lunes, 22 de marzo de 2010

Los Presley y los Faulkner

Faulkner y Elvis

Así como Penélope, durante siete meses, tal vez más, deshaciendo a la mañana lo tejido la víspera, y sin adentrarme más allá del punto y aparte que cierra el primer párrafo, así leía yo por la noche el arranque de una novela y trataba de olvidarlo durante el día. En solo quince líneas encontraba el antídoto y el veneno. Su lectura me aliviaba el empacho de ruido y de mala literatura y, al tiempo, me paralizaba. La novela era "El villorrio"; su autor, William Faulkner; y mi intento, inútil. Han pasado diez años de aquello y puedo recordar la descripción del "Recodo del Francés" como si la hubiera leído anoche: "Sus ruinas -el cascarón desvencijado de una quinta monumental, con cuadras y corrales vacilantes, jardines, terrazas y paseos invadidos por la hierba- se denominaba aún el Viejo Francés a pesar de que su delimitación original, ahora existía únicamente en viejos papeles amarillentos, guardados en las oficinas de la Cancillería del tribunal de Jefferson".
     Hay algo hipnótico en la prosa de Faulkner que está por encima de su asunto y que resulta más complicado de explicar que de sentir. En mi caso fue peligroso y, cuando al fin pude leerla sin añadir más trastornos a los míos, mantuvo su poder adictivo. Hubo un tiempo, incluso, cuando leí sus "Relatos", publicados en Anagrama, en que al final de cada uno de ellos me bebía una copita de burbon, en lo que era al mismo tiempo una celebración y una ofrenda.
     En "Entropías", una novela inédita de Javier Fullaondo, leí que entre dos desconocidos cualquiera de Nueva York no había más de cinco personas. Es decir, Fulano conoce a uno que conoce a otro que lo mismo, hasta llegar a Mengano en una cadena que no supera los cinco eslabones. A veces he fantaseado con estas relaciones, también hacia el pasado, descubriendo conexiones inverosímiles.
     La tarde en que llegué a Oxford, Tennessee, en el verano del 2004, mientras buscaba Rowan Oak, la casa en la que vivió Faulkner desde 1930, me recreaba por la calle pensando que cualquier anciano con el que me cruzaba podía valerme de único eslabón hasta él. Pero no es de esa cadena de la que quiero hablar ahora, sino de la que descubrí en aquel viaje en busca de los escenarios de la última parte de mi novela -la que lleva el título de este blog y tiene como protagonista a un imitador de Elvis- entre aquel escritor y el Rey.
     Había tomado unas cuantas notas para trenzar la relación: que Oxford está a 45 millas de Tupelo, casi a medio camino entre éste y Memphis; que los dos fueron malos estudiantes; que cuando medraron se compraron sendas mansiones de antiguas plantaciones de algodón; que ambos frecuentaban el Hotel Peabody, en Memphis; que el mismo exceso que sufrió Elvis por la comida lo padeció Faulkner por el alcohol; la fidelidad que siempre mantuvieron a sus raíces sureñas... Luego ahondé en sus genealogías y me encontré con que tanto el origen en América de los Presley como el de los Faulkner se remonta a emigrantes escoces de principios del XIX. Pero pronto empezaron las divergencias. Un bisabuelo de Faulkner, conocido como el Viejo Coronel, fue un héroe de la Guerra de Secesión que se forró con el contrabando y luego con el ferrocarril y la banca, de modo que aseguró un buen pasar a su descendencia. Los antepasados de Elvis, en cambio, no tuvieron una participación tan lustrosa y, si bien la fidelidad a la causa queda demostrada de sobra con el nombre del abuelo materno: Robert Lee Smith, destaca por lo contrario un tatarabuelo paterno, desertor reincidente. En cualquier caso, la guerra no les sentó bien ni a los Presley ni a los Smith (la familia de su madre), y hasta que en la década de los treinta del siglo pasado se produjeron los movimientos migratorios hacia la ciudad, el oficio más frecuente de los miembros de ambas ramas familiares fue el de aparcero. Por ejemplo, el del padre de Gladys (la madre de Elvis), quien para ampliar los beneficios de una pobre explotación agraria que apenas daba para el mantenimiento de su prole tuvo que echar mano de la destilación clandestina de whisqui. O la misma Gladis, quien ya en Tupelo, trabajadora en una fábrica de ropa, tenía que ir a cosechar el algodón con su Elvis, de apenas un par de años, sujeto con un pañuelo a la espalda. Eran los blancos pobres o, como despectivamente se les denominaba, los "nucas rojas", un término que une a la expresión anterior un origen -del Sur- y un fuerte sentimiento de desprecio que aún está presente en buena parte de la sociedad estadounidense,  incluso en los estados sureños. Y es justo el mundo de esos parias el que ocupa algunas de las mejores novelas de Faulkner. La Addie Bundren de "Mientras agonizo" o Lena Grove, la protagonista de "Luz de agosto" parecen sacadas del árbol genealógico de Elvis. La literatura del escritor de Oxford les honró y les santificó ya para siempre, pero tales honores nunca alcanzaron a las personas cuyos dramas inspiraron aquellas historias, ni tampoco a sus descendientes. Cuando Elvis descollaba tuvo que lidiar contra la indignidad de quienes pretendían insultarlo llamándole paleto del sur, "nuca roja", porque eran incapaces de aceptar el protagonismo que un ritmo procedente de los negros empezaba a tener en la música de todos los americanos. Los blancos cultos y ricos veían como muy peligrosa aquella irrupción explosiva nacida de la pobreza y de la negritud del Sur. En este sentido, no me parece ninguna casualidad que la Universidad de Misisipi se denomine "Ole Miss", que es el femenino de "Ole Massa", el término con el que los esclavos negros se referían al dueño de la plantación.        

5 comentarios:

  1. Tú lo has dicho, Ricardo, sucumbimos a su prosa hipnótica. Con Faulkner se siente uno no en un libro, sino en un trance del que es difícil despertar. Por eso a veces resulta tan complicado seguir sus argumentos porque no tienen un hilo conductor tradicional, vamos saltando de un motivo a otro como si fueran los episodios de un sueño. Ahí radica la “debilidad” de su prosa y su mayor fuerza. Se trata de un viaje psicodélico y, si sobrevives a la experiencia, te levantas con un fuerte dolor de cabeza. Recuerdo cómo Faulkner se inspiró para escribir una de sus obras, creo que era "el sonido y la furia". Una niña se subía a un árbol y otro niño, que era retrasado, se quedaba contemplando sus bragas. Nuestra Elvira Lindo escribió un libro divertido con una niña y sus bragas sucias; Faulkner, en cambio, pergeñó una gran novela. Se trata de un verdadero tour de force, porque a las borracheras narrativas del autor se une un narrador excepcional: el niño retrasado que nos va contando la historia. El idiota, como es de rigor, sólo está capacitado para decir idioteces. A las ocurrencias borgeanas de si el emperador de Rusia es un mono, se superpone una versión mejorada: el mismo Dios, en su hipóstasis literaria del narrador retrasado, es un idiota que cuenta la vida de los simples mortales y, de este modo, todas nuestras grandes aspiraciones, con todas sus manifestaciones de sabiduría, se reducen a ruido y furia.

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  2. El título de "El sonido y la furia" lo tomó de Shakespeare: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada” (Macbeth, Acto V, Escena V). Es verdad que cuando se leen sus novelas -y muy en particular ésta- a veces te sientes desorientado porque se te escapa el significado de esto y lo otro o porque no aciertas a situar los hechos en un contexto ordenado, sinembargo uno tiene la sensación de que en ese lío hay latente una verdad tremenda, y eso te sobrecoge y te deja como si estuvieras escuchando un oráculo que de ningún modo te es ajeno.

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  3. Algunos elementos de tu artículo me hacen pensar en "Roots", aquella serie de la tele que estrenaron cuando era crío. Se emitía aquí los domingos por la noche y creó verdadera conmoción, si bien fue poca cosa en comparación con la que generó en los USA, donde se decía que incluso el número de delitos descendía durante la emisión, de lo que se infería que gangsters y mafiosos también la veían. Parece que se puso de moda entonces entre los negros ponerse a investigar su árbol genealógico, en cuya raíz esperaban encontrarse con el jefe de tal tribu de Mozambique que dirigía los rezos y el tam tam. A la mayoría les engañaron como a chinos los numerosos desaprensivos que se declaraban "genealogistas": les sacaron la pasta contándoles cuatro mentiras resultado de "profundas investigaciones" que al pagano le dejaban contento. En fin...

    Por cierto, buena excusa te das para un buen burbon, perillán.

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  4. Me acuerdo de las penalidades del pobre Kunta Kinte, pero muy vagamente. Recuerdo, sobre todo, lo de cuando lo raptaron los negreros, las escenas del viaje, la venta en el mercado de esclavos y algunas sevicias en la plantación, pero hace ya tantos años de eso, que se me entremezclan los recuerdos con los de una novela de Baroja que trata de los negreros: "Los piratas de altura", en la que, por cierto, aparece un genealogista en las primeras páginas, como para avalar la matraca que da el autor luego con la historia familiar de algunos marinos vascos. "Todos somos hijos de nuestras obras" decía Cervantes, pero como las obras de la mayoría son una auténtica porquería, a mucha gente le gusta eso de ponerse un noble en su vida, así que igual que se tapiza uno el sillón de terciopelo o se pone estuco dorado en el salón, pues va a un genealogista y luego se enmarca el dibujo de un escudo heráldico sobre una cartulina con pinta de pergamino. Hay una anécdota literaria divertidísima sobre este tema en "Las aventuras del buen soldado Svejk" en la que las genealogías adulteradas son las de unos chuchos vagabundos a los que Svejk da casi tanta nobleza como a la Reina de Inglaterra.

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  5. Corrijo el título de la novela de Baroja: "Los pilotos de altura" (pequeño lapsus).

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