martes, 15 de febrero de 2011

Los señores de los anillos (2)

     Otoño de 1927. En una celda de un psiquiátrico de Salzburgo cumple sus últimos días de terapia un paciente alcohólico, maltratador, pederasta, megalómano y con brotes violentos de esquizofrenia. Confía en que el  Ku Klux Klan, en atención a los saberes que atesora, le libere de su enclaustramiento para mayor gloria de Odín y del resto de los viejos dioses germánicos, en especial de Thor, de quien se siente emparentado por línea directa paterna. Tiene 61 años, es un coronel jubilado del ejército imperial austriaco y su nombre es Karl-Maria Wiligut. Mientras espera a que le rescaten se entretiene coleccionando piedras de una cantera próxima a la que se acerca en sus paseos vespertinos. Tiene ya un millar de ellas, dispuestas cuidadosamente sobre el piso de su habitación, como las páginas de un libro aún por encuadernar cuyo significado sólo él conoce. Las runas que descubre en las vetas que dibujan los minerales en la superficie de los guijarros le hablan de historias de sus primitivos ancestros germánicos; y sus formas y colores le revelan símbolos arcanos.
      Por razones ajenas del todo a la psiquiatría y al Ku Klux Klan le dejan salir. Entonces se hace llamar Weisthor -acrónimo de "sabio" en alemán y de su dios favorito- y retoma con energía la agitación política entre ultranacionalistas que ya había practicado en los inicios de la década de los veinte con la publicación de panfletos antisemitas, anticristianos y anticomunistas. Pero ahora sazona su discurso con revelaciones de gran calado cultural que le ganan la admiración de los suyos. Por ejemplo, dice que tiene acceso libre a la memoria milenaria de sus antepasados, que la Biblia fue escrita originariamente en germánico, que la cultura germánica se remonta al 228.000 antes de Cristo, que entonces tres soles brillaban en nuestra galaxia y que la Tierra estaba poblada por gigantes, duendes y otros seres mitológicos.
     Con tales credenciales era inevitable que tarde o temprano atrajera la atención de un hombre de la sensibilidad del Reichsführer Heinrich Himmler,  con quien coincidía en rasgos psíquicos y aficiones. Si Weisthor contaba entre sus descendientes al dios del martillo y a Arminio, el glorioso vencedor germánico de las legiones romanas en la batalla de Teotoburgo, Himmler era la reencarnación de Enrique I el Pajarero, unificador de todas las tribus germanas y héroe frente a los húngaros en Merseburgo.
     El primer encuentro entre ambos se produjo en el año 33, en un congreso de la Sociedad Nórdica, presidida entonces por Alfred Rosenberg, y fue suficiente para sellar entre ellos un pacto de amistad y colaboración que sólo se rompió cuando algunos miembros de la Ahnenerbe, acaso celosos por el predicamento de Weisthor sobre Himmler, le aportaron el historial médico y psiquiátrico de aquél. Lo cual fue del todo una iniquidad, pues es obvio que el uno no estaba más cuerdo que el otro. En cualquier caso, antes de llegar allí, Himmler supo premiarle la mano que tenía con los antepasados arios, de modo que lo enroló en las SS, le nombró coronel y luego general de brigada, expropió una villa de Berlín -es de suponer que a sus dueños los envió a algún campo de concentración- y se la regaló.
      Aparte de la charla fecunda, Weisthor le rindió grandes servicios: determinó que el castillo de Wewelsburg, cerca de Paderborn, en Westfalia,  sería el emplazamiento ideal para la sede de la academia de formación de caballeros de su orden negra, desde donde se iniciaría la reconquista del este de Europa; asesoró a Otto Rahn en su expedición en busca del Grial, diseñó el anillo que deberían llevar todos los miembros de la SS como signo de pertenencia a la hermandad y ejerció de mago y sacerdote en las ceremonias de casamiento de oficiales de la orden y durante los festivales de celebración de los solsticios.
     A la muerte de cada propietario, el anillo debía devolverse a su primer dueño, es decir, a Himmler, quien los guardaba en una especie de relicario en la cripta del castillo de Wewelsburg con una obsesión que, junto a la relación de dominio que establecía con sus portadores, les recordará a los lectores de Tolkien la de Sauron por los anillos del poder. Sin embargo no conviene abundar en las semejanzas, porque de la comparación entre Weisthor y Himmler con Tolkien lo que brillan son las diferencias. Ya vimos en mi artículo anterior que con Snorri Sturlson la mitología nórdica pasó de la religión a la literatura. Tolkien siguió con brillantez ese mismo camino, pero tanto el Reichsführer SS como su Rasputín entendieron que se trataba de historia o, al menos, de pequeños vestigios de la historia íntima de su pueblo. Lo cual les animó, entres otros disparates, a buscar el martillo de Thor y el Santo Grial.
      En principio, si uno no conociera a estos personajes podría dudar de si esta concepción de la mitología fue la causa o la consecuencia de sus delirios paranoicos. Incluso cabría ver en sus demencias algo cómico, ridículo..., si detrás de ellos no hubiera tantos muertos y tanta desolación.                        

7 comentarios:

  1. Abundando en el acrónimo, el apellido Weistor (sin hache) también significa en alemán "la puerta de la sabiduría". Si bien este título tiene extrañas connotaciones cabalísticas nada apropiadas para un caballero ario como Himmler. Considerando que éste fuera duro de oído y no le sonara este apellido a batiburrillo judío, existían una sectas gnósticas, los cainitas, que creían que la mejor forma de conocer a la divinidad era degradarse moralmente hasta alcanzar cotas infames. Y en estas artes singulares nuestro caballero- pederasta y maltratador- era un avisado maestro. Algunas de estas sectas adoraban a Judas, pues sin él no se habría producido el advenimiento del Mesías. En realidad este mistagogo abrió las puertas de la infamia con Himmler, Rosenberg y el cultísimo doctor Goebbels, y sin él quizás no habríamos disfrutado de ese salvapatrias teutón con voz de grulla austríaca. Ignoro si completó el círculo vendiendo a los propios jerifaltes nazis o al propio Hitler en picadillo, pero eso ya es otra historia, motivo para una saga novelística digna de Snorri Sturlson.

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  2. 1. No cargues, Ricardo, con más trabajo al doctor. Dicen las buenas lenguas que llegó a psicoanalizar a alguien tan retorcido como el mismísimo Sherlock Holmes. Y con respecto a estos señores -¿vikingos con frac?- que mencionas, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, pues como demuestra un libro titulado “Aquellos enfermos que nos gobiernan” de las taras mentales no se libran políticos tan populares como Kennedy o Roosvelt. El propio doctor Freud, cuando emigró a Londres, comentó que la civilización había progresado mucho, porque antes lo habrían quemado a él en persona y no a sus libros, como hicieron estos caballeros. ¿Qué me dicen? ¿Qué guardaban más de un cadáver en el armario? De la misma manera que un general americano no encontró fascistas en Italia, tampoco los halló en Alemania. Contaban algunos observadores que aterrizaron en las ruinas del Tercer Reich- algo que tenía mucho más que ver con un escenario teatral que con un país- que no había ningún alemán que no hubiera ocultado un judío en su casa o que hubiera ayudado algún perseguido del régimen nazi; ya ves, en el fondo son buena gente estos germanos. Pero, claro, ya se sabe, alguno tenía que cargar con el muerto y estos señores tan elegantes pagaron el pato.
    2. Le pides al doctor Freud que psicoanalizara a estos personajes. Esto es un imposible. El problema es que este señor tendría que haber psicoanalizado a millones de alemanes y quizás europeos. E.T.A. Hoffmann diría que fueron las propias “fuerzas telúricas” de la naturaleza quienes los auparon; lo mismo habría subrayado Carlyle en “Los Héroes”. El propio Freud hizo un amago en su ensayo sobre las masas y sus discípulos, Fromm y Adler, profundizaron en el asunto- por no mencionar a alguien que no era de su cuerda pero quizás más brillante, Elías Canetti-. Creo que el tratamiento no funcionó, porque en Austria, la tierra natal del doctor, los neonazis son una de las fuerzas más importantes. En Viena, los conciudadanos del doctor colaboraron activamente en la limpieza de estos vecinos “indeseables”. Y parece que no se ha arrepentido de esta labor de limpieza, porque... porque no fueron ellos sino los “ocupantes” alemanes quienes hicieron el trabajo sucio.
    3. Y nuestros políticos, ¿padecen alguna enfermedad? La más conocida es el “Síndrome de la Moncloa”. Nada complicado, algo que se cura con una estancia en el barrio de Lavapiés, en un piso modesto con vistas a la calle. Podríamos ampliar el circuito con el Raval de Barcelona o, para tirar a nuestros lares, el barrio de la Coma, en Burjassot. Una temporada en cualquiera de estos barrios bastaría para curar a nuestro próceres y que estos volvieran a la normalidad.

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  3. ¿Qué tendrán que ver nuestros monclovitas con estos asesinos a gran escala como Hitler y Goering? No frivolicemos. La simple mención está fuera de lugar. Y que yo sepa Lavapies no tiene vistas a la Sierra de Guadarrama, tal vez para que algunos de nuestros dirigentes no les dé el síndrome de altura... Existe el síndrome de Jerusalén ¿Y el de Berchtesgaden? En ese caso habría que clausurar las visitas a Baviera por su alto índice de peligrosidad. Ya se sabe de las consecuencias de una excursión a las pirámides de un corso bajito y con muy mala leche. ¡Cuidado, mucho cuidado con los tipos bajitos! Son los principales candidatos al síndrome de altura.

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  4. 1. Recuerdo haber leído hace tiempo un comentario despectivo sobre la consideración que tenían los nazis -algún jerarca nazi, se entiende- sobre los ingleses en el cual se oponía la impetuosidad ciega de los alemanes a la actitud flemática de unos señores con paraguas. Por desgracia no puedo precisar ya el autor ni el libro donde lo leí, pero se me quedó el sentido de la apostilla del autor, que le daba la vuelta a la valoración nazi, situando aquel rasgo del carácter inglés como uno de los pilares de su democracia. Y ahora que escribo esto me viene que ni pintada una observación de Víctor Klemperer en su estupenda "Lingua tertii imperii -la lengua del Tercer Reich-" cuando explica que el adjetivo "fanático" cobró un matiz encomiástico para aquellos alemanes. O sea..., que vivan los paraguas.
    2. Estimado Anónimo: me sumo a tu indignación y añado una objeción a lo que escribe Huguet:
    no es a Sherlock Holmes a quien debería haber psicoanalizado Freud, sino al doctor Watson.

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  5. Interesante lo de que la Alemania en ruinas era un escenario. Me ha venido a la memoria un reportaje que se titulaba “La Música en el Tercer Reich” en el que compara al nazismo a una gran puesta en escena wagneriana. Hitler quería hacer de la nación alemana una obra de arte y ya se sabe, para que una buena novela salga adelante, hay que eliminar algún personaje que desentone en el guión. Creo que los estalinistas quisieron hacer otro tanto en la Rusia soviética y “no les quedó mal”, si atendemos a los gestos triunfalistas y a los desfiles majestuosos, por no hablar de algunas pinturas que tal vez se habrían colado en algún museo del Pueblo Alemán, sin que se notara la diferencia, sólo con cambiar alguna que otra banderita y el color de la ropa. Lo del decorado me sugiere también los cuentos góticos de Hoffmann y Poe en los que los escenarios tienen mucho de decorado y, aunque nos parezcan de cartón piedra, no dejan de sobrecogernos por ser precisamente eso: emanaciones de nuestras pesadillas.

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  6. 1.Hombres de poca fe. Os remito las pruebas de que el paciente Holmes es un caso perdido, tal como ha diagnosticado el propio doctor Freud. Los datos provienen de la película "Elemental, doctor Freud" (Por el título alguien podría pensar:¿Quién psicoanaliza a quién?) Les remito un resumen del argumento:
    “En el año 1890, el famoso detective Sherlock Holmes se ha convertido en un cocainómano que malvive en Londres. Después de una larga ausencia, su inseparable compañero, el Doctor Watson, vuelve a la capital inglesa para visitarle. Cuando llega a su casa, se encuentra a un Holmes paranoico, pálido y que desconfía hasta de su fiel amigo. Preocupado por su adicción a las drogas, Watson decide llevar al maestro de la deducción a Viena, donde vive el joven psicólogo Sigmund Freud, con la esperanza de que éste le ayude a superar su adicción. A través del psicoanálisis y la hipnosis, Freud intenta curar a Holmes, mediante un tratamiento difícil y tortuoso para adentrarse en el subconsciente del detective. Durante su recuperación, Holmes conoce a otra paciente del doctor Freud, Lola Devereaux, una actriz de teatro que se encuentra completamente traumatizada y que es incapaz de articular palabra. Poco después, Freud y Holmes se ven obligados a resolver un caso de secuestro en el que está involucrada la actriz...”
    2.Como ven, la relación entre nuestro detective y el doctor Freud viene de largo y si no me creen pueden comprobarlo en un artículo titulado "El doctor Freud y Sherlock Holmes" en el que se compara el psicoanálisis con el método holmesiano. Les remito el lead: "Las coincidencias en el método y en la casi milagrosa perspicacia no parecen casuales. ¿Qué hay entre el psicoanalista austriaco y el personaje de Arthur Conan Doyle? Un análisis, tan minucioso como los suyos, puede aportar algunas pistas." La dirección es: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1035

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  7. 1. Respecto a la puesta en escena nazi, amigo Anónimo, Hitler y los suyos tuvieron mucho y bueno donde aprender. Las películas expresionistas de la República de Weimar les enseñaron la importancia del decorado. A diferencia de lo que ocurrió en el cine de vanguardia soviético, en el que lo que contaba era el contraste entre plano y plano, en el alemán el meollo estaba dentro del mismo plano. Para abundar en esta estética en relación al nazismo hay que leer "De Caligari a Hitler", de Sigfried Kracauer.
    2. Y respecto a Holmes, Huguet, puede que no tuviera remedio como paciente de psicoanálisis, pero como personaje litetarario, no solo resucitó por clamor popular, sino que después de muerto Conan Doyle se metamorfoseó por lo menos dos veces: una en un monje franciscano del siglo XIII apellidado como un conocido sabueso -Guillermo de Baskerville- y otra como un médico listillo y colgado de una serie televisiva cuyo apellido empieza y acaba con las mismas letras que las suyas.

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