Cuando Zola se fuga a Londres después de la sentencia de 1898 que le condena a un año de cárcel y a una multa de 3000 francos, el juez ordena cobrar la parte monetaria mediante embargo. La prensa nacionalista celebra el fallo y se suma al linchamiento. El Petit Journal publica unos artículos donde se quiere explicar un supuesto odio de Zola hacia el ejército como resultado de la frustración heredada de su padre, de quien se denuncia su expulsión de la Legión Extranjera por malversación de fondos del ejército. De esta manera, Zola, rencoroso e innoble, al tomar partido por Dreyfus en realidad vindicaba la figura de su padre. El caso quedaba reducido a la connivencia de un desafecto al ejército de origen foráneo con un espía judío. Dos traidores a fin de cuentas.
En su despacho de la redacción de le Petit Journal, Ernest Judet, redactor en jefe y autor de los artículos, arrellanado en su poltrona, se fumaba un puro y se relamía como un bajá mojándose los bigotes en pastís y leyendo las cartas de sus admiradores en las que le felicitaban por el golpe asestado contra Zola, celebrado tanto por el veneno de su argumento como por la utilización que en él se hacía de la herencia genética que aquel había popularizado para la caracterización de sus personajes. Pero pronto se le iba a indigestar el pastís. La genética por si sola no valía mucho en el método naturalista si no iba a compañada de una buena documentación; y, en lo que respecta al soldado François Zola, su hijo se encargó de demostrar con una autoridad inapelable que todas las acusaciones eran falsas. Su honradez y constancia daban la vuelta al dos por uno de Judet: de dos casos de traición a dos de falsificación.
En un relato suyo no muy conocido, El capitán Burle -incluido en el volumen, El arte de morir, publicado por El olivo azul- dos oficiales del ejército implicados en la concesión de un contrato de suministro a su regimiento de carne en mal estado acaban batiéndose en duelo para evitar el deshonor al que parece abocarlos el conocimiento de sus negocios por parte de sus superiores. Uno de ellos es un jugador empedernido; el otro, un crápula que ha empobrecido a su propia familia y que ha cometido un desfalco en el erario militar para satisfacer sus vicios. El primero descubre el engaño en las cuentas que él mismo, fiado de su amistad con el otro, ha avalado con su firma, y es entonces cuando, para tapar el agujero, acepta un soborno por renovar el contrato de la carne, a sabiendas de que esta ha causado ya la enfermedad de varios soldados. Es un trago muy doloroso para él, pero necesario para salvar su honor y el de su camarada, que aunque no le importa tanto está ya vergonzosamente unido al suyo. Pero el mayor Laguitte -aquí su nombre y graduación- no soluciona con ello más que la consecuencia; para evitar la causa insta a Burle a que deje de frecuentar los cafés, abandone a su amante y retome la responsabilidad hacia su familia. Los efectos de su amonestación son tan sorprendentes, que él mismo se obliga a visitar a los Burle para confirmarlos. En este punto el retrato que pinta Zola de la paz doméstica es magistral.
El mayor, tras disfrutar de la cena y de la velada, abandona la casa con este convencimiento: Un hogar de gente decente, con los muros de cristal, donde no había manera de ocultar cochinadas.
Pasa el tiempo y se confirman los nuevos hábitos familiares del capitán Burle. Laguitte está satisfecho, porque ha sabido salir holgadamente del aprieto, pero un día, en una revisión rutinaria de las cuentas, descubre con horror nuevas trampas. Son cantidades insignificantes, distraídas día a día, que suman un total de 545 francos.
El relato discurre a partir de ahí con intriga por los territorios oscuros de las debilidades humanas, del honor y de la muerte. En algunos aspectos nos trae a la memoria la sarta de mentiras con que se hilvanó el caso Dreyfus. Por otro lado nos recuerda prácticas políticas muy en boga en nuestra España. La referencia a la carne estropeada nos remite con un hervor revolucionario a unas imágenes de "El acorazado Potemkin". Y las dos últimas frases del relato son, en fin, dos disparos certeros de Zola en su duelo contra todos los Judet.
El duelo era un forma de redención, tal como lo planteas en tu artículo. ¿Te imaginas que algunos de nuestros políticos contemporáneos usaran ese método para recuperar su honorabilidad? Recuerdo una escena de “un pez llamado Wanda”, en la que el envarado juez inglés se disculpaba cabeza abajo, con medio cuerpo fuera de una ventana sin inmutarse. ¿Lo harían nuestro políticos en semejantes circunstancias? Sería este una especie de juicio de Dios, último recurso desesperado ante la vanidad de la justicia humana, demasiado humana y nada transparente.
ResponderEliminarAquí no se disculpa nadie, al contrario. Tenía en COU un compañero, hijo de un afamado abogado y político valenciano, que en una ocasión fue pillado en un examen mientras copiaba descaradamente del libro de historia. El profesor, un viejo catedrático, sabio y bondadoso, le amonestó paternalmente. La respuesta del copión fue antológica: el tío se levantó con aspavientos diciendo que lo que pasaba era ¡que le tenía manía! Al final el profesor tuvo que disculparse. Hoy aquel alumno aventajado dirige un próspero despacho de abogados.
EliminarDejando de lado esa anécdota, tan reveladora de nuestro progreso democrático, anoto aquí una referencia literaria sobre el duelo, que es un tema que me ha interesado mucho: el artículo de Larra titulado así, "El duelo", que es una joya que guarda una relación interesantísima con la muerte de Pushkin. Quizás más adelante hable por extenso de esa relación en estas mismas páginas.
Zola inaugura la figura del intelectual inconformista que se opone a la corriente general. Y no lo hace por vanidad o por afán de protagonismo. Sabe, como Orwell o Camus, que adoptar esa actitud le cerrará puertas incluso entre algunos de sus correligionarios. Ahora no hace falta el linchamiento moral o físico, basta con el silencio administrativo o el ninguneo sistemático. Orwell y Camus ganaron la batalla después de muertos y murieron... jóvenes
ResponderEliminarGracias por tu comentario, amigo anónimo, que me ahorra algunas explicaciones con las que quería cerrar esta serie sobre Zola. En efecto, la lucha del individuo contra la iniquidad del estado tiene un primer campeón en Zola, quien a sabiendas de lo que iba a perder en su defensa de Dreyfus, siguió adelante y nunca se arrepintió. Entre nosotros el caso tuvo una enorme repercusión. Recientemente la Universidad de Cádiz publicó un libro titulado "Cartas a Zola", que es un recopilatorio de testimonios de solidaridad de ciudadanos poco o nada conocidos hoy. He leído una del presidentes del casino de Burjassot que me ha gustado mucho y que pensaba comentar por aquí. Pero creo que lo dejaré para más adelante.
EliminarUn saludo.
La venalidad es una práctica que me ha dejado perplejo desde siempre. Así de ingenuo soy, siempre he creído que los ladrones van a la horca, creencia evidentemente falsa -por lo visto muchos no visitan siquiera las mazmorras- de ahí que me falte el temple y me sobren escrúpulos para quedarme con el dinero de otros. He visto y he sufrido, sin embargo, tantos casos de este tipo, que no necesito a los Bárcenas de turno para convencerme de que vivimos rodeados de corruptos.
ResponderEliminarVerá, señor Signes, yo formé parte de una asociación a la que pagaba mensualmente una pequeña cuota. Un día, y tras algún tiempo de sospechas, descubrimos que el cabeza visible de la asociación, en la que la mayoría creía ciegamente, se dedicaba a quedarse la pasta, una sustracción cotidiana de a poco por día pero que, con el tiempo, se convertía en una cifra de millones de pesetas que usted no imagina. Primero lloriqueó y reconoció humildemente su debilidad, después hizo uso de un abogado para evitarse el trance de tener que devolver la pasta, cosa que no consiguió. El caso es que en el proceso, el tipo aportó un informe psiquiátrico en el que, para exculparse, alegó "ludopatía" y "adicción a las compras".
Un día estuve en su casa, parecía uno de esos lugares donde no hay manera de evitar cochinadas...
La venalidad en la política, David, es un mal que viene de antiguo; lo malo es que hoy va de la mano de la inepcia, y así nos va. De pequeño me gustaba ver cuando se nombraba un nuevo gobierno las fotos de los ministros y leer sus biografías; era una emoción parecida -aunque no tanta, claro- a la que me producía la lectura de mi álbum de cromos de fútbol. Hoy me causa tristeza ver las fotos y leer sobre estos mostrencos que nos gobiernan, que a menudo rizan el rizo y, no conformes con esa combinación tóxica de venalidad e inepcia, se muestran sumamente cutres. Los ejemplos son tantos, que obvio detenerme en ellos. Bueno sí..., me detengo un poco solo para indignarme por su penúltima estupidez: el rechazo de los europarlamentarios españoles a viajar en clase turísta (lo cual supondría al erario un ahorro de mil euros por señoría).
ResponderEliminarYo soy aún más malicioso. En ocasiones -nuestro ramo ha sido prolífico en prebostes de este jaez- he llegado a pensar si no se otorgaban carteras al más tonto precisamente por ser tonto, es decir, como me quiero cargar la educación elijo a alguien con tan pocos escrúpulos y tanta inepcia que seguro que aunque lo quiera hacer bien se la carga. Hablando por cierto del Ministerio a cuyas órdenes trabajamos ambos, no sé si has percibido que el actual titular es clavadito a Fétido Adams, inspirado personaje televisivo y mejor persona.
ResponderEliminarRefrenda tu malicia el recuerdo de su paso por la conselleria del ramo del ínclito González Pons, quien sin embargo no tiene categoría iconográfica suficiente para compararse a Fétido Adams ni a su clon sin gracia en el ministerio.
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