viernes, 17 de agosto de 2018

Berlín para principiantes

1. El peso de las columnas

 El viajero que llega a Berlín debe estar prevenido de que el diseño de la ciudad responde en gran medida a un complejo y a un deseo orientados ambos a dejar al ciudadano acojonado y con la boca abierta. Es una fisonomía que en su estampa turística más reconocible resulta  desmedida, ciclópea, imperial, de sello neoclásico, llena de ínfulas arquitectónicas, debidas, sobre todo, a Federico el Grande. Digo "complejo" por una comparación con Viena, que, como ciudad imperial, le sacaba una ventaja hiriente en todo; y digo "deseo" como voluntad, desde el siglo XVIII,  de expresar en edificios, plazas y avenidas la grandeza primero  del rey primero y del káiser después. O, lo que venía a ser lo mismo, la grandeza de Prusia primero, y la grandeza del imperio alemán, después. Y, como se sabe, aquella fue una grandeza muy seria. En consecuencia, uno se pasea por Unter den Linden, la gran avenida berlinesa y su eje de abcisas, como quien dice, y se siente sobrecogido por dos sentimientos de naturaleza contradictoria: el impulso de invadir Checoslovaquia o cualquier otro vecino que se ponga a tiro, y el convencimiento de que si uno no fuera tan poca cosa y encima extranjero le detenían seguro. Descartado lo primero por falta de ganas y munición, sigues andando, vas cogiendo confianza y  hasta dejas de marcar el paso de la oca y caminas incluso despacio, con ese punto de satisfacción infantil que dan las cosas prohibidas o clandestinas, porque por mucha gente que veas andando o en bici a tu alrededor, esa es una avenida hecha para desfiles militares victoriosos, y si es en tanque, mejor. Y tú, con zapatillas de loneta y bermudas, que agotaste las prórrogas al servicio militar y luego te hiciste objetor, de marcial solo tienes el recuerdo de la prosa de César en la "Guerra de las Galias". Conque allí vas, feliz, casi, y perplejo, mucho, como un liliputiense, preguntándote por la escala de aquellos que construyeron aquellas columnas, frisos y cúpulas: la catedral, la fachada del Altes Museum, el Museo de Historia de Alemania, la Universidad von Humboldt, la Bebelplatz..., una arquitectura mayestática levantada para súbditos. Quizás por eso los berlineses,reivindicando su condición de ciudadanos y huyendo de esa monumentalidad grandilocuente, han creado espacios amables, sencillos y libres en los patios de vecinos, y los han llenado de cafeterías y terrazas: es el revés de aquella estampa imperial y, seguramente, una imagen mucho más justa de la ciudad como estado de ánimo. 

2. La historia por los suelos

  Más pronto que tarde sorprenden al viajero unas placas de metal que recuerdan en el suelo a víctimas y testimonios de la barbarie nazi. Apenas inicias tu paseo por Unter den Linden, viniendo desde Alexander Platz, tu atención, golpeada por la inmensidad de la cúpula de la catedral protestante y por las imponentes fachadas de aquellos edificios, cuando a la izquierda, el contraste de un enorme espacio vacío entre los suntuosos edificios de la ópera, de la catedral de Santa Eduvigis y de la antigua biblioteca real te absorbe como un embudo. Entonces te ves en la necesidad de pagar el peaje de tu condición de turista con unas cuantas fotografías, pero te falta perspectiva para sacar en el mismo plano la fachada completa de cualquiera de las dos moles. Hasta la plaza se te resiste. Solo alcanzas a sacar vistas que por su naturaleza fragmentaria resultan insatisfactorias, porque lo único que importa allí es el volumen. Más culto no podría ser el emplazamiento, entre una ópera y una antigua biblioteca (ahora universidad), pero desde allí dentro el vértigo del espacio hace sentirse a uno como ante un paredón. Aquellos mármoles, amigos, no le inspiran a uno estudio, sino obediencia. Entretanto, y sin que tu voluntad haya tenido algo que ver en ello, tus pasos te han llevado al centro de la plaza, donde descubres a tus pies aquellas palabras proféticas de Heine sobre la quema de libros y de las personas. Allí mismo, el 10 de mayo de 1933 los nazis levantaron una pira con la literatura, la filosofía y la ciencia.


En las aceras de otras calles, en otros barrios, no lejos de allí, algunos adoquines de bronce encastrados en las piedras son partes del camino que recuerdan la identidad de muchos judíos asesinados. Es una reivindicación del nombre frente al número. Esos adoquines dorados son como hitos en el suelo del bosque urbano; la luz del sol se refleja en ellos y devuelve destellos de memoria: "Aquí vivió Jakob Honig, nacido en 1881. Víctima de la Polenaktion de 1938. Destino desconocido" en una acera de la Rosenthaler Strasse.  "Aquí vivió David Guter, nacido en1871. Deportado el 2 de febrero de 1943. Asesinado en Theresienstadt el 11 de abril de 1943". "Aquí vivió Friedrich Hirsch, nacido en 1915. Fue deportado en 1942 a Auschwitz, donde fue asesinado el 22 de diciembre de 1942". Y junto a este recordatorio, el de su madre y su hermano, los tres en la Gips Strasse número 9. Entonces levantas la cabeza y ves la fachada de esos edificios y piensas que alguna de esas ventanas era la de la habitación de esas personas.
   


Es un gesto motivado por una curiosidad imprecisa, cuyo resultado trasciende el conocimiento visual de esa fachada, porque de pronto esos nombres encerrados en las placas de metal se levantan como gorriones hacia las cornisas de los balcones o a los alféizares de ventanas donde una vez  aquellas personas se asomaron felices; y al hacerlo reclaman en mi imaginación y en mi memoria aquel instante de su vida. Karla Rosenthal, Gisela Niegho y la familia Schwarz en la Neue Schonhauser Strasse; la familia Salinger en la Rosenthaler Strasse; la familia Marcuse, en la Gips Strasse; Jakob y Felli Bergoffen, en la Sophien Strasse; la familia Kramer, en la August Strasse 27... Y tantos otros, especialmente en esas calles del Mitte, cerca de la Sinagoga Nueva, un edificio de mediados del siglo XIX  de imprecisas influencias orientales (y parte de esa imprecisión estriba en que su orientalidad está inspirada en gran medida en la Alhambra de Granada). En su tiempo fue la mayor y más lujosa sinagoga de Alemania, pero víctima de asaltos y de un incendio perpetrados por los nazis la "noche de los cristales rotos", de las bombas de los aliados en la guerra y de la política urbanística de la RDA, hoy apenas es un vestigio cuya restauración parcial armoniza la ruina con la memoria. Queda su cúpula dorada. En la guerra los nazis obligaron a ocultar su brillo con una gruesa capa de pintura negra dentro de las medidas generales de oscurecimiento y ocultación en previsión de ataques de la aviación enemiga. Pero en el cielo de Berlín su brillo es hoy una referencia, como lo es el brillo de las placas en sus calles.  

3. Cicatrices de hormigón


Un poco más hacia el norte, saliendo ya de la parte más turística del mapa, Berlín descubre otra fisonomía más de barrio, sin prosopopeya arquitectónica alguna. Hay bares, cafeterías, restaurantes baratos de comida turca o vietnamita, comercios, academias de idiomas, tiendas de alquiler de bicicletas, terrazas, galerías de arte, librerías, supermercados, gente tumbada a la bartola en los jardines... Pero sigues un poco más y parece que esa vida se va apagando. Los edificios son más uniformes, las calles más tranquilas, hay menos tráfico. Se diría que uno ha cruzado una frontera borrosa en la ciudad, y sin transición pasas del bullicio a un silencio de domingo por la tarde. Caminas un poco más y llegas a una ancha avenida, la Bernauer Strasse, donde te asalta esa vaga sensación de las cosas que terminan. Allí la metáfora del telón de acero se convertía en un muro de hormigón armado. Su trazado era el de esa misma calle. Una placa metálica en el suelo lo recuerda; luego una serie de listones metálicos clavados en la acera, y un poco más allá, hacia el oeste, el mismo muro, una torre de vigilancia, un jardincillo, que antes fue cementerio y luego, desafectado y convertido en lo que las autoridades de la RDA llamaron "franja de intervención" o "franja de control": la zona anexa al muro donde la presencia de cualquier persona no autorizada podía implicar su muerte a manos de los vigilantes.    

Hay otras partes de la ciudad donde se conservan paños del muro: en la Niederkichnerstrasse, frente a lo que hoy es la exposición de la Topografía del Terror, situada sobre el solar donde se levantaba el siniestro edificio del cuartel general de la Gestapo. Y el más conocido, el de la Mühlenstrasse, junto al río Spree, hacia el este, cerca del puente Oberbraum. Son 1.3 kilómetros de muro convertidos en galería de arte (bastaría comparar las imágenes de un lado con el gris sucio del otro para que uno decidiera de qué lado del muro le hubiera gustado vivir). Ahí brilla el cuadro de Dimitri Vrubel, "El beso de la muerte", recuerdo satírico de aquel famoso morreo entre Breznev y Honecker de 1979, que concita la peregrinación de los turistas en busca de la foto. 
La consecuencia de la conversión de la metáfora del telón en piedra es que uno puede hacerse una foto junto a ella y, por muy poco dinero, puede llevarse unos gramos de historia a casa. En todas las tiendas de recuerdos venden postales de imágenes del muro con una capsulita de plástico que contiene una porción ínfima de cascote original. En algunas incluso los venden a peso, a tanto el gramo, y hay cascotes que llegan a valer 20.000 euros.
Pero a pesar del esplendor icónico de muchas de las imágenes que adornan el muro en Mühlenstrasse, el tramo de la Bernauer Strasse refleja mucho mejor la herida que supuso la separación de la ciudad. Junto al jardín, siguiendo ahora hacia el este, se mantiene el espacio trágico de la "franja de control", pero no a costa del cementerio y de la iglesia, sino de fincas de vecinos que fueron derrocadas para ganar esa tierra de nadie donde se disparaba al fugitivo. De nuevo la historia sale al paso del viajero: unas placas redondas que indican lacónicamente el lugar y fecha por donde huyó tal persona, tal familia o marcan el trazado de un túnel. Pero si el viajero levanta la vista, ya no se encuentra ventanas. Aquellas que daban al muro fueron cubiertas con alambre de espinos, luego fueron cegadas con ladrillos, y finalmente fueron derruidos los edificios que las albergaban. En consecuencia, la vista alcanza a los otros edificios, cuyas paredes medianeras quedaron al descubierto, pintadas ahora con imágenes que homenajean a los primeros berlineses que huyeron.     




 4. El cielo sobre Berlín
Si un ángel triste quisiera jubilarse de la eternidad y bajar a vivir como hombre en las calles de Berlín, tendría muchas alturas desde donde hacerlo. La más ostentosa sería la Torre de Comunicaciones, que con sus 368 metros no es solo el edificio más alto de la ciudad, sino uno de los más feos. Además tendría el inconveniente de que no podría pasar inadvertido, porque siempre hay gente a cualquier hora por la Alexander Platz. Luego estarían los rascacielos de la Postdamer Platz, pero son demasiado modernos y teñirían de financiero una hazaña tan romántica. Una alternativa son las cúpulas, entre las que destacan la de la catedral protestante, la de la sinagoga nueva y la de cristal que hizo Foster para el Bundestag. Por emplazamiento me quedaría con la catedral, y por vistas, con la de Foster. En ella habita Sísifo en forma de limpiador de cristales, a turnos de ocho horas -espero-, con quien podría echarse un pitillo y su poco de charla sobre el tiempo. Y luego, una vez en tierra, se tiene el Tiergarten a mano, por donde siempre es apetecible pasear, y si aún no se dispone de alojamiento, oye, un banco al resguardo de un roble frondoso puede valer. Otra alternativa muy interesante es la antigua estación de rádar del ejército estadounidense en el Teufelsberg (la montaña del diablo), que despierta, además, connotaciones muy sustanciosas. Sin embargo, cuando en 1987 Wim Wenders tuvo que elegir emplazamiento para su ángel cesante en "El cielo sobre Berlín" se inclinó por la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche (iglesia en recuerdo del emperador Guillermo), una especie de tarta nupcial construida a finales del siglo XIX en estilo neorrománico y de escaso valor arquitectónico cuya presencia como ruina es mucho mejor que el merengue original. De hecho los mismos vecinos, años antes de la guerra, ya abogaron por demolerla, pero entonces el recuerdo del Káiser aún pesaba algo en la política municipal. Queda ahora esa ruina, convertida en símbolo e icono (o, si se prefiere, en marca), por tanto ya mucho más valiosa por lo que representa -denuncia de la guerra, imagen de la ciudad- que por lo que es.       




5. Otros muros y otros cielos
Llego a Berlín en busca de un Berlín que ya no existe, en un ejercicio de documentación para una novela gráfica que escribo desde hace años. Ando por sus calles tras las huellas de un detective de la Kripo (la policía criminal) represaliado por un asunto relacionado con la arianización de bienes del pueblo (es decir, con el robo de posesiones de los judíos). Aquello fue en enero de 1940, un invierno durísimo que dejó en las calles pilas de nieve de más de un metro de altura. Ahora apenas ya nieva aquí. Llevo un par de mapas en mi mochila, uno actual, y otro del Berlín de la guerra en cuyo reverso hay otro del de la RDA. Me siento yo mismo como un detective o como un arqueólogo, solo que los estratos están todos al mismo nivel. Cumplo con la visita a los puntos de rigor marcados en el primero, busco unos y dejo que otros me encuentren. Recorro la Wilhelmstrasse, por ejemplo, la última gran avenida perpendicular hacia el sur de Unter den Linden y la mayor concentración de edificios oficiales durante la época del nazismo. Allí estaba el Palacio Presidencial, el Ministerio de Agricultura y Alimentación, el de Asuntos Exteriores, la cancillería del Reich, el Ministerio de Propaganda, la Cancillería de Hitler, el Ministerio de Aviación, el cuartel general de las SS... Y de todo aquello apenas queda nada. Uno se pasea por allí y parece un barrio nuevo de las afueras de cualquier ciudad. De hecho, la mayor parte de sus edificios están hechos con bloques prefabricados. Entre ellos llama la atención una enorme construcción de tipo administrativo, líneas rectas, corte sobrio y fachada de losas de mármol. Es el Ministerio Federal de Finanzas, que antes fue "la Casa de los Ministerios" en la RDA, y en los bajos de cuyo extremo oriental luce un mural cerámico que representa el paraíso comunista.

       
Y un detalle de tanta felicidad:


Ese fue uno de los pocos edificios que en esa zona de Berlín quedó indemne tras la guerra. Fue construido a instancias de Göring, y albergó el Ministerio de Aviación. Antes del mural de la arcadia socialista lucía este relieve marcial:





Con todo, la imagen más llamativa de la Wilhelmstrasse nos la ofrece otro relieve y otro perfil:  




Es el monumento en homenaje a Georg Elser, el autor del atentado que a punto estuvo de costarle la vida a Hitler en una cervecería de Múnich el 8 de noviembre de 1939. Su perfil se recorta en el cielo de Berlín, con el globo publicitario de Die Welt al fondo como testigo. Entonces sigo la dirección de su mirada y me encuentro con este edificio anodino:



Es uno de esos que digo, construido en los años de la RDA a base de bloques prefabricados. No hay en él nada ostentoso ni llamativo. De hecho casi todos los de la zona son así. Entonces, ¿por qué mira Elser hacia ahí? Precisamente porque en el solar que hoy ocupa se levantaba la Cancillería de Hitler, su residencia desde que empezó la guerra. Las bombas la dejaron arrasada; luego, durante años, quedó el espacio abandonado, hasta que finalmente se construyeron esas fincas. De alguna manera esto constituía un caso más de "damnatio memoriae" arquitectónico, es decir, un intento de borrar las huellas de un pasado incómodo y vergonzante. Pero la mirada de Elser, como aquellas placas de metal en las calles, devuelven la memoria como un acto de justicia poética.    





12 comentarios:

  1. Tras la lectura de tan elaborado, acertado y yo diria en claro paralelismo con la grandeza arquitectónica a la que te refieres, que glorioso artículo, uno medita seriamente que puede decir que pueda estar en consonancia con el lustre del mismo...y la verdad que no puede decir nada que se le aproxime, así que tirare de sencillez y con mi habitual prosa te diré que me alegro que hayas ido, que te hayas ambientado para lo que tu ya sabes y que yo no diré aquí pero que espero que otros descubran en breve, que me ha gustado como nos lo cuentas y que espero yo también, antes de pasar a forma parte de la perenne inexistencia, poder visitar ese lugar , algún día.

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  2. La arquitectura de Berlín es una metáfora de la cultura germánica. La literatura y la filosofías alemanas, como esos edificios de Berlín, pecan de grandilocuencia. Quieren anonadarte con palabras tan grandes que te dejen sin habla y que de un golpe abarquen el universo. Borges se equivocaba, el universo no cristaliza en el aleph. El mundo entero cabe en una palabra alemana. Eso se ve claramente en los filósofos idealistas, que quieren compendiar el cosmos entero en trabalenguas larguísimos e impronunciables (excepto para los catedráticos alemanes), algo tan profundo como Estar-ahí-en-calzoncillos-tomando-el-sol frente a otro no menos profundo como estar-ahí-en-pelotas-to-man-do-el-sol, conceptos que apabullan y aterrorizan al lego. En algunas obras alemanas, los verdaderas protagonistas no son Hermann ni Dorotea, sino palabras con mayúsculas: El Amor, la Amistad, la Justicia, la Paz. Son términos que aburren y aplastan por su pesadez, como las piedras de los edificios de la capital prusiana. Nietzsche decía que los conceptos eran metáforas gastadas. En el caso alemán, yo diría, más bien, piedras gastadas y arrojadizas contra los díscolos. Kieerkegaard añadía, a propósito de Hegel, que su sistema era un palacio gigantesco, como las moles de Berlín (1), en el que era imposible vivir. No sé si esto es profundidad alemana. A veces, cuando olvidas los cañones del Kaiser, llegas a pensar que detrás de tanta grandilocuencia y hondura no hay nada, solo palabras huecas. Alguien menos civilizado las calificaría simplemente de sandeces, pronunciadas, eso sí, con gran prosopopeya y muchos aspavientos en un paisaje tormentoso.

    (1) La comparación “como las moles de Berlín” es mía, no de Kierkegaard.

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    1. No sé, Huguet, si de la cultura germánica o de la prusiana, lo cierto es que con palabras o piedras apabullan con profundidad y contundencia.Por eso, quizás, igual que esos patios interiores que digo, las novelitas de vaqueros de Karl May representan la otra cara necesaria de esa Kultur.

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  3. Estoy escandalizada ante las fotos sexistas que muestra usted en el blog. En concreto, la del paraíso socialista ¡Parece mentira que fueran progresistas! La imagen es un claro ejemplo del heteropatriarcado. Este paraíso no es socialista sino machista. Dos hombres, a falta de uno, miran libidinosamente a una mujer. Y, a lo que parece, le hacen objeto de acoso. La mujer es sometida a: 1) Acoso verbal o piropos (no me quiero ni imaginar palabras tan vergonzosas, menos mal que son en alemán y no entiendo ni jota). 2) Acoso visual: los dos actúan como búhos y se comen a la pobre víctima femenina como buitres (la boca se les hace agua).
    Es además una imagen icónica del heteropatriarcado. El hombre ocupa el centro de poder. Los dos machos montan en el tractor mientras la mujer, que va a pie, queda relegada a simple jornalera. ¿Acaso consideran que es incapaz de conducir un tractor, porque hacerlo conlleva conocimientos exclusivos de los hombres?
    Por último, la imagen es una muestra de la explotación femenina. ¿Por qué van dos hombres cómodamente en un tractor, mientras la mujer tiene que dar el callo en el campo?
    Tengo una idea que explicaría lo de los dos conductores: uno de ellos es un liberado sindical. No de otra manera me entra en la cabeza que se necesiten dos hombres para llevar una máquina. O quizás es una forma de destacar que una jornalera a pie es capaz de hacer el trabajo de dos hombres en un tractor.
    Algún reaccionario añadiría que es una muestra del fracaso de bloque socialista. Dos hombres para conducir un tractor en vez de uno; y ambos campesinos, como la mujer, se dedican como en las novelas pastoriles a cantar las excelencias del campo, en vez trabajar para cumplir con los objetivos del plan quinquenal.
    PD. Una amiga me dice al oído que la imagen que nos muestra usted es falsa. Que los rostros iluminados y los colorines de cromo del cuadro demuestran que es una falsificación que una secta religiosa introdujo en el conjunto del mural para desacreditar los logros de la revolución. En la verdadera aparecen dos mujeres en el tractor y el hombre, que va a pie, no mira a las mujeres, sino el horizonte del paraíso socialista.

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    1. Reconozco, querida amiga, que su perspicacia me ha dejado tan preocupado por mi ceguera, que me he atormentado unos días sobre mi responsabilidad heteropatriarcal. Por suerte, este verano he ido a parar al volumen 9 de las obras completas de Robert Crumb, en cuya contraportada leo textualmente: "Angelfood McSpade es una negra del género idiota con los muslos mejor tonificados del planeta, una montaña rusa con la libido en flor y el cerebro de una ameba". Y no es un personaje secundario, sino toda una protagonista parida en los mismos años en los que los artistas de la RDA creaban el mural del paraíso socialista. Como ve, hay mucho que purgar antes de mi insignificante artículo.

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  4. Conozco al señor Signes y sí, creo que no es consciente del toque patriarcal que tienen muchos de sus escritos, de sus fotografías e incluso de su peinado. Por lo demás me parece una magnífica crónica de viajes, conviene leerla con detenimiento o, en su caso releerla. Berlín me impactó hace ya lustros, cuando la visité. Mi anfitriona me dijo algo muy interesante: Berlín es una ciudad muy poco alemana, al contrario que Munich o Hamburgo. Curiosamente, esa manera de salir de la normalidad alemana es lo que la hace más alemana que ninguna otra.

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  5. Cuidado con lo que dices, Montes, que esos adjetivos los carga el diablo... o la diablesa, perdón; y por bobadas así la gente llama a sus padrinos y organiza una gorda o gordo, o ambas, aquí como en Berlín, que no sé si será más o menos alemana que otras ciudades, pero lo que sí que es, seguro, es la más prusiana en su arquitectura y la que menos quiere serlo en su ciudadanía.

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  6. Otra paradójica curiosidad, Signes. Lo que más me gustó de tu prusiana ciudad fue un cementerio... y, ya ves, era un viejo y fascinante cementerio noruego.

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  7. Berlín es, sobre todo, una ciudad de museos. Los hay por todos los sitios y de todas las épocas. Los cementerios son una variante, solo que todavía son gratis para los visitantes y aún no han puesto menús, pero no creo que eso tarde mucho. Yo visité un par de cementerios y me eché una siestecilla en uno de ellos. En ese noruego que dices dentro de poco venderán bocadillos de salmón y novelas policiacas, ya lo verás.

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  8. Jamás me he echado una siesta en un cementerio, eso te lo envidio. Eso sí, dejé un cigarrillo rubio sobre la tumba de Jim Morrison en París, cementerio Pere Lechaise, of course.

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    1. Yo en cambio te envidio las siestas que te echas en la sala de profesores. Antes había una mantita de cuadros por allí. Cigarrillo, dices... Eres un mitómano, Montesinos; un mitómano un poco cutre, pero mitómano al fin.

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