domingo, 20 de octubre de 2019

La sombra de los monstruos: Emil Ferris y Michel Tournier

"Lo que más me gustan son los monstruos", de Emil Ferris.


Chicago, años 60. Karen es una niña que se imagina a sí misma afectada de una licantropía sin horarios ni restricciones lunares. Es una monstruosidad voluntaria y orgullosa, elegida como afirmación defensiva y antídoto contra una masa hostil caracterizada por su aburrimiento, su maldad y su falta de imaginación; una masa acechante compuesta por las monjas docentes de su colegio, por sus compañeros de clase, por sus padres, por vecinos del barrio y por los adultos en general.

Toda esta magnífica novela gráfica se mueve entre esos dos polos. Por un lado está lo monstruoso, es decir, lo que se muestra como excepción deformada, representado por Karen, la narradora principal de la historia. Y por otro, lo misterioso, es decir, lo que se oculta. Me acuerdo aquí del inicio de El Rey de los Alisos, de Michel Tournier:  


"3 de enero de 1938. Eres un ogro, me decía a veces Rachel. ¿Un ogro? Es decir, ¿un monstruo fantástico, surgido de la noche de los tiempos? Sí, creo en mi naturaleza fantástica; quiero decir, en esta secreta complicidad que mezcla profundamente mi aventura personal con el curso de las cosas, y le permite inclinarlo a su favor […]

En cuanto a la monstruosidad... Para empezar, ¿qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar. Un monstruo es lo que se muestra con el dedo, en las ferias, etcétera. Y, por lo tanto, cuanto más monstruoso es un ser más hay que mostrarlo. Esto me pone los pelos de punta, puesto que yo solo puedo vivir en la oscuridad y estoy convencido de que la multitud de mis semejantes solo me deja vivir gracias a un malentendido, porque me ignora. Para no ser un monstruo, uno tiene que asemejarse a sus congéneres, ser conforme a la especie o estar hecho a imagen de sus padres. O bien tener una progenie que lo convierta en el primer eslabón de una nueva especie. Pues los monstruos no se reproducen". 

No sé si Emil Ferris leyó este texto antes de escribir el suyo, pero me da que sí, porque ahí está en tono mayor la misma perspectiva de Karen Reyes, la niña licántropo, en su diario, que es la misma forma discursiva del narrador ogro de "El Rey de los Alisos". Y quizás también esa convergencia entre "Reyes" y "Rey" sea más un guiño que una mera casualidad. De hecho, son este tipo de indicios los que ayudan a Karen, disfrazada de detective con la gabardina y el sombrero de su hermano,  a investigar en los dos misterios que envuelven su vida: el de su propia identidad y el del fallecimiento de una vecina. Es una dualidad entre lo íntimo y lo ajeno, entre lo cotidiano y lo histórico, entre la inocencia y la maldad, que nos conduce -otra vez igual que en la novela de Tournier- al fondo de la cueva: a la Alemania nazi.
El recurso narrativo que elige Ferris para ese desplazamiento cronológico es el del relato dentro del relato en forma de un testimonio grabado en cintas de radio-casete. Karen sospecha de que la muerte de su vecina de arriba, la señora Anka Silverberg, no ha sido un suicidio, y movida por lazos de afecto hacia una mujer de la que desconoce todo su pasado empieza a acumular indicios que la llevan a abrir una especie de juego de las pistas en busca de un asesino. Y ahí lo que podría haber sido otra más o menos habilidosa composición del puzle de un crimen se convierte en una historia turbia, retorcida y apasionante gracias, sobre todo, a su peculiar dibujo y a una facultad extraordinaria de percepción de la protagonista a la que ella misma alude en las primeras páginas:

"Debería mencionar que eso de ver y oler cosas me pasa a menudo y me he acostumbrado a prestarle atención. Percibo que en el cuadro hay algo más que tengo que ver. Algo que he olvidado... Una pista."

Es como un superpoder, un atributo monstruoso que le permite asociar estímulos olfativos, cromáticos o más amplia y difusamente visuales con sentimientos, personas y sucesos para descubrir un tejido oculto que explica su mundo.
En sus visitas al Museo de Arte es donde alcanza sus momentos más felices esa cualidad, estableciendo un diálogo extraño con los personajes de sus cuadros, como si fueran seres vivos atrapados y custodios de secretos que ella se complace en desvelar. Así ocurre en "San Jorge matando al dragón", de Bernat Martorell, en "La tentación de la Magdalena", de Jacob Jordaens, o en "La pesadilla", de Henry Fuseli:



  "Todo es signo. Pero son necesarios una luz o un grito penetrantes para vencer nuestra miopía o nuestra sordera" escribe Abel Tiffauges, el ogro de la novela de Tournier, mientras aferra su pluma con la mano izquierda y vence el blanco de un cuaderno que titula "Escritos siniestros". Juzguen esto si quieren como signo, indicio o coincidencia, pero hay también una gracia siniestra en el dibujo de Emil Ferris que tal vez proceda de que, al igual que el ogro, sufrió un accidente que la obligó a aprender a dibujar con la mano izquierda. Son más de 400 páginas en las que convergen miedos, deseos, sexo, culpa, amor, violencia racial, el arte de grandes maestros de la pintura y las portadas de revistas populares de terror, el retrato cuidado de los personajes y el esbozo atolondrado, las páginas configuradas con viñetas y los dibujos que ocupan toda una página. Hay, pues, una cierta monstruosidad deliberada en el abigarramiento del material narrativo que va en la misma línea que la licantropía escogida por la protagonista: un deseo manifiesto de afirmación creativa que, culminado, ha supuesto para ella una obra de redención inesperada.
  

En cuanto al estilo, la complejidad de recursos gráficos obligaría a referirnos a ello en plural, pues hay un tantos estilos como situaciones narrativas. Hay un estilo para las pesadillas de Karen, otro para las escenas compartidas por ella y su madre; otro para los primeros planos de página completa y para los retratos de la madre; otro para las escenas eróticas protagonizadas por su hermano; otro para las escenas callejeras de Berlín (con homenaje incluido a Grosz); otro para la representación de los cuadros del museo; otro para las fachadas de los edificios -con preferencia clara para las angulaciones en contrapicado-; y así sucesivamente. Pero hay también en todo ello una voluntad que los ata y que va más allá del tema o los temas que los unen. Es aquella percepción deformada de la protagonista, responsable de un complejo entramado de relaciones entre las cosas y las emociones, la que permite a su creadora llenar sus páginas de indicios -a menudo sinestésicos- para ayudarnos, como dice el ogro, a vencer nuestra miopía. Son los gatos, los pétalos de rosa, las miradas de los personajes, los ojos sin personajes, el color rojo, la luna, las calaveras, los conejos, las estrellas, el color amarillo y el azul del bolígrafo con el que está dibujado casi todo el álbum. 

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"Lo que más me gustan son los monstruos", de Emil Ferris. Editorial Reservoir Books. Barcelona 2018
"El Rey de los Alisos", de Michel Tournier. Editorial Alfaguara (2006).

4 comentarios:

  1. Hay palabras desgastadas por el uso y que, en vez de significar algo, vacían de contenido aquello a lo que se refieren. Una de ellas es la que la autora menciona hasta la saciedad: “mágico”. Diseñadores de moda, locutores y hasta participantes en monstruosos Reality Show la usan hasta destruir su esencia al sacarla de contexto. Conocí a una amante de parapsicología que se abrazaba a los faroles y a los árboles, porque percibía vibraciones telúricas y auras por todas partes. A estas alturas, cualquier acción, por vulgar que sea, como limpiar los platos o pasar la fregona, entrañaría una magia especial.
    La normalización de la monstruosidad, esa licantropía sin restricciones horarias ni lunares, es una forma de normalizar al monstruo y, por tanto, de destruirlo. No en balde, sagas como "El Crepúsculo" banalizan el vampirismo, al establecer que los seres humanos tengan relaciones con chupasangres sin limitaciones horarias o materiales. Lo queramos o no, un conde Drácula sin castillo ni decorados de la Hammer pierde su encanto. Hagamos que vaya al supermercado por las mañanas o, mejor dicho, al banco de sangre y acuda todos los días a su oficina, aunque esté situada en Transilvania, y perderá todo su “magia”.
    Dicho esto para tocar las narices al autor de la entrada, a quien el peso de su apellido (Signes) le empuja a buscar extraños significados por doquier y a escribir artículos tan sugerentes como el actual, los dos libros recomendados me parecen muy interesantes y los dibujos, fantásticos.

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    1. Esa amiga tuya abrazafarolas podría ser también un excelente personaje de cómic o incluso de una sátira de las tuyas. Casi mejor lo segundo, porque será muy difícil que encuentre una dibujante como Emil Ferris. Además tú ya tienes experiencia porque en tus novelas pulula gente así, entre mágica y monstruosa y con un fondo de cotidianidad algo decimonónica. Pensándolo bien, quizás esta Karen Reyes, protagonista del cómic, no esté demasiado lejos de tu señor Téckel. Observo en ambos cierto desdoblamiento esquizoide como recurso de adaptación a un medio social hostil; solo que Ferris lo hace desde la ternura y tú desde la sátira.

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  2. Sí resultan sugerentes las imágenes, como apunta Joaquín. Mi modesta contribución a la definición de "monstruo": aquel cuyos gestos, palabras y acciones escapan a su control. Esta caracterización podría convertir en monstruo a cualquiera de nosotros. Pero hay un matiz, mientras la mayoría nos quedamos en pequeños monstruos porque nos acomodamos a la pasividad, el monstruo persevera, perservera en su acción aún a sabiendas de que su desmesura le conducirá a la exclusión social y, posiblemente, a su destrucción y a la de los que le aman.

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  3. Esa puntualización tuya sobre el monstruo me lleva a don Juan, que sin duda es un monstruo y, por eso mismo, un fenómeno. Pero coincido con Huguet: lo de que cada uno esconde un monstruo dentro es una forma de convertirlo en un caniche (o en un téckel, como él mismo hizo con brillantez literaria en su novela "El señor Téckel").

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