¿Se acuerdan de mis problemas con Kafka que me llevaron a la consulta del psicoanalista? Lo conté aquí hace unos meses. Pues bien, han empeorado, y eso que para evitar los ataques no solo cada vez escribo menos, sino que hasta me he pasado a los dibujos, lo cual tiene su mérito, pues no tengo ningún talento. Pensaba yo que al cambiar el formato de novela por el de cómic dejaría de sentir la mirada de Kafka taladrándome el colodrillo mientras escribo, pero como ya me he acostumbrado a escribir en el metro y en los bares, pues ahora en vez de soportar la mirada de K., solo he de aguantar la del pasajero de al lado, la de una señora que prefiere agarrarse a la barra y mirarme desde arriba, la de un solitario que lleva un buen rato con una taza vacía de café en una mesa vecina y las de gentes así, que no conozco de nada y que me dedican sin pudor su atención o su desprecio. Hasta ahí podía soportarlo sin muchos trastornos, pero el otro día, llegando a la parada de Ángel Guimerá, veo en el cristal de la ventanilla de delante el careto de Kafka. Al principio pensé que era el reflejo de algún anuncio, pero no, amigos, ya estaba ahí otra vez mi fantasma, recordándome ahora que él también dibujaba. Seguramente usted estará pensando que estoy desequilibrado: nada más cierto. Yo también lo pensaría si leyera esas líneas, pero el caso es que mi psicoanalista quiere definitivamente arruinar mi reputación y me obliga a esto, como a una especie de exorcismo. El caso es que yo le digo que no he abandonado del todo la escritura, que en este blog voy publicando cada dos semanas más o menos mis artículos; tan pronto hablo de mi pasión por Siberia como de Balzac, del coronel Parker, de las raíces de los Faulkner y los Presley o de la relación íntima entre Elvis y Proust. Ahora mismo estaba en medio de la escritura de uno sobre Zola, pero él -mi psicoanalista- me ha dicho que lo deje de momento, que eso no vale y que me dedique a escribir sobre mí si es que quiero mandar definitivamente al guano a mi fantasma de guardia. ¿Y de qué quiere que le escriba? -le digo-, no voy a hablar de mi trabajo, que eso me deprime. Pues hábleme de su ocio -me dice-, cuénteme, por ejemplo, su última salida nocturna.
A mí no me apetece nada hablar de esto, pero como no tengo energías para enredarme en una discusión, acabo accediendo y aquí va el relato del evento, que no tiene ningún interés, pero al menos es breve.
Habíamos quedamos unos amigos en una pizzería de Benimaclet. Compañía excelente, comida estupenda, vino del bueno, conversación inteligente... Hablamos del frío, del dolor de muelas, de la familia, de varios amigos comunes y de si en swuahili elefante se dice timba o timor. Yo defendí lo primero, porque me acuerdo de cuando era niño y miraba fascinado las películas de Tarzán, cuando llegaban al territorio de los gabonis y, a la vista del macizo Mutia, un porteador, poseído de un miedo insuperable, abandonaba su carga y exclamaba ¡yuyu! ¡yuyu! Y luego, tras otro lance en el camino, Tarzán gritaba a su elefante ¡Timba, ngawa!, ordenándole que reculara. Pero como A. se inclinaba por la otra versión -"tímor" (o algo aparecido)-, nos apostamos una botella de un buen ribera del Duero para la próxima cena. Para mí que a él le da igual ganar que perder; es una persona demasiado generosa. Lo que pasa es que como sabe que yo a veces soy tan impetuoso como irreflexivo, capaz de jugármela a comer huevos crudos con Paul Newman, pues quiere que beba un poco más de la cuenta a ver si hay suerte y me da esa alergia que a veces me da y me pone la cara así como entre la del pez globo y la del hombre elefante. Y, oye, pues no les voy a quitar yo la ilusión, claro, después de haberles hablado tanto de mi metamorfosis de cuello para arriba. O sea, que de aquí a nada nos juntamos de nuevo y ya les cuento. Esta vez no pudo ser, y eso que bebí tres copas de vino y un licorcito de limón. No es mucho, aunque a veces menos ha sido suficiente para que apareciera el monstruo. Lo único que se me deformó algo fueron los labios, que los traía ya quemados del frío y de un poco de fiebre, y a medida que me iba acercando a casa me ardían más, y yo ya me imaginaba que los tenía como los de un gaboni. El caso es que al enfilar por una avenida que yo me sé, adivino a lo lejos el coche de la policía municipal, apostado en la rotonda para castigarme otra vez con el control rutinario de alcoholemia y documentación. Entonces, yo, ´ngawa, timba, ngawa! Y los muy gabonis ven la maniobra y, como estaban aburridos, salen a la carga. Breve recorrido por el polígono, apago luces, aparco entre otros coches, y salgo paseando hacia casa. La policía pasa luego por mi lado, disminuye la velocidad, me miran, se fijan en mis morros cuando les miro y me dejan estar. Media hora más tarde llego a casa, me acuesto y sueño con gacelas, lechuzas, gabonis y elefantes.
A la mañana siguiente enciendo el ordenador y me llevo una sorpresa que aún me tiene aturdido. Al parecer, los elefantes que intervienen en algunas películas de Tarzán no eran africanos, sino asiáticos, que están más acostumbrados a horarios y convenios. Por lo que se ve, sus orejas no eran más que enormes postizos de cartompiedra. Esta es la prueba:
A la mañana siguiente enciendo el ordenador y me llevo una sorpresa que aún me tiene aturdido. Al parecer, los elefantes que intervienen en algunas películas de Tarzán no eran africanos, sino asiáticos, que están más acostumbrados a horarios y convenios. Por lo que se ve, sus orejas no eran más que enormes postizos de cartompiedra. Esta es la prueba:
Mi mundo se derrumba. No solo son las orejas, sino los colmillos, que en las hembras son dos palos pintados. Ni siquiera estoy ya seguro de "timba" y "ngawa", dos pilares sobre los que se asentaba mi infancia, que no son palabras del swuahili, sino de la jerga cinematográfica tarzanesca. Hasta es posible, que los gabonis no fueran más que blancos maquillados.
Está visto que si uno quiere que los amigos le paguen las copas no tiene más que tener una alergia al alcohol con efectos espectaculares. No obstante, desanimo a mis conocidos a que sigan tentándome, pues de momento, transcurridos unos días desde la publicación del artículo, lo único que han sacado de mí es que me piquen los sobacos muchísimo después de la ingesta. Entiendo que puede divertirles ver cómo me rasco con la pasión de un mono, pero como para eso tengo mucho aguante, se tienen que conformar con el pobre espectáculo de mi cara roja como un tomate. Quizás, para compensarles por la decepción, ayer noche, sin ir más lejos, fui a un espectáculo de hipnotismo de los que organizan por Valencia y aledaños en café-teatros. Al principio mucha risa, ya se pueden imaginar, y toda esa tontería previa del miedo a que el hipnotizador te saque y te convierta en una gallina o algo peor, pero luego... No sé si por afán de compensar a mis amigos y conocidos o por una tendencia innata e irrefrenable a la perdición, va y, horror de los horrores, salgo voluntario. Por suerte el hipnotista, todo un genio -Toni Pons (no se lo pierdan)- no fue muy cruel conmigo, y tan solo tuve que convertirme en masa gelatinosa, pianista, dueño del local, bailarín borracho, robot bailarín, perro salido olisqueador y barra de hierro. La gente se lo pasó en grande y luego me felicitaba. Hay vídeos ya por internet, me consta, así que espero que mi enorme ejercicio de ridículo personal compense a todos mis amigos que aún no me han visto convertido en hombre elefante.
ResponderEliminarja ja ja. No se puede ser tan sensible al hipnotismo. Conmigo lo han intentado, y no sé si es que soy demasiado escéptico o es que no tengo alma.
ResponderEliminarEntiendo el trauma que producen los ídolos caídos y las leyendas reveladas en su prosaica desnudez. Algo parecido me sucedió a mí cuando oí decir a Enrique (de Enrique y Ana) que él follaba, y que ya follaba en los años de cocoguagua.
Y en cuanto a Tarzán, mi padre ya me contó de niño el triste final que tuvo buscando lianas en el manicomio.
Quizá para compensar por esas crudas revelaciones, creí en los Reyes hasta los 10 años...
Todo esto es muy duro, amigo Batboy: Tarzán, Enrique y Ana, los reyes magos... Y sumo otra gran decepción traumática: cuando me enteré de que Buffalo Bill había acabado sus días aventureros haciendo el indio en una pista de circo (por cierto, también actuó en Barcelona).
ResponderEliminarTienen su épica todas las aventuras que relatan, señores, pero nada es comparable a la que he escuchado hoy. El ínclito ex presidente de Marsans y de la CEOE, Díaz Ferrán, ha ingresado en la cárcel entre los abucheos de los reclusos. Unas horas después los funcionarios se lo encontraron jugando afablemente al parchís con los susodichos, quienes no tengo duda de que se habrán beneficiado ya de sus consejos para dejar de robar gallinas y arriesgarse a que a uno le caiga el peso de la ley por delitos mucho más rentables. El caso Mario Conde también merece ser aquí mentado. Una señora, madre de un compañero de celda, dijo que era una "bellísima persona y que "dio unas estupendas clases gratis a mi hijo para ayudarle a sacarse la ESO".
ResponderEliminarY hagan el favor de no burlarse de Tarzán, aviso.
Mientras jueguen al parchís, no hay problema. Lo malo, David, vendrá cuando empiecen con el Monopoli.
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ResponderEliminarGrotesco y emocionante a la vez. Imposible no llegar al final de su relato con el corazón en un puño. Desde hoy no veré del mismo modo las películas "tarzanescas" :(
Un saludo!!
Muy pillo lo del Monopoli, Signes.
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