"El ángel de la muerte", de Evelyn de Morgan |
Una noche de principios de
febrero de 2009 nos reunimos un fontanero, un antropólogo, un profesor
de instituto –servidor- y un ingeniero industrial, que ejercía de
anfitrión y que fue quien nos convocó para escuchar la grabación de un
programa de radio de la RCN colombiana en el que una persona relataba su
experiencia post mortem en territorio de los indios ticuna, junto al
río Coturé, en la amazonía colombiana.
El redivivo era un ingeniero de
una empresa petrolífera que durante una cacería había sufrido un
accidente cuando uno de aquellos indios, acaso corto de vista o largo de
chicha, confundiéndole con un perezoso le lanzó un dardo impregnado en
curare. El hombre cayó como una pera del olmo al que se había encaramado
y en vez de morirse como Dios manda entró en un estado de catalepsia
del que se recuperó al cabo de dos meses. Extrañamente los ticuna no lo
enterraron, sino que lo cubrieron con hojarasca, y allí, en la humedad
de su lecho, ni los hongos, ni los insectos, ni las serpientes, los
pájaros ni los jaguares se ocuparon de él. De haber sido haitiano, negro
y pobre hubiera explicado el suyo como un caso de subcontrata temporal
zombi a cuenta de algún hechicero vudú de la zona, pero como era
colombiano, ingeniero, blanco y culto, el relato de su experiencia fue
una serie de imágenes ya conocidas del tránsito al trasmundo y un
tratado de escatología new age. Por aquella leve región de la conciencia
de un cerebro a bajas revoluciones encerrado en un cuerpo casi muerto
pululaban al final del túnel unos seres brillantes envueltos en túnicas
blancas, los ángeles de la muerte, quienes en aquel momento impartían un
cursillo de espiritualidad.
Al escuchar aquello me sentí
desfallecer y tuve que echar mano del orujo para recobrar el ánimo. Lo
de que haya vida después de la muerte no me parece mal del todo; pero
más cursillos..., eso es una crueldad innecesaria.
En el currículum de aquel
figuraban, entre otros, los siguientes temas: la constitución del alma,
el “cordón de plata” (vínculo entre aquella y el cuerpo), la zona
fantasmal, los chacras, la teletransportación, el juicio vivencial, la
tercera, cuarta y quinta dimensión y, por último, la reencarnación.
Dos meses dedicado por entero a
esos asuntos, sin que uno no tenga que entretenerse en comer, beber ni
otros menesteres afines dan para mucho, y no seré yo quien cuestione el
aprovechamiento que de ello hizo el ingeniero. Es más, dado su ojo
clínico y gracias a la enseñanza personalizada que se estila en el más
allá, el hombre regresó con el conocimiento exacto de la composición del
alma: 84 átomos de kriptón.
No tengo apenas dudas acerca de
la veracidad de esta historia, tan solo la ordenación cronológica de un
hecho me inquieta: ¿el discurso espiritualista fue una consecuencia del
dardo que le lanzó el indio o fue la causa? A mí me parece más lógico lo
segundo, pero en ambos casos resulta evidente lo extraordinario del
tóxico.
En el año 1791 el jesuita padre José Gumilla publicó una edición corregida e ilustrada de su “Historia
natural, civil y geográfica de las regiones situadas en las riberas del
río Orinoco” –una copia de la cual tengo ahora sobre mi mesa-, en cuyo
capítulo XII, bajo el epígrafe “Del mortal veneno llamado curare: raro
modo de fabricarle y de su instantánea actividad”, leemos: “Entre el
cieno corrupto, sobre el que descansan aquellas aguas pestíferas, nace y
crece la raíz del curare, parto legítimo de todo aquel conjunto de
inmundicias: sacan los indios caverres estas raíces, cuyo color es
pardo, y después de lavadas y hechas pedazos, las machacan y ponen en
ollas grandes, a fuego lento: buscan para esta faena la vieja más inútil
del pueblo, y cuando esta cae muerta a violencia del vaho de las ollas,
como regularmente acontece, luego substituyen otra del mismo calibre,
en su lugar, sin que ellas repugnen este empleo, ni el vecindario, o la
parentela lo lleve a mal; pues saben que este es el paradero de las
viejas. Así como se va entibiando el agua, va la pobre anciana amasando
su muerte”. Continúa Gumilla extendiéndose con las propiedades
mortíferas del curare, tan inapelables, que una vez infeccionada la
sangre, siquiera por un rasguño, ni bestia ni hombre alcanzan apenas a
expresar la sorpresa por la herida, porque en un tris la sangre se
enfría, el corazón se para y adiós. Ni en este libro ni en otros he
encontrado que el curare suscitara un estancamiento sensorial externo
compensado con la apertura de un canal perceptivo al otro lado –síntomas
que me parecen más bien propios de otras sustancias vegetales como el
peyote, la ayahuasca, la brugmansia o la amanita muscaria, todas ellas
englobadas en los últimos años bajo la denominación de “enteógenos”, un
neologismo cuyo significado etimológico es “que crea a un dios en su
interior”. Si fuera, pues, un enteógeno, en vez de curare, lo que
hubiera alterado el estado del ingeniero, cabría pensar entonces que el
árbol, el indio del dardo, el dardo y la herida estaban en el mismo
plano sensorial que los ángeles docentes y que los 84 átomos de kriptón,
es decir, en su relato alucinado, y, de paso, confirmaría que esas
experiencias de contacto con Dios o con sus subordinados son tan
intensas y trascendentes para quien las vive como insulsas para quien
las escucha. A no ser, claro, que quien las cuente se llame Santa Teresa
de Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario