Ecfrasis
Un anciano de barba cana recortada entre surcos que custodian la boca hundida y encerrada. Una boca que oculta dientes ralos y amarillos y un aliento fuerte de tabaco. De sus comisuras cuelgan restos de charlas desganadas, retazos de tertulias de café y, acaso, el rumor de una vieja canción vasca. A fuerza de costumbre el gesto se relaja y aparenta un sosiego que es solo fatiga de los años. Su frente parece pautada por zanjas de arado o cuadernas de un esquife; hay en ella esa vastedad de campo abierto que despierta evocaciones de viaje y de aventuras, pero entonces asoma por el horizonte un nubarrón de boina negra con su melancolía de brasero y lo echa todo a perder. La corbata, mal anudada y torcida, como algún párrafo dejado caer con prisas en cualquiera de sus novelas. Chaleco de lana, traje añejo de paño ya lustroso, pantalón gris a rayas; y, sobre la pernera, en la vertical de su anular derecho, su soltería asoma por el agujero dejado por una pavesa. Del otro lado, confinada en las sombras y envuelta en dos capas de tela, duerme una enorme potra, protegida por las piernas. Él mira a otro lado, quizás a otro tiempo, y soporta en silencio su deseo de marcharse. Ahí, al alcance de su mano, reposan sus gafas, un folio y un estuche, pero son los atributos de una naturaleza muerta dispuestos para que alguien los retrate. La cortina del fondo es el telón que cierra la escena. Sus pliegues repiten el juego de luz y sombras que ha buscado el fotógrafo en su modelo. El escritor ya está acostumbrado y accede; su nariz, altiva e insolente, claudica; sus dedos, huérfanos del cigarrillo y de la pluma, se entrelazan a la espera de que acabe pronto el trámite.
Al día siguiente verá la fotografía en la página de un diario de la mañana y se extrañará con regocijo de que esa imagen dé cuenta tan pobre de su persona.
Me extrañaría que el fotógrafo saliera vivo del intento. En realidad la imagen está en tensión constante o, mejor dicho, en una aparente quietud reprimida, pronta a emprender la acción desde su butaca. Escondida entre las piernas lleva una enorme vara para atizar al descarado que se atreva a mirarle fijamente a los ojos y a aquellos que viven en la zona de confort de las ideologías biempensantes. Este palo está atento a cualquier estupidez de los “hunos y de los otros” sin atender a las buenas maneras o a las razones de conveniencia. Detrás de la cortina se esconde su amigo emboinado, el auténtico tío de la vara, un tal Jose Pla que estará liando un cigarro, prolegómeno a sus bastonazos contra los acomodados “buenos” (progres) y “malos” sin paliativos, como curas y conservadores.
ResponderEliminarEstimado Huguet: podría ser que Baroja reaparecido en tu habitación para atormentarte por los excesos de tu prosa te perdonara esa semblanza del tío de la vara que le has pintado. Pero da gracias de que la ira de los muertos no dé más que para algún mal sueño, porque, si no, ibas de cabeza al pilón por haber olvidado la "p" de Josep. Penitenciagite,
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