jueves, 12 de julio de 2012

¡ Leed, leed, malditos !

     La necesidad de consumir historias forma parte de nuestro código genético, al punto de que cuando terminamos la jornada y nos acostamos nos las seguimos suministrando en forma de sueños. Durante milenios el agente que satisfacía colectivamente esta necesidad fue uno más de la tribu, en torno a un fuego, bajo el cobijo de una cueva. Luego se inventaron las chozas, los apartamentos en la playa y los bares, pero los elementos del acto narrativo, por lo menos hasta que llegó la tele,  siguieron siendo básicamente los mismos. En uno de los textos fundacionales de nuestra cultura -la "Odisea"- leemos con emoción en su canto octavo cómo, después del convite al que le agasajan, el aedo Demódoco solaza a Ulises y a su tripulación con el relato de sus hazañas en Troya. El héroe se cubre el rostro para ocultar las lágrimas a su anfitrión, el rey Antínoo, quien como el aedo y el resto de la corte desconocen la identidad del favorito de Atenea. El lector hoy, en la tranquilidad de su cueva, o el griego entonces, tras el banquete o en medio del bullicio del ágora, cuando escuchaba a otro aedo narrar esa misma historia, compartía con Ulises el secreto y, por ende, su emoción. El acto de de contar le hurtaba -y le hurta- de su rutina y le ponía en un palacio, codo con codo junto a uno de los mayores héroes de todos los tiempos. 
     Los que hemos sido educados en la lectura hemos descubierto sin que nadie nos lo explique ese poder traslatorio y transformador de la lectura. En lo personal, fue "La isla del tesoro", leída un verano muy lejano en un pueblo abandonado, por más señas en la residencia alquilada por mis tíos al arquitecto de la presa que había anegado al pueblo, una especie de Comala umbría, cuyos fantasmas pululaban en torno a aquella mansión enorme donde Alan Bates hubiera sido feliz. Desde allí, todas las tardes, huía yo a bordo de "La Hispaniola".
     En las cartas desde su destierro siberiano escribía Dostoyevski a su familia que en vez de fiambres le enviaran libros, que era el alimento compartido que necesitaba su alma. La comida podía enriquecer su dieta carcelaria, pero estos le salvaban la vida.
     Llevo más de veinte años haciendo que mis alumnos entiendan esa elección, pero como ellos no tienen el alma siberiana nunca les doy por si acaso a elegir entre el bocadillo del recreo y unas lecturas, porque es penoso que a uno le interrumpan un discurso encendido sobre lo sublime con movimientos nerviosos, chasquidos de lengua y, por fin, con una explicación inapelable: "es que ya ha sonado".
     Seguramente los artífices de la ley de conmutación de condena por lectura que ha puesto en vigor el gobierno de Brasil son gente leída, les da igual que ya haya sonado hace mucho en las vidas de los presos (y lo que estos puedan decir al respecto) y confían en las virtudes de los libros. Quizás demasiado pensará más de uno, pero, en cualquier caso, es gente más generosa y atrevida que los responsables de la política penitenciaria de Cataluña, que, en un dechado de ocurrencia, para estar a tono con la crisis, han dispuesto privar de la merienda a los presos, considerando quizás que el ayuno es la antesala, si no de la santidad, al menos de la beatitud. No sé, pero me da que a estos irresponsables les deberían aplicar el método brasileño, pero en sentido inverso, ¿no les parece? ¡A la calle! Y que lean más.

1 comentario:

  1. No confío -o no debería confiar- en nadie que no lea, como poco, unos 40 libros al año (el best-seller, evidentemente, no cuenta), y aun así son pocos.

    El placer por la literatura clásica, y más especialmente por la decimonónica-francesa y la europea-central del XX, siempre, desde los 15 años, ahora son 22, siempre -fortuna- me ha acompañado. Hace relativamente poco, además, he descubierto a dos contemporáneos bastante interesantes: Houellebecq y Nothomb, a su modo están bien.

    Un abrazo.

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