Sí, ya sé que ese lector no es un adolescente, pero denle tiempo. Además, me encanta esta foto de Tatyana Tomsickova |
Dentro de la jerga didáctica, muy rica en tecnicismos, eufemismos y
estupideces -categoría ésta que a menudo implica a las anteriores-, uno
de los casos más logrados de estulticia es la expresión "libro de
lectura". El término parece sugerir otros usos habituales de ese objeto.
Por ejemplo: "libro arrojadizo", "libro de equilibrios", "libro de
exhibición" o "libro de intimidación"..., es decir, libro de lo que sea o
para lo que sea, menos para leer. Pero no, ya digo que se trata de una
expresión jergal; vaya, que se le puede perdonar la redundancia a cambio
de un matiz. Esto lo sabe cualquiera: el libro de lectura se opone al
libro de texto, que es más serio y sirve para estudiar las lecciones. El
complemento preposicional "de lectura" cumple entonces dos usos: uno de
tipo especificativo, que nos remite a su significado concreto (ese
libro que manda el profesor de lengua cada evaluación y del que suele
poner un examen -al que se denomina con toda propiedad "examen de
lectura" (a veces también "control de lectura", que asusta menos)- o bien
del que pide un resumen. Y otro uso mnemotécnico, muy importante: el de
recordar a los alumnos que lo que tienen que hacer con ese libro es
leerlo y no otra cosa. Por lo general, es el cumplimiento de ese
cometido lo que nos suele preocupar a los profesores y a las
editoriales. De ahí que haya triunfado una expresión tan tonta. Pero lo
peor de esto no es que lastremos la lengua con tanta ganga. Intentaré
explicarlo.
El otro día me viene un vecino y me pregunta si
tenía por casa alguna adaptación de "La vuelta al mundo en ochenta
días", que era el "libro de lectura" de su hijo en la segunda
evaluación. He de aclarar que su hijo es un zamarro de 13 años que ya
hace tiempo que se afeita. Le dije que me parecía que guardaba por algún
cajón un vídeo de los dibujos animados de Willy Fog, pero no era eso lo
que buscaba. Al menos, no tanto. Él lo que quería era una adaptación:
"ya sabes, para chavales". ¿Pero qué es lo que hay que adaptar en una
novela de Julio Verne? Cuando yo era pequeño leíamos las novelas de
Verne, las de Salgari, Jack London, Stevenson, incluso las de Karl May, y
no nos hacía falta ningún ajuste. Ahora bien, no había nadie que
temiera que el esfuerzo empleado en la lectura pudiera causarnos un
esguince cerebral. Y, lo que es más importante, nuestros padres no se
torturaban con un sentimiento de culpabilidad si nos aburríamos en casa.
En cambio, los niños de hoy, apenas insinúan su primer bostezo, ya
tienen a los suyos corriendo a apuntarles a clases extraescolares de
gaita. ¡Que se aburran los otros! parece ser el lema. Los de las
editoriales, que a veces también son padres, se han aplicado con denuedo
en la batalla contra la gran lacra y se han lanzado a adaptar todo. La
receta es fácil: lo primero es quitar un montón de páginas, cuantas más
mejor. Luego cambian las descripciones por ilustraciones, reducen los
diálogos, eliminan las digresiones, simplifican la trama y quitan las
palabras que puedan requerir una búsqueda en el diccionario. A cambio de
todo esto, te adjuntan después del texto un "dossier didáctico". El
éxito que han tenido con esta maniobra ha sido de tal envergadura, que
ha dado pie a la creación de una subliteratura para alumnos de
instituto. Sus características son las mismas de las adaptaciones que
digo, pero aquí no se dedican a asesinar obras ajenas, sino que son
engendros propios, que muchas veces pretenden colar en los institutos
con la añagaza de los temas transversales -es decir, con las buenas
intenciones-.
Por todo ello, cuando los planes de estudio han ido acorralando la literatura en los márgenes del currículum, estas propuestas clásicas de "Loqueleo" nos dan herramientas y esperanzas en nuestra batalla contra la infantilización de la enseñanza secundaria.
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