Snorri Sturlson, J.R.R. Tolkien y C.S Lewis
Setecientos años antes de que JRR Tolkien publicara la primera novela de "El señor de los anillos", Snorri Sturlson escribió "La alucinación de Gylfi", una cosmogonía de la mitología germánica expuesta en forma de diálogo entre Gylfi, un rey sabio que, haciéndose pasar por un anciano viajero, llega a Asgarthr, donde moran los dioses, quienes crean para él la ilusión de un castillo en el que Odín, bajo la apariencia del rey Har, responde a sus preguntas y avala sus propias respuestas con una cita del Völuspá, siguiendo con ironía transgresora un modelo textual heredero de los catecismos.
Snorri cuenta que cuando Loki, molesto por la invulnerabilidad de Baldr, consiguió con sus embustes que Höthr le diera muerte atravesando su cuerpo con una vara de muérdago, Odín supo lo funesta que sería para los dioses esa muerte. Y allí fue la pena y la desolación. Ya ardía sobre el drákar la pira con el cuerpo de Baldr y también el de Nanna, que había muerto de dolor por él, y el del enano Litr, cuando Odín echó al fuego en ofrenda un anillo llamado Draupnir, del cual se desprendían cada novena noche ocho anillos de oro. Así fue como Baldr llegó al reino de los muertos que gobierna Hel, y con él, el anillo, hasta que Hermothr, hijo de Odín y hermano de Baldr, lo recuperó de manos de éste para su primer dueño.

Lewis convirtió dos anillos en los objetos mágicos que servían para ir y volver desde el ático de una vieja casa londinense al país de Narnia. Y Tolkien, ya saben ustedes. Tanto el uno como el otro privilegiaron a esos pájaros con el don del habla.
Reconocer en las novelas de Lewis y de Tolkien unas obras maestras en las que se sustenta buena parte de la literatura fantástica contemporánea resulta hoy casi una obviedad. Lo que quizás no se tan fácil de aceptar es mi sospecha de que siempre hubo un tercer cuervo entre los del conocimiento y la memoria. Su legado era la locura, y de sus estragos en relación al viejo anillo de Odín hablaré en mi próximo artículo.
Ricardo Signes