viernes, 22 de agosto de 2014

Serguei Dovlatov

Uno de mis rituales de principio de verano es la elección de los libros que pienso leerme en vacaciones. Es una operación complicada, porque ahí entran en disputa aquellos que he ido aplazando durante el curso en las baldas más sólidas de mi biblioteca con otros enquistados aquí y allá en estantes superiores, tumbados sobre otros, como cansados de esperar su momento, y que ahora que hay que abrir las ventanas de par en par para evitar el sofoco parece que se espabilan con los gritos de la chiquillería que suben del parque y quieren quitarse el polvo de encima con esa brisa insuficiente que sopla al caer la tarde. Además están esos otros que de momento no ocupan más sitio que unas líneas en el bloc de notas de mi móvil, en el apartado de libros-que-seguro-que-me-van-a-gustar-muchísimo-y-que-he-de-comprar-en-cuanto-tenga-ocasión, pero que a veces, apenas me descuido, mi pulgar me lleva insconcientemente a ellos, atraído por un ven, ven y ven inaudible que solo captan los pulgares en contacto con las pantallas. Y todo eso sin contar con los comics, que reclaman su sitio a todo color. Si se tratara solo de hacer una lista, no habría problema, porque tengo mucha práctica, tanto en hacerlas como en incumplirlas, pero la gracia está en que como el verano invita a la itinerancia hay que meter el contenido de la lista en una bolsa o en un macuto. Y luego hay que meter esa bolsa o ese macuto en el ascensor, junto a otras bolsas, maletas y macutos; y luego, todo en el maletero del coche, y ahí ya empieza a complicarse la estibación. No ayuda nada el hecho de que no son intercambiables unos calzoncillos y un libro, porque, de corriente, lo segundo pesa mucho más; y lo mismo pasa con otras prendas veraniegas, así que más vale no entrar en disputas entre lo textil y lo literario. Ni tampoco resulta muy ventajosa la sisa de espacio en perjuicio de productos alimentarios poco perecederos, equipamiento deportivo o complementos de recreo estival infantil. Cuando Dostoyevski estuvo confinado en Siberia escribía cartas a su familia pidiendo que le enviaran objetos de primera necesidad, pero ¡alto ahí, amigo! No piense que les pedía peúcos, camisetas afelpadas, jabón, loción contra los piojos, fiambres varios o una baraja nueva, no. Lo que necesitaba y reclamaba con una urgencia perentoria era libros. Pero, claro, hay que ser muy Dostoyevski para eso. Pruebe usted a sugerir a su familia un plan de adelgazamiento colectivo consistente en introducir en la dieta una novela negra -por empezar con algo ligero- a cambio del segundo plato y del postre, y a ver qué le dicen.
          Habrá por ahí quien al leer esto sonría pensando "¡ay, que tío más tonto, que no se ha enterado del invento del libro electrónico!", pero se equivoca, al menos en lo segundo, porque no solo estoy muy al tanto, sino que tengo uno, que si bien me permite bajarme un montón de textos de internet, no me ahorra cargar con los otros, porque por una extraña confabulación editorial, los de los distintos apartados que nombraba arriba no aceptan fácilmente la digitalización (y cuando sí, el que no la acepta soy yo, porque precisamente esos libros son de sobar mucho, subrayar, anotar aquí y allá, y eso no se aviene con el formato ortopédico y aséptico de las pantallas). O sea, que además de cargar con los libros de papel, he de cargar con el digital.
           A todo esto, llevamos ya dos buenos párrafos y el lector que haya llegado hasta aquí atraído por el nombre de Dovlatov en el título de este artículo estará harto de esta monserga, si es que no lo ha abandonado, que es lo más sensato. Pero ya nos vamos acercando, solo queda un par de líneas de transición entre lo anecdótico y lo literario -o entre un servidor y Dovlatov, que viene a ser lo mismo. El caso es que cuando ya tenía todo empaquetado, en vísperas de mi huida de la ciudad, quedo con un amigo en un local del centro de Valencia, medio cafetería, medio biblioteca, y tras un par de cervezas en la primera mitad, para huir de la presentación del poemario de un joven talento local henchido de metáforas y sinalefas me escabullo por los pasillos de la segunda con la vista en el suelo para evitar entretenimientos, pero en eso que al girar me topo de frente con esta portada:



       "La maleta", de Serguei Dovlatov, editada estupendamente por La breu Edicions, con una traducción al catalán de Miquel Cabal merecedora de cualquier premio a la traducción. Claro que esto lo supe después. De momento tenía solo el nombre del autor de Los nuestros, una novela que me fascinó y a la que rendí homenaje en unas páginas de mi Zapatos de ante azul -la veranovela de un imitador del rey. Eso y la foto de Chema Madoz que ilustra la portada y mi conflicto literario-espacial. De modo que fue inevitable: me detengo, saco el libro de su estante, lo hojeo, leo en la contraportada lo que traduzco aquí abajo y lo compro, sabiendo ya que sus 136 páginas echaban a perder todas mis cuidadosas previsiones de lectura veraniega.
       Cuando Serguei Dovlatov consiguió marcharse a Occidente, cada emigrante tenía derecho a llevarse solo tres maletas de la Unión Soviética. Él tuvo bastante con una. Casi diez años más tarde, ya instalado en Nueva York, Dovlatov se reencuentra con esa maleta, intacta, olvidada en el fondo de un armario. Dentro hay ocho objetos, cada uno de ellos con una historia detrás. Ocho historias que forman un autorretrato de uno de los escritores rusos más originales y valorados del siglo XX.
        Si esto fuera cierto quizás tendría tiempo aún de cumplir con un porcentaje respetable de aquellas previsiones, pero de un modo un tanto sorprendente esas líneas dejan escapar la genialidad literaria de Dovlatov, que no es solo una prosa directa escrita con guantes de boxeo, sino una combinación de humor y capacidad de síntesis que elevan la anécdota personal a otra categoría que no sé cómo llamar sin recurrir a adjetivos encomiásticos, pero cuya lectura me recuerda por su capacidad de introspección a algunos cuentos de Chéjov, y, por sus efectos demoledores respecto a la sociedad que le nutre de esas historias, a la obra de Kafka y a Las aventuras del valiente soldado Schwejk, de Hasek. Es por ello que cuando uno lee cada uno de los ocho relatos de este libro, no solo disfruta de unos textos deliciosos en torno a los objetos que llenaban la maleta, unos botines de la nomenklatura o una camisa de popelín, por ejemplo, sino que adivina detrás de todo eso las grietas en los cimientos de aquel estado enorme que se llamó la Unión Soviética. Y es de ahí, como ya lo fue para mí en la lectura de Los nuestros, de ese extraño oximorón entre lo banal y lo trascendente expresado sin prosopopeya, de donde viene esa capacidad hipnótica de su prosa que me hace volver una y otra vez a estos relatos.
     Lean, por ejemplo, este fragmento de "Los botines de la Nomenklatura":

     Una vez estaba en el taller de un escultor famoso. Los trabajos inacabados se amontonaban por los rincones. Reconocí fácilmente a Iuri Gagarin, a Maiakovski y a Fidel Castro. Me fijé y me quedé estupefacto: estaban todos desnudos. es decir, totalmente desnudos. Con unos culos conscientemente modelados, sus órganos sexuales y una musculatura en relieve.
     El miedo me dejó helado.
     -No se ha de extrañar -me explicó el escultor-. Somos realistas. Primero esculpimos la anatomía, después la ropa...
     Por eso nuestros escultores son ricos. Sobre todo ganan con las representaciones de Lenin. Ni la laboriosa barba de Karl Marx se paga con tanta generosidad.
     Todas las ciudades tienen un monumento a Lenin. Los hay en cualquier capital regional. Los encargos de este tipo son inagotables. Un escultor experimentado puede tallar un Lenin a ciegas. Es decir, con los ojos vendados. Si bien se dan también hechos curiosos. En Cheliabinsk, por ejemplo, pasó uno de esos.
     En la plaza mayor, frente al soviet municipal, habían de erigir un monumento a Lenin. Organizaron un acto solemne en el que se reunieron unas mil quinientas personas. Sonaba una música enaltecedora. Los oradores pronunciaban sus discursos. El monumento estaba cubierto con una tela gris.
     Y llegó el momento decisivo. Bajo el redoble de los timbales, los funcionarios del comité ejecutivo local retiraron la tela.
     Lenin estaba representado en la postura habitual: la del turista que que quiere parar un coche en la calzada. Su mano derecha señalaba el camino hacia el futuro. y tenía la izquierda en el bolsillo del abrigo abierto.
     La música se detuvo. En aquel silencio repentino, alguien se echó a reír. Al cabo de un momento la plaza entera se partía de risa.
     Solo había un hombre que no reía. Era el escultor Víktor Drijakov, de Leningrado. Poco a poco, la expresión de terror de su cara se convirtió en una mueca de indiferencia y resignación.
     ¿Qué había pasado? El pobre escultor había tallado dos gorras. Una cubría la cabeza del líder, que estrechaba la otra en su puño.
     Los funcionarios corrieron a envolver el monumento defectuoso con la tela gris.
     Por la mañana descubrieron de nuevo la estatua. Durante la noche habían quitado la gorra de más...     



     Serguei Dovlatov murió con apenas cincuenta años, víctima del alcoholismo, en Brooklyn, en 1990. Un año después, en Moscú, muy cerca de la Plaza de Gorki, se organizó casi improvisadamente un parque para almacenar las estatuas de alegorías y de héroes del comunismo que, una vez retirados de sus peanas en calles, plazas y fachadas, se convertían en testigos de una historia que se tenía prisa en olvidar. Es el Cementerio de las estatuas caídas, que actualmente forma parte de ese itinerario que recorren los turistas que buscan en la capital rusa algo de los restos del naufragio de la URSS. Para ese camino "La maleta" de Dovlatov es un equipaje excelente.         

2 comentarios:

  1. Hola, Ricardo. Curioso lo de las dos gorras. En Valencia tenemos algo tan divertido como la estatua a Vinatea, que la sabiduría popular bautizó como "el homenaje al pedestal", pues resulta que el pedestal en cuestión es desmesuradamente grande en comparación con el personaje. No conozco la literatura de Dovlatov, aunque puedo decirte que mi cabeza anda ahora mismo dando vueltas por las estepas que le son a usted tan caras. Leo "Limonov", que me recomendó ese crack que tenemos en La Casa del Libro y que sabe más de literatura que cualquiera de los expertos del Babelia. El autor es francés, Emmanuel Carrère, pero su esfuerzo es el de retratar la Rusia -o como haya que llamarla- de los últimos setenta años. Creo estar ante una obra maestra. Todo mi afecto.

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    1. Hola, David. Me alegro de leerte por aquí de nuevo. Lo que sé de Carrère es de segunda mano, pero es todo bueno, así que, después de tu recomendación, ya te adelanto que me vas a prestar tu "Limonov".
      Un abrazo.

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