Inicio con este artículo una nueva serie dedicada al boxeo que he titulado crónicas boxeísticas
Dedico este artículo a David Montesinos, que hace poco peleó con la muerte y ganó
Estuve el sábado en una velada de boxeo en Sedaví. Nada más llegar me encuentro al Piña, a Javi, al Chulito y a su hermano, y me siento con ellos. Al poco vemos a Jandro, a Lautaro y a Sento -tres de los grandes del boxeo en Valencia- con quienes intercambiamos saludos y bromas. Hay un buen ambiente de boxeo allí. El gremio de los guantazos reúne a gente tan variopinta, que a veces uno duda si el espectáculo está sobre el ring o en sus aledaños. Quizás en otra ocasión me detenga a contar historias de la periferia del boxeo, pero hoy no. A lo que vengo es al combate de la noche -aunque la sorpresa estuvo en el inmediatamente anterior, en el de los teloneros, del que hablaré otro día-. Se enfrentaban dos superligeros de mucha categoría, el madrileño Juan José León Álvarez y Johan Orozco, colombiano afincado en Valencia. Diestro el primero, zurdo Johan. Cada uno fiel a una concepción diferente del boxeo. Johan es un boxeador finísimo, dotado de una cintura de bailarín y de una diestra de esgrimista con la que oculta los embates de una zurda más precisa que contundente. Frente a él, Álvarez, un boxeador rocoso, de mucho músculo, que apostó con insistencia por su pegada de acuerdo con un guion en el que estaba escrito que debía acorralar a Johan entre las cuerdas para exhibir ahí su variedad de golpes. Pero la potencia intimidatoria de sus crochés y sus ganchos se estrellaba en los brazos y en los guantes del colombiano cuando no eran sorteados elegantemente mediante esquivas. El madrileño recortaba el ring trazando paralelas y perpendiculares al paso de Orozco para encerrarlo en la esquina; a veces lo consigue y ahí propone un intercambio que en teoría le beneficia. Su boxeo es sólido, directo y, por tanto, previsible. No rompe nunca la línea. Su rostro y su cuerpo están siempre donde su rival sabe que los va a encontrar. Y Johan lo aprovecha. Al recorte de espacios responde inventándose pasillos, casi siempre diagonales que convierte en vías de fuga. Es una estrategia que domina y de la que no abusa, porque sabe que la repetición puede hacerle vulnerable, por eso echa mano de repertorio en sus respuesta, y tan pronto acepta el intercambio en la corta como mantiene la distancia, bloquea, finta, lanza el uno-dos con cambio de altura en el dos y se marcha con pasito atrás o con pivote. Y Álvarez otra vez vuelta a empezar. Pero cada segundo golpea como un jab en la guardia de los púgiles, y la acumulación empieza a pesar, sobre todo en el madrileño, porque cada intento de encerrar a su rival disminuye su confianza y aumenta la del otro. La entrega y el deseo de victoria son los mismos, pero sus velocidades distintas. Uno, desde el centro del ring, lanza sus ataques con paso militar. El otro se desliza por la lona dejando las cuerdas a sus espaldas. Es la artillería contra la caballería, el ataque frontal contra la maniobra envolvente. Así hasta el sexto asalto. A partir de ahí se alteran las proporciones de ímpetu y de talento. Los ataques de Álvarez son cada vez más lentos, más previsibles. Arrecian entonces los contraataques de Johan. Los espectadores se levantan y corean su nombre. Se ha hecho el dueño del ring. Su izquierda percute en el rostro y en el costado del madrileño, que aguanta bien el castigo. Es un boxeador muy bravo y no le teme al KO, pero ve cómo el recital de su oponente va sumando en las tarjetas de los jueces. Sus ataques se dilatan, le falta aire, las piernas le pesan, pero su propuesta es la misma: ataque sobre la línea e intercambio de golpes..., pero menos. Se dosifica porque no tiene fuerzas para más, coge aliento, carga la diestra y espera un error de su rival que no llega. Sus rectos y sus crochés mueren antes de salir. Ese golpe de suerte se queda esperando.
Johan ha vencido. En su horizonte más inmediato está el campeonato de España de los superligeros. Los que le hemos visto boxear sabemos que es muy capaz de eso y de más.
Hola, querido Ricardo, y a esta alturas, ya viejo amigo y compañero. Solo puedo agradecerte tu generosidad, expresada con tanta gentileza en la dedicatoria a esta crónica tan hermosa y apasionada. Soy menos experto que tú en el noble arte, aunque no me considero ajeno. Siendo muy crío, vi una peli sobre la rivalidad entre Joe Louis y Max Schmelling. En pleno 1938, la batalla entre un supuesto representante de la raza aria y un negro norteamericano se instrumentalizó políticamente por el Reichstag tanto como por la Casa Blanca... Todo con la posibilidad de una nueva y apocalíptica guerra mundial en el horizonte. Ganó el norteamericano y Schmelling fue repudiado por el Régimen de Hitler, a pesar de que antes de boxear con Louis lo presentaban como su gran adalid. Schmelling despreciaba en realidad a aquellos miserables pitbulls del Partido Nazi. Nunca se separó de su manager judío y salvó con gran peligro propio a algunos perseguidos. Además, fue amigo de Louis hasta el final y, hallándose este ya en la miseria, le ayudó en sus últimos momentos. Ya que pones una canción, me viene a la memoria la de Huracán Carter, dedicada por Bob Dylan a un gran boxeador de los sesenta al que un jurado racista destruyó enviándolo a prisión durante años por un crimen que no había cometido. Su verdadero delito era ser un boxeador negro. ç
ResponderEliminarGracias por tu amistad, todo mi afecto.
Tú sabes muy bien que ese afecto y gratitud son recíprocos, David. No solo nos unen Tintín, Jack London, el Valencia CF y el boxeo (Schmelling es uno de mis dos boxeadores alemanes favoritos. El otro es Rukeli), sino tantos años juntos en primera línea de fuego contra la ignorancia. Amigo mío, cada vez nos vamos pareciendo más a Rutger Hauer en la escena final de Blade Runner.
EliminarUn fuerte abrazo.