Hace ya algunos años que en mi horizonte académico vislumbro una antología de textos épicos medievales europeos. Será el final de una cartografía épica que voy trazando a salto de mata en los ratos que mi labor docente me permite, que no son muchos ni muy extensos, de lo complicado que se nos está poniendo el trabajo por todos los lados, que ya las historias biográficas de los profesores corren entre lo patético y lo heroico, especialmente las mías, insufladas de un ardor guerrero atizado tanto por la lectura de sagas, cantares de gesta y epopeyas, como por mis propias hazañas y derrotas en las aulas. Es un propósito este que se va concretando sin prisa, siguiendo las huellas de los héroes, los grandes ciclos, el paso de la oralidad al texto escrito, la relación entre la epopeya y la historia, el papel del honor y la venganza, la formación del mito... Es un camino largo, lleno de recovecos y sorpresas, en el que me demoro y me pierdo y que casi nunca puedo transitar en línea recta, porque a cada vuelta de la página te encuentras una sorpresa que te lleva de nuevo hacia atrás, al mismo libro o a otro en un divagar, a veces delirante, que con frecuencia hace que recale en uno de los mayores tesoros literarios que he disfrutado en los últimos años, la Saga de Teodorico de Verona, una obra anónima del siglo XIII, traducida del nórdico antiguo por el profesor Mariano González Campo -a quien desde aquí tributo mi agradecimiento y admiración-, que es la primera traducción completa de esta saga de su idioma original.
Desde hace algunos años se ha ido cubriendo la carencia en nuestras bibliotecas de estudios y traducciones sobre la literatura medieval nórdica y anglogermánica. Editoriales como Miraguano, Tilde, La Esfera de los Libros, las Universidades de Santiago de Compostela, Murcia y Salamanca; y profesores como Victor Millet, Mariano González Campo, Mª Pilar Fernández Álvarez, Teodoro Manrique Antón y Santiago Ibáñez Lluch, entre otros, han colaborado en un magnífico impulso que ha actualizado la lectura y el estudio de esa literatura. Desde los trabajos ya clásicos de Menéndez Pidal, von Richthofen y Borges, no se había empuñado con tanto vigor la pluma para hablar de aquellas espadas forjadas por enanos y blandidas por héroes. Y ello tanto por vía del ensayo, de prólogos, como -de lo que es aún más importante- de traducciones que claman y reclaman un poco de justicia poética -de la que a menudo adolecen los premios literarios de postín- para alzarse con el Nacional de Traducción, que tanto se honraría a sí mismo como al premiado. A esta Saga de Teodorico de Verona, traducida por Mariano González Campo, pongamos por caso, sobre el histórico rey ostrogodo de la segunda mitad del siglo V y primer cuarto del VI, presentado en medio de anacronismos y fantasías narrativas como ejemplo máximo de heroicidad caballeresca a la altura del Carlomagno de las gestas épicas o del rey Arturo, a quienes se vincula tanto por sus virtudes como por el hecho de reunir en torno a él una hermandad de caballeros, héroes protagonistas de diferentes leyendas que se se entrelazan en esta saga formando un vivísimo relato que es también una compilación de las principales tramas de la literatura heroica germánica medieval. Ahí cabalgan los Sigfrido, Walterio, Hildibrandr, Atila, Ilias Muromets -el héroe de las bilinas rusas-, los burgundios, Brunilda, el traidor Sifka, el caballo Falka, la bruja Ostasia, el enano Alfrekr, el gigante Velent, los feroces "bersekr", los trols, los "kolbitr", dragones..., pero también los juglares y trovadores, que aparecen siempre bien valorados y recompensados por sus servicios.
Esta confluencia de personajes constituye un mérito para el lector, quien a menudo reconoce antecedentes de otros con quienes disfrutó. De un modo general es fácil descubrir el mundo de Tölkien, pero citaré como ejemplo un caso mucho más concreto: el de, Egill, el hermano de Velent.
El rey desea comprobar si Egill dispara tan bien como se dice o no. Ordena que traigan al hijo de Egill, de tres inviernos de edad, y que le coloquen una manzana en la cabeza. Le pidió a Egill que disparara de tal forma que no apuntara por encima de la cabeza, ni por el lado izquierdo ni por el derecho. Debía dar solo en la manzana [...]. Tenía que disparar una flecha, no más.
Egill coge tres flechas, acaricia sus plumas, coloca una en la cuerda y dispara en medio de la manzana. La flecha se llevó consigo media manzana, que cayó de inmediato al suelo. Se habló de este célebre disparo durante mucho tiempo [...].
El rey Nidungr pregunta a Egill por qué cogió tres flechas cuando se había estipulado que disparara con una.
Egill respondió: "Señor -dice-, no os mentiré. Si le hubiera dado al muchacho con una flecha, tenía destinadas estas dos para vos". (Pág. 156)
En La saga de Teodorico de Verona sus personajes y sus tramas no aparecen siempre como se los conoce por otras fuentes, sino con rasgos, variantes y desarrollos distintos y hasta contradictorios, confirmando así, una vez más, ese azaroso vuelo del ganso salvaje, como decía Joseph Campbell del trayecto de mitos y leyendas, desde la palabra hablada hasta la escrita.
La literatura es un enorme palimpsesto. Aquella flecha de Egill fue disparada siglos después por el Guillermo Tell de Friedrich Schiller, y sin duda también mucho antes de que el desconocido escritor del Bergen de Hakon IV Hákonarson empuñara la pluma con tanto pulso como aquel el arco. Escribimos siempre sobre páginas ya escritas en un diálogo a veces fecundo con aquellos que nos precedieron, y que es un regalo para los lectores que nos secundarán.
En consecuencia, las circunstancias textuales no son del todo precisas. Sabemos que fue escrita a mediados del siglo XIII en Bergen, capital entonces de Noruega y sede de la corte del rey Hakon Hákonarson, a partir de historias legendarias germánicas, con interpolaciones de carácter folclórico y de acuerdo a una visión que favorecía los intereses políticos del rey noruego. Se trata de veintiséis relatos desarrollados en 442 capítulos redactados en prosa con un estilo que -con todas las salvedades que implica un juicio de una traducción- se aproxima más al de los cuentos y las crónicas que al de la épica. No se conoce quién fue el autor, o los autores, y tampoco hay consenso acerca del trabajo de este respecto al material legendario: traductor, recopilador, adaptador o algo más. Lo cierto es que la magnitud de esta saga nos ofrece, más allá del conocimiento de la leyenda del rey ostrogodo Teodorico el Grande, una vasta y amena visión de la "materia de Germania" que obsequia al estudioso y al aficionado con la posibilidad de descubrir -como un geólogo ante un fabuloso pliegue tectónico- diferentes estratos de la creación literaria. Así, por ejemplo, la primitiva oralidad:
Los que escuchan esta historia aquí sentados pensarán, pues la mayoría desea virar hacia los caminos más terribles [...] (pág. 211)
O muestras claras de creencias y valores previos a la cristianización:
"pero después maté a cien de sus hombres y quemé cinco de sus haciendas. Entonces hui de la tierra de los Hunos".
Entonces responde el rey: "Eso fue muy valiente por tu parte. Que Dios te recompense y sé bienvenido entre nosotros". (Pág. 124)
Junto a los cuales aparecen testimonios de lo contrario:
A partir de aquí nadie puede decir qué fue del rey Pidrekr (Teodorico), aunque los alemanes dicen que se reveló en unos sueños que el rey Pidrekr gozó de Dios y de santa María porque recordó sus nombres al morir. (Pág. 554)
Justamente a esa misma capacidad redentora de la palabra literaria apelo para recomendarles esta saga.
Desde hace algunos años se ha ido cubriendo la carencia en nuestras bibliotecas de estudios y traducciones sobre la literatura medieval nórdica y anglogermánica. Editoriales como Miraguano, Tilde, La Esfera de los Libros, las Universidades de Santiago de Compostela, Murcia y Salamanca; y profesores como Victor Millet, Mariano González Campo, Mª Pilar Fernández Álvarez, Teodoro Manrique Antón y Santiago Ibáñez Lluch, entre otros, han colaborado en un magnífico impulso que ha actualizado la lectura y el estudio de esa literatura. Desde los trabajos ya clásicos de Menéndez Pidal, von Richthofen y Borges, no se había empuñado con tanto vigor la pluma para hablar de aquellas espadas forjadas por enanos y blandidas por héroes. Y ello tanto por vía del ensayo, de prólogos, como -de lo que es aún más importante- de traducciones que claman y reclaman un poco de justicia poética -de la que a menudo adolecen los premios literarios de postín- para alzarse con el Nacional de Traducción, que tanto se honraría a sí mismo como al premiado. A esta Saga de Teodorico de Verona, traducida por Mariano González Campo, pongamos por caso, sobre el histórico rey ostrogodo de la segunda mitad del siglo V y primer cuarto del VI, presentado en medio de anacronismos y fantasías narrativas como ejemplo máximo de heroicidad caballeresca a la altura del Carlomagno de las gestas épicas o del rey Arturo, a quienes se vincula tanto por sus virtudes como por el hecho de reunir en torno a él una hermandad de caballeros, héroes protagonistas de diferentes leyendas que se se entrelazan en esta saga formando un vivísimo relato que es también una compilación de las principales tramas de la literatura heroica germánica medieval. Ahí cabalgan los Sigfrido, Walterio, Hildibrandr, Atila, Ilias Muromets -el héroe de las bilinas rusas-, los burgundios, Brunilda, el traidor Sifka, el caballo Falka, la bruja Ostasia, el enano Alfrekr, el gigante Velent, los feroces "bersekr", los trols, los "kolbitr", dragones..., pero también los juglares y trovadores, que aparecen siempre bien valorados y recompensados por sus servicios.
Esta confluencia de personajes constituye un mérito para el lector, quien a menudo reconoce antecedentes de otros con quienes disfrutó. De un modo general es fácil descubrir el mundo de Tölkien, pero citaré como ejemplo un caso mucho más concreto: el de, Egill, el hermano de Velent.
El rey desea comprobar si Egill dispara tan bien como se dice o no. Ordena que traigan al hijo de Egill, de tres inviernos de edad, y que le coloquen una manzana en la cabeza. Le pidió a Egill que disparara de tal forma que no apuntara por encima de la cabeza, ni por el lado izquierdo ni por el derecho. Debía dar solo en la manzana [...]. Tenía que disparar una flecha, no más.
Egill coge tres flechas, acaricia sus plumas, coloca una en la cuerda y dispara en medio de la manzana. La flecha se llevó consigo media manzana, que cayó de inmediato al suelo. Se habló de este célebre disparo durante mucho tiempo [...].
El rey Nidungr pregunta a Egill por qué cogió tres flechas cuando se había estipulado que disparara con una.
Egill respondió: "Señor -dice-, no os mentiré. Si le hubiera dado al muchacho con una flecha, tenía destinadas estas dos para vos". (Pág. 156)
En La saga de Teodorico de Verona sus personajes y sus tramas no aparecen siempre como se los conoce por otras fuentes, sino con rasgos, variantes y desarrollos distintos y hasta contradictorios, confirmando así, una vez más, ese azaroso vuelo del ganso salvaje, como decía Joseph Campbell del trayecto de mitos y leyendas, desde la palabra hablada hasta la escrita.
La literatura es un enorme palimpsesto. Aquella flecha de Egill fue disparada siglos después por el Guillermo Tell de Friedrich Schiller, y sin duda también mucho antes de que el desconocido escritor del Bergen de Hakon IV Hákonarson empuñara la pluma con tanto pulso como aquel el arco. Escribimos siempre sobre páginas ya escritas en un diálogo a veces fecundo con aquellos que nos precedieron, y que es un regalo para los lectores que nos secundarán.
En consecuencia, las circunstancias textuales no son del todo precisas. Sabemos que fue escrita a mediados del siglo XIII en Bergen, capital entonces de Noruega y sede de la corte del rey Hakon Hákonarson, a partir de historias legendarias germánicas, con interpolaciones de carácter folclórico y de acuerdo a una visión que favorecía los intereses políticos del rey noruego. Se trata de veintiséis relatos desarrollados en 442 capítulos redactados en prosa con un estilo que -con todas las salvedades que implica un juicio de una traducción- se aproxima más al de los cuentos y las crónicas que al de la épica. No se conoce quién fue el autor, o los autores, y tampoco hay consenso acerca del trabajo de este respecto al material legendario: traductor, recopilador, adaptador o algo más. Lo cierto es que la magnitud de esta saga nos ofrece, más allá del conocimiento de la leyenda del rey ostrogodo Teodorico el Grande, una vasta y amena visión de la "materia de Germania" que obsequia al estudioso y al aficionado con la posibilidad de descubrir -como un geólogo ante un fabuloso pliegue tectónico- diferentes estratos de la creación literaria. Así, por ejemplo, la primitiva oralidad:
Los que escuchan esta historia aquí sentados pensarán, pues la mayoría desea virar hacia los caminos más terribles [...] (pág. 211)
O muestras claras de creencias y valores previos a la cristianización:
"pero después maté a cien de sus hombres y quemé cinco de sus haciendas. Entonces hui de la tierra de los Hunos".
Entonces responde el rey: "Eso fue muy valiente por tu parte. Que Dios te recompense y sé bienvenido entre nosotros". (Pág. 124)
Junto a los cuales aparecen testimonios de lo contrario:
A partir de aquí nadie puede decir qué fue del rey Pidrekr (Teodorico), aunque los alemanes dicen que se reveló en unos sueños que el rey Pidrekr gozó de Dios y de santa María porque recordó sus nombres al morir. (Pág. 554)
Justamente a esa misma capacidad redentora de la palabra literaria apelo para recomendarles esta saga.
Nos revelaras, caballero Signes, de que secreta aleacion esta hecha la coraza con que peleas en las aulas. Y ese ardor guerrero.¿ No te lo esta provocando la lectura de tantas sagas islandesas? Una recomendacion. Entregate al arte de la papiroflexia con el papel de tus poemas epicos antes de que te conviertas en vikingo con un yelmo dd papel en la cabeza.
ResponderEliminarLa paciencia es el arma secreta, Huguet, lo sabes muy bien: paciencia con los alumnos, con los compañeros y con los comentaristas.
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