jueves, 2 de noviembre de 2023

"El rey de los alisos", de Michel Tournier

 

1. "3 de enero de 1938. Eres un ogro, me decía a veces Rachel. ¿Un ogro? Es decir, ¿un monstruo fantástico surgido de la noche de los tiempos? Sí, creo en mi naturaleza fantástica; quiero decir, en esta secreta complicidad que mezcla profundamente mi aventura personal con el curso de las cosas, y le permite inclinarlo a su favor".
Así comienza "El rey de los alisos", la novela con la que Michel Tournier ganó el premio Goncourt en 1970. Sí, ya ha pasado más medio siglo de eso, pero da igual; podría haberla escrito ayer; no envejece. Es una de esas obras raras que una vez las lees se quedan contigo para siempre, y no por atributos asociados a la excelencia literaria de su estilo o de su argumento, sino más bien a una voluntad perversa de destrucción de... Me detengo en estos puntos suspensivos buscando el complemento, pero como lo que encuentro se me queda corto (estilo, argumento, valores, principios, historia...), mejor lo dejamos así; incluso podría quitar lo de "voluntad", que empaña el sintagma de incertidumbre (¿voluntad cumplida o no?) y dejarlo en "destrucción perversa", como un zarpazo semántico, en correspondencia a un cuento (de 456 páginas) contado y protagonizado por un ogro.
 
2. "3 de enero de 1938. Eres un ogro" -dice, y así empieza el cuento, en forma de diario, con una digresión sobre la naturaleza de lo monstruoso que hace sospechar al lector que detrás del protagonista, el dueño de un taller de automóviles de París, se esconde un malvado catedrático de semiótica que a la mínima te retuerce el concepto con la misma facilidad que se merienda a un niño: "Todo es signo. Pero son necesarios una luz o un grito penetrantes para vencer nuestra miopía o nuestra sordera". Eso dice en la tercera página, cuando ya se me han acumulado las citas y las notas sobre la obsesión interpretativa de esa voz que firma un diario que titula "Escritos siniestros de Abel Tiffauges". Aquí el lector se pone en guardia; le acaban de llamar miope y sordo cuando estaba tan tranquilo, repantigado en el sillón, con el libro entre las manos. Dan ganas de levantarse y gritarle ¡en la calle te espero! Menos mal que los lectores de novelas en general somos gente civilizada que se conforma con cambiar la posición, del decúbito supino a la sedente, porque entre las ganas que le entran a uno de zurrar al narrador y la expectativa de que le guíe por el bosque de signos no hay quien lea eso tumbado. En consecuencia es una obra que incomoda, y tanto por lo que cuenta como por el hecho de que la naturaleza monstruosa del protagonista se extiende al relato: un diario, una confesión, el testimonio de un paciente de un psicoanalista, una novela de educación sentimental (torcida), una novela de formación ( de deformación), una novela gótica (con sus castillos, sus decadentes aristócratas y el terror a la vuelta de la página) , una novela libertina como las del siglo XVIII (rebosante de deseo, impudicia y discurso de justificación), un cuento de miedo (con su ogro y sus niños) y una interpretación crítica sobre lo que se va diciendo a lo largo de ese cuento. Es un paisaje literario espeso, boscoso, excesivo, donde es fácil perderse; y esto se agradece. Muchas novelas son, decía Gide, viajes en autobús de línea. Aquí, en cambio, todo es sinuosidad y desconcierto, pero, cumplida la lectura, uno tiene la vaga sensación de que ha transitado un sendero circular por el territorio de los cuentos tradicionales.
 
Hermann Göring, el ogro de Rominten  
 
3. "3 de enero de 1938" es la fecha con la que Tiffauges inicia su diario. El lugar es París. El horizonte está claro: invasión de Polonia, ocupación de Francia, etcétera. Pero hasta que la guerra afecta a su vida transcurre más de un tercio de la novela; y, una vez que esto sucede, el relato de las vicisitudes personales del protagonista, de sus obsesiones y de sus deseos, así como la interpretación que él mismo hace de todo ello, dominan totalmente sobre lo colectivo. Apenas unas pocas páginas tendrían cabida en una novela histórica. Por supuesto que por ahí hay trenes de prisioneros, barracones, literas; a lo lejos, muy lejos, un campo de concentración. Encontramos soldados, oficiales de todo rango y hasta a Hermann Göring, denominado en la novela "el ogro de Rominten", de acuerdo a una idea del personaje, mucho más asociada a lo simbólico (al cuento) que a lo histórico (la novela). De fondo se oyen bombas, en invierno hace frío, las ruedas de los camiones se hunden en el barro y el rancho deja mucho que desear: a Tournier no le interesa novelar lo que el lector ya conoce. La Historia con mayúsculas es un telón de fondo donde se sitúa la fábula. Las palomas, los ciervos, un alce ciego y un caballo percherón tienen sus rasgos individuales y sus nombres. A su lado, los nazis son figurantes.   
  
4. "3 de enero de 1938. Eres un ogro, me decía a veces Rachel. ¿Un ogro?". Hay algo de infantil en nuestro imaginario del ogro que procede de los cuentos en que los conocimos. En Wikipedia se nos habla de una etimología imprecisa y se atribuye a Perrault la popularización del que quizás es su rasgo más aterrador: la antropofagia. "La frase Huelo a carne fresca es propia de los ogros desde que Perrault publicó el cuento de Pulgarcito en 1697" leemos allí. Pues bien, Abel Tiffauges (Tiefauge en alemán significa "ojo profundo; Triefauge, "ojo enfermo": aclaración semántica gentileza del autor en las páginas  326 y siguiente) se pasa toda la novela oliendo, mirando y tocando carne fresca. Primero la de los compañeros de internado, luego la de los niños de un colegio y, por último, la de los de una "napola" -una escuela de élite nazi.
"Se me ocurrió la idea de hacerme una capa o una especie de chaquetón con sus cabellos. Sería, al fin y al cabo, mi vellocino de oro, una clámide de amor y majestad a la vez, que satisfaría mi pasión interior y daría cuenta exterior de mi poder" (402). Pero como la tejedora, asustada al ver la materia prima, rechaza el encargo, Tiffauges, que no entiende los motivos de aquella,  cambia de idea: "He hecho que rellenen un colchón, un edredón y una almohada con todo el pelo de los niños [...] El olor a grasa de niño se me subió en seguida a la cabeza, sumiéndome en una feliz embriaguez" (403).   
 
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El Ogro de Pulgarcito ilustrado por Gustave Doré.
 
Desprovistas de su contexto, de las explicaciones que acompañan esos actos y de la culminación final de su obsesión por los niños, las citas de arriba aproximan al ogro al más famoso de los psicópatas olfativos de la literatura: a Jean Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, de Patrick Süskind. Sin embargo, todo eso se desmiente por un procedimiento sistemático de inversión de valores del que Tiffauges es muy consciente y al que denomina "inversión fórica". Es la clave de un juego de apariencias que afecta a diferentes esferas de significación, desde lo individual a lo nacional, lo lingüístico y lo político. A veces resulta incluso muy divertido, como cuando un coronel le dicta a Tiffauges -ahora soldado responsable de la comunicación con palomas mensajeras- una carta llena de apelaciones al valor y a la entrega a la patria, pero este, al cifrar el mensaje, cambia el tono y el contenido, dejando al coronel como lo que es, un militar torpe y cobarde. 
El mejor ejemplo de esas inversiones nos lo ofrece Tournier al final de la novela, pero dejo al lector el placer de descubrirlo, porque no se trata de una anécdota, sino de una clave interpretativa que permite al lector cuestionarse lo que ha leído hasta entonces. En ella se resuelve la contradicción que plantea toda la obra y que expresa brillantemente la portada de la novela entre dos mitos:   

Por un lado, el de San Cristóbal, aquel gigante orgulloso de fuerza  descomunal que en su búsqueda del señor más poderoso del mundo sirvió al diablo y acabó llevando a cuestas al niño Jesús. Y, por otro, el poema de Goethe que da título a la novela, "El rey de los alisos" (o de los elfos, "Der Erlkönig"). Es decir, el ogro reconciliado y el otro, el misterioso raptor de niños.
Es justamente en este territorio de los mitos donde hay que situar a Abel Tiffauges, el protagonista de un relato tan brumoso.
 
 -Hijo mío, ¿por qué ocultas temeroso la cara?
-Padre, ¿no ves al Rey de los Alisos?
El Rey de los Alisos con su corona y su cola...
-Hijo mío, es una estela de bruma.  
 
(cito la segunda estrofa tal como aparece en la nota 2 de Tournier)
 

 

 

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