miércoles, 9 de mayo de 2018

El curare y 84 átomos de kriptón



      
"El ángel de la muerte", de Evelyn de Morgan
 Una noche de principios de febrero de 2009 nos reunimos un fontanero, un antropólogo, un profesor de instituto –servidor- y un ingeniero industrial, que ejercía de anfitrión y que fue quien nos convocó para escuchar la grabación de un programa de radio de la RCN colombiana en el que una persona relataba su experiencia post mortem en territorio de los indios ticuna, junto al río Coturé, en la amazonía colombiana.
       El redivivo era un ingeniero de una empresa petrolífera que durante una cacería había sufrido un accidente cuando uno de aquellos indios, acaso corto de vista o largo de chicha, confundiéndole con un perezoso le lanzó un dardo impregnado en curare. El hombre cayó como una pera del olmo al que se había encaramado y en vez de morirse como Dios manda entró en un estado de catalepsia del que se recuperó al cabo de dos meses. Extrañamente los ticuna no lo enterraron, sino que lo cubrieron con hojarasca, y allí, en la humedad de su lecho, ni los hongos, ni los insectos, ni las serpientes, los pájaros ni los jaguares se ocuparon de él. De haber sido haitiano, negro y pobre hubiera explicado el suyo como un caso de subcontrata temporal zombi a cuenta de algún hechicero vudú de la zona, pero como era colombiano, ingeniero, blanco y culto, el relato de su experiencia fue una serie de imágenes ya conocidas del tránsito al trasmundo y un tratado de escatología new age. Por aquella leve región de la conciencia de un cerebro a bajas revoluciones encerrado en un cuerpo casi muerto pululaban al final del túnel unos seres brillantes envueltos en túnicas blancas, los ángeles de la muerte, quienes en aquel momento impartían un cursillo de espiritualidad.
       Al escuchar aquello me sentí desfallecer y tuve que echar mano del orujo para recobrar el ánimo. Lo de que haya vida después de la muerte no me parece mal del todo; pero más cursillos..., eso es una crueldad innecesaria.
       En el currículum de aquel figuraban, entre otros, los siguientes temas: la constitución del alma, el “cordón de plata” (vínculo entre aquella y el cuerpo), la zona fantasmal, los chacras, la teletransportación, el juicio vivencial, la tercera, cuarta y quinta dimensión y, por último, la reencarnación.
       Dos meses dedicado por entero a esos asuntos, sin que uno no tenga que entretenerse en comer, beber ni otros menesteres afines dan para mucho, y no seré yo quien cuestione el aprovechamiento que de ello hizo el ingeniero. Es más, dado su ojo clínico y gracias a la enseñanza personalizada que se estila en el más allá, el hombre regresó con el conocimiento exacto de la composición del alma: 84 átomos de kriptón.
       No tengo apenas dudas acerca de la veracidad de esta historia, tan solo la ordenación cronológica de un hecho me inquieta: ¿el discurso espiritualista fue una consecuencia del dardo que le lanzó el indio o fue la causa? A mí me parece más lógico lo segundo, pero en ambos casos resulta evidente lo extraordinario del tóxico.
 
     En el año 1791 el jesuita padre José Gumilla publicó una edición corregida e ilustrada de su “Historia natural, civil y geográfica de las regiones situadas en las riberas del río Orinoco” –una copia de la cual tengo ahora sobre mi mesa-, en cuyo capítulo XII, bajo el epígrafe “Del mortal veneno llamado curare: raro modo de fabricarle y de su instantánea actividad”, leemos: “Entre el cieno corrupto, sobre el que descansan aquellas aguas pestíferas, nace y crece la raíz del curare, parto legítimo de todo aquel conjunto de inmundicias: sacan los indios caverres estas raíces, cuyo color es pardo, y después de lavadas y hechas pedazos, las machacan y ponen en ollas grandes, a fuego lento: buscan para esta faena la vieja más inútil del pueblo, y cuando esta cae muerta a violencia del vaho de las ollas, como regularmente acontece, luego substituyen otra del mismo calibre, en su lugar, sin que ellas repugnen este empleo, ni el vecindario, o la parentela lo lleve a mal; pues saben que este es el paradero de las viejas. Así como se va entibiando el agua, va la pobre anciana amasando su muerte”. Continúa Gumilla extendiéndose con las propiedades mortíferas del curare, tan inapelables, que una vez infeccionada la sangre, siquiera por un rasguño, ni bestia ni hombre alcanzan apenas a expresar la sorpresa por la herida, porque en un tris la sangre se enfría, el corazón se para y adiós. Ni en este libro ni en otros he encontrado que el curare suscitara un estancamiento sensorial externo compensado con la apertura de un canal perceptivo al otro lado –síntomas que me parecen más bien propios de otras sustancias vegetales como el peyote, la ayahuasca, la brugmansia o la amanita muscaria, todas ellas englobadas en los últimos años bajo la denominación de “enteógenos”, un neologismo cuyo significado etimológico es “que crea a un dios en su interior”. Si fuera, pues, un enteógeno, en vez de curare, lo que hubiera alterado el estado del ingeniero, cabría pensar entonces que el árbol, el indio del dardo, el dardo y la herida estaban en el mismo plano sensorial que los ángeles docentes y que los 84 átomos de kriptón, es decir, en su relato alucinado, y, de paso, confirmaría que esas experiencias de contacto con Dios o con sus subordinados son tan intensas y trascendentes para quien las vive como insulsas para quien las escucha. A no ser, claro, que quien las cuente se llame Santa Teresa de Jesús.

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