancés para llegado el momento satisfacer el apetito con alguna delicia local, o incluso hubiera tenido que echar mano no sin sonrojo a la lengua del Fari y de Paco Martínez Soria, nosotros de un sola mirada penetramos en los secretos de esa lengua milenaria y sin que nadie nos tradujera nada comprendimos el significado de menua, de zopa, de paella, postrea, kafea y otras por el estilo (por favor , amigo lector, no desespere si no comprende: estamos pensando añadir un glosario al final). ¿Impresionado? Pues eso no es nada. Si hubierais visto a Ricardo traducir a pelo las intervenciones del duelo de versolaris en la plaza del pueblo, que es al mismo tiempo el frontón, entonces sí que sí. Para que os deis cuenta del carácter improvisado y mordaz de los versolaris os contaré un detalle. El versolari de barbita con una mirada tuvo bastante para identificar a Víctor cómo un espécimen cumplido de homo saguntinus, y no tardó ni dos minutos en improvisar una rima en la que decía que le entraba muy mala hostia de ver que un tío de Sagunto no parara de descojonarse en su actuación. Menos mal que Ricardo lo tradujo en buen castellano, porque si no igual se monta una gorda en el pueblo, que los de Zubieta tienen mucho carácter. Aquí, ya te digo, la iglesia está apartada y en alto, como para que uno se lo piense mucho antes de ir a misa. En cambio el frontón está en el centro del pueblo y ejerce de plaza mayor. De hecho toda la fiesta se desarrolla allí: cucaña, concurso de frontón, desafíos de versolaris, bailes tradicionales y bailes menos tradicionales. Hay una variante de estos muy celebrada por aquí. Consiste en que a las cuatro de la mañana, cuando ya la verbena va decayendo, para animar al personal a que siga la fiesta un indígena coge un bombo y lo empieza a aporrear cada cinco minutos. No es cosa fácil, no se crean, porque lo ha de hacer sin ningún ritmo ni gracia. De vez en cuando un compañero le acompaña con un platillo. El resultado es que todos los vecinos que en ese momento están durmiendo se acuerdan de la familia de ambos intérpretes y se suman de nuevo a la fiesta aunque solo sea de pensamiento. De resultas de esto se comprenderá que esta mañana hemos abandonado Zubieta con una mezcla se sentimientos encontrados.
 
 

 4. Paco: de Zubieta a Hendaya

Día 17 de agosto del año del Señor 2022. Amanecemos pronto en Zubieta. Desde la noche anterior un grupo de amables parroquianos nos ha deleitado con el sonido de un tambor. A las 08.30 h. hemos arrancado en dirección a Hendaya a través de la Vía Verde del Bidasoa. Los primeros kilómetros fluían ante nosotros inmersos en una vegetación exuberante de bosque atlántico. El río era nuestro compañero inseparable y todos nuestros sentidos agradecían el frescor, el paisaje, el olor y el rumor del camino. Claro!!!! Muy bonito!!!!! Pero cuando llegó la guerra de cifras (quedan 18 km, no! que va! quedan 5, síiiiiiiiii otros 5. Los últimos kilómetros de la Vía Verde los recordaremos (sobre todo María y yo, su padre) como la expresión pura y simple del agotamiento, del dolor, del "no puedo más". Pero todo llega y un enorme rótulo nos indica que llegamos a Irún y, por ende, a Hendaya. En Irún recuperamos fuerzas con un menú variado en el que destacaban unas natillas que habrían servido para hacer el encofrado de La Sagrada Familia. Ricardo y yo (súper héroes en esta aventura) nos rendimos ante la consistencia de estas natillas sin parangón. Por fin, a eso de las 15.20 horas cruzamos a Francia ( qué frase más épica si pensamos las circunstancias en que muchos españoles las pronunciaron). Son las 16.00 h y en el andén de la estación de Hendaya cinco aventureros miran hacia Burdeos y NO SIENTEN LAS PIERNAS
 

 
 
 5. Víctor: Canal del Garona desde una perspectiva gastronómica
       La llegada a Zubieta fue el principio de esta aventura, que no solo ha supuesto un descubrimiento paisajístico, sino también gastronómico. En esta primera parada comimos pollo al chilindrón o, como lo bautizamos enseguida, "pollo a la Pantoja". No podemos obviar el vinito, que Ricardo lanzó desde lo alto hacia la copa al más puro estilo Sidra El Gaitero. Por la noche, en una taberna cenamos sopa y una carne trinchada buenísima.
       Avanzamos y llegamos a Burdeos. Allí cenamos comida para llevar: Paco y Ricardo tomaron un poke cundidor; Laura y yo compartimos unas pizzas aceptables.
       De camino a La Réole llegó uno de los puntos álgidos del viaje. Desplegamos las esterillas y todo un festival compartido: un jamón excelente que trajo Paco, sardinitas y atún. ¡Qué bien nos sentó! Por la noche, cenamos estupendamente en un restaurante: ensaladas, pasta y pizza.
 

        A la mañana siguiente, volvemos a la bici hacia Damazan. Por el camino, encontramos a las 12 un restaurante estupendo. De primero, ensalada de tomate. De segundo, un mar de patatas fritas acompañaron un pato delicioso. La noche fue más sencilla: unos kebabs y más patatas fritas.
        ¿Cuándo llegará la cassoulet? Aún faltan unos días. ¡Seguimos! Llegamos a Agen bastante cansados. De repente, unos toneles. Bajó la Virgen y obró el milagro: cervezas fresquitas y patés diversos. Nos quedamos contentísimos. Por la noche, ¡música y variedades! Encuentra una silla en Moissac y te darán un diploma. Lo hicimos y, no solo eso, sino que cenamos cuscús y una fideuá aceptable acompañados por Julie. Gracias, Paco, por esas cervecitas que nos trajiste. ¡¡Vimos al protagonista de "Intocable"!!
 
         
 Esto no se acaba: teníamos que llegar a Toulouse, pero se nos cruzó Grissolles. Erico y Mari Ros nos acogieron como si fuésemos sus hijos: piscinita, buen ambiente y risas. Comimos un salchichón por cabeza acompañado de pan de pita y olivas. Pero, antes de que la familia López Hernández se lanzase a bailar -María lo dio todo-, cenamos una cassoulet estupenda. ¡Que no, todavía falta un poco para la cassoulet! Decía que cenamos algo, que fue una focaccia y una ensaladita por cabeza.
 
       En Toulouse llega el otro punto álgido. Dale a Paco unos chorizos y unos huevos; a Laura, camembert. En un momento, te han sentado en la mesa y casi no te enteras. ¡Buena digestión! Por la noche, un restaurante chino al lado de música callejera. La sopa, estupenda.
        Señoras y señores, Carcassonne nos ha traído la cassoulet, que ha estado de lujo. "Victorada": yo pensaba que era lasaña, pero era una fabadita. Ha valido la pena el viaje no solo por lo que hemos comido y lo que hemos pedaleado, sino por lo mucho que nos hemos reído haciendo ambas cosas. Une autre bière, s'il vous plait!
 

6. Ricardo: Alojamientos
 
Hemos dormido en albergues de peregrinos, en la tienda de campaña, en residencias de estudiantes, en un hotelito y en una especie de tubo diseñado como una experiencia inmersiva para futuros tripulantes de submarinos. Creo que también han pasado por ahí opositores a astronautas y concursantes de un programa de la televisión japonesa. Lo cierto es que sales de allí con las nociones del espacio algo alteradas. Como tuvimos que irnos muy temprano en la puerta nos encontramos a tres mochileros que se habían instalado a sus anchas en un contenedor de papel, huyendo de las apreturas del cuarto que les habían asignado.
 
Querida tía: 
Espero que al recibo de la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios gracias. Burdeos nos recibió generosamente, como si fuéramos amigos de toda la vida, nos puso un carril bici al lado del Garona, que es un río enorme, con barcos y todo, una maravilla, oye, y para que no faltara nada nos regaló un concierto de blues, que parecía que estábamos en el Misisipi. Por la noche Paco y yo cenamos en un restaurante hawaiano una ensalada que tenía de todo, y ese todo tan mezclado que conseguía no saber a nada. Víctor y Laura cenaron pizza. Y María directamente se fue a la cama sin cenar, de tan cansada que estaba por el viaje, la pobre. El hotel no era hotel sino albergue juvenil, lo cual tiene su guasa. Era una habitación de diez personas en literas de tres. Yo dormí entre un alemán y Víctor. Fue toda un experiencia, sobre todo a partir de las cinco de la mañana, porque a Víctor le entró nostalgia de los versolaris de Zubieta y empezó a mantener con el alemán un desafío de ronquidos. Yo me desperté pensando que me había caído en la jaula de los osos. Por suerte eso solo duró una hora y media. Por la mañana empezamos la ruta. Pensábamos que no podía haber un camino tan bonito como la ruta verde del Bidasoa, que habíamos recorrido la víspera, pero este aún es mejor. Primero mansiones, luego un bosque tupido de hayas, robles, plátanos, arces... Más adelante vinieron los viñedos, los campos de girasol... Yo iba afectado por tanta belleza del paisaje, y llevaba esa cara de tonto que tan bien conoces. Hasta iba en silencio, no te digo más, y me acordaba de ti. En un momento dado se me cruzó un urogallo y me graznó. ¿Qué más se puede pedir?
Hicimos dos paradas, una para un café au lait a media mañana y otra para comer, debajo de un roble, unos bocadillos que nos hicimos de jamón y otros de atún, con su correspondiente siesta. A las 18 llegamos a nuestro destino, 72 km al este de Burdeos, La Réole, un pueblo al lado del Garona. Llegamos al camping, plantamos las tiendas y después de asearnos nos fuimos a cenar a una pizzería. Últimamente yo pensaba que las pizzas son comida basura -sí, ya sé que está mal hablar así de los alimentos, perdóname, tía -, pero después de lo de anoche he cambiado de opinión. La noche ha sido muy agradable y fresquita, al ladito mismo del Garona. He dormido como un ceporro y apenas me he enterado de los ronquidos de mis vecinos ni de las canciones que estuvieron poniendo hasta las tantas en un bar a la otra orilla del río. Esta mañana Paco, que del frío y de la música apenas ha echado ojo, el pobre, quería tener unas palabras con el dueño del bar, pero por suerte estaba cerrado, así que nos hemos ido a otro. Se llamaba el Gipsie. Te lo digo por si alguna vez vienes por aquí para que no vayas. La dueña es una señora mayor que no oye muy bien y que no para de fumar. Lo mejor son los cuadros del bar, todos de motivos gitanos. Ha sido un desayuno muy frugal, ni siquiera había curasanes, ¡con las ganas que tenía!  Pues como apenas hemos desayunado, cuando solo llevábamos 15 kilómetros por el canal ya estábamos con hambre, hemos parado en un restaurante al lado de un muelle y como no hacían almuerzos hemos comido el menú del día (ensalada, pato con patatas y lechuga, y de postre nectarina). Mis compañeros ahora dormitan sobre el césped. Yo estoy sentado en un pequeño pantalán de madera, feliz.
Un beso y un abrazo de tu sobrino que te quiere bien.
 

 
 
7. María: purificación.
18 de agosto, de Bordeaux a la Réole, salimos del hostal chano chano al encuentro de la vía verde entre deuxmers -a mi me suena a dos madres, la atlántica fría,dura e indomable y la mediterránea, la nuestra, la que en sus orillas nos criamos, amable, cálida y conocida-. Este caminar me inspira una sensación de tránsito a través de las aguas, una purificación , un dejarse llevar que pasa en cada pedalada dónde el cuerpo, el tuyo y el mío, se pone a trabajar y a conectar toda esta información estancada a la que por fin se le da el espacio- tiempo ( o ilusión, según en qué percepción, del viaje) para aflorar, agradecer también a nuestros aliados abuelos, árboles centenarios que nos asombran y nos dan sombra para facilitar la rodada y el ir hacía dentro en un vaivén de conexiones a seguir descubriendo, de dentro a fuera y de fuera a dentro.

 8. Ricardo: el canal.

Sexto día: la visión continuada del canal ha ejercido desde el principio del viaje una atracción de la que resulta muy difícil sustraerse. Contemplada ahora con la perspectiva de más de trescientos kilómetros de ruta se diría que ha sido todo un proceso de seducción en el que la belleza del paisaje y el arrullo continuado de sus aguas nos ha ido llevando sin que lo supiéramos -siempre a cobijo de las inclemencias del sol de agosto por la protección de grandes plátanos, robles y olmos- a un diálogo íntimo con nuestros propios recuerdos. Así, nos han ido acompañando en nuestro pedaleo personas que ya no están y otras que siguen estando a nuestro lado pero de manera diferente. Avanzábamos en la distancia y retrocedíamos en el tiempo. En algún momento al llegar a la plaza mayor de algún pueblo durante la parada de media mañana para el café au lait o la cerveza teníamos la sensación de que llegábamos al mismo pueblo en el que habíamos parado el día anterior. Muy pronto perdimos la noción del día de la semana en el que estamos. Vivimos en un presente regido por los elementos: hace sol, es de noche, hay niebla, llovizna... A veces hablamos entre nosotros durante las horas de bicicleta, y a veces vamos en silencio dialogando cada uno consigo mismo. La noche ha sido siempre una celebración: verbena en Zubieta, blues en Burdeos, varietés en Moissac, baile improvisado en el camping de Grissolles, música en directo durante la cena en Toulouse. Pero el peso de los kilómetros se acumula, aflora el cansancio, la introspección es cada vez más punzante. La imagen del canal tiene algo de hipnótico que desdibuja los límites del tiempo. Tenemos todos la sensación de que este viaje es un regalo doble que nos hacemos: el de la propia experiencia vivida en el momento y el del recuerdo de la misma para el futuro.
 

 9. El mapa. Cuando uno ve el mapa de Francia y ve la distancia que ha atravesado en bicicleta es casi como cuando uno mira una foto suya de niño, se reconoce en ella y acepta con asombro el misterio del paso del tiempo. Ves Burdeos, Toulouse, Carcassonne, Narbona... y piensas con agradecimiento en los momentos vividos, en los viejos plátanos que nos ofrecían su sombra, en las praderas de cola de caballo, en los endrinos, en las higueras y en los manzanos, en las compuertas que íbamos pasando, en aquella vieja lancha que nos remontó cinco kilómetros, en las viñas, en los girasoles, en aquel urogallo que se nos cruzó, en las ratas de agua, en las figuras de los capiteles del claustro de Moissac, en la bendición de una cerveza al acabar la etapa, en las terrazas de la plaza mayor de los pueblos, en los caminos solitarios, en los versos de una canción que leímos en la fachada de un edificio en Narbona:
 





 
 
 




domingo, 1 de enero de 2023

La Isla Misteriosa: pedagogía del náufrago


 "Ellos sabían y el hombre que sabe triunfa allí donde otros vegetarían y perecerían inevitablemente" escribe Verne en el capítulo XIX de La isla misteriosa (1874) y ofrece al lector el epítome de esta novela y el de todo el proyecto literario que emprendió de la mano de su editor, Pierre-Jules Hetzel. De acuerdo con el modelo establecido por Daniel Defoe en Robinson Crusoe para el género narrativo de las novelas de náufragos, el enfrentamiento de los personajes con un medio hostil pone a prueba su conocimiento como recurso fundamental de supervivencia. A este respecto La isla misteriosa representa el apoteosis del náufrago inteligente, con todas las interpretaciones metafóricas que se quiera dar al término "náufrago": homo viator, peregrino, hijo de vecino, prójimo...; y lo mismo de ese pequeño espacio acotado que es la isla, porque, en definitiva, el náufrago literario es el hombre solo ante el abismo de la existencia, a la que se enfrenta a pecho descubierto armado de su conocimiento. Laten ahí la utopía ilustrada y el socialismo, interpretados por Verne (y por Hetzel) como un proyecto pedagógico que, de la mano de una narración novelesca, alcanza la categoría de campaña global y urgente de alfabetización científica. A su lado, las reformas ministeriales de educación (LOE, LOMCE, LOMLOE...) palidecen como panfletos liliputienses. En este punto me pregunto si los artífices de estas reformas habían leído a Verne. Me da que no, y es una lástima, no tanto por lo que se perdieron, sino por lo que nuestros alumnos han perdido. Pero volvamos a La isla misteriosa. Respecto al modelo robinsoniano aporta algunas variaciones interesantes. En primer lugar, en consonancia con la modernidad tecnológica de las novelas de Verne, el viaje previo no es marítimo sino aerostático. En segundo, el protagonismo es colectivo, puesto que una vez establecidos los parámetros que determinan el aislamiento (insularidad del territorio, ausencia de otros habitantes y remotas posibilidades de abandono), el objetivo que se plantea va más allá de la supervivencia (resuelta en unas pocas páginas); ya no se trata de montarse una cabaña de estilo vagamente provenzal donde esperar unos cuantos lustros el acontecimiento que ponga fin a su confinamiento. Si Robinson Crusoe se consagró como santo patrón de los amantes del bricolaje, de los montadores de muebles de IKEA y de los usuarios de la moda del Coronel Tapioca al demostrar a los lectores la gracia con la que resolvía los principales problemas tecnológicos del neolítico, los cinco náufragos de La Isla Misteriosa, partiendo de una situación de desventaja, se marcan como meta la reconstrucción del bienestar de una sociedad ya plenamente industrial, con su telégrafo, su ascensor hidráulico, su minería, su metalurgia... 

 


Ni los héroes imaginarios de Daniel Defoe o de Wyss, ni tampoco un Selkirk o un Raynal, náufragos en Juan Fernández y en el archipiélago de las Auckland respectivamente, estuvieron nunca en una indigencia tan absoluta. O bien se surtían de los abundantes recursos de su barco embarrancado, fueran estos granos, animales, herramientas o municiones, o bien llegaba a la costa algún derrelicto que les permitía subvenir a las primeras necesidades de la vida. No se encontraban, de entrada, absolutamente desarmados frente a la naturaleza. Pero en este caso, ni un instrumento cualquiera, ni un utensilio. ¡Partiendo de nada tendrían que llegar a todo!

(pág. 95 y 96. Capítulo VI. Traducción de Teresa Clavel. Penguin clásicos. Barcelona, 2016) 

 

 

 

 

 

Hoy, casi siglo y medio después de su publicación por entregas en el Magazin d'Education et Récréation, esta confianza en el progreso basado en la alianza entre la ciencia y la tecnología nos resulta doblemente ingenua, pues no solo se contempla como el motor de cambio que debe conducir a la felicidad, sino que además, por la nobleza de ese fin, se eleva a regla moral. La dinamita, el acero o la electricidad, más que innovaciones tecnológicas incorporadas a la sociedad, se convierten en principios de filosofía moral, pues en ellos se concreta el afán de superación, el sentido del deber y la búsqueda de la felicidad. En cierto modo toda la novela es el relato de esa utopía, por lo que basta con abrirla al azar por cualquier página para encontrar, igual que aquellos puritanos en la Biblia, inspiración edificante sobre las virtudes del progreso. 
Ocurre, sin embargo, que esa confianza asociada a la proliferación de ejemplos ("situaciones de aprendizaje" se les llama hoy en la jerga de la neolengua pedagógica) aturden al lector, que no sabe si reírse o si marcharse corriendo a matricularse en el Politécnico. 
Veamos una muestra de esa concatenación de problemas y soluciones tan característica de la novela:
¿Que el refugio que habían encontrado el primer día para pasar la noche no reúne garantías y puede quedar anegado por las mareas? No pasa nada. Se busca otro. Es que no hay refugios naturales a la vista. Sin problemas: la morfología del terreno revela la formación de grutas con respiraderos que dan al acantilado. Ya, pero el acceso a esas grutas tendría que ser a través del lago. Pues se crea un desagüe para bajar medio metro el nivel del agua, de modo que se pueda entrar a la gruta sin mojarse uno los zapatos. Pero es que el lecho rocoso del lago es de granito. Para eso están los explosivos. No hay. Pues se fabrican. ¿Cómo? Nada más fácil si se encuentra entre los náufragos el ingeniero Cyrus Smith, "un microcosmos, una combinación de toda la ciencia y toda la inteligencia humanas" (página 126). Tomen nota:
 
1º. Se recolectan a cielo abierto varias toneladas de piritas.
2º. Se monta una pila de leña sobre la que se dispone una capa de esquisto piritoso que se recubre con piritas del tamaño de una nuez.
3º. A continuación se enciende la hoguera y se deja que arda a fuego lento durante diez días por lo menos para que el sulfuro de hierro se convierta en sulfato de hierro.
4º. Mientras se produce esa reacción química el náufrago hará muy bien en fabricar vajillas refractarias de arcilla plástica a fin de destilar el sulfato de hierro resultante.
5º. Una vez finalizado el tercer paso, el resultado es una mezcla de sulfato de hierro, sulfato de alúmina, sílice, residuos de carbón y ceniza. Se remueve todo con cuidado, se deja reposar y se destila. De esta operación se obtienen los cristales de sulfato de hierro, de los cuales ahora hay que extraer el ácido sulfúrico. Para ello se requiere un instrumental muy sofisticado que incluye ciertos adminículos de platino de los cuales no suele haber suministro en las islas desiertas. Por suerte Cyrus Smith está en todo y conoce un procedimiento alternativo tradicional de Bohemia que consiste en...
6º... calcinar los cristales de FeSO4, cuyos vapores una vez condensados nos dan el ácido sulfúrico.
7º Dejamos aparte el ácido sulfúrico y pasamos a separar la grasa de un dugongo que previamente se habrá pescado y deshuesado. Para ello se requiere un poco de sosa, que como todo el mundo sabe es una sustancia fácil de conseguir con la combustión de algunas plantas marinas como las barrillas, las ficoideas y otras fucáceas. A continuación se aplica la sosa a la grasa del dugongo, lo cual nos permite la obtención de jabón (muy recomendable para los náufragos) y de glicerina.
8º. Retomamos el ácido sulfúrico, se le añade un poco de salitre, y de esa combinación resulta el ácido nítrico.
9º. Por último se mezcla el ácido nítrico con la glicerina y ya tenemos la nitroglicerina. Ahora ya puede usted volar lechos rocosos de granito. 
 
Como se deduce fácilmente de lo expuesto, el correlato estilístico de la confianza en el progreso es la proliferación de datos (geológicos, químicos, botánicos, zoológicos, matemáticos, astronómicos, náuticos...), enmarcados en auténticas lecciones, coronadas a menudo por el encomio de la superdotación intelectual y tecnológica de los protagonistas. Poco lugar queda entonces para lo misterioso, para ese adjetivo que preside el título de la novela, por ejemplo, de resonancias románticas, cuyo uso obedece a un recurso narrativo para excitar la imaginación de los lectores, pues se trata simplemente de la dilación de la explicación racional de un problema que en un primer momento parece irresoluble o fantástico. En realidad, después de leídas las casi setecientas páginas de la novela solo dos misterios permanecen desvelados: ¿cómo consigue el perro de Cyrus subir y bajar a la casa de la roca por una escalerilla de mano? y ¿cómo convierten a un orangután en pinche de cocina y excelente camarero?
 
 
 
 Jup the orangutan, illustration for The Mysterious Island, adventure novel by Jules Verne (1828-1905), engraving after a drawing by Jules-Descartes Ferat (born 1829), published by Paolo Carrara, 1902, Milan.

 

Con el paso del tiempo los editores de sus obras han ido adaptándolas al gusto de las nuevas generaciones de lectores mediante el procedimiento de la poda de datos y, en general, de su componente didáctico, de modo que Verne ha dejado de ser para muchos aquel escritor enciclopédico de estilo digresivo, precursor de la wikipedia y del hipertexto, para convertirse en un narrador vigoroso de una velocidad contagiada de su mundo arriesgado y futurista.  

Sin embargo hay un personaje que me parece que enlaza muy bien esas dos lecturas. Me refiero a Ayrton, contramaestre del Britannie, cabecilla de un motín, convertido en pirata, conocido entonces como Ben Joyce, capturado y abandonado a su suerte en un islote del Pacífico en el paralelo 37. Uno tendería a pensar que este náufrago pirata es un homenaje a Stevenson a través de la analogía con aquel Ben Gunn de La Isla del Tesoro, con quien comparte nombre, condición, destino y deseo de redención. Pero resulta que la novela de Verne es nueve años anterior, de modos que los términos del tributo se invierten. Y no sorprende la atención que le dedicó el escritor escocés, porque ese Ayrton es un personaje magnífico, dotado de una complejidad psicológica de la que carecen los otros, de los que le separa una ejemplaridad inversa, tanto en el terreno moral como en el técnico, pues toda su historia es un argumento de cómo sin el socorro de la ciencia y de la técnica el hombre expulsado del paraíso de la civilización se desliza hacia su condición animal camino de la locura.

 



 

sábado, 3 de diciembre de 2022

Johan "Talento" Orozco: el camino de un campeón

Inicio con este artículo una nueva serie dedicada al boxeo que he titulado crónicas boxeísticas

Dedico este artículo a David Montesinos, que hace poco peleó con la muerte y ganó

Estuve el sábado en una velada de boxeo en Sedaví. Nada más llegar me encuentro al Piña, a Javi, al Chulito y a su hermano, y me siento con ellos. Al poco vemos a Jandro, a Lautaro y a Sento -tres de los grandes del boxeo en Valencia- con quienes intercambiamos saludos y bromas. Hay un buen ambiente de boxeo allí. El gremio de los guantazos reúne a gente tan variopinta, que a veces uno duda si el espectáculo está sobre el ring o en sus aledaños. Quizás en otra ocasión me detenga a contar historias de la periferia del boxeo, pero hoy no. A lo que vengo es al combate de la noche -aunque la sorpresa estuvo en el inmediatamente anterior, en el de los teloneros, del que hablaré otro día-. Se enfrentaban dos superligeros de mucha categoría, el madrileño Juan José León Álvarez y Johan Orozco, colombiano afincado en Valencia. Diestro el primero, zurdo Johan. Cada uno fiel a una concepción diferente del boxeo. Johan es un boxeador finísimo, dotado de una cintura de bailarín y de una diestra de esgrimista con la que oculta los embates de una zurda más precisa que contundente. Frente a él, Álvarez, un boxeador rocoso, de mucho músculo, que apostó con insistencia por su pegada de acuerdo con un guion en el que estaba escrito que debía acorralar a Johan entre las cuerdas para exhibir ahí su variedad de golpes. Pero la potencia intimidatoria de sus crochés y sus ganchos se estrellaba en los brazos y en los guantes del colombiano cuando no eran sorteados elegantemente mediante esquivas. El madrileño recortaba el ring trazando paralelas y perpendiculares al paso de Orozco para encerrarlo en la esquina; a veces lo consigue y ahí propone un intercambio que en teoría le beneficia. Su boxeo es sólido, directo y, por tanto, previsible. No rompe nunca la línea. Su rostro y su cuerpo están siempre donde su rival sabe que los va a encontrar. Y Johan lo aprovecha. Al recorte de espacios responde inventándose pasillos, casi siempre diagonales que convierte en vías de fuga. Es una estrategia que domina y de la que no abusa, porque sabe que la repetición puede hacerle vulnerable, por eso echa mano de repertorio en sus respuesta, y tan pronto acepta el intercambio en la corta como mantiene la distancia, bloquea, finta, lanza el uno-dos con cambio de altura en el dos y se marcha con pasito atrás o con pivote. Y Álvarez otra vez vuelta a empezar. Pero cada segundo golpea como un jab en la guardia de los púgiles, y la acumulación empieza a pesar, sobre todo en el madrileño, porque cada intento de encerrar a su rival disminuye su confianza y aumenta la del otro. La entrega y el deseo de victoria son los mismos, pero sus velocidades distintas. Uno, desde el centro del ring, lanza sus ataques con paso militar. El otro se desliza por la lona dejando las cuerdas a sus espaldas.  Es la artillería contra la caballería, el ataque frontal contra la maniobra envolvente. Así hasta el sexto asalto. A partir de ahí se alteran las proporciones de ímpetu y de talento. Los ataques de Álvarez son cada vez más lentos, más previsibles. Arrecian entonces los contraataques de Johan. Los espectadores se levantan y corean su nombre. Se ha hecho el dueño del ring. Su izquierda percute en el rostro y en el costado del madrileño, que aguanta bien el castigo. Es un boxeador muy bravo y no le teme al KO, pero ve cómo el recital de su oponente va sumando en las tarjetas de los jueces. Sus ataques se dilatan, le falta aire, las piernas le pesan, pero su propuesta es la misma: ataque sobre la línea e intercambio de golpes..., pero menos. Se dosifica porque no tiene fuerzas para más, coge aliento, carga la diestra y espera un error de su rival que no llega. Sus rectos y sus crochés mueren antes de salir. Ese golpe de suerte se queda esperando.
Johan ha vencido. En su horizonte más inmediato está el campeonato de España de los superligeros. Los que le hemos visto boxear sabemos que es muy capaz de eso y de más.
 

  


domingo, 3 de julio de 2022

Viaje fin de curso

 

Nota previa necesaria: cualquier tentación de establecer relaciones entre este escrito y el viaje reciente que un servidor y mi compañera de Economía realizamos con nuestros alumnos a la Selva Negra correrá de cuenta de la malicia del lector. Este escrito no es más que el fruto de una mala siesta. Las coincidencias que pueda haber son solo circunstanciales.

 



1. De la naturaleza del autobús

Un autobús cargado de alumnos de 4 ESO en viaje fin de curso es una fuerza incontrolable de la naturaleza. Hay en él tensiones de carácter expansivo que desafían el sentido común y dejan en pobre lugar a aquellos que por inconsciencia o temeridad deciden acompañarlos. Por ejemplo: un observador experimentado habrá caído en la cuenta de que en el autobús los asientos se disponen en dos filas de un par de asientos separadas por un pasillo, lo que determina que la posición del viajero sea estática y sedente. Las leyes de la física y las del tráfico así lo sentencian. No obstante, los alumnos de ESO, por lo general dotados de una visión muy laxa para todo lo relativo a leyes o normas, sean de gramática, de física o de normativa municipal sobre uso de petardos, prefieren el escorzo, de manera que es casi imposible ver a todo el pasaje sentado y con los cinturones de seguridad abrochados. Esto último es una cuestión delicada, porque a pesar de la relación lógica que alguien no avisado puede establecer a primera vista entre "cinturón", "seguridad" y "abrochado", para ellos son tres enunciados inconexos. De esa laxitud interpretativa se derivan graves problemas de salud, de los cuales las afecciones en las cuerdas vocales de los profesores y de los guías son las más irrelevantes. Lo peor se lo lleva el conductor del autobús. ¿Sabíais que les hacen descuento en el psiquiatra? Los pobres están acostumbrados al imperativo moral kantiano y llevan muy mal el sometimiento de la razón a los vaivenes de las voluntades adolescentes. Es por eso que paran cada dos horas en las áreas de servicio. Están obligados: tienen que fumarse media cajetilla de tabaco en cada parada, tomarse un ansiolítico y, para combatir los efectos sedantes de este, han de beberse un café bien cargado y una Coca-Cola. Solo así pueden eludir pulsiones homicidas. Se comprende entonces que pongan en todos los viajes "Hombres de honor", una película fascista destinada a ensalzar el cuerpo de marines estadounidense, en la que básicamente se habla de señores que mandan mucho y de otros señores más jóvenes que obedecen siempre. Otra película que no falla en este tipo de viajes es "La milla verde", sobre un funcionario de prisiones muy buena gente que tiene problemas de próstata y que trabaja en una sección de una cárcel donde destinan a los condenados a morir en la silla eléctrica. Hay por ahí otro funcionario muy malo y un preso negro enorme que tiene poderes y le cura al carcelero bueno lo de la próstata, con lo cual la señora de este se pone muy contenta. Un sencillo análisis actancial nos deja bien claro de parte de quién está el conductor y en qué tipo de silla le gustaría ver sentados a los ocupantes de su autobús. Pero todo esto no pasa de ser un mero desahogo, porque los alumnos, tras los cinco minutos iniciales, prestan la misma atención a la película que al profesor cuando introduce algún comentario cultural relativo a algún castillo o a algún accidente geográfico que se avizora desde la ventanilla. "Profe, que estamos de vacaciones": es la manifestación de un ocio militante que rechaza cualquier estímulo que pueda implicar un aprendizaje que no se refiera a un truco de tik tok o del videojuego que se llevan entre manos. Para ellos la idea romántica del viaje simplemente no existe. Se trata de un desplazamiento de un punto A a otro B, pasando por unos puntos intermedios que son las áreas de servicio. Daría igual que estuviéramos durante 980 kilómetros dando vueltas por la V-30 y parando en los centros comerciales de Bonaire y de Gran Turia si al final de ese recorrido estuviera la ciudad francesa de Grenoble, que es el destino de nuestra primera etapa.

 



2. De las áreas de servicio

Son las herederas de las antiguas fondas, de las ventas y de las casas de postas, espacios de restauración ricos en evocaciones literarias: Lazarillo, don Quijote, don Juan, John Silver el Largo... Es verdad que si uno deja sueltos a los ocupantes de un autobús de estudiantes de la ESO en viaje fin de curso en cualquier lugar, inmediatamente ese lugar pierde las connotaciones poéticas que pueda tener y se convierte en algo prosaico, abarrotado y ruidoso de donde uno está deseando marcharse. Quizás por eso uno de los sitios donde menos desentonan es justamente las áreas de servicio. Allí entran en estampida, porque nuestros alumnos siempre están meándose, bajan a a los aseos, se alivian, suben corriendo y, si la pausa es superior a los quince minutos, se lanzan a la búsqueda de un enchufe para conectar el cargador del móvil (siempre se están quedando sin batería). Su otra precaución es proveerse de alimentos, porque los intervalos entre el desayuno y la comida o entre está y la cena son para ellos una travesía del desierto que han de recorrer con sus bolsas de patatas fritas, sus paquetes de galletas y sus pastillas de chocolate. Una vez satisfechas estas necesidades (y recuerdo que cada dos horas se produce una parada y se repiten las mismas escenas), entonces se dispersan por la sección de compras. Apenas llevamos dos paradas, estamos al lado de Barcelona y muchos de ellos empiezan a comprar recuerdos para sus familiares. ¿Recuerdos de qué? Da igual. Antes los viajeros volvían a casa con un montón de historias que contar. Ahora eso se ha perdido. Los testimonios del viaje ya no son relatos orales sino fotografías que se cuelgan al instante en Instagram y objetos que se compran, y si son tópicos y recargados, mejor. Lo que interesa es que el objeto en cuestión proclame que el comprador ha estado allí y se ha acordado de uno. Un llavero, una navaja, un botellín de cerveza, unos calcetines de lana, un imán para la nevera, un peluche, la tocineta envasada al vacío, galletitas de mantequilla, mermeladas, patés: son objetos en los que se materializa el afecto y cuya oferta se repite obsesivamente cada dos horas en todas las áreas de servicio, creando esa sensación de que el autobús se desplaza pero uno siempre llega al mismo sitio.

 



3. De la ubicación, naturaleza y etimología de la Selva Negra.

Como cualquier profesor de ESO sabe, la lógica de los alumnos es una atribución intelectual sometida a infinitas variables. Algunos de los que no aciertan con la relación de causa efecto entre las expresiones "cinturón (abrochado)" y "seguridad" son capaces de ubicar la Selva Negra en el África subsahariana solo por las connotaciones evidentes del topónimo. Así ocurrió en la primera reunión que mantuvimos con el representante de la agencia con motivo del viaje que organizamos hace unos años. Este malentendido vino acompañado de cierto desencanto, porque no es lo mismo ir de viaje a un territorio incógnito poblado en la imaginación por guerreros masais, pigmeos, gorilas y leones, que ir a otro donde el mayor riesgo es que te muerda un dedo una ardilla cuando le das un cacahuete. Por eso conviene deshacer el equivoco desde el principio: la Selva Negra es una región al suroeste de Alemania, fronteriza con Francia y Suiza, que se extiende hacia el norte a lo largo de unos 160 km., con una anchura variable de unos 30 a 60 km. Su nombre no se debe al color de la piel de sus habitantes, sino a lo frondoso de su vegetación, especialmente la de su zona no visitable, la que se observa a ambos lados de la carretera que la recorre. Se puede afirmar entonces que la mejor manera de apreciar la negrura de ese bosque es desde lejos, sin entrar en él, porque cuando uno llega a Triberg, por ejemplo, que es uno de sus enclaves más famosos, lo primero que has de hacer es pasar por taquilla y pagar una entrada que te da acceso por unos caminos despejados a un territorio vegetal exuberante, sí, pero donde la selva se ha convertido más que en un bosque civilizado en un jardín botánico. Pensar que por aquí una vez estuvieron los hermanos Grimm y que estos bosques alimentaron la imaginación que llevó al papel a personajes como Hansel, Gretel, Blancanieves, los siete enanitos, la princesa malvada, el gato con botas, el enano saltarín y tantos otros exige hoy un esfuerzo mental sobresaliente. Acompañados por sesenta alumnos resultan mucho más próximas las evocaciones a las hordas de Arminio y a la batalla del bosque de Teutoburgo contra los romanos; y eso a pesar de las numerosas tiendas para turistas surtidas de relojes de cuco, navajas multiusos y tocineta envasada al vacío que, quieras o no, aportan cierta pátina de modernidad igualitaria al paisaje urbano de estos pueblecitos.

 

O sea, que esto no es la Selva Negra


4. De algunas impresiones de viaje recogidas en el diario escrito para mis compañeras de departamento.

¿Cómo era eso de la competencia de relacionarse con el entorno? Yo creo que es un eufemismo de "¿Es gilipollas el alumno? ¿Sí? ¿No? ¿Cuánto?" Espero que esto que os cuento no salga de aquí, porque podría implicar un cambio en los informes individualizados de los alumnos de 4 ESO en lo relativo a esa competencia. Lo digo porque varios alumnos están tocados de la garganta porque no saben que el aire acondicionado de las habitaciones se puede apagar (y que incluso se puede regular la temperatura). Esta noche se nos ha puesto bastante mal un alumno y lo hemos tenido que llevar en taxi al hospital. El guía de la agencia se ha hecho cargo y se ha pasado allí casi toda la noche. Al parecer todo ha sido por el aire acondicionado.

Otro ejemplo de sagacidad: en el desayuno me viene una y me dice que han perdido la llave de la habitación dentro de la habitación. Voy a recepción, le explico el caso a la señora, me dan una llave de repuesto, se la doy a las alumnas y les digo que luego tienen que devolver las dos llaves. Total, que cuando dejan la habitación dicen que no encuentran la llave. Subimos Rosa y yo a buscarla. Nada. Se lo digo a la recepcionista y me responde que tendrán que pagar la llave. Subo al autobús, se lo explico a las chicas. Preguntan: ¿Cuánto hay que pagar? Les digo al tuntún 60€. Unos segundos de reflexión y aparece misteriosamente la llave en el bolsillo de una de ellas. Demasiado dinero para un llavero de recuerdo deben de haber pensado.

Ahora vamos camino de las cataratas del Rin. Es un paisaje sobrecogedor. A mí me parece que es la mejor lección que se puede dar sobre lo que es el Romanticismo en arte y en literatura, porque uno contempla esa naturaleza y los sentimientos de pasión, belleza y pequeñez humana afloran a borbotones. Pero, alto ahí amigas. Estamos hablando de alumnos de ESO, sobre todo, y estos forman parte de una especie muy particular. Puede darse el caso de que un alumno vea esas cataratas y piense que es un lugar ideal para refrescarse con un ducha, y se le ocurra tirarse del barco. No me fío un pelo. Debería estar contento de volver ahí, pero estoy acojonado. Me encomiendo a San Gotardo, que es un santo que tiene mucho mano por esta zona.




5. De lo mismo

Buenos días, compañeras:

Ojalá el COVID sea ligero para las que lo habéis pillado, y más ojalá aún que no os haya puesto las manos encima y que no lo haga. Ya sé que Violeta y Natalia estáis afectadas. Iba a decir que rezo a San Gotardo, que lo tengo por aquí enterrado, para que os ilumine y proteja, pero no me fío mucho de que mi recomendación sea efectiva. Es verdad que ayer no se nos ahogó nadie en las cataratas, pero fue a cambio de una penitencia medieval que yo no quisiera ni para el inventor de los ámbitos y las competencias (bueno, sin exagerar, igual sí).

Primera penitencia:

Una jornada en Suiza: ocho horas sin datos en el móvil. El riesgo de tenerlo conectado son 60€. Lo decimos varias veces para que les dé tiempo a descifrar el mensaje y así lo vayan entendiendo. Media hora más tarde:"¿Podemos poner los datos?" Esta pregunta se va a repetir alrededor de sesenta veces, pero como se ve que no querían que nos aburriéramos intercalaban cada pocos kilómetros esta otra: "¿Falta mucho?". Yo miraba al conductor, que lo tenía justo delante, y pedía a San Gotardo y a Santa Úlfila que le dieran paciencia, y he de reconocer que estos benditos santos locales cumplieron, aunque con su poquito de suspense, porque la carretera estaba en obras, nos desviaron por otra, tuvimos que dar un rodeo por carretas secundarias con el consiguiente intento de motín (¿Falta mucho? ...Pues tú habías dicho que llegaríamos a las once, etcétera). Y a todo esto, venga curva. "Profe, que Noelia se marea", y yo: por favor, si os mareáis vomitad hacia el lado del compañero, que empapa mejor; si no, la papilla corre pasillo abajo y pone el autobús perdido. El conductor, que se cuida el autobús como un sacristán una reliquia, de pensar en que le iban a vomitar en el autobús cogía el volante como si quisiera estrangularlo y echaba miraditas a la ruta que le marcaba el móvil. "¿Cuánto falta?". Creo que no he estado nunca tan cerca de un asesinato.



 

Segunda penitencia:

Me salto lo de la llegada a las cataratas, la estampida hacia los servicios y la segunda estampida hacia las tiendas de recuerdos, donde los chavales se abastecen de peluches, vacas de madera, chocolate, galletas... Voy directamente a la comida en una terracita junto al lago Constanza. Les habíamos dado tiempo libre durante dos horas y les habíamos dado recomendaciones sobre sitios económicos para comer, pero yo creo que el sol les había afectado mucho y la gran mayoría decidieron ir a comer al mismo sitio que los profes, los guías y el conductor: un local donde se sirven las típicas salchichas alemanas, el codillo y ensaladas al gusto. Me pido el codillo por consejo del conductor y de la guía. He boxeado con tíos de más de cien kilos que me han lastimado menos que ese codillo: una bola de carne asada del tamaño de una pelota de waterpolo que más que codillo era un codazo en la boca del estómago. Estaba bastante bien asado, con la piel churruscadita, la grasita dorada, y la carne, como era tan abundante, se ofrecía en diversas modalidades (tierna, tirante, correosa, pedernal...). Lo malo es que sus aromas atraían las moscas a enjambres, unas moscas alemanas, gordas, lustrosas, que pensaban cuando tratabas de espantarlas con la mano que las estabas saludando. Se ve que el calor y los ”¿Podemos encender el móvil? y los ¿Falta mucho?" me habían anulado la sensatez, así que me comí el codillo enterito. Luego vino el combate cuerpo a cuerpo no solo con aquella bola, sino con el pensamiento de que aquel ejército de moscas había adobado la carne con infinidad de huevos de ascáridos que ahora estarían eclosionando en algún rincón de mi intestino.


 Como veis, la penitencia era importante, y para remarcarla ahí estaban los intercambios nocturnos de huéspedes en las habitaciones con las consiguientes risitas, carreritas, portazos, etcétera, etcétera. Total, que sobre las dos y media pude pensar en dormirme. Qué bonita es la inconsciencia de la juventud. A mi favor puedo decir que no interpreté ninguna vez el papel de profesor en pijama en el pasillo riñendo a los alumnos y amenazando con avisar a los padres.

Hoy estamos de camino de la selva negra y mi pensamiento está en la ardillas y en las pobres bestias del bosque.


6. De lo mismo.


 

Buenos días, compañeras:

Día 6 del viaje. Vamos de vuelta. Hemos dormido (poco) en el autobús. Los ánimos decaen entre el pasaje. Hace siete horas que no hace falta que los guías o un servidor reclamemos silencio a los alumnos. San Gotardo nos ha concedido la gracia de la afonía, pero de una manera aviesa, porque este deseo cumplido nos ha llegado envenenado como un ¡jódete! bíblico. El caso es que había empezado muy bien el día, la gente estaba contenta, ha sido puntual en el desayuno y en la salida. Primero hemos visitado Riquewihr, un pueblo alsaciano precioso, donde se rodó "La bella y la bestia". Nada que reseñar ahí salvo que han pillado a un alumno robando un imán para la nevera ( los que han optado con un mayor sentido práctico por robar navajas han tenido más suerte: igual esto sube la nota en la competencia del sentido de la iniciativa y espíritu emprendedor). Hemos seguido hacia Estrasburgo, donde todo hacía presagiar una jornada apacible. Hemos comido en un restaurante típico junto al canal, hemos visitado la catedral, subido a su magnífica torre, que fue durante siglos el edificio más alto del mundo, hemos tenido tiempo libre y hemos callejeando y disfrutado a gusto de sus terrazas y cervezas. En el punto de encuentro para la cena se nos ha empezado a torcer la cosa: a una alumna le había bajado mucho la tensión y no podía ni andar. Hemos llamado a su madre, nos ha autorizado a que le diéramos un Ibuprofeno (porque la niña padecía dolores de regla fortísimos) y me la he llevado cargada al caballito hasta el restaurante. Era una especie de cava muy parecida a los refugios de la guerra que hay en Valencia. El menú estaba protagonizado en exclusiva por la típica tarte flambée, que es una especie de pizza con nata, cebolla y panceta en su versión más habitual, que admite pequeñas variaciones, como que te quitan la panceta y te ponen champiñones. Pues bien, iban sacando tartes una tras otra como si el mundo se acabara. Y de postre, más tartes flambées pero dulces. Si tenemos en cuenta que anoche cenamos pizza, la víspera comimos pizza, y la antevíspera cenamos tarte flambée, no os extrañará que me sienta como la galleta de jengibre, ese muñequito con forma de hombrecillo tan gracioso atropellado por un camión. Pero aunque nuestros estómagos empezaban a resentirse, lo malo estaba por venir. De acuerdo con la previsión meteorológica, a las diez empezó a llover con fuerza. Menos mal que en el autobús la guía les había insistido mucho en que cogieran una chaquetita, rebeca o sudadera para después de la cena, porque ya nos había pasado que a pesar del calor del día por la noche refrescaba y los alumnos, sobre todo las alumnas, iban muy ligeros de ropa y luego tenían frío, lo cual unido a lo del aire acondicionado, ya se sabe. Y menos mal también que yo, antes de salir del autobús les había dado el parte del tiempo con la recomendación de que cogieran chubasquero, porque las previsiones de lluvia eran del 90%. Lógicamente la mayoría de los alumnos no cogieron ni ropa de abrigo ni chubasquero, porque como entonces hacía tanto calor... O sea, que después de un paseo de veinte minutos para llegar adonde habíamos quedado con el autobús, llegaron empapados. La hora acordada era las 23.15, pero el autobús aún no había llegado. Nos refugiamos bajo un techado ocupado por indigentes. Algunas alumnas empezaron a ponerse nerviosas, otras tiritaban de frío. Paciencia, que no tardará en llegar. Se hacen las 23.30: nada. Qué raro. Tranquis, que estará aquí enseguida. Las 23.45. Nada. Intento de motín. Querían linchar al conductor. Las 24h, nada. Los guías estaban nerviosísimos. El conductor no contestaba el teléfono. Llaman a la empresa. No saben nada. Al hotel: tampoco saben nada. Las 0.15. Empiezan las tosecitas, las tiritonas, una alumna sufre un ataque de ansiedad. 0.30. Seguimos sin noticias. 0.45. La guía ya tiene plan B: han contactado con un hotel para pasar la noche (120€ por persona. El seguro de la agencia se hará cargo, espera). El conductor es un hombre muy meticuloso y puntual. Nunca había pasado esto. Algo le ha ocurrido. Las conjeturas son de todo tipo. Triunfa la del alcoholismo, aunque yo solo le he visto beber café y Coca-Cola. La guía está a punto de echarse a llorar. Yo voy por ahí calmando ánimos. Algunos para combatir el frío se ponen a hacer flexiones y sentadillas. La guía empieza a comerse su cigarrillo de vapear. La 1,15: empiezan las alucinaciones. Algunos alumnos confunden el tren con el autobús. La 1.20: Por fin. Llega el autobús. La policía lo había detenido, se lo había llevado a un retén y lo había registrado de arriba a bajo. Creo que encontró sustancias tóxicas peligrosísimas: calcetines sudados, bragas y calzoncillos que a todas luces incumplían la normativa más laxa de cualquier país en materia de cuidado medioambiental y prevención del cambio climático. Pero como ya se sabe que si por algo son conocidos los policías franceses es por su simpatía y amabilidad, dejaron marchar al autobús como si no hubiera pasado nada. No hay que tener en cuenta a tan insigne cuerpo policial ese contratiempo: cualquiera confunde un autobús de alumnos de la ESO con un vehículo de transporte secreto de terroristas.

Lo que queda espero que no ofrezca motivo de relato.

Un abrazo muy fuerte.