Ya he contado alguna vez que el inicio de esta aventura literaria y vital que se concreta en una novela titulada Zapatos de ante azul -la veranovela de un imitador del Rey no partió de mi afición a la música o a la
figura de Elvis. De hecho mi recuerdo más remoto al respecto va a
asociado al chasco cuando en las tardes de domingo pasaban en la tele
alguno de sus infumables musicales, en vez de una de vaqueros, de
piratas, de detectives o de Tarzán. El inicio de Zapatos... fue la lectura en "El País" de un artículo sobre el culto a Elvis en el que el periodista recogía el testimonio de una mujer que afirmaba que se había curado milagrosamente de su paraplejia tras haberle tocado el paquete al cantante en un concierto. Más allá de la sonrisa o la mueca que pueda despertar semejante terapia, estaba el hecho de que aquella mujer creía en su propia afirmación. Y no era un testimonio único: las curaciones milagrosas por intercesión del Rey se repetían de un modo asombroso. A partir de ahí inicié una investigación sobre cómo se podía llegar hasta aquel punto de devoción. Para ello leí tanto ensayos y estudios sociológicos como revistas repletas de artículos delirantes, conocí a seguidores de Elvis, viajé a Memphis, alquilé un coche y recorrí el Misisipi, siguiendo las huellas de Elvis Presley, de Faulkner y de Ignatius J. Reilly en el paisaje, en ciudades y villorrios del delta del gran río. El resultado de todo esto hubiera podido ser un ensayo muy parecido a Elvis people -the cult of the king, de Ted Harrison, experto en religiones de la BBC, quien encuentra en el fenómeno de los "fans" concomitancias muy próximas a las que explican el nacimiento del cristianismo. El caso es que lo que en principio iba a ser un relato se desbordó por las enormes y complejas dimensiones de sus protagonistas en esta novela, que empieza así:
"Ese hombre sentado que ahora levanta su jarra de cerveza y la vacía
de un trago mientras con el pie derecho sigue el ritmo de I will
survive, que con voz arrastrada destroza un émulo de Gloria
Gaynor sobre el minúsculo escenario, se llama Elvis, así a secas,
aunque algunos, los que le conocen de más tiempo, le llaman a veces
Chico Elvis, y otros, los menos, Travolta o Toni Manero, porque dicen
que se parece a John Travolta, pero no tan alto, bastante más grueso
y con menos pelo. Hace apenas una hora interpretaba su versión de
zapatos de ante azul: “una por la pasta,/ dos por el show,/
tres, prepárate,/ venga, tío, voy...”, pero son las dos de un
sábado y apenas hay clientela, sólo dos parejas que hace tiempo que
han apurado sus copas y que no tienen pinta de consumir más, conque
cuando termina la diva –lánguidos aplausos-, él se levanta y dice
¡vamos a cerrar! Los otros perezosamente lo imitan, se van, y él,
como aún tiene que esperar a que su acompañante de cartel se baje
de sus botas y se vista de calle, aprovecha y, mientras, retira los
vasos, vacía los ceniceros, limpia las mesas y barre un poco el
piso. Aquél, desde un cuarto de baño repleto hasta el techo de
cajas de cerveza le grita Elvis, ¿que no hay gas?, y él: ¡se acabó
ayer! Dúchate con agua fría, que no te vas a constipar, guapa. Y
aunque todavía queda bastante porquería en el suelo, sobre todo
colillas y tierra de la obra de al lado, que por mucho que barras se
cuela por todos los rincones, deja la escoba y se sienta de nuevo.
¡Date prisa, no te me vayas a poner ahora estupenda, que es lo que
me faltaba! Tranquilo, sólo es una duchita rápida y ya estoy. Una
duchita rápida y ya está; la madre que lo parió, dice Elvis, y al
cabo de unos minutos se levanta, coge una bayeta de detrás de la
barra y se pone a quitar el polvo al cuadro del Rey que hay pintado
en la pared del fondo, a la izquierda, junto al escenario.
El no
se ducha aquí, ya se duchará en casa si le apetece. Maqueado a
pesar del calor con su traje John Belushi, la camisa blanca y sus
botas de tacón cubano, casi siempre actúa con su ropa de calle, por
lo menos aquí, en "Las Cuatro Rosas", en las galas de
Bolos es diferente, más festivo, como este Elvis de la pared, en
blanco y oro, perfilado en negro, un brazo en alto y el otro al
frente, como tendiendo el micrófono al público para que coree el
estribillo, but don´t you step on my blue suede shoes..., una pierna
parece mucho más corta que la otra, y las cejas..., se les ha ido la
mano con las cejas, ...anything that you wanna do. El tupé es lo que
más me gusta, y el rótulo que hay debajo de la pintura: "Elvis
Presley, el Rey". Lay off of my shoes... y en eso que sale Doli
y dice si le sigues frotando así, le vas a poner cachondo. Elvis se
da la vuelta; ya era hora, responde. Y la otra, qué culpa tiene una
si le gusta estar limpia y no ir por ahí oliendo a jamón.
Doli
-abreviatura familiar de María Dolores- lleva un vestidito ceñido y
calza unas zapatillas del cuarenta y dos por donde asoma el antiguo
Manolo.
-Venga,
cerrando, dice Elvis con desgana.
En la
placeta no hay nadie. Ella despotrica contra la finca que están
construyendo. Elvis asiente con monosílabos. Luego ella se calla y
siguen en silencio hasta el Mercado. Allí Doli encuentra a una
conocida, y Elvis se despide y continúa solo. En la Bolsería pasa
por enfrente de un garito donde adolescentes embutidos en vaqueros y
camisetas alardean de atributos mientras beben cerveza y oyen música
de Los Rodríguez. Uno de ellos le grita ¡Eh, Elvis! Él sigue
caminando, atraviesa la zona de bares y al poco ya está en casa.
Es un
tercero pequeño y mal ventilado, que huele a ambientador revenido,
sudor añejo, polvo y hierbas. En su comedor-salita-cocina un hombre
delgado de unos cuarenta y pico lee arrellanado en un sillón de hule
un artículo del "Muy Interesante". Elvis saluda y antes
de sentarse en el otro sillón coge una cerveza de la nevera. ¿Qué
tal la nueva infunsión? -pregunta-. Ya ves –responde el otro-.
Pues sí que estamos bien. Y a ti, ¿qué? Bah, nada especial,
muy poca gente -dice, abre la lata de cerveza y bebe un trago-. Oye,
pero si estás empapado de sudor. Sí, es que de momento, hasta que
lleve los otros a que me los arreglen, sólo tengo el Viva Las Vegas
y éste... Los trajes se pueden entrar, pero no al revés; tienes que
hacerme caso, Chico, te sobran por lo menos diez kilos. Ya, si lo
tengo pensado, no creas. Un día de estos voy a racionarme las
birras. Sí, un día de estos. No te pongas borde -concluye Elvis, y
ya no se dicen nada más, uno vuelve a su revista y el otro, a su
cerveza, hasta que Elvis descubre un acuario sobre el aparador donde
antes se apilaban sus cintas de música. ¡Y esto! –exclama- ¿qué
es esto?, ¿dónde están mis cintas? Tranquilo, están ahí, en el
suelo, las he puesto en unas cajas de zapatos. Es que he tenido que
traerme unas pirañas porque últimamente en la tienda están muy
nerviosas y no comen nada, a ver si aquí puedo sacarlas adelante.
Ah, muy bien, pirañas, y te las traes a casa para una cura de
reposo. Pues espero que no les moleste la música. ¿Y qué comen?
Allí les damos liviano o cebo vivo. ¡Cebo vivo! Bueno, eso es lo
suyo, yo, de momento, lo estoy intentando con trocitos de longaniza y
mortadela, y parece que les va. Ah, cojonudo, les alabo el gusto,
porque eso es justo lo que iba a almorzar mañana. Ahora para estar
en paz supongo que tendré que freírmelas como boquerones, porque ya
he visto que la nevera está pelada. Claro, como te ha dado pena
dejártelas solas, las pobres, pues has dicho para qué voy a ir a
comprar si total es un día y además a Elvis le va a venir fenomenal
un poco de ayuno a ver si pierde algunos de esos kilos que le sobran
y se puede cambiar el traje que lleva. Tú, como te puedes pasar con
tus sopas de mijo y un poco de alpiste, pues no hay problema, eh.
-Chico,
ahí encima de la nevera está el calendario. Hoy te tocaba a ti.
-¡A
mí! ¡Qué dices! Pero si lo he comprobado esta mañana -alcanza el
calendario, lo mira y se lo tiende a Angelito- ¿Ves? Círculo azul,
te lo he dicho.
-A
ver..., Chico, hoy es día veintiséis, círculo rojo, te tocaba a ti
hacer la compra.
-Veintiséis,
¿estás seguro? Ah, bueno, pues me he confundido. Y ¿cuánto tiempo
se van a quedar tus inquilinos?
-Creo
que una semana será suficiente.
-Pues
tapa bien tus pirañas, que Elmer es capaz de merendárselas, eh.
Bueno, me voy a la piltra.
-Yo
me quedo a leer un poco más -dice Angelito, y se sumerge de nuevo en
un artículo sobre las propiedades de las gemas, a la espera de que
la lectura, el cansancio y esa nueva infusión de boldo y caléndula
hagan efecto.
La
habitación de Elvis es un cubículo ocupado en su totalidad por una
cama, una mesa estrecha, una silla de enea y un armario ropero en
cuyo altillo se amontonan varias cajas de discos y de revistas. En la
pared del fondo, sobre el cabezal de la cama, hay una ventana que da
al patio de luces; la cama está arrimada a la pared de la derecha,
de donde cuelga una fotografía enmarcada de Elvis en su última
etapa en Las Vegas, justo enfrente de un espejo que, en la pared
opuesta, se sitúa dos palmos por encima de la mesa. Una lámpara
esférica de cristal blanco traslúcido, colgada del techo, y otro
cartel, pegado en la puerta derecha del armario ropero (la cual para
poder abrirse requiere un pequeño desplazamiento lateral de la cama)
completan la decoración de un cuarto pintado hace años de gris
verdoso.
La
imagen de ese cartel es la de la fachada de una mansión revestida en
piedra, con un pórtico central coronado por un tímpano y sustentado
por cuatro grandes columnas de orden corintio, todo él de mármol
blanco. Es un edificio enmarcado por unos robles centenarios, que
despierta evocaciones a un pasado fastuoso. Bailes de las debutantes
y esclavos recolectando el algodón, criadas con cofia y oficiales
sudistas atravesando con urgencia salones aristocráticos.
El porqué de su ubicación en un lugar tan estratégico, desde el
cual puede ser observado por Elvis cuando está en la cama, de modo
que a menudo es lo último que ve antes de dormirse o lo primero
cuando se despierta, ya lo habrá adivinado algún lector: esa
elegante mansión colonial, construida en 1939 a escasos kilómetros
del centro de Memphis, perteneció a una tal Grace Moore, cuyos
herederos vendieron en marzo de 1957 por dos mil quinientos dólares
a Elvis Aaron Presley. Es Graceland, la residencia definitiva del Rey
hasta su muerte, veinte años más tarde."
Me alegra volver a verte, aunque sean tan esporádicas tus apariciones, por este erial de blogger. He pensado muchas veces en esas concomitancias a las que se refiere el tal Ted Harrison. Piensa que la supuesta orgía de los años sesenta se cerró con un musical particularmente hortera pero tan significativo como Jesucristo Superstar. Milagros, resurrección, implantación de manos, martirio, estampitas de santos... sí, los fenómenos de masas terminan trayéndonos también toda esta tramoya, quizá no hayan cambiado tanto en dos mil años. Hace años, acompañando a un amigo obsesionadísimo con los Beatles a una exposición que se celebraba en Valencia sobre los chicos de Liverpool observé pasmado que a la entrada había un altar de aire budista en homenaje a George Harrison. Había puestos de "especialistas" que vendían cosas sobre el grupo, tipos en la mayoría bastante frikis que uno sospecha que aparecen en todo este tipo de celebraciones donde sospecho que se suelen encontrar con otros como ellos venidos de diversos lugares.
ResponderEliminarGracias, David. Una de las semejanzas que me resultan más llamativas entre la consagración de los intérpretes de lo religioso y de lo musical es el asunto de las reliquias, que cuando uno mira hacia atrás, hacia aquella Edad Media, al comercio que se traían los cruzados que volvían de Tierra Santa, por ejemplo, con trocitos de la vera cruz que juntos podrían calentar un alto horno, le sorprende hasta el disparate. Y, sin embargo, aquello que suena tan ajeno es ni más ni menos lo mismo que ocurre en cualquier concierto de música moderna. Y es justamente a Elvis a quien le corresponde el honor de haber sido el iniciador de esta nueva fe en las reliquias. En Tupelo, en el museo dedicado a la devoción del Rey, la exposición de objetos vinculados a su persona recuerda mucho a las capillas o sacristías de algunas ermitas de nuestros pueblos atiborradas de exvotos.
EliminarAlgún día te hablaré de cierto monasterio, muy cercano a Pinoso, donde el fraile que me guiaba por el antiquísimo recinto no paraba de mostrarnos maravillas, incluso hasta caer en el pecado de soberbia. "No encontrarán ustedes un lugar como éste en toda la cristiandad". Allí había prepucios de santos, uñas, dientes, manuscritos sagrados, incluso un trozo de esa madera de la cruz divina con la que, como tú dices, se podrían alimentar los altos hornos.
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