martes, 22 de marzo de 2011

Goncharov

"Oblómov" y el ímpetu

     En los lejanos años de mi adolescencia empecé a sentir una atracción hacia la literatura y geografía rusas que nunca me ha abandonado. Cómo y cuándo surgió es algo de lo que no estoy seguro, pero todas las prospecciones en mis recuerdos me llevan a dos novelas, curiosamente ninguna de escritor de aquella nacionalidad: "Miguel Strogoff", de Julio Verne, y "Los horrores de Siberia", de Emilio Salgari. En ellas descubrí la estepa, los bosques inmensos de abedules, las nieves perpetuas, las noches boreales..., el chasquido del knut y las distancias en verstas. Quizás estas fueron mis primeras palabras rusas. Luego vinieron "ucase", "samovar", "mujic"... y otras, pero en el contraste entre aquellas dos se encontraba ya la oposición que latía en las páginas de Verne y de Salgari: la tiranía y el ansia de libertad: el látigo y el paisaje siberiano. Han pasado ya tantos años..., pero nunca he querido releerlas: prefiero el ardor y los sueños que despertaron en aquel adolescente a mi juicio resabiado de adulto.
     De mis siguientes lecturas rusas me detengo hoy en dos obras de Iván Alexándrovich Goncharov, vinculadas también a sendas palabras. La primera es "Oblomov", de 1859, que gira en torno a las vicisitudes de un noble sensible, inteligente y rico cuya principal afición es quedarse tumbado en la cama pensando con gran perspicacia en los problemas que afectan tanto a su vida privada como a su hacienda y elaborando proyectos que nunca lleva a cabo. Rescato de ella gracias a notas y subrayados de hace veinte años el siguiente fragmento, que corresponde a cuando Olga, la joven de quien está enamorado, abandona desesperada sus intentos por salvarlo de su indolencia enfermiza:
     "-¿Por qué había fracasado todo? -preguntó de pronto, alzando la cabeza-. ¿Quién te maldijo, Iliá? ¿Qué has hecho? Eres bueno, inteligente, noble, delicado... y ¡te estás perdiendo! ¿Qué es lo que te pierde? ¿Tiene nombre ese mal?
     -Lo tiene -susurró apenas Oblómov.
     Olga fijó en él una mirada interrogante llena de lágrimas.
     -¡Oblomovismo! -susurró él.
     (III Parte, capítulo XII. Editorial Cupsa. Traducción de Lydia Kúper)
     En el siglo XIX el oblomovismo fue un mal endémico entre la aristocracia terrateniente rusa, que Goncharov satiriza con ingenio y señala como una de las causas del atraso de su país con respecto a otros de Europa. Sin embargo hay algo en ese personaje y en ese mal que va más allá de tales circunstancias y que, cuando leía la novela, me inquietaba y replegaba mi sonrisa antes de que se extendiera entre ambas comisuras. Era una sospecha apenas insinuada, un vago temor que ahuyentaba con el mismo gesto torpe con el que se aparta a una mosca de la cara: ¿tendría yo algo de oblomovismo en la sangre?, ¿sería contagioso? ¿o se contraería con la edad?
     Con el paso de los años he ido respondiéndome de diferentes maneras a esas preguntas, y, cuando había dado con una respuesta que más o menos me satisfacía sin violentar demasiado mis sueños siberianos de adolescente, cae en mis manos "El mal del ímpetu", también de Goncharov, mucho más breve que "Oblómov", pero tan divertida y mordaz como aquella, de la que es el ying de su yan, y que me ha fastidiado inoculándome con su lectura la duda de si esta mania que me ha entrado de ir a Siberia a buscar setas no será un síntoma de que yo también padezco el mal del ímpetu.    
      La naturaleza de tal afección la presenta Goncharov en un inicio de relato magistral: "¿Han leído ustedes, muy señores míos, o por lo menos han oído hablar de ese extraño mal que antaño padecieron los niños tanto en Alemania como en Francia y que no tiene nombre ni ha quedado registrado en los anales de la medicina? Se trataba de una dolencia que creaba en ellos la necesidad imperiosa de subir al monte Saint Michel (creo que en Normandía)". (Editorial Minúscula. Barcelona, 2010. Traducción de Selma Ancira).
     En su historia los afectados son los Zúrov, "una familia irreprochable, fina y culta" de Petersburgo que  somete a sus allegados a una pasión perversa por las actividades al aire libre y, en especial, por las caminatas interminables. A diferencia de lo ocurrido con "Oblómov", la excentricidad de los Zúrov no ha derivado en el sustantivo "zurovismo", quizás porque el mal del ímpetu está tan extendido que ni siquiera tenemos conciencia de su condición patológica. Sin embargo, a finales del XVIII y principios del XIX a ojos de cualquier persona decente resultaba tan llamativo como la viruela. Una nota a pie de página a la cita de un "Folleto científico sobre los estragos del cólera en Moscú" que encabeza el relato no deja dudas al respecto: "Christian Ivánovich Lóder (1753-1832), médico personal de Alejandro I, fue el fundador en Moscú de una clínica de aguas termales artificiales en las que se aplicaba un novedosísimo sistema de curación. Además de beberse las aguas minerales y bañarse en las fuentes de aguas termales, los enfermos debían realizar ejercicios ligeros al aire libre. El espectáculo de aquellos nobles endomingados que circulaban sin ton ni son a buen ritmo por las veredas de los jardines de la clínica, suscitaba la curiosidad de la gente del pueblo que, embobada, pasaba largas horas observándolos desde la verja del jardín. Desde entonces el apellido del médico pasó a ser en ruso un sustantivo que significa holgazán, haragán." 
   

8 comentarios:

  1. Curioso el retrato del post. El que yo recuerdo reflejaba a un hombre mayor con los ojos vidriosos, afectado de oblomivitis. Este, en cambio, nos muestra a un hombre enérgico cuyas pupilas destilan zurovismo. La propia familia real rusa era una prueba de ambas pasiones. Y es que la historia de este país ha manifestado siempre una personalidad bipolar que alternaba, incluso durante el bolchevismo, el inmovilismo helado y la pasión por la aventura (¿La revolución?). Tal vez de ello se derive el tópico de la melancolía eslava, seña distintiva del fatalismo ruso. ¿Para qué actuar si todo está abocado al fracaso?

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  2. En favor de lo que dices sobre la bipolaridad, amigo anónimo, está el hecho de que en "Oblómov" el personaje antitético de éste es un ruso de origen alemán. Y respecto al retrato, lamento no haber podido escribir debajo el nombre de su autor, pero es que no lo he encontrado. Si alguien me lo dice, se lo agradecería.

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  3. ¿Y qué me dices de "dacha" y de "isba"?

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  4. "Isba" y "dacha"... ¡Konechno! Spasiva.

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  5. Al leer el artículo me ha dado un ataque de oblomovitis y, al igual que nuestro protagonista, me han entrado ganas de no moverme de la cama. Recuerdo un personaje de un cuento de Henry James que estaba sentado en una cafetería durante horas pensando en la mona de pascua. ¡Como es posible! Un hijo de la industriosa Norteamérica pregonando la ociosidad y el dolce fare niente. Es una blasfemia sólo comparable a la del yerno de Marx, quien escribió un elogio de la holgazanería. En la vieja Francia, cuna de la exquisita conversación y la buena mesa, se predicó el gusto por “flanear”, el simple deambular por las calles sin ningún objetivo concreto, por el simple gusto de pasear. En Alemania existe desde el siglo diecinueve la hermosa costumbre de pasear por el bosque para aclarar las ideas o relajar el cuerpo, nada que ver con el espíritu deportivo de nuestros días. Beethoven y Nietzsche paseaban cada día antes de una jornada de trabajo. Baudelaire ignoró los paisajes que le mostraban los países exóticos que visitaba y no se molestó en salir de su camarote, porque le bastaba el “flanear” de su espíritu, no necesitaba algo “exótico” para excitar sus fantasías perversas. Onetti, al igual que el holgazán que llevaban a enterrar, se tumbó en la cama y ya no se levantó hasta su muerte. ¿Para qué? Entre tedio y tedio escribió una decena de libros. Tenía un gran precedente: un Marcel Proust niño que “En busca del tiempo perdido”, en plena revolución industrial y pasión por la vida saludable al aire libre, no se levanta de la cama durante varias decenas de páginas, haciendo dudar al lector de que lo llegue a hacer alguna vez. Ese viajar con un itinerario, con un objetivo concreto, es comparable a no permitir dejar flanear el pensamiento. Este debe estar ocupado en algo deliberadamente práctico o útil. Contemplar una montaña, pasear disfrutando del paisaje ya no tiene sentido- para eso están las postales ¿no?-. Las montañas, los ríos, el mar son un pretexto para practicar algún deporte. No en balde, cuando Thomas Mann daba sus paseos por Norteamérica, cada dos por tres varios conductores, asombrados, se paraban para recogerle y le preguntaban: “¿Le llevo, abuelo?” No se habrían extrañado de que este señor corriera con chándal, lo que le habría convertido de antigualla en precursor de una nueva moda o epidemia.

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  6. Gracias por tu interesantísimo comentario, Joaquín, que me anima a contestarte no con un par de líneas, sino con mi próximo artículo. Vale aquí, pues, sólo mi agradecimiento y un recuerdo a otro autor que ya criticó anticipándose a ellas tres fiebres que sacudirían el siglo XX: la de la ópera, la de la gastronomía y la del deporte. Fue el gran Josep Pla; quién si no.

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  7. Lo compré hace dos días. Ahora mismo iba a ponerme con él... A ver...

    Te recomiendo "A contrapelo" de Huysmans, muy ruso... ;)

    Salut!

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  8. Gracias por tu recomendación, Alfred. Lo cierto es que no he leído la novela de Huysmans y, aunque estoy bastante al corriente de sus circunstancias literarias, no había oído nunca esa consideración de "muy ruso" para ella, lo cual no hace sino reforzar su condición de "obra pendiente".

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