En Un artista del hambre, el relato que mencioné en mi desvarío anterior, hay un diálogo estelar sobre el aplastamiento al que lleva Kafka a sus protagonistas en cada encuentro con la autoridad. Después de una vida dedicada a la exhibición en circos y ferias de un cuerpo estragado por largos periodos de ayuno, el artista desfallece en un rincón de su jaula, abandonado ya del favor de su público. Es entonces cuando se le acerca un inspector de policía, a cuyas preguntas responde aquél:
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
El policía (y con él el lector) descubre entonces que el dolor y el ayuno no son frutos de una vocación, sino de una carencia, y este conocimiento, tan lógico como inaceptable, le aturde y decepciona. En el relato va unido a la muerte del ayunador, pero no como algo abstracto, sino en su materialidad más ingrata: un cadáver que retiran unos operarios junto a la paja que ensucia. Por el contrario, la nueva inquilina de la jaula -una pantera- concita el aplauso y la admiración.
Como simpre ocurre con Kafka, a uno le asalta la incertidumbre interpretativa y no acaba de decidir a quién atañe la historia, si al gremio de los feriantes, al de los escritores checos en lengua alemana y de religión judía apocados ante sus padres, al lector o a todos nosotros. Cabe entonces arraigar la historia al momento en que se escribió, y entonces la sustitución de un sucedáneo de fakir por el felino -es decir, la banalización del sufrimiento por la apoteosis depredatoria- puede resultar reveladora de un futuro que en el año 1922 apenas se atisbaba. En este sentido Un artista del hambre es un ejemplo de análisis y predicción, uno de esos casos tan raros en los que se superponen sobre el papel la vida y el destino.
En uno de sus célebres aforismo dice Cioran que "sólo se le encuentra sabor a los días cuando se escapa a la exigencia de tener un destino". Si Q entonces no P. La bolsa o la vida..., aunque lo primero sea una muchedumbre arremolinada en torno a la jaula o, incluso, un libro impreso. Al ayunador se le marchita el laurel cuando el público empieza a cansarse del espectáculo. Carencia y exhibición -decíamos-, los rasgos indisociables del bohemio. Pero qué fue de su destino: aquel adosado con jardín en el Monte Parnaso. Como si no hubiera bastado con el desprecio, la absenta y el plomo de las imprentas, a los bohemios españoles que llegaron vivos al 36 se les echó encima la Historia como una pantera, y el sueño del adosado acabó entre las paredes de la celda de una cárcel o de un manicomio.
Hubo una vez un fakir que se convirtió en pantera. Un bohemio tan convencido de su genio como los demás de su ineptitud. Dos veces intentó ingresar en la Escuela de Arte de Viena. En sus archivos se conseva el dictamen: "Poco talento. Prueba de dibujo insatisfactoria". Solicitó una reclamación de notas, pero no había ningún error. El error era él. Durante un tiempo anduvo de café en café intentando colocar dibujos del parque Schönbrunn o del Parlamento. En cierta ocasión incluso vendió una ilustración para un anuncio de unos polvos de talco para bebés. Luego se fue a Munich, a su barrio bohemio, claro, el Schwabing, donde tuvo de vecino a Thomas Mann, entre otros. Luego vino la guerra, y lo demás, ya se sabe.
ResponderEliminarEl motivo obligatorio del dibujo que cambió la historia del mundo fue "La expulsión del paraíso". "Ojalá hubiera aprobado él en mi lugar!" -se lamentaba su compañero de promoción Oskar Kokoschka. Quizás ese suspenso enquistado fuera el motivo de que expulsara del paraíso a toda Europa, especialemnete a la estirpe de sus primeros habitantes.
El nombre clave del fakir fue "el Lobo", que es lo que significa Adolf, y en su apellido, escondida como al acecho, está la palabra "Tier", "animal", "bestia".
Decían de Marx, que si hubiera logrado una cátedra nunca hubiera sido marxista, hasta tal punto influyen las circunstancias en la "vocación" o -para ponernos grandilocuentes- en nuestro "Destino". Todas las diatribas de Schopenhauer contra la humanidad y, contra las mujeres en particular, se habrían disuelto como agua de borrajas si las autoridades académicas hubieran reconocido al Gran Filósofo. Volviendo a la cadena de metamorfosis de fakir a lobo. Si Hitler hubiera obtenido un cierto reconocimiento como artista no habría pasado de ser un decorador cursi de Viena; en cambio, el despecho de la sociedad bienpensante vienesa, hizo que aquel tipo con bigotito- al revés que su homónimo Charlot, el otro artista del hambre- redecorara toda Europa y la dejara hecha unos zorros. Continuando en esta cadena, el doctor Mengele, colaborador de una ONG en su juventud, se habría quedado en un médico de provincias o en filántropo, y Himmler no habría pasado de ser un anticuario aburrido y antipático que se regodearía los malos hábitos de sus conciudadanos.
ResponderEliminarTu artista del hambre tiene un precedente mucho más glorioso, Simón el estilita, quien permaneció más de treinta años sobre una columna sin apenas comida ni agua (vivía de lo que la Providencia, ya fuera en forma de agua del cielo o alimento provisional le donara generosamente). Tu artista del hambre ha dejado fuera de lugar a uno de los principales protagonistas en la tradición religiosa: la mano de la providencia, y se ha quedado únicamente con lo más futil: el afán exhibicionista de los eremitas que provocaban auténtico fervor entre las multitudes- ¡y eso que se encontraban en medio del desierto!-. No en balde, este tipo acaba en un circo rodeado de fieras salvajes, que poco a poco, a través de su vitalidad grosera y salvaje de las bestias, lo van consumiendo, hasta que la pantera se adueña de su humilde jaula. Nuestro estilita tenía un monstruo aún mayor al que dominar: el desierto; un terror sin forma que lo tentaba y que lo iba consumiendo poco a poco.
ResponderEliminarAquella Austria por donde pululaba un joven artista medio vagabundo, cuya frustración por no haber ingresado en la Academia de las Artes le llevó a convertirse en el mayor de los monstruos de la historia, es la misma Kakania del estudiante Torless, cuyas tribulaciones me son relatadas en estos días a través de la novela de Robert Musil.
ResponderEliminarEl aforismo de Cioran es inquietante, más de lo que pensamos. Supone que para vivir auténticamente hemos de renunciar a todas esas vanidades que parecen iluminar nuestro camino y que creemos que le dan sentido a todo. ¿Cómo salir de esta aporía? Me temo que no podemos.
David P.Montesinos
Es curioso que el Hitler adolescente sea retratado por quienes le conocieron como una persona extraordinariamente tímida, alguien que en el internado donde estudiaba Törless hubiera sido carne de abusos y novatadas.
ResponderEliminar(Por cierto, cuatro años más tarde que la novela de Mussil apareció "AMDG", de Pérez de Ayala, otra novela de iniciación que transcurre en un internado -éste de los jesuitas-. Te la recomiendo, David. Es excelente). Y gracias, de nuevo, por el aforismo de Cioran.
Una curiosidad. Alguna vez comentamos que las alegorías de Kafka no siempre eran tales, sino un reflejo de la sociedad en la que vivió. El otro día vi un documental sobre el Berlin de los años veinte y se mencionaba un restaurante típico Bratwurst en el que mientras los comensales degustaba una sabrosa salchicha contemplaban a un ayunador en una urna de cristal. El ayunador, por cierto, era un famoso actor que se prestaga gustoso a las miradas morbosas de los glotones. Por aquella época, Kafka, hizo su famosa escapada a Berlin. ¿No pudo asistir a ese restaurante donde se exhibía tan grotesco espectáculo?
ResponderEliminarMás que una curiosidad, Joaquín, es un argumento más para otra interpretación de la obra de Kafka. Yo no sé si estuvo o no en ese restaurante, pero lo cierto ya es que el punto de partida de ese relato que comento arriba no es la imaginación desatada de nuestro escritor, sino la calle, los cafés y los despachos de entonces.
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