jueves, 2 de septiembre de 2021

"Veinte años después": la arquitectura del folletín

(dedicado a Ágata y a Arturo)


En enero de 1845, apenas seis meses después de la publicación de la última entrega de Los tres mosqueteros en el diario "Le Siècle", aparece la primera de su continuación, Veinte años después. Durante esos dos años de 1944 y 45 Alejandro Dumas publicó ensayos sobre historia y sobre pintura, memorias, dramas y novelas, hasta un total de treinta obras, entre las que, además de las citadas, se incluyen algunas de tanta envergadura como El conde de Montecristo o La reina Margot, que contribuyeron a ganarle una plaza XL en el Hotel del Parnaso, planta XIX, sección "Aventuras", pasillo "Folletín". El volumen es tan impresionante que la idea de Dumas como una factoría literaria parece una conclusión lógica. Gustave Doré lo ilustra muy bien con su caricatura de la máquina de novelizar:

 


Y lo mismo esa anécdota paterno-filial con valor de epigrama: 

DUMAS PADRE: -¿Has leído mi última novela?

DUMAS HIJO: -Yo sí, ¿y tú?

  Aparte de la sátira, de la ironía y, principalmente, de la admiración rendida, hubo, por supuesto, otras respuestas a la fecundidad de Dumas: el libelo y la denuncia judicial. Ambas ofrecen unas perspectivas  que recalan en aspectos tan interesantes como el racismo, la originalidad literaria y el papel de los "negros" en sus obras (Gautier, Gérard de Nerval y, sobre todo, August Maquet). Hay un ensayo de Bernard Fillaire muy bien documentado: Alexandre Dumas, Auguste Maquet et associés (editorial Bartillat, 2010). Incluso tenemos película: L'autre Dumas, de Safy Nebbou (2010):


 


Pero más allá de ese punto de misterio que encierra el grado de participación de Maquet, Gautier o de cualquier otro importa mucho más el hecho de que Dumas concibiera su obra como un producto de consumo masivo, pues esta vocación original es la que determina tanto su autoría compartida, como su volumen y principales rasgos literarios. 

El referente comercial de Dumas fue Los misterios de París, de Eugène Sue, cuya última entrega (15 de octubre de 1843) es cinco meses anterior a la primera de Los tres mosqueteros. En ella buscó Dumas y encontró la fórmula del éxito. Sue había tomado del Romaticismo el gusto por las tramas enrevesadas, la vocación de lo misterioso, el uso dramático de las escenografías y una tendencia al maniqueísmo en la construcción de los personajes. Sin embargo, en vez de llevar los hechos a un pasado remoto más o menos idealizado, situaba su acción en el París de 1838. Este contexto compartido con su público explica que, una vez alcanzada la fama, Sue recibiera donaciones por parte de lectores caritativos para socorrer a la pobre familia protagonista. Se comprende que en toda Europa se propagara el modelo: Los misterios de Marsella, de Londres, de Nápoles, de Múnich, de Berlín, de Amsterdam...; hasta unos  Mysteries and miseries of New York. Sus autores habían descubierto de repente que la pobreza y la miseria urbanas eran un filón narrativo que podía hacerlos ricos. Pero casi nadie lo consiguió; en parte porque el éxito de Sue fue tan abrumador que acaparó el mercado, y estos otros "misterios" fueron vistos como copias del original; y en parte, porque muchos de esos autores no supieron adaptar el ritmo de la narración al ritmo de publicación de las entregas del folletín. 

Dumas, sin embargo, no siguió el camino de esos plagiarios. Él entendió que el filón no estaba en la contemplación de la miseria, ni en su denuncia, ni en la búsqueda de la complicidad caritativa de sus lectores con los protagonistas, sino en la adecuación de su escritura al proceso de publicación de los folletines. Por lo demás, se mostró bastante fiel al modelo de la novela romántica inspirada en Walter Scott, aunque la aligeró de descripciones, evitó las digresiones y supeditó los sentimientos a la acción. En cuanto a los personajes, pienso que se inspiró en uno de los protagonistas de Los misterios de París, en Rodolfo, el duque de Gerölstein, una especie de superhéroe, idealista, campeón de boxeo y de esgrima, forrado a más no poder, redentor y ejecutor al mismo tiempo, que oculta sus poderes disfrazado de un pobre obrero. Lo que ocurre es que todos esos atributos Dumas los reparte entre sus cuatro mosqueteros (incluso lo del boxeo, que es para Porthos, como se verá en un ejemplo unas líneas más adelante). Y para que todas esas virtudes luzcan y el lector se lo pase bomba se requiere un antagonista que esté a la altura. En Los tres mosqueteros compartían ese papel el cardenal Richelieu y Milady  de Winter; en Veinte años después, el cardenal Mazarino y el hijo de Milady, que viene a esta novela para vengar a su madre.  

Hay, no obstante, una sensación de que estos malvados no son tan buenos como los de la novela anterior. Mazarino aparece retratado como un una copia de opereta de Richelieu; y Mordaunt,  el hijo de Milady, si bien tiene la misma mala leche, está desprovisto de la fascinación erótica de su madre. Incluso en los mosqueteros se apuntan rasgos de carácter que revelan el hastío de Dumas hacia ellos. Es como si el padre intuyera que su criatura iba a fagocitarle. Por eso, sin desaprovechar la ocasión de sacar aún unas buenas rentas exprimiéndolos un poco más, en la tercera y última novela de la serie, El vizconde de Bragelonne (1849), los mata a todos, menos a Aramis, el menos popular de los mosqueteros, en una especie de ajuste de cuentas con los personajes y con los propios lectores que no está desprovisto de sadismo. 

 

caricatura de Dumas por André Gill (1866)
caricaturas de Dumas y Maquet por André Gill (1866)

El marco histórico al que nos llevan esos veinte años después es el de 1649: minoría de edad de Luis XIV, regencia de su madre, Ana de Austria, gobierno del cardenal Mazarino, sublevación de la Fronda y, en Inglaterra -donde transcurre casi toda la Segunda Parte-, el ascenso de Cromwell y el regicidio de Carlos I. Es la historia contemplada como un decorado por donde Dumas mueve a sus personajes como actores secundarios de un drama que no llegan a entender. Los hechos históricos se suceden como si el orden cronológico fuera suficiente explicación, es decir como si fueran inevitables. Frente a ellos los mosqueteros oponen un heroísmo que les permite salvar sus vidas, pero que no les evita el fracaso en la historia. Es una visión conservadora y un punto nostálgica que ni siquiera apunta atisbos de modernidad con las referencias constantes al interés económico de los personajes, porque aquí el conflicto social y político no es más que una consecuencia de una ambición individual que iguala a mendigos y a aristócratas. 

En cuanto a su estructura, toda la novela es la prolongación del deseo furtivo de unos personajes por entrar y salir de determinados espacios. Se empieza con la celda de un castillo y se termina con la celda de otro castillo, pero la gama es muy amplia y abarca desde habitaciones de posadas rurales y un pequeño falucho en el canal de la Mancha, hasta una ciudad -París- o toda una isla -Gran Bretaña. Es un deseo que se concreta en huidas, separaciones y reencuentros, unas funciones narrativas de por sí bastante efectivas, a las que Dumas adoba con unos tropezones típicos de su cocina que las hacen aún más suculentas. La receta consiste en que una vez un personaje anuncia a otro el plan de entrada o de fuga, se saltea la acción con una serie de inconvenientes inesperados que ponen a prueba el ingenio y la capacidad de improvisación de sus artífices. Se trata de un recurso de dilación que tensa dramáticamente los acontecimientos obligando al lector a un ritmo rápido de lectura y, en su origen, a una ávida espera de la siguiente entrega. Es el territorio del folletín, que, entre salones y mazmorras, se define arquitectónicamente por la presencia recurrente de puertas traseras, pasadizos secretos, criptas, falsos tabiques y escaleras ocultas -elementos que subrayan un contraste básico entre la libertad y su privación, subsidiario a su vez del conflicto ideológico que marca la relación entre los mosqueteros: el respeto al orden y a la jerarquía frente a la libre conciencia. Son diversas y continuadas las formas en las que se concretan esas oposiciones, pero en todas se da el mismo reparto de actores. Por un lado, D'Artagnan y Porthos, mosqueteros del rey, al servicio del cardenal Mazarino. Por otro, Athos y Aramis, quienes apoyan la rebelión de la Fronda y, por ende, se oponen al cardenal. A los primeros los mueven sendas promesas de ascenso social (la capitanía del cuerpo para D'Artagnan, y un título de barón para Porthos); a los segundos, una vaga apelación al honor asociada a intereses aristocráticos que culmina con un enfrentamiento con Oliver Cromwell y un intento delirante por evitar la ejecución del monarca Carlos I.

Fotograma de la película 'Matar a un rey'.
fotograma de "Matar al rey", de Mike Barker (2003). En la novela de Dumas el verdugo es Mordaunt

Esa divergencia de intereses está llena de aristas e incluso de contradicciones. Copio aquí un fragmento del diálogo entre Porthos y D'Artagnan:

"-¿Desconfiáis verdaderamente? -preguntó Porthos.

-De Aramis sí, desde que se hizo cura. No os podéis figurar, amigo cómo se ha vuelto. Cree que nos interponemos en el camino que le lleva al obispado, y no tendría muchos reparos en suprimirnos, por lo que veo. [...] Ved, amigo, que no son las guerras civiles lo que nos desunen; es que ninguno tenemos ya veinte años, es que los leales impulsos de la juventud han desaparecido para dar paso al interés, a las ambiciones, al puro egoísmo".

(capítulo XXIX de la Primera Parte)

Otro ejemplo de esa ambigüedad nos lo ofrece la misión de apoyo a Cromwell ordenada por Mazarino a sus dos mejores mosqueteros, quienes después de tomarse muy a pecho el cumplimiento del encargo invierten totalmente su objetivo y se convierten en miembros de un comando suicida que pretende evitar la caída  no tanto del rey, sino de la monarquía. Y en un plano más concreto, D'Artagnan, quien da cumplidas muestras de pragmatismo a lo largo de la novela e incluso de un sentimiento comercial nada heroico cuando en el capítulo IX de la Segunda Parte hace acopio de paja para revenderla a los aristócratas huidos de París que no tienen cama donde dormir, doce capítulos más tarde supera incluso a Athos en integrismo monárquico. "Un rey cautivo es dos veces el representante de Dios" -dice, justificando así su condena a un hombre que escupió a Carlos I durante su juicio: pena de muerte mediante un directo a la cara ejecutado por Porthos. No le vale la pena a la primera espada de Francia echar mano de su destreza, pues el ofensor no es un caballero, argumenta. "El hombre cayó derribado por el mazo del matarife".  "¡Se ha hecho justicia! -exclamó Porthos". En este punto Dumas (Maquet, Gautier, Nerval o algún desconocido Dupont) deja la pluma en el tintero, mientras que el lector, quien socialmente está mucho más próximo de la víctima que de los verdugos, aplaude esta justicia de hostia y tentetieso y espera anhelante la próxima entrega de Dumas y compañía.


 

6 comentarios:

  1. Leído y gozado mi querido Ricardo. Sin entrar a discutir cada palabra que oportuna y acertadamente has pronunciado sobre esta obra literaria, yo , menos analítico y mas soñador, muy especialmente en el momento de mi adolescencia en que leí esta novela, me quedo con la aventura, la intriga, la valentía , el coraje, la nobleza, la trama de la novela y la personalidad que, con todas las contradicciones que hayas querido ver en este y otros personajes, construye en el principal, D'artagnan y su invencible maña con la espada, personaje que, junto con Sandokan, se convirtió en mi héroe literario de adolescencia. Magnifico artículo Ricardo.

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  2. Gracias, Arturo. Ya sabes que este artículo en buena medida os lo debo a los dos, a Ágata y a ti.
    Un abrazo.

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  3. Excelente artículo, Ricardo. Me comentaba un crítico de cine que no había mayor desatino que lo de “cine de autor”, porque una película es una creación colectiva y no individual. Lo de la máquina de novelar no se diferencia mucho de las superproducciones de Hollywood y de los talleres de pintura del Renacimiento que, al atender a una gran demanda, se convierten en una industria. Abundando en el símil con el cine, un director británico, el mago del suspense, era un experto en esas técnicas de dilación que atrapaban la atención y los nervios del espectador. En este arte, Scherezade es la verdadera maestra, al impedir que el sultán la asesinara encandilándolo con la promesa del siguiente cuento. Los padres de la bomba atómica tenían una motivación semejante con el sultán Stalin: el fracaso equivalía al fusilamiento o al gulag.

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    1. Agradezco las disquisiciones y el elogio, sobre todo por venir de un maestro de la dilación tan conspicuo como el bibliotecario de Gotham, que lleva meses, digo años, enseñando a los amigos la zanahoria de una sinopsis de novela satírica que haría las delicias de Jonathan Swift. Por suerte para ti nuestra paciencia no es estaliniana. Nosotros somos más de Oblómov, ya lo sabes.
      Gracias por pasarte por aquí, Joaquín.
      Un abrazo.

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  4. Saludos en primer lugar a don Arturo y don Joaquín. Por lo demás, es un placer volver a leer al señor Signes, y este texto en concreto me ha parecido especialmente divertido. Y sabe don Ricardo que me interesa el tema Sue por razones que no sé si acierto calificando de semióticas. Más que la obra en sí, me parece interesante analizar los resortes del éxito, pues saber qué quieren las multitudes -con independencia de quién tenga más astucia para suministrárselo- es la mejor manera de entender lo que identifica a las comunidades, que entre otras cosas es su imaginario. Lo siento, ya sabes que me muevo más dentro del análisis social que de la filología.

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  5. Encantado de leerte, David. Eso del éxito es asunto jodido. Por un lado significa reconocimiento social, y por otro, como cultismo, vale por óbito, defunción, muerte. Yo he intuido que ambos significados van de la mano. Por eso he intentado siempre boicotearme en la consecución de cualquier triunfo de tipo social, y he de decir que en eso he tenido mucho éxito.

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