jueves, 14 de febrero de 2013

Las muertes de Zola (1)

     Zola muere el 29 de septiembre de 1902 en circunstancias tan vaporosas como el monóxido de carbono que colapsó sus pulmones. La mala combustión de la chimenea de su gabinete no disipa las sospechas de suicidio ni las de una conspiración de militares facciosos escocidos por la intervención del escritor en el caso Dreyfus. Son tres alternativas -accidente, suicidio y asesinato- que rubrican de distinto modo una misma vida. La primera, la que da la responsabilidad al tiro embotado de la chimenea, es la menos literaria de todas, a pesar de que el carbón y la muerte conforman un maridaje de abolengo. Pero si Zola hubiera imaginado el relato de su muerte como hizo con otras en Una autopsia social, ni siquiera hubiera contemplado esa opción, porque si algo se opone radicalmente al determinismo de su literatura es el azar.
      El suicidio, por contra, desde Las desventuras del joven Werther, es un buen final literario, solo que en la obra de Zola se trata menos de una desesperación amatoria que de un atajo para ahorrarse miseria y sufrimiento, lo cual lo hacía más recomendable para sus personajes que para sí mismo. En su estudio literario sobre la muerte y los ritos funerarios citado arriba (Una autopsia social, publicado por El olivo azul con otros tres relatos que giran también en torno a la muerte en un volumen titulado El arte de morir), leemos:
      "Morisseau alza un puño rabioso hacia el cielo; ¡cualquier tiempo es bueno para reventar a la pobre gente! Si hiela, malo; si deshiela, peor. Si su mujer accediera, prendería un fuego a un puñado de carbón y se irían los tres juntos. Y asunto acabado."
      Aclaro que Morisseau es un obrero sin trabajo cuyo hijo se muere de pleuresía y hambre. A muchos de ustedes, sin duda, les habrá remitido el texto a Luces de bohemia, de Valle-Inclán, obra enmarcada por una propuesta de suicidio con las emanaciones de la hulla  de un braserillo y por su cumplimiento. Pero Zola, ya digo, no andaba necesitado de atajos. Además ayuda a invalidar esa suposición  el conocimiento de que fueron los periódicos antisemitas y nacionalistas -"La Libre Parole" y "La Croix"-, que tanto le habían atacado en vida, quienes propagaron esa especie. Queda, por tanto, la conjura de los militares, que es la opción más novelesca, aunque, por eso mismo, muy alejada del tono y carácter de sus novelas. Ya la instrucción judicial abierta el mismo día de la defunción planteaba ciertas contradicciones que apuntaban a caso criminal, aunque al juez no le resultaron tan evidentes como para refutar la tesis más cómoda, que era la del accidente doméstico. Cincuenta años más tarde unos artículos publicados en el periódico "Libération" titulados Zola a-t-il été assassiné? que recogían nuevas declaraciones testimoniales reavivaron la idea de la conspiración facciosa.
     Con todo, detrás de esas tres explicaciones hay algo más que sospechas y certidumbres. No se trata tanto de un caso policiaco como de un conflicto moral, sobre el que las exequias del escritor nos ilustran mejor que su muerte. Tuvo un entierro de primera, no muy diferente al que él mismo imaginó en Una autopsia social para el conde de Verteuil: gran cortejo, multitudes expectantes, coches fúnebres, caballos empenachados, discursos fúnebres, y algún que otro bostezo. Lo que ya no entraba en el guión fueron los insultos que, al paso de la comitiva por los bulevares, camino del cementerio de Montmartre, muchos burgueses le dedicaron por "pornógrafo y antipatriota". Claro que para alguien que se había acostumbrado a desayunar un café au lait mojado con anónimos amenazadores aquellos berridos eran como una llovizna tonta que caía sobre el ataúd sin calarlo; quizás lo contrario de otros gritos -¡Germinal! ¡Germinal!- que pronunciaban unos mineros venidos de las cuencas del norte en homenaje a quien con su novela los había sacado de sus agujeros bajo la tierra.    
     Tanto la indignación de unos como el entusiasmo de los otros revelan la condición pública que había alcanzado Zola, sobre todo si se atiende al hecho de que lo más seguro es que casi ninguno de ellos hubiera leído sus novelas, pero entonces la gente estaba muy presta a indignarse o a rebelarse: las revoluciones no eran lecciones de historia ni utopías, sino recuerdos de hechos vividos; y los escritores, tan poderosos, que con un artículo podían tambalear un régimen. 
       





Zola en su lecho de muerte
     

4 comentarios:

  1. 1.El asesinato de Zola me recuerda la muerte accidental de Unamuno, alguien incómodo para “hunos” y “otros”. Cuando murió, tenía una zapatilla chamuscada por el brasero. Esto habría dado juego a Sherlock Holmes, pero no estaba el tiempo para ingeniosidades detectivescas. ¿Una apoplejía? Días antes, Unamuno había tenido un rifirrafe con un mensajero de la muerte, Millán Astray, quien, en un arrebato de furia ante sus desafueros, exclamó aquello de “Viva la muerte”. Unamuno había afirmado que, como el general era tullido y monstruoso, quería una España a su imagen y semejanza con miles de tuertos y cojos. Si hubiera sido el rector de la Universidad la primera víctima de Millán Astray, habría muerto deformado y con la cabeza cortada, pero el general fue mucho más sutil en su ejecución. Días después de que varios falangistas quisieran “pasearlo”, estos mismos psicofantes portaron en hombros el cadáver del vasco. Ni siquiera Dieste habría podido imaginar un final más retorcido y macabro para su “muerte de Bieito”.
    2.Hoy en día, esos mismos burgueses que insultaban a Zola le habrían ofrecido un entierro digno, con sahumerios que lo embalsamaran con lo políticamente correcto. Esos vociferantes todavía no habían alcanzado la madurez de Millán Astray, la propaganda no era su fuerte.

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  2. Creo, Joaquín, que los militares que tanto incordiaron a Zola -hasta el punto, quizás, de matarlo- no diferían en el fondo de los que se sublevaron aquí contra la República. Pero en cuanto a las formas, reconozco que Millán Astray es único. Sus características estéticas explican mejor que muchos artículos el porqué del esperpento; es la encarnación de la ética del pim-pam-pum y una especie de Pinocho maligno: un cristobita que mudó el palo por la carne merced a algún genio maligno y cuya primera hazaña fue aplastar a su Pepito Grillo. No es de extrañar que Unamuno se muriera al poco de conocer tal aberración. Ni Alfred Jarry ni Valle-Inclán imaginaron un discípulo así para Ubú o para don Friolera.

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  3. No se metan con Millán Astray, era el único que en los tiempos profundos de la Dictadura se atrevía a tratar despectivamente al Generalísimo, al parecer incluso le contaba chistes sobre él en los que se insinuaba que era, digamoslo de manera que un caballero de alcurnia como Huguet no se ofenda, "poco fogoso",sexualmente hablando, digo.

    Respecto a Zola, se me ocurre pensar que hubieran dicho hoy de él los lepenistas, supongo que habrían insultado y apedreado su féretro igualmente, como si el tiempo no pasara. Y la gente, señor Signes, sigue con la capacidad de indignación a flor de piel, pero tampoco ahora leen a Zola. De hecho el señor ministro pretende que no leamos a nadie, bueno, excepto el Marca.

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    1. Seguramente Millán Astray despreciaba de vez en cuando a Franco con la misma campechanía castrense que un cabo chusquero pegaba hostias a los reclutas. Y en cuanto a lo segundo, tienes toda la razón, y espero que el ministro no descubra en alguna biblioteca una obrita de Alfonso Paso titulada "Guapo, libre y español".

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