lunes, 22 de febrero de 2010

Nueva Orleans

Nueva Orleans, Ignatius J. Reilly y yo (1)


       Llegué a Nueva Orleans como quien se deja arrastrar por la corriente, envuelto por el rumor del río, que en el coche sonaba a los blues de RL Burnside y de Son House. Desde Natchez, en Tennessee, había seguido carreteras secundarias, en medio de bosques pantanosos, cruzando de vez en cuando pueblos de casas dispersas, todos con su iglesia de madera y su almacén de venta de todo; algunos con tienda de antigüedades, y muy pocos -recuerdo aquí el nombre prometedor de uno de ellos: Felicia- con un restaurante donde detenerse. Pero al converger con la interestatal que une Baton Rouge con Nueva Orleans, cambia la escala del mapa y uno se siente insignificante en una autopista anchísima que parece colgar sobre los bayous. Entonces, a medida que te acercas a la ciudad, aumenta esa inquietud del viajero cuando no conoce su destino y llega sin avisar, obligado a perderse a la búsqueda de una habitación por intrincados laberintos de calles y avenidas con la amenaza permanente del cartel de "no vacancies". Hay algo hostil en ese tránsito de lo abstracto a lo concreto, que por suerte no dura más que unas horas, se disipa tras el paso por el váter y la ducha y empieza a invertir su signo cuando te sientas en la terraza de un bar en la plaza de Juan Pablo II (antes del Cabildo) con un amigo y sendas cervezas. Ahí estiras las piernas, das un sorbo y te relames, ves a la gente pasar, comentas chorradas y en ese momento te sientes como Napoleón. Por desgracia, no mucho, porque de pronto y sin avisar, junto a la estatua ecuestre de no sé quién saludando a su querida, aparecen como funesto presagio de la venida del Katrina (un año antes del desastre), dos adolescentes con la cintura del pantalón por debajo de las nalgas y los gallumbos por bandera. Es en ese momento cuando se te cae al suelo toda tu geometría y tu teología.
     A un paseo de esa plaza, frente a unos grandes almacenes de Canal Street, Ignatius J. Reilly, el inolvidable protagonista de "La conjura de los necios", inicia su periplo por la novela "estudiando a la multitud en busca de  signos de mal gusto en el vestir". Ahora ya hemos aprendido a convivir con esa moda calzoncillera, pero entonces más que una audacia urbana parecía un delirio capaz por sí solo de cerrar la válvula pilórica de Ignatius si algún escritor hubiera tenido suficientes huevos literarios como para revivirlo. Tal vez fue el recuerdo inconsciente de la lectura de aquella primera página lo que me llevó por esas mismas calles en busca de una tienda donde comprarme una alternativa decente a mis ridículos pantalones cortos de turista. En cualquier caso, basta con un poco de atención durante el callejeo para descubrir en la Nueva Orleans de hoy la presencia de aquélla de principios de los sesenta que John Kennedy Toole licuó en tinta en una de las novelas más divertidas de todo el siglo XX. La cita de Jonathan Swift con que se abre, leída ahora, sorprende por su triste clarividencia: "Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificarse por este signo: todos los necios se conjuran contra él". Toole era un genio de la literatura, de eso no hay duda, y su novela mereció el unánime rechazo de los editores a los que se la presentó, pero él no se dio cuenta de que ese era el peaje de su grandeza. Y ahí se acabó su humor, y se suicidó.
       Mi carrera literaria ha sido un airoso paseo de fracaso en fracaso; colecciono unas cuantas cartas de editores que me han devuelto mis manuscritos y no me cabe ninguna duda acerca de mi falta de genio. Cuando era más joven esto me dolía y como lo de suicidarme siempre me ha dado pereza y un poco de grima, escribí un relato titulado "Asesinato frustrado en el comité lector" (se puede leer un buen fragmento del libro al que pertenece buscando "La gran ilusión (relatos para supervivientes)" en Google libros), donde un escritor despechado se planta en una editorial armado con un mechero en forma de pistola dispuesto a montarla. Ese escritor, que de algún modo era yo, ya no se presentaría en plan justiciero en defensa de ninguno de mis escritos: que se defiendan solos. Pero, eso sí, cuando leo la coletilla que suele cerrar las cartas de rechazo de las editoriales ("Muchas gracias por haber pensado en nosotros, pero su obra no se ajusta a lo que nosotros buscamos, bla, bla, bla"), casi que estoy por darles las gracias, porque, vistos sus hallazgos, me consuelo como un necio y a veces pienso que es preferible que no me encuentren.     

11 comentarios:

  1. Los “necios” no dejan nada al azar y tienen bien cubiertas las espaldas. Te lanzaran una excusa brillante como: “No publicamos su novela pese a sus indudables cualidades literarias... lamentablemente la historia de la literatura está llena de grandes fallos, de grandes olvidos.” Una falsa modestia que encierra un culto fariseo. Agentes y editores dicen adorar a Shakespeare pero comercian con Dan Brown, y venderían al mismísimo Cervantes por las memorias de Belén Esteban. Les ocurre lo de la película de Ordet: cuando en el seno de una familia supuestamente religiosa se produce la Segunda Venida de Jesucristo, ellos siguen adorando un simulacro y encierran al Mesías en un manicomio. A fin de cuentas, el dicterio de Swift es un resumen del Quijote, del Idiota de Dostoyesky, y lo que es más lamentable, de su propio autor, quien, tras visitar durante años el asilo de Bedlam, culminó la mayor de sus obsesiones: morir loco.

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  2. Hace tiempo que espero de ti el relato de esas visitas de Swift al manicomio. Cuando te decidas a pasar de las charlas de café al folio, no solo tus cómplices podremos disfrutar de tus historias. Pero, te advierto, será inevitable que tengas mucha paciencia con los necios.

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  3. Estoy de acuerdo, Ricardo. Leyendo esta entrada he recordado el divertido opúsculo de Carlo M. Cipolla (Allegro ma non troppo), en el que hace un ensayo de la estupidez humana siguiendo un análisis marginalista típico de la economía neoclásica. Una de las conclusiones es que los estúpidos, necios en este caso, pueden resultar letales y hay que huir de ellos como de la peste. Esto es algo harto complicado pues la estupidez humana sigue una distribución uniforme en todos los segmentos de población; por eso encontramos albañiles estúpidos, jueces estúpido, profesores estúpidos o agentes literarios estúpidos. Como muestra del ensayo de Cipolla, ahí va una pequeña muestra: "Una criatura estúpida os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables y más impensables. No existe modo alguno racional de prever si , cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque. Frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmado".

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  4. Una de las ventajas del blog es que uno puede leer comentarios tan buenos como los vuestros. Gracias por tu referencia al libro de Cipolla; no lo conocía, pero me han entrado ganas de leerlo.

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  5. Hablando de los necios nadie se da por aludido. Pues, como decía Swift, cada uno piensa que la sátira va dirigida al prójimo. Un caso muy llamativo es el de Flaubert. Se pasó toda la vida recogiendo en sus cuadernos testimonios de la estupidez humana. Charles Bovary es un idiota; y Bouvard y Pecuchet, la cúspide de la estupidez. Probablemente el mismo Flaubert nunca se miraba al espejo, hasta que un escritor feo y con muy malas pulgas, un tal Sartre, lo reflejó en una biografía que tituló "El Idiota de la familia". Entre sus allegados Gustave era considerado un perfecto imbécil, de ahí que se obsesionara toda la vida con el tema. Lástima que el propio Sartre no se aplicara el cuento, cuando subió a una tribuna para vocear unas consignas descerebradas en el mayo del 68. En la biografía de Sartre, Flaubert ya no es Flaubert, sino el tonto de Gustave; en la tribuna infantil de los revolucionarios de papel, Sartre deja de ser un mandarín para convertirse en un idiota o, lo que es lo mismo, vuelve a ser el niño mimado al que los revolucionarios tutean llamándolo Jean Paul.

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  6. Me gusta leer este blog, pero a veces no entiendo lo que decís en los comentarios. Creo que sois un poco friquis, ¿no?

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  7. No me ha costado nada leerlo ni apuntarme a este blog.donde se demuestra que hay vida mas alla del cielo...escribi antes que si existian las revoluciones..la ultima fue de la Elvis...que aun sigue vivo...otros ya han muerto y seguiran muriendo.Te lo llevo diciendo hace muchos años..ese libro tiene que publicarse.
    el 18.de Enero nacimos los buenos...los cabezotas perseverantes...animo..v.i.m

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  8. Puede que tengas razón, PANDA, pero en cualquier caso, gracias por estar ahí. Y a ti, VICENTE, espero compensarte por tanta música como me has regalado. Por último, JOAQUÍN, tus aportaciones elevan siempre el tono de este blog. No he leído el estudio sobre Flaubert que escribió Sartre, así que por ahí no puedo seguirte en tu digresión sobre la imbecilidad. No obstante esa conmiseración que tenía hacia Flaubert su propia familia no me resulta del todo ajena: incluso yo mismo me tengo a veces por un poco tarado.

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  9. Bueno, ya sabéis lo que dijo Brassens: "Quand on est con, on est con (le temps ne fait rien a l'affaire)". No hay nada que hacer. Sin embargo, las tendencias culturales que prevalencen hoy en día en los países occidentales favorecen una visión igualitaria de la Humanidad. Desde Rousseau la corriente de pensamiento dominante se esfuerza en hacernos creer que todos los hombres son iguales por naturaleza, y que si algunos son más iguales que otros, esto deber ser atribuido a la educación y al ambiente social, y no a la Madre Naturaleza (Cipolla dixit, más o menos). Craso error; mi experiencia, coincide con la hipótesis del profesor Cebolla (y con la de Georges, por supuesto): "uno es estúpido del mismo modo que otro tiene el cabello rubio; uno pertence al grupo de los estúpidos como otro pertenece a un grupo sanguíneo". Coincido con Joaquín al pensar que siempre reconocemos la estupidez ajena y no la propia. Con todo, como ya comenté en una entrada anterior, no soy tan ingenuo ni racista para pensar que el número de estúpidos es bajo o está distribuido de forma desigual por grupos o clases sociales. NO señor. La Ley de los Grandes Números nos permite observar una distribución homegeneamente distribuida. Véase al respecto el trabajo de Cipolla sobre la estupidez entre bedeles, empleados, estudiantes y cuerpo docente universitario....
    Por cierto, yo también tengo ya ganas de ver el libro...

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  10. Una impresión que se me quedó grabada para siempre en mi primer año de universitario fue la que me causó la primera clase de un profesor de lingüística. Si un estúpido como aquél había llegado hasta allí, cualquiera podía hacerlo. ¿Dónde estaba entonces el truco? Este es un problema que abordé literariamente en una colección inédita de relatos y que no deja de interesarme. Ortega decía de Salvador de Madariaga que era tonto en cinco idiomas. Y Molière señalaba como más estúpido al tonto sabio que al ignorante. Sólo son dos citas, a las cuales se podrían oponer otras en sentido contrario, pero me gusta traerlas aquí a cuento de lo que dice Joaquín de Sartre y Anónimo sobre la homogeneidad en la distribución de la estupidez.
    Hoy es fácil ver la miopía de Sartre acerca del régimen estalinista, pero ¿cuántos entonces nos hubiéramos alineado con Camus? Es fácil ser coherente cuando se ven las causas y las consecuencias con cierta perspectiva histórica, pero cuando se juzga el presente ya no se está a salvo de la necedad tan fácilmente. Consideremos lo que está cayendo hoy, bien en el plano doméstico, con nuestra crisis, o, en un plano más general, político, económico, ecológico, y hagamos un ejercicio de imaginación prospectiva: me resulta entonces tan evidente como trágica la estupidez inmensa de nuestra deriva.

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  11. Estoy de acuerdo contigo, Ricardo, en lo de la perspectiva histórica. En una entrevista que le hicieron a Javier Cercas acerca de Soldados de Salamina dijo que el fascismo en los años treinta estaba de moda; ahora, por supuesto, lo vemos con otros ojos. No obstante, en el caso de Sartre, un hombre que había contemporizado con los alemanes durante la ocupación, no se trataba de una simple equivocación. Sartre no era un adolescente, era un hombre inteligente, y podría haber descubierto que detrás de esta parodia de revolución germinaba la ley de Murphy de que si algo ha de salir mal saldrá mal. No hace falta calcular mucho para saber que tras consignas como "está prohido prohibir" vienen otras, muy del gusto de nuestros jóvenes, activos miembros del club de los que nacieron cansados: "Si el trabajo es salud, viva la enfermedad".

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