domingo, 16 de octubre de 2016

"El delirio blanco"


El otro día mi amigo Joaquín Huguet, bibliotecario de Gotham, me obsequió un libro de una limpieza y frescura sorprendentes: "El delirio blanco". Ustedes no han visto nunca al Gran Bibliotecario y, claro, no saben de sus melenas ni de sus gabanes, ni de sus pañuelos de seda ni de su bastón con pomo dorado que representa una quimera, ni de sus guantes de vitela con que trata sus incunables..., y, lo siento, hay que decirlo: con los que empuña ese mismo bastón y rompe crismas de yeso de escritores, filósofos, políticos y glorias de la patria. Esos mismos guantes, sí, de los que desnuda sus manos ebúrneas cuando blande la estilográfica para redactar unas novelas que son maquinaciones perversas que deberían figurar en cualquier lista de libros prohibidos que se precie. Ustedes no lo conocen, pero yo sí, y tomo cafés y copas de coñac con él; y en mi calidad de entomólogo aficionado le hablo de las larvas de los bibliófagos, que se comen el papel de sus libros antiguos, las hijas de puta, y del Lepisma saccharina, la muy lucífuga, que tan pronto se merienda un párrafo de Galdós, pongamos por caso, como le da por uno de Valle-Inclán, oiga, y discutimos la posibilidad de amaestrar estas criaturas para que excaven sus galerías solo en determinados libros, lo cual sería un servicio público de padre y muy señor mío.  Por esos cafés y por esas conversaciones me tiene aprecio y a veces me obsequia ejemplares selectos de su Biblioteca. Así, en mi sección de "libros regalados barra prestados por el G.B. de la B.G." figuran, por ejemplo, un tratado de mesmerismo de principios del siglo pasado, una recopilación de viajes utópicos del XIX, "Los trabajadores del mar", de Víctor Hugo, unos relatos inquietantes de Vicente Marco ("Los que llegan por la noche"), y ahora este limpio y fresco "El delirio blanco", del polaco Jacek Hugo-Bader, de quien no sabía más que lo que figura en la contraportada:     

"Jacek Hugo-Bader (1957) es polaco, escritor y reportero del principal diario de Polonia, Gazeta Wyborcza. Ha trabajado como profesor, cargando camiones, pesando cerdos y como consejero matrimonial. Actualmente vive en Varsovia".

      Y lo que él mismo nos cuenta acerca de su propia escritura en este vídeo:



En la página web de la editorial aparece el texto promocional que les copio en párrafo aparte y que me ahorra el engorroso trámite de resumirles la obra. 
En 1957, dos periodistas soviéticos recibieron el encargo de escribir un Reportaje desde el siglo XXI: debían narrar cómo sería la URSS del futuro, cincuenta años más tarde. La imaginaron como un paraíso libre de enfermedades, del frío y de la oscuridad de la noche, con automóviles voladores surcando el cielo y campos sembrados de hortalizas gigantes.

Medio siglo después, en 2007, el periodista polaco Jacek Hugo-Bader decidió recorrer los restos de la ex Unión Soviética para comprobar qué había sobrevivido de aquel sueño utópico. El delirio blanco es el relato descarnado de este viaje —desde Moscú hasta Vladivostok— en el que Bader descubre un continente oculto lleno de historias asombrosas: los últimos viejos hippies de la URSS, la juventud rusa viciada por el sida y las drogas, la desaparición de los pueblos nómadas de la taiga y hasta una comunidad regentada por la rencarnación de Jesucristo.

En su odisea helada a bordo de un viejo 4×4, Bader conocerá chamanes, mafias motoristas, montañas radiactivas, policías corruptos e incluso a Mikhail Kalashnikov, el esquivo diseñador del mortífero AK-47. El delirio blanco es un retrato insólito de una tierra vastísima e inclemente en la que el frío, el vodka y la locura se han apoderado de todo.
      De todo eso, y aun reconociendo el mérito literario que tiene el hecho de que el hombre se haya dedicado al oficio de tasador de gorrinos, lo que me incitó a saltar el orden de la ingente lista de libros pendientes que se me acumula amenazadoramente fue la convergencia de dos palabras en el primer capítulo, que leí a modo de cata con la esperanza secreta e incumplida de que mereciera la etiqueta perpetua de "libro pendiente". Pero ahí estaban esas dos palabras, "Siberia" y "viaje", que desde hace mucho ejercen sobre mí una fascinación irrenunciable, sobre las cuales giraba un primer capítulo perfecto. Supongo que en algún momento de su vida usted habrá leído un ejemplar de la "guía del trotamundo" o de la "Lonely planet", dos biblias del mochilero. Ahora imagine que la guía de su destino preferido, ese que ha ido aplazando porque no era el momento todavía y tal y cual, en vez de redactada por un especialista en saldos, discípulo aventajado de  MacGyver,  la escribe alguien que no solo no lleva su pasión por el regateo y lo barato a su propia escritura, sino que le ofrece su relato con inteligencia, generosidad y estilo. Pues ahí lo tiene: "El delirio blanco", a pesar de la estupidez con que la propia editorial ha querido promocionarlo:  Como "Mad Max", pero en la estepa", una cita del periódico "The Independent" que confirma que las fajas, las contraportadas y las solapas son también escenarios de la imbecilidad global. Es verdad que hay coches,  violencia y viajes, pero afortunadamente es mucho más lo que nos ofrece esa obra. Primero por lo desaforado de la distancia: un viaje en solitario de cabo a rabo del país más extenso del mundo vale ya desde su planteamiento como la promesa de un gran relato; y luego por la mirada (y el oído) del viajero, que acierta a calar en lo profundo de las gentes con las que se encuentra. Por eso el libro tiene un ritmo mucho más sosegado que el que se suele encontrar en los libros de viajes. No hay prisa alguna. El destino final está siempre desdibujado, como una promesa vaga que no se tiene demasiado en cuenta.  En realidad, el relato más interesante y de mayor mérito literario de todos los que entrarían en ese género tan querido de la literatura nómada es el primero de todos, ese donde se me conjuran las palabras "Siberia" y "viaje", que en contra de toda apariencia es un relato sobre la falta de movimiento, como aquel de Conrad, "La línea de sombra". Aquí les dejo una muestra:

  
      Siempre dejo el coche con el capó de cara al viento, por si acaso. Si sopla de otro lado, los gases del tubo de escape pueden colarse dentro del vehículo.
     Mantengo el motor al ralentí para calentar el coche. Sin gasolina no se va a quedar: solo consume un litro por hora y siempre llevo por lo menos medio depósito.
     Esa es la regla sagrada si viajas en invierno por Siberia: ir repostando para no bajar nunca de medio depósito. Aun así, antes de irme a dormir apago siempre el motor. Demasiado arriesgado. Como al viento le dé por cambiar de dirección durante la noche, ya no me despierto. Me pongo una alarma del teléfono. Cada dos horas me levanto y dejo el coche al ralentí entre diez y quince minutos. El interior del vehículo ni siquiera se calienta, solo el motor y el cárter. Y se carga un poco la batería. A treinta grados bajo cero, es obligatorio hacer todas estas maniobras si quieres que el vehículo arranque a la mañana siguiente, porque el aceite se queda denso como la plastilina [...]
     Pero supongamos que el móvil se queda sin batería y que no me despierto hasta llegada la mañana. Hay que encender una hoguera. Por supuesto, nadie en su sano juicio viaja a Siberia sin un hacha. Así que cortas algo de leña, la colocas, pero entonces te das cuenta de que es imposible que prenda, ni siquiera con gasolina, porque hace un frío y un viento espantosos, y está todo cubierto de nieve. Por eso llevo conmigo un bidón con una mezcla de gasolina y aceite de motor en proporciones de uno a uno. Hasta la leña mojada prende si le echas eso encima.
     Pero supongamos que me quedo tirado más allá del lago Baikal, en la estepa y no en la taiga. No hay leña. Pero yo me he traído. Desde Europa hasta Siberia llevo una caja. Y no es para calentarme las manos, claro. Hay que poner la hoguera en una pala (tan imprescindible como el hacha) y colocarla debajo del coche para calentar el motor, sobre todo el cárter. Esto también se puede hacer con un soplete [...]
     Pero supongamos que el frío es salvaje y que nos hemos dormido y que la batería se ha muerto. Llevo otra. En la cabina, donde hace mucho más calor. No tengo ni siquiera que instalarla, va conectada a la primera por unos cables. Solo tengo que darle al interruptor.
     Pero supongamos que el motor con el que me caliento se ha roto. Hay que sobrevivir hasta la mañana siguiente. Hay un proverbio siberiano que dice que ni a tu peor enemigo lo dejarías abandonado en la taiga, pero eso no se cumple cuando vas conduciendo y cae la noche. El tráfico es mucho menor, aunque no llega a interrumpirse, y no hay fuerza en el mundo capaz de obligar a un conductor ruso a detenerse después de la puesta de sol: tienen miedo a los asaltantes.

 (Editorial DIOPTRÍAS, páginas 12 y 13. Traducción de Ernesto Rubio y Marta Styk)

     Si tuviera que buscar algunos referentes los que primero se me ocurren son "La vieja Rusia de Gorbachov", de Félix Bayón, o "En Siberia", de Colin Thubron,
 pero la geografía o la historia apenas llenan unas pocas páginas de "El delirio blanco"; me vienen al pensamiento entonces un paisaje de Iliá Repin y un relato de Chéjov. Porque, en definitiva, entre la variedad de temas y de tonos, lo que me conquistó en la lectura y lo que perdurará de su recuerdo es el vislumbre de eso tan intangible que los rusos llaman la "ruskaia dushá", el alma rusa.
     Por supuesto no pretendo explicarles qué es; mi vocación didáctica no pasa del viernes, y, además, aunque quisiera, no sabría. En su lugar ustedes me agradecerán que les copie aquí unas líneas del capítulo titulado "Hace mucho":


     -Yo era una niña normal, pero no hacía otra cosa que jugar con los vientos. Son muy buenos, muy alegres. Me pasaba todo el tiempo con ellos, ellos me formaron. En mi aldea, los leñadores salían a trabajar a la taiga, iban al bosque y los vientos sabían siempre dónde iban, corrían alrededor de ellos como si fuesen perros y me lo contaban todo. Un día, iban a ir al bosque con un tractor, pero los malos vientos ya se habían subido al volante y yo tuve una visión, así que voy corriendo, llorando y gritando, me lanzo debajo del vehículo para que no vayan, porque ya no volverán. ¡No vayáis con los malos vientos! Mi madre vino y se me llevó. Me gritó que esas cosas no se pueden decir. Se fueron a la taiga, el tractor se despeñó por un barranco y murieron cinco hombres. Yo iba siempre con los vientos, pero el resto de la gente no los veía. Fueron ellos los que me contaron todo durante mi visión.
     -¿Y qué pasó después?
     -Me llevaron a un psiquiátrico. Los doctores dijeron que tenía epilepsia y esquizofrenia.
     -Lo llamáis la enfermedad chamánica.
     -Sí, me pasé casi treinta años viviendo entre los hospitales y las montañas, yo sola, cerca de mi árbol chamánico.
         (páginas 232-233)
  
     El árbol chamánico y un psiquiátrico: el oxímoron en Rusia es más un recurso descriptivo que una figura poética. Cualquier periodista con menos talento que Hugo-Bader hubiera dejado ahí la historia, contento de la inmensa capacidad evocadora de esas imágenes contrapuestas, satisfecho de los excesos espirituales de sus protagonistas y de sus demonios, dignos hijos del linaje de Dostoyevski. Pero este hombre conoce muy bien Rusia, su lengua y sus gentes; y sabe que al lado de un místico duerme un bandido. Y si no al lado, en el piso de arriba, o en la casa de la esquina. Por eso busca, inquiere, pregunta, escucha y encuentra. Y por eso nos descubre el otro lado de los excesos espirituales: la corrupción en las clínicas de desintoxicación, las mordidas a la policía en los supermercados de la droga, los chanchullos en el gulag, el mangoneo de los directores de los orfanatos a costa de las ONG... Indecencias e indignidades presentadas como los diferentes círculos de un infierno post-soviético. Y junto a ello, como última parada en este viaje hacia el infierno, el absurdo y la devastación enorme que el alcohol produce más allá del río Obi, en la población indígena de origen no eslavo.   



     Es tremendo. Es un holocausto. Encima caen los más jóvenes, los que deberían tener más perspectivas. Principalmente son hombres. Mueren de formas espantosas. Beben y se pegan un tiro, se ahorcan, se tumban en las vías del tren. Es una epidemia de suicidios. Y de asesinatos. Se caen por la borda, se pegan fuego, se mueren de frío o simplemente de tanto beber.
     -Entonces el vodka está presente en todas las muertes.
     -Sí, no es ningún misterio que las naciones indígenas del norte tienen una predisposición genética al alcoholismo. Es inevitable. llevamos miles de años viviendo en unas tierras donde las condiciones son tan severas que apenas crece casi nada. Nos alimentamos de carne, lácteos y pescado. En el proceso evolutivo hemos desarrollado un metabolismo basado en las proteínas y las grasas. Tú, como todos los indoeuropeos, tienes un metabolismo basado en las proteínas y los hidratos de carbono, porque durante cientos, miles de años, tus antepasados se alimentaban principalmente de plantas.
     -¿Y eso qué tiene que ver con el vodka?
    -Que todos los alcoholes provienen de los cereales, las patatas o las frutas. Para que el organismo los procese y los deshaga es necesaria una determinada enzima que tú tienes en abundancia pero de la que yo carezco, porque mi metabolismo es distinto. Es una cuestión fisiológica.
     -¿Qué pasa entonces cuando echas un trago?
     -Mi organismo no metaboliza el alcohol, es como si fuese un veneno: apenas lo ataca, así que el vodka hace lo que le viene en gana, principalmente en el sistema nervioso, en el cerebro.
(página 272)
     Este fragmento es parte de un diálogo de Hugo-Bader con la doctora Lubov Passar, narcóloga y psiquiatra udegue de Siberia Oriental, que aparece en el penúltimo capítulo: "La chamana de los borrachos". Ella es la encargada de guiarnos por el último círculo del infierno como Virgilio a Dante. Después solo queda Vladivostok, y de ahí Hugo-Bader ya se vuelve a casa; y nosotros cerramos el libro con la sensación de haber hecho un descubrimiento que alterará para siempre los recuerdos siberianos de lecturas adolescentes.   

Que mi corazón, alternativamente,

ardía como el templo de Efeso o como la Plaza Roja de Moscú                 

Cuando se pone el sol.

Y mis ojos iluminaban antiguos senderos.

Y yo era tan mal poeta

Que no sabía llegar hasta el fondo de las cosas

(Blaise Cendrars: "La prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia")


12 comentarios:

  1. Me he ido acordando mientras leía de El silencio blanco, de Jack London. También de Limonov, cuya lectura compartimos en su momento, creo que con más huella en mí que en ti. No acabo de saber por qué te interesa tanto esa tierra de la que siempre tengo la impresión que vienen muchas desventuras. Recuerdo haber leído en mi adolescencia un ensayo titulado Los misterios del Kremlin. Se diría que en ese palacio sólo se respiran aires que incitan a la intriga, el magnicidio y toda suerte de formas de la barbarie. Siempre que alguien habla de Rusia, en el telediario o donde sea, creo que van a ser malas noticias. Hermoso texto no obstante.

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  2. No estoy muy seguro de saber el motivo de la atracción que siento hacia Rusia. Si se tratara solo de su literatura mi respuesta sería menos ambigua, pero no es solo a ella, sino también al mundo que describe, a sus gentes, a su lengua, al orgullo que sienten hacia ella, a su manera de soportar sus propias contradicciones y sus excesos. Y todo ello tiene una representación geográfica en mi propio imaginario, y por supuesto que no es el Kremlin y sus edificios con forma de pastel, sino la tundra siberiana.

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    1. Me refería al Kremlin por el libro de Victor Alexandrov, que así se llamaba el autor. Fíjate, a mí siempre me pareció Moscú una ciudad atractiva, como San Petersburgo. Hablando de las estepas y la tundra, me viene a la memoria Dersú Uzalá, aquella película de Kurosawa.

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    2. POdemos hacer un intercambio: tú me dejas ese "Kremlin", que no conozco, y yo te presto "El delirio blanco" o el relato homónimo de Arséniev en el que se basó la película de Kurosawa. Seguro que sales ganando.

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  3. Yo no he leido el libro, pero Ricardo y Chimo me han comentado ya tanto de el que no puedo por menos que....RECOMENDARLO A TODO EL MUNDO, incluso antes de haberlo ojeado. Voy a tener que comprarlo si o si, y mas después de la lectura de este último post.

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    1. Gracias, Arturo. No te defraudará. Además hay un asunto del que no hablo en mi reseña, sobre el que tal vez vuelva en otro artículo, y que te va a encantar. Habla de una reencarnación de Cristo que vive en Siberia y que ha salvado ya un montón de almas de antiguos mafiosos, militares corruptos y de crápulas de todo género. Lleva detrás un evangelista, antiguo músico de una banda de rock, que va escribiendo todo lo que hace y todas sus enseñanzas, que van desde la receta del té hasta los lugares adecuados donde mear. Ya va por el octavo volumen.

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  4. Hay algo que me gusta de la cultura anglosajona y de la rusa: su falta de impostura. En el caso de Rusia, un territorio de frontera imposibilita un engolamiento napoleónico o de la Kultur germánica. Cuando un pseudointelectual alemán o francés habla, lo apoya, con ayuda de muchos beatos franco-alemanes, el peso de su Culture/Kultur nacional. (¿No lo sabiáis? Los taxistas franceses leen a Lacan y no el Pronto). Los norteamericanos hablan sin tapujos: si no estás de acuerdo conmigo te doy una h... Los rusos también son sincerotes. Nunca harán como los filósofos germanos, aplomarnos con un tocho ininteligible para justificar una invasión o montar unos campos de concentración. Francia puede ser representada por esos jardines en los que capan a los árboles y los amaneran para que bailen como el rey Sol. La inmensidad de la tundra escapa a cualquier conceptualizacion o intento de domesticación francesa o europea. Ningún residente del Elíseo sería capaz de hacer un jardín cuadriculado con Siberia ni de cuadricular a los rusos. Rusia no es un jardín como Francia ni una oficina-cuartel como Alemania, es un monstruo: la madre Rusia. Y, como todo monstruo, presenta desmanes y grandezas.

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    1. Donde tú dices "falta de impostura" quizás otros pudieran decir "cinismo", pero en cualquier caso no es la sinceridad, la nobleza, la hipocresía o el descaro lo que podría atraerme de la cultura rusa. Pero quizás sí su inmensidad geográfica. Juan Eduardo Zúñiga escribió en "Desde los bosques nevados" un elogio de la lengua rusa donde juega con los conceptos de vastedad geográfica y complejidad y riqueza lingüísticas. Por ahí va lo mío. Y también por lo de las contradicciones irresolutas entre la herencia oriental y los amores y desamores occidentales. De ahí quizás lo que tú dices de "desmanes y grandezas".

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  5. 1. Un noqueo en toda regla, Kid Richard. Yo me andaba con tapujos y mojigatería. La "sinceridad", tienes razón, no es la palabra adecuada, sino cinismo. Tal vez me he expresado mal. De hecho, odio la palabra "sinceridad". Cuando hablaba de impostura me refería a una pedantería típicamente germánica o francesa a la que es ajena otras culturas. Cada país se cree marcado por un destino y, en el caso de los anglosajones, es una tendencia maniquea que aparece tempranamente en su literatura: el eje del bien (ellos) y del mal (los que se le oponen). Diariamente vemos esta tendencia en los medios de comunicación y en sus películas.
    2. El orientalismo tal vez sea lo que nos une a los españoles con los rusos. De hecho, en el siglo diecinueve, englobaban nuestro país en ese territorio brumoso. En España también estuvimos divididos entre europeista y antieuropeos. A propósito y, salvando las distancias, Sabato comparaba las ceremonia del samovar de las novelas rusas con su homónima argentina del mate. No creo que a Borges le hubiera agradado la comparación.

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    1. 1. Por aquí ya vamos estando de acuerdo, Huguet. Sin embargo, durante el siglo XIX las clases dominantes rusas se afanaron en contratar institutrices francesas para sus vástagos, ya que gran parte de la gracia de ser noble residía en hablar francés y en levantar el meñique cuando se sujetaba la taza de té o, mejor aún, la de café au lait.
      2. Desde el siglo XIX España ha ejercidido un gran atractivo para los rusos, y no solo por su clima, sino por cierta coincidencia en lo espiritual: el sentimiento de reserva castiza contra los efectos secundarios del progreso; una historia coincidente de resistencia contra el dominio musulmán; una concepción ritual de ciertas costumbres... Tú mencionas el mate de los argentinos: tal vez sí, pero a mí me parece mucho más próxima, con un matiz algo escandaloso, la ceremonia de la paella de los domingos en el chalet.

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