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jueves, 6 de enero de 2011

El Kalevala, Walter Benjamin (y Elvis)

El Kalevala, Walter Benjamin (y Elvis)

Existe la superstición entre algunos pueblos primitivos de que la captura de su imagen implica una afrenta contra sus almas, bien como pérdida, como lesión o como merma. Y lo mismo consideran respecto a sus voces: su reproducción por medios técnicos les priva de una parte de ellos mismos, por lo cual les debilita como personas y como pueblo. Durante el verano de 1936, la Ahnenerbe -el instituto de las SS para la investigación de asuntos relativos a los ancestros arios- organizó una expedición a la Carelia finlandesa, una región de ricas tradiciones folclóricas donde se había constatado la vigencia de antiguos ritos chamánicos, con el fin de estudiar la pervivencia oral del "Kalevala", el monumento literario finlandés recopilado por Elías Lönnrot en el siglo XIX. La misión, dirigida por Yrjö  von Grönhagen, un antropólogo aficionado de veintiséis años de edad al que Himmler había puesto al mando, dio con un rapsoda ciego quien les recitó a la manera tradicional -esto es, cogido de las manos de otra persona que le acompañaba en un balanceo rítmico propiciatorio de un estado de trance interpretativo- cerca de tres mil versos de la vieja epopeya. Animados por este logro y con el ánimo de estudiar todo aquello que fuera susceptible de ser calificado como testimonio del saber ancestral de los arios -en especial si se alejaba ostensiblemente de la tradición judeocristiana-, se desplazaron a una aldea remota en la que habitaba una anciana de la que se decía que practicaba la hechicería y que gozaba del don de la clarividencia. Se ganaron su confianza y entonces grabaron algunos de sus conjuros, pero cuando ella se dio cuenta de lo que habían hecho se sintió muy abatida, porque, según dijo, no sólo le habían robado sus palabras, sino su capacidad de hacer magia con ellas.
     Esta historia, documentada en el excelente estudio de Heather Pringle, "El plan maestro -arqueología fantástica al servicio del régimen nazi-" (Edit. Debate, 2007) encierra una circunstancias que subraya su condición ejemplar: aquellas grabaciones fueron las primeras que se realizaron mediante un sistema que, cuando más tarde se comercializó, constituyó un paso decisivo en la reproducción de archivos sonoros. Fue, ya digo, en el año 1936, el mismo en el que el filósofo alemán Walter Benjamin publicó La obra de arte en la era de su reproducción técnica, donde habla de la pérdida del "aura" que conlleva tal reproducción. Benjamin, que murió tres años más tarde en Port Bou, cuando trataba de huir de los nazis, no llegó a comprobar hasta qué punto el tiempo le daría la razón. La reproducción máxima ha ido de la mano de la máxima banalización, creando así iconos vacíos donde uno pone lo que quiere -por lo general, deseos, prejuicios o ignorancia-. Entre éstos, dos de los más representativos de la segunda mitad del siglo XX son los de Elvis y Cheguevara -sobre cuya misteriosa relación ya he escrito aquí-, que unen en sí mismos la doble naturaleza de producto y de marca.
     En el ámbito de lo personal, nuestra marca sería el nombre propio, este "Ricardo Signes", por ejemplo, que ni siquiera es solo mío, como descubrí en un comentario de mi tocayo americano al artículo titulado Subgénero zombi. Se trata de otra forma de banalización frente a la que aún ofrecemos algo de resistencia. Leí hace tiempo en la "Enciclopedia del lenguaje", de David Crystal, sobre la costumbre de los naturales de un pueblo africano de tener cada individuo un nombre distinto para cada uno de los ámbitos sociales a los que pertenece, y de darlo a conocer solo a los miembros de cada ámbito. No tan lejos, aunque despojado de todo ritual (a excepción del bautismo) estaría nuestro uso de diminutivos familiares, hipocorísticos y apodos.
     Hay un momento en el Kalevala en el que Joukahainen, un mago inexperto lapón desafía al héroe, Väinö, quien le responde antes de hundirlo hasta el cuello en la tundra con sus sortilegio: "Dime, esqueje torcido de brujo, ¿qué conoces tú de las primeras palabras que nombraron las cosas?". Quizás el hecho de poner un nombre a un hijo o el de buscar un apelativo íntimo para la persona amada guarden algo de la magia de aquellas palabras por las que pregunta Väinö.