lunes, 27 de octubre de 2014

"LIMÓNOV"

Acabo de leer "Limónov", de Emmanuel Carrère, por recomendación de mi amigo David Montesinos, que vence mi natural desconfianza hacia los elogios hiperbólicos de la solapa, hacia las sentencias de relumbrón que se amontonan en la faja que envuelve el libro y al reclamo en la portada de los premios ganados, como medallas en la pechera del uniforme de gala de un oficial en edad provecta: parafernalia editorial que por lo común garantiza en el interior una literatura fungible, de temporada, que suele encontrar su mejor anuncio en la fórmula "la novela del año".
     Pues acabo de leerla, digo, y aunque no suscribo casi nada de las frases con que Anagrama quiere adornar su libro, he disfrutado con este "Limónov", basado en un escritor, político y activista soviético, disidente a tiempo parcial, exsoviético y nostálgico, ruso de origen ucraniano, proletario, aristocrático, excesivo y ascético como un santo laico, cuya peripecia vital, narrada con brillantez y de modo fragmentario por Carrère despierta en el lector una sucesión de sentimientos que van de la incredulidad a la antipatía, y de la lástima a la admiración, hasta desembocar al final de sus páginas en un estado desconcertante de perplejidad.
     Los aficionados a la cultura rusa estamos abonados al asombro desde nuestras primeras incursiones en su geografía o en el estudio de su lengua. Pero más allá de sus paisajes vastísimos, que aprendimos en "Miguel Strogoff" que se medían en verstas, y más allá también  de los desafíos de su gramática, el conocimiento de la historia de la URSS, de su caída, su desmembramiento y de la aparición de la Rusia de Putin descoloca al lector no ruso al situarlo ante un panorama que rebasa la capacidad de su lógica.
     ¡Cuántas veces hemos oído los estudiantes de la lengua de Pushkin aquello de que solo un ruso es capaz de comprender toda la grandeza de sus poemas! Con cambiar el sustantivo "grandeza" por el de "miseria" se podría decir lo mismo del periodo histórico que desde la ascensión de Gorbachov llega hasta hoy. Y ahí Eduard Limónov es un personaje secundario, casi insignificante, pero por ese valor de sinécdoque que confieren los buenos relatos de la vida de una persona respecto a su ración de tiempo histórico, la suya, la de Limónov, nos ofrece un retablo complejo y contradictorio de aquella época, gracias a Carrère, quien se ha situado la mar de a gusto en ese terreno fronterizo entre la novela y el reportaje, o, lo que viene a ser lo mismo, entre la ficción y el documento.
    
En 1941 Orson Welles reconstruía en "Ciudadano Kane" la historia de un personaje a partir de una multiplicidad de los puntos de vista que conducía a la fragmentación del relato. Heredero de este modelo narrativo me parece el libro de Carrère, aunque no presente un cierre al estilo del famoso Rosebud. En él la última escena tiene tanta importancia como la primera -o como la 24, dicha así al azar-, porque la una con la otra se relaciona mediante un contraste en el que ni el orden cronológico ni el de la paginación (que con frecuencia es el mismo) son determinantes. A Carrère no le interesan tanto las respuestas como las preguntas, y más que estas el asombro que causa el planteamiento mismo de los hechos. Sus testimonios de desconcierto son numerosos, y en alguna ocasión expresa que ello le supone un paréntesis importante en su escritura. Como consecuencia de todo esto, si el modelo narrativo se aproxima al del reportaje, el estilístico es claramente el del artículo. La brevedad, la escasez de diálogos, su misma estructura -con una introducción en la que se crea rápidamente una expectativa y con un cierre brillante a menudo anticlimático- confieren a sus textos un carácter autónomo que a otro escritor menos exigente le hubiera garantizado varios años de columnas semanales en "Le Monde" o "Le Figaro" con la garantía de que el lector del diario no se hubiera aburrido, porque a pesar de que Limónov es el protagonista de casi todos, en cada uno de ellos parece que se trate de un personaje diferente. Por ejemplo, te encuentras con aquello de que desde la ventana de un apartamento en Manhattan  donde trabajaba de mayordomo, Limónov tuvo en la mirilla de su escopeta al presidente de la ONU, Kurt Waldheim y a otros invitados en una fiesta de postín, y asiste durante unas líneas al dilema que experimenta entre apretar el gatillo o no,  que viene a significar en él la distancia entre la popularidad y el anonimato, y ya no te queda otra que concluir que es Limónov es un gilipollas vecino de los estudiantes trastornados en vísperas de masacres en el instituto. O -sigo con los ejemplos- algunas páginas y años más tarde lo ves en lo alto de una colina en Sarajevo, junto a Radovan Karadzic, con unos soldados serbios, charlando animadamente, como unos instructores de los scouts o del Movimiento Junior en un campamento de verano en la serranía de Cuenca. Y entonces va y se levanta, se acerca adonde tienen apostada una metralleta y, con la misma emoción con que un niño empuña por primera vez una escopeta en la caseta de tiro de una feria, aprieta, ahora sí, el gatillo. 




     La escena resulta repugnante, por el hecho en sí y porque descubre que la connivencia que hemos visto en Limónov con otros fascistas no solo se trata de un gesto de provocación antiburguesa. Sin embargo, a pesar de la contundencia semántica de su intervención en la guerra de Yugoslavia, no sería justo orillar otras historias menos sonadas que nos ofrecen otras caras más amables y humanas del personaje: sus relaciones sentimentales, sus fracasos amorosos y literarios, su adolescencia marginal, su estancia en el psiquiátrico o su paso por diversas cárceles.
     Hay que conceder a Carrère el mérito de no decantarse por ninguna de ellas, dejando al lector la responsabilidad de las conclusiones.
     La periodista Anna Politkovskaya, que fue asesinada en Moscú  el 7 de octubre de 2006, en el apéndice sobre políticos que cita en su "Dolorosa Rusia" dice de Eduard Limónov: "(1943). Escritor y político. Expulsado de la URSS en 1974, pasó diecisiete años en Francia y en los Estados Unidos. A su vuelta a la URSS en 1992 fundó el Partido Nacional-Bolchevique, que reclama para sí ideales tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha".


     Apenas supe de su asesinato, compré su libro, inédito entonces en España -Douloureuse Russie. Journal d'une femme en colère- y lo leí como un homenaje póstumo. A menudo he vuelto a él para comprender mejor lo que pasa en Rusia. Ahora, por ejemplo, tras leer "Limónov", encuentro un subrayado mío en la página 173 referente a las declaraciones de un afiliado al partido de Limónov condenado tras una ocupación reivindicativa del Ministerio de salud y Asuntos Sociales. El texto dice así: "Nos han acusado de vandalismo con agravantes, pero es la Duma la que debería ser acusada de estos crímenes. Hace ya años que sus miembros se comportan como auténticos vándalos respecto a la sociedad. Tomemos la causa de nuestra actuación política: la monetización de las prestaciones sociales. En este caso concreto, los diputados han deteriorado profundamente las condiciones de vida de millones de personas discapacitadas, de pensionistas y de veteranos de guerra. Es una agresión contra Rusia, para la cual nuestra sociedad civil no encuentra respuesta".
      Y unas líneas más abajo comenta la propia Politkovskaya: "Yo mismo me sorprendo al pensar que estaba totalmente de acuerdo con lo que decía. La única diferencia es que, en razón de mi edad, de mi educación y de mi salud, no puedo invadir ministerios y defenestrar sillones. Es preciso atajar la demonización de los natsboli -como se conoce a los miembros del partido de Limónov-: son ante todo jóvenes idealistas que constatan que los opositores históricos no acometen nada serio contra el régimen actual. Esta es la causa de su radicalización".    
     Encuentro muchos ecos de "Douloureuse Russie" en "Limónov", entre los cuales esta interpretación del radicalismo del Partido Nacional Bolchevique es quizás uno de los más sonoros. Si Carrère expresa con brillantez el desconcierto ante el enorme oximorón de la vida de un escritor y político ruso, tomada como una especie de fractal de todo su entorno, Anna Politkovskaya arriesga las causas de ese mismo desconcierto.      

5 comentarios:

  1. Carrère hace de Limónov un personaje fascinante, sobre todo por lo que representa. Se me antoja alguien que intenta buscar algo de sentido en un país que se descomponía gradualmente, pero que no sabe hacerlo más que mediante un enorme sinsentido, mezclando el culto a Stalin con la extrema derecha. Si no me equivoco, hasta Gary Kaspárov, que desde luego tonto no es, llegó a militar en su partido.
    A ver si me hago con el libro de Politkóvskaya, que parece muy interesante.
    Un saludo.

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    1. Hola, Batboy.
      No sé si Kaspárov fue de su partido o no, más bien pienso que lo que les une es su profunda decepción por la política de Putin. En cualquier caso Carrère menciona en su libro un acto político en el que ambos comparten mesa y auditorio. Respecto al de Politkóvskaya (enmiendo la acentuación, siguiendo tu ejemplo) te va a gustar mucho, seguro. En mi estantería ocupa un lugar muy próximo a una maravilla de la que has hablado en tu estupendo blog: "Los que susurran", de Orlando Figes.

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  2. Sin ánimo de corregirte respecto a Politkovskaya, que me parece un personaje fascinante y cuyo libro no he leído aún, yo sí creo que en el libro de Carrère sí hay -acaso a modo de tentativa, con más preguntas que respuestas, como tú dices, un propósito explicativo. A fin de cuentas es un francés, reino histórico de la diosa Razón, y sospecho que hay una ambición implícita de continuar la labor de su madre, por lo visto uno de los europeos occidentales que mejor conoció a Rusia y quien, por cierto, fue la primera en avisar de la descomposición del imperio soviético. Y ahora voy a lo importante: ¿cuánto es una versta, listo? Ah, y otra, ¿sabes que es lo que más me molaba de crío cuando leí Miguel Strogoff? Aquella pareja de reporteros, uno inglés y otro francés -el primero muy inglés, el segundo muy francés- que se cruzaban cada dos por tres con Strogoff a lo largo de las estepas siguiendo la guerra con los tártaros. Vestidos elegantemente, según la descripción de Verne, me parecían un rescoldo de civilización en medio de un paisaje inmenso dominado por la barbarie. Y para acabar de darte el coñazo, ¿tú crees que los jóvenes leen hoy a Verne?

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  3. Sí, claro que Carrère quiere explicarse a sí mismo el tramo del laberinto ruso en cuyo centro está Limónov, pero nos deja las conclusiones a los lectores, lo cual, ya digo, es muy de agradecer. Tú, que eres también un gran tintinófilo, habrás disfrutado de los guiños con que nos obsequia a los que como él tuvimos -y tenemos- los álbumes de Hergé como un hito de nuestra infancia, igual que "Miguel Strogoff", que es verdad que hoy ya casi nadie lee, porque desde los institutos se ha favorecido la propagación vírica de una pseudoliteratura de buenas intenciones, políticamente correcta y literariamente nefasta.
    Ah, y la versta equivale a 1066'8 metros, según me dice la Wikipedia, pero en mis recuerdos era mucho más, era una distancia enorme y peligrosa en terreno hostil, helado y, de acuerdo con esas contradiciones tan rusas, desierto y al mismo tiempo poblado en cada rincón de lobos y tártaros acechantes.

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  4. Creo que me mola más tu definición de versta que la de wikipedia, me quedaré con ella, aunque yo añadiría osos. Me alegro que te haya gustado el libro.

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